El camino después del ocaso
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Alexander Cardona
Alexander Cardona (Medellín, 1988). En 2010 obtuvo el título de Ingeniero Mecánico, luego trabajó como piloto de helicópteros de rescate de personal desde el año 2011 hasta el 2016, momento en el cual decidió dedicarse a sus proyectos personales, entre ellos, la literatura, una pasión que lo ha acompañado desde muy joven. Se ha interesado en crear historias y escribir sobre aquello que considera significativo en la vida. «El camino después del ocaso» es su primera novela.
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El camino después del ocaso - Alexander Cardona
Una ceremonia para los que quedan
Esa mañana de domingo llegamos al cementerio cuarenta minutos antes de la hora prevista para las honras fúnebres. La estrecha carretera que permitía el ingreso y tránsito de los vehículos, iba en un solo sentido y describía un prolongado óvalo que abarcaba el perímetro. A diferentes intervalos de distancia, se encontraban bifurcaciones que desembocaban en zonas de parqueo rodeadas por arbustos cortados al detalle, dando la impresión de ser un lugar bien preservado.
Mientras conducía, pude observar como el sol, un poco tímido, se abría paso a través de la espesa capa de nubes que poco a poco se disipaba sobre las montañas. El verde radiante del pasto, de las hojas de los árboles y los jardines florecidos que albergaban un festival de colores vivos, a pesar de no ser los protagonistas, se exhibían orgullosos por todas partes. En cambio, la muerte, que era la razón principal del lugar, se escondía, ya fuera bajo tierra o en columbarios, donde no se pudiera ver; porque eso es lo que hacemos siempre, soterrar lo que no es agradable al ojo.
En el asiento de al lado estaba Sara, llevaba puesto un vestido negro y zapatos de tacón bajo del mismo color; al mirarla, me percaté de que tenía la vista puesta a su derecha, en completo silencio. Atrás estaba David, con la expresión seria que lo caracterizaba, usaba blazer negro de un estilo bastante formal sobre una camisa gris, pantalón y zapatos oscuros. Cuánto lo respetaba. Por fuera permanecía impávido, haciendo frente a todo; pero yo sabía que en el interior estaba destrozado. Esa mañana antes de subirse al carro y al ver a Sara a mi lado, David lamentó que Sofía, su esposa, no hubiera podido estar con él en ese día. Pero les había resultado imposible conseguir un vuelo desde España para llegar a tiempo.
—Mira, ahí puedes parquear —dijo Sara, señalando un espacio cerca de dos vehículos estacionados frente al edificio principal.
Acepté su sugerencia.
Frente al vestíbulo del edificio estaban dos hombres. David se bajó del vehículo y se dirigió hacia ellos mientras Sara y yo lo observábamos expectantes. Hablaron algo y luego de unos pocos minutos David regresó.
—Son empleados de la funeraria. Nos estaban esperando para definir el lugar de la ceremonia —dijo David.
—Pensé que eso ya estaba definido —contestó Sara.
—De hecho, estaba definido, sería en uno de esos salones —dijo David señalando al edificio—. Pero ayer les pedí que; si la mañana era cálida y si el pastor no tenía inconveniente, me gustaría que la ceremonia fuera al aire libre.
La temperatura era agradable y el sol ya había superado por completo las nubes que lo obstruían.
—¿Y qué dijo el pastor? —le pregunté.
—Que no tenía ningún inconveniente —respondió David—. ¿Entonces? ¿Al aire libre?
—Sí —contesté.
David volvió a reunirse con los hombres de la funeraria. Luego de intercambiar unas cuantas palabras ellos ingresaron al edificio y David caminó hacia nosotros.
—En veinte minutos estará todo preparado —dijo David—. También nos entregarán las cenizas.
Eso era lo único que quedaba por hacer, esperar a que llegara la hora de la ceremonia y luego sepultar las cenizas de mamá.
Los tres caminamos hacia el vestíbulo. David adelante de mí, como cuando yo era un niño y era él quien decidía lo que haríamos. Con cada paso que daba, se intensificaba mi consciencia sobre esos momentos que habían dejado de existir y que solo podían ser visitados someramente por la memoria; esa memoria que solo lograría recrear imágenes que con el pasar del tiempo serían menos nítidas, como sombras tras la luz de sus originales ahora desvanecidos.
¿De qué se componían esos momentos a los que me refería?
De lugares, sonidos, emociones, de gestos, de palabras y, por supuesto, de esas personas que los hicieron posibles, como mamá, que el día anterior había fallecido.
Una cascada de emociones caía sobre mí, pero a medida que los minutos avanzaban, la angustia y la pena prevalecían y se hacían tan fuertes que resultaban ser peor de lo que hubiera podido anticipar. Sara lo tuvo que haber notado porque al instante puso su mano en mi espalda y la movió con suavidad, en un intento de transmitirme fuerza.
Pasados unos diez minutos noté cierto movimiento en el parqueadero, varios vehículos empezaban a llegar; de ellos descendían algunos parientes de mamá y amigos de la familia que empezaron a formar grupos y conversar entre ellos; algunos se acercaban a David y a mí para darnos sus condolencias.
Entre las personas que llegaban, pude ver a Samanta, mi media hermana. Caminaba hacia mí, acompañada de Guillermo, su esposo, y su hijo Jerónimo, de cuatro años, que físicamente me recordaba mucho a Samanta cuando tenía su edad.
Fui a su encuentro.
—Gracias por venir —les dije al tiempo que miraba sus caras.
—Eduardo, es lo menos que podemos hacer en este momento —contestó Guillermo.
—Es cierto —dijo Samanta—. Nos sentimos mejor acompañándote.
—¿Y tú cómo estás, Jerónimo? —le pregunté y, cariñoso, puse mi mano sobre su cabeza.
El niño levantó la mirada, la dirigió a su mamá y sonrió.
—Ya casi empezamos, en unos diez minutos, más o menos —dije.
Sabía que la ceremonia era más para quienes estábamos allí reunidos que para mamá que ya no estaba. En mi caso, era el momento en el que me despedía de su presencia física; me decía a mí mismo que su ausencia dolía, pero seguiría adelante. En cierta medida se sentía como si la estuviera traicionando. Pero así tenía que ser.
La mañana era cada vez más clara, pero dentro de mí era lóbrega. Con mi vista hice un barrido a mi alrededor y alcancé a contar unas veinte personas. Era una reunión muy privada. Por un instante, la imagen de mi sobrino Jerónimo llamó mi atención, quizá por ser el único niño en aquel grupo de personas. Estaba inclinado sobre la pierna de su mamá y la abrazaba con su pequeña mano. En sus ojos inquietos y llenos de luz se reflejaba la vida sin ser cuestionada, como si fluyera a través de él sin encontrar resistencia. Así es para todos cuando habitamos ese mundo de la infancia en el que aún desconocemos muchas cosas de la vida, pensé.
Una mujer joven de cabello largo y oscuro, que usaba un vestido negro y elegante, se acercó a David y a mí y nos dijo que ya todo estaba listo para la ceremonia.
—Vamos, Eduardo —dijo David mirándome a los ojos.
Suspiré, reuní todas mis fuerzas para caminar y me acerqué a Sara.
—Bueno…Vamos —le dije tomándola de la mano.
Ella me apretó fuerte y asintió.
Un espacio para el silencio
El viento frío de una tarde de agosto produce un estridente sonido al atravesar el pequeño espacio entre el cristal y el marco de la ventana; el tiempo avanza a mi alrededor y la vida continúa, se siente como si me dejara atrás.
Veo cómo el reflejo de mi propia mortalidad se ha revelado tras su muerte y surgen de nuevo las preguntas sobre el significado, como si los hechos amargos fueran una puerta que se abre con la posibilidad de llegar a descubrir lo de verdad importante: entonces… ¿cuál es el sentido de nuestra existencia? El origen de esta pregunta tiene lugar en el interior y no solo se puede generar a causa del dolor o de la conciencia sobre la muerte, sino que también puede aparecer cuando lo absorbente del mundo que antes estaba impregnado en nosotros y hacía impensable cuestionar algo que parecía tan obvio, ahora se desprende de la persona y es observado de manera independiente, como si el mundo y el ser humano fueran dos elementos que se pueden separar, entonces, el sentido de todo lo que se vive y se vivirá es cuestionado de la misma manera como se cuestiona el porqué y el para qué de cualquier acción cotidiana.
No existe una respuesta simple y común a esta pregunta ya que, aunque respiramos el mismo aire, compartimos el mismo cielo azul como techo y en las noches la misma luna nos baña con su tenue luz, es como si no todos habitáramos en el mismo mundo. Basta con observar la particularidad en las cosas que cada quien desea y las estrategias que sigue para vivir de acuerdo con lo que considera importante, para que se haga evidente el sinnúmero de maneras en que las personas interpretamos la vida.
Me levanto de la silla de mi escritorio, abandono mi cuarto de trabajo y voy hacia a la sala. Al fijar mi vista en una de las paredes del salón, mis ojos se clavan en una foto de mi matrimonio; Sara la puso allí junto con otras cuatro fotos más de aquel diciembre, hace ocho años; en una de ellas observo una marcada sonrisa en mi rostro. Para aquel entonces yo no llevaba barba y aparentaba ser más joven de lo que en verdad era. Sara luce hermosa: sus ojos expresivos, su sonrisa que deja ver sus dientes blancos, sus pómulos sobresalientes resaltan en su rostro simétrico, su maquillaje perfecto para la ocasión, su cabello negro y su vestido perlado sobresalen en la imagen; en otra de las fotos estamos con la madre de Sara, ubicada en medio de nosotros, septuagenaria, con una expresión plana y mirando hacia otro lugar diferente al lente de la cámara.
Sara ha seleccionado con intención esa foto; la ubicó en un lugar visible del apartamento, ya que en ella reúne dos personas muy importantes en su vida. La mamá de Sara falleció hace tres años: la recuerda a menudo. En ocasiones la veo mirando la foto y las lágrimas aparecen en sus ojos; la alegría de aquel día se mezcla con la tristeza de saber que su mamá ya no está y que jamás volverá a reunirse con ella; esto es algo que solo lo que se ama logra despertar. A veces escuchamos a algunas personas afirmar con desdén que conocen lo que significa la muerte, pero dudo de que muchos en realidad sepan lo que ello implica.
Quiero caminar un poco; llevo trabajando cinco horas sin parar y siento que necesito un descanso, así que tomo las llaves que están sobre el mesón de la cocina y me dirijo a la calle; la tarde está un poco nublada, hace frío, no obstante, caminar en un clima así es algo que disfruto. Ha sido uno de esos días que amenaza con extenderse de manera indefinida. Estos días así los puedo soportar... son días normales; no necesito que todos mis días sean desbordados de felicidad porque lo que da significado a mi vida no es ser un buscador de días felices, tampoco ser un cazador de momentos extraordinarios que ignora todo lo que sucede cuando ni la felicidad ni lo extraordinario hacen su aparición. ¿Acaso los días normales no son también vida?
Mientras camino, pienso que gran parte de mi vida se va tejiendo por improvisación, muchas veces sin entender hacia dónde se dirige y no es de extrañarse, ya que habito un mundo que no he