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Simona
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Libro electrónico101 páginas2 horas

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"Esta es la historia de un fracaso. No existe el azar, cada suceso es el resultado de pequeñas acciones que pueden desencadenar eventos que parecen mera coincidencia, pero no lo son. Esto queda demostrado gracias a las decisiones de un escritor alcohólico, un jíbaro de medio pelo, una actriz melancólica, una DJ enamorada y un ce
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 oct 2021
ISBN9789585162693
Simona
Autor

Juan Hernández

Juan Hernández nació en Bogotá el 24 de abril de 1992. Es abogado Magíster en Derechos Humanos y Derecho Internacional de los Conflictos Armados. Aunque poco y nada le interese el derecho, está obligado a ejercerlo porque las cuentas del escritor suele pagarlas el abogado. Sus escritos se mueven entre el realismo sucio y la ficción negra. Hasta la fecha, ha escrito una antología de relatos «21 % Vol. Mil historias en un solo trago», y dos novelas «Confesión de un Barra Brava» y «Simona». Actualmente, trabaja en su segundo libro de relatos «Lo absurdo de lo cotidiano» y en su tercera novela «Eduardo Parcero».

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    Simona - Juan Hernández

    CURAR LAS HERIDAS

    Te cambio la revolución por morir en tus caderas

    No dejen que les mientan, lo peor de una borrachera no es el guayabo. No, señores, lo más nefasto de la embriaguez es descubrirse solo en la mitad de una casa vacía con una botella de cerveza en la mano derecha y un cigarrillo hecho cenizas en la mano izquierda. La resaca de la vida es la soledad.

    Miedo y asco en Bogotá. Qué cagada. Está haciendo un gran día allá afuera. Odio los días bonitos. El sol lastima mis ojos, tengo que moverme a una esquina para que la luz no me haga daño. Lo que pasa es que soy fotosensible. No siempre lo fui, hubo una época en la que estos ojos azules estaban llenos de esperanzas e ilusiones que se reflejaban con la luz, un tiempo en el que mi miraba irradiaba confianza y tranquilidad en las tardes soleadas. Mis ojos solían iluminarse con los rayos del sol, esos mismos que hoy los maltratan. Eran buenos días aquellos. Ay, pero a todo cerdo le llega su noche buena, y yo no sería la excepción. Me engordaron durante años, alimentaron con afecto mi frágil alma, me hicieron pensar que el amor me llevaría a un buen lugar cuando solo me lanzó directo al matadero. Sí, al final terminé en el matadero como un marrano del montón. La diferencia es que a mí no me destriparon como al resto, no, señoras y señores, el precio que tuve que pagar no fue mi vida, sino el brillo de mis ojos. Con el brillo se llevaron mis esperanzas, mis ilusiones, mi confianza… se lo llevaron todo. Carajo, no me hubiera importado que me dejaran vacío si por lo menos me hubieran permitido conservar la tranquilidad que me daba el resplandor de mi mirada. Eso era lo único que precisaba para sobrevivir en este mundo hostil. Lo otro daba igual, pero, mujer, necesitaba ese estado de sosiego para no caer en este abismo. ¿Ahora qué voy a hacer? No soy lo suficientemente fuerte como para levantarme de la lona, ni tan débil como para quedarme ahí tirado. Estoy condenado a permanecer en un eterno limbo entre salir adelante o botar la toalla, entre golpear al destino o aceptar la derrota, entre tomar al toro por los cuernos o llenarme el estómago de secobarbital. Cariño, es que lo tuyo fue un uppercut que me dejó al borde del nocaut. Siempre fuiste una gran boxeadora, lo recuerdo, todavía me duele ese gancho a la boca que me diste cuando intenté robarte nuestro primer beso. Puedo sentir la sangre brotando del interior de mis labios al pasar la lengua por ahí, aún logro saborear la sensación de calor que me recuerda tu lunar en la mejilla izquierda. Qué absurda es la vida sin ti y qué absurdo soy yo por tu ausencia.

    Las nubes ocultan al sol. Así está mucho mejor. La birra se acabó y el cigarrillo me quemó las puntas de los dedos. Una herida más. Dejé de contarlas tiempo atrás, no es difícil adivinar cuándo. Llevo embriagándome desde el miércoles, ya vamos en domingo. La realidad me enferma, debo escapar de ella cada vez que la oportunidad se me presenta y la verdad es que trato de que se me presente todo el tiempo. No creo que haga nada indebido, no quiero ser juzgado por eso, hay mil razones por las que debería ser señalado, sin embargo, huir de la existencia no es una de ellas. Los seres humanos lo hacemos, cada uno a nuestra manera, tomamos lo que esté a nuestro alcance para ignorar lo que hay a nuestro alrededor. Yo lo hago con vodka y cerveza, otros prefieren atiborrarse de trabajo para evitar pensar en aquello que los aflige, ciertas personas eligen los casinos como foco de distracción para la desesperación, algunos todavía creen en Dios y van a misa para no ser conscientes de la miseria que los rodea. Y así hay mil ejemplos, para ser sincero casi cualquier cosa sirve para abandonar este mundo de manera momentánea. Jugar fútbol, hablar con psicólogos, comprar cosas que no necesitas, llenarte de lujos, ver televisión basura, leer libros, ir a cine, pelear con cualquier cabrón del bar, ser un asesino serial, adoptar perros, jugar videojuegos, escribir una novela, tener sexo, hacer mamadas, que te lo mamen, escuchar música, comerse las uñas, sacarse los mocos. Vicios, vicios y más vicios. Al final del día, tanto el cristiano del apartamento 304 como yo necesitamos de algo. Somos la misma mierda, es más, creo que a nivel moral yo soy superior porque mi vicio no le hace daño a nadie diferente a mí, los vicios de él… bueno, habría que ver; si yo viera a dos maricas bebiendo en un bar me les uniría por amor. Por amor al alcohol. ¿Qué haría mi vecino biempensante? Claro, me imagino que lo mismo. Ah, mi vicio antes era amar y ser amado, ahora es beber solo o acompañado. ¿Qué más da? Todos somos la misma escoria cuando el domingo llega. La mierda del Universo se concentra en ese día infame para terminarnos de mear encima. Es ahí cuando nos damos cuenta de que estamos un poquito tristes, un poquito rotos, un poquito jodidos, un poquito cansados, un poquito con ganas de gritar «ya no más», un poquito pensando que a lo mejor todo tiempo pasado no fue tan malo, un poquito extrañando a ese alguien que nos alegraba el alma, un poquito con ganas de mandarlo todo al carajo, un poquito con la resaca de estar vivos. Es domingo, tengo guayabo acumulado desde el miércoles y me duele la cabeza… pero, sobre todo, el corazón.

    Comienza a llover. Hasta la capital odia los putos domingos. Mi ciudad me entiende, me entiende porque Bogotá es igual de triste que sus habitantes. Llora, mi amada, llora por los dos. Mi problema es que yo nunca aprendí a llorar. Algunas veces ese es el último paso necesario para deshacerse de aquello que lo agobia a uno, para sacar el peso que duele en la cotidianidad, para poder seguir sin mirar atrás. Tal vez eso es lo que me hace falta: llorarte. Jamás lo hice, aunque quise hacerlo un millón de veces y lo intenté un millón más, no pude, mis ojos permanecían secos y áridos a pesar del sufrimiento. El motivo por el que no te lloré no fue que la tristeza no llegara a ser profunda, estoy seguro de que fui tan miserable como para llorar todo el Atlántico el día en que te perdí. Solo… no sé, no pude, y la única razón que encuentro es que no supe cómo hacerlo. De pequeño, cada vez que quería hacer un berrinche, papá se levantaba la camisa y me mostraba el cinturón. «¿Quiere que le dé un motivo para llorar?», preguntaba amenazante. De inmediato, las ganas de llorar se esfumaban por el miedo que me producía esa correa de cuero con hebilla metálica. Por eso, supongo, es que el mínimo estímulo que haría derramar un río de pena a cualquier otro ser humano, a mí me produce un miedo y una ansiedad que me resecan los ojos hasta experimentar un dolor insoportable.

    Necesito otra cerveza. Cuando siento que ya he tenido suficiente de alcohol vuelven esas inevitables ganas de tomar una más, solo una más. Sin darme cuenta, ese líquido amarillo se tornó tan indispensable en mi vida como comer, dormir o respirar. Ya no tengo recuerdos en los que no sostenga una botella de algo en la mano derecha. Está bien, lleno mis vacíos con chorro, no es algo de lo que me avergüence. Las heridas del

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