La máquina del silencio
Por Juan Peláez
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Juan Peláez
Juan Peláez, caleño nacido en 1993, paramédico de profesión y lector por pasión; posee una visión particular de la vida y de las emociones. Ama con fervor el terror, el misterio y la ciencia ficción. En la escritura encontró la manera de plasmar su manera de pensar y su visión del mundo. Su filosofía es: «Lo importante es la historia y su interpretación, no quien la cuenta». «La máquina del silencio» es su primera novela.
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La máquina del silencio - Juan Peláez
NOTA DEL AUTOR
Desde niño fui un amante acérrimo de la magia y, más que del acto en sí, de la emoción de presenciar el truco. Era el momento donde, inconscientemente, aceptaba con felicidad el estar engañado. Supongo que pasa igual con las películas y la lectura, un show que percibimos como real por unos segundos, aunque en el fondo no deja de ser una ilusión. Esa sensación se repite una y otra vez cuando escribo. Las escenas pasan ante mí en primera fila y se adentran en mi cabeza.
Alguna vez escribí un capítulo donde uno de los personajes se mojaba por la lluvia y, antes de darle el punto final al párrafo, salí por un momento de la hipnosis por el crujir de mi estómago. Tuve la idea de ir a comprar pan, a lo que me respondí:
—¿Cómo se te ocurre? Está lloviendo.
Obvio no estaba lloviendo. Me di cuenta unos minutos después, cuando mi madre entró por la puerta y contemplé en la calle el pavimento seco y azotado por el sol de una habitual tarde caleña. «Momentos mágicos», así le llamo a ese fenómeno en el que la ficción se filtra en la realidad. Me hacen muy feliz.
Creo que son como un vicio y he de confesar que son mi razón de escribir. Es como producir tu propia droga que vas consumiendo mientras la fabricas.
La máquina del silencio es mi primera novela, antes no me había atrevido a narrar algo que superara unas pocas páginas. Incluso, previo a iniciar su concepción, escribí un anecdotario para ir ‘ganando pluma’ hasta sentirme preparado y algún día escribir un libro de más de veinticinco mil palabras. Ese anecdotario, en su día, deseé publicarlo y se lo mostré a una pequeña editorial independiente que lo ‘aprobó’, así, entre comillas. El editor se comunicó conmigo y le conté el capricho que representaba para mí publicar ese compendio de relatos cortos y monólogos, quería ilustraciones y que pareciera más a un poemario. Él respondió con una contraoferta:
——¿No tienes alguna novela? ¿No quieres publicar como primer libro una novela? —dijo, y me dejó claro que ese anecdotario no vería la luz pronto.
Al principio me negué a abandonar la posibilidad de publicar al caprichoso librito antológico, pero, en realidad, sentía miedo a enfrentarme a un proyecto como lo es escribir una novela.
Lo de esa editorial pequeña pasó en la última semana de mayo. En el fondo le agradezco a ese editor su propuesta, pues me dio pie a escribir La máquina del silencio.
En el mes de junio, Calixta Editores, una editorial que no pasa desapercibida, posteó sobre una convocatoria para recibir manuscritos. Pedían más de veinticinco mil palabras.
Bueno, ya una editorial se interesó por lo que escribo, pensé. ¿Calixta le dará oportunidad a alguien como yo? ¿Lo que escribo de verdad vale la pena?
Pasó una semana cuando me terminé de decidir; primero tuve que acallar al demonio de la inseguridad. Siempre sí escribiría el libro y lo enviaría.
Que la editorial sea la que me rompa el sueño de publicar, por mi parte escribiré. Total, es lo que me gusta y sé que las primeras novelas jamás se publican. Esa fue mi particular forma de alentarme.
Decidí usar algunos personajes del anecdotario y, casi tres meses después, ya tenía el primer borrador. Ciento treinta páginas en Word, donde plasmé un pensamiento complejo disfrazado de una historia policiaca. Sí, la novela en el fondo no narra las aventuras de esos dos policías. Nada mal para un novato, pensé.
Una vez escuché una frase: «si sabes contar una historia, puedes narrar dos sin que el público se dé cuenta». Quizá en el futuro revele lo que en realidad cuento en la historia; me sorprendería que algún día alguien lo descubriera por su cuenta. Se ganaría un premio al mejor psicoanálisis con la menor información del individuo en cuestión. Pero, bueno, retomo el hilo de esta nota.
Dejé reposar el borrador por un mes, mientras Martha y Héctor, dos buenos amigos, le echaban un ojo antes de las correcciones. Ellos no saben cuánto les agradezco sus opiniones, dado que fueron esos comentarios los que me abrieron los ojos para ver lo debía pulir y así transmitir mejor el mensaje.
Para el mes de noviembre, estaba listo el manuscrito, solamente le faltaba un título, una sinopsis y mi biografía. Necesitaba algo atractivo sin ser pretencioso.
Cuando tuve todo volví a dudar. ¿Y si no es tan buena?
Siempre he envidiado a las personas de autoestima inflada, que no importa lo basura que puedan ser, en su mente son los reyes. Una característica contraria a la mía, pues hace tiempo me autodiagnostiqué con baja autoestima flexible.
Tardé una semana más para decidirme a enviar el manuscrito a Calixta Editores. Una semana en la que cavilé el porqué podían elegir o rechazar mi historia. Tenía su atractivo, eso decían mis cercanos, pero yo la desmeritaba por venir de mi manufactura. Por eso me sorprendió cuando Alvaro Vanegas, referente del terror colombiano y quien en el futuro editaría este libro, respondió el correo aprobando el manuscrito.
Brinqué de la emoción. ¡Sí! Grité con euforia contenida junto a mi madre celebrando la respuesta, aunque ella no comprendía lo que pasaba. No importaría qué pasara después de ese momento, podía frustrarse todo, necesitar dinero que no tenía, caer un meteorito sobre mi cabeza. Nada iba a quitarme lo que esa respuesta me regaló: fui escritor por un día. Ese día. Felicidad pura.
Ahora, con el producto terminado, conozco lo violento que puede ser el proceso de edición –no lo digo por mi editor, él siempre fue respetuoso y con ojo clínico en su trabajo, lo digo porque es una sensación extraña la de recibir tus primeras críticas y tener que aceptarlas con madurez porque son acertadas–. Fue difícil, pero estoy satisfecho. Al final de todo, esa pequeña historia ha dejado de ser mía y ha pasado a ser de quien se digne a leerla. Por eso a ti, lector o lectora, te agradezco el tiempo que me regalas mientras tus ojos se pasean por la obra que intenta ser un espectáculo de magia.
Gracias a ti, pues, al final, ¿qué es un escritor sin lectores? Supongo que es igual de absurdo que una casa sin techo ni paredes.
En este libro encontrarás parte de mí a blanco y negro, pero tú le darás color con tu imaginación.
Nos veremos pronto, en esta o en otra realidad.
Dedicado a los seres que perdimos
y que no encontraron la manera de volver.
Martes, 6 de octubre de 2015.
Todos los seres humanos, al menos los que se jactan de ser racionales, han divagado con las rarezas que podrían ocurrir en el universo: vida en otros planetas, dimensiones desconocidas, viajes en el tiempo, mundos oníricos o universos paralelos. Esta última opción es la más recurrente, con la constante pregunta de «¿qué hubiera pasado si…?». Una duda que se adentra en la nebulosa de la mente con la suposición de la existencia de universos donde no se vive en un mundo como el nuestro, uno donde la tecnología es mayor, otro donde los hombres son los que dan a luz, otro en el que las guerras concluyeron de manera diferente u otro mundo exactamente igual a este, pero con particularidades que discrepan con lo conocido, como vivir en el mismo país con un idioma nativo diferente, gobiernos que tienen más o menos corrupción, una profesión distinta para cada persona, por decisiones contrarias en el pasado; el Universo sobreponiéndose en sí mismo con mil posibilidades. ¿Y si mis padres me hubieran matriculado en un colegio diferente?, ¿y si mis amigos fueran otros?, ¿y si ese día hubiera llegado antes?
Tantas dudas posibles de universos desconocidos en los que la gente estaría haciendo cosas diferentes o similares al mismo tiempo; porque también es otra posibilidad, la existencia de una copia exacta de la realidad con poblaciones que realizan lo mismo cada día, encerrados en las labores diarias del tercer mundo.
A cada persona le llega, en algún momento, el hartazgo de la monotonía. Ahí estaba Jordan, en un pueblito del Caquetá, sentado en la sala de su casa sobre el sillón reclinable color crema, sin nada que hacer durante el día más que errar en su mente con las vidas que pudo tener en caso de obrar de forma diferente en el pasado; a él solo le bastó el primer año en casa para comprender que extrañaría, más de lo que imaginaba, las actividades diarias en la Policía. Habían pasado ocho años desde su incidente en operación, el cual le costó las primeras dos falanges de los dedos medio e índice de la mano derecha. Pero sus dedos faltantes no eran la causa de su divagación; en realidad lo que transportaba su mente a los sucesos ya acontecidos era el hecho de que su rutina no se limitaba solo a trotar –caminar sería un término más preciso– una que otra mañana, ir de vez en cuando a la tienda, ver películas, leer y cuidar a su nieta. Nunca fue un buen padre con Sarah, su hija, y, por sus actividades en la Policía, siempre se mantenía fuera de casa, ocupado; tampoco fue un excelente esposo. Todo cambió con el último operativo, que lo mandó a una pensión prematura, pero que contribuiría para limpiar su nombre de mal hombre de casa y padre ausente, además de desempeñar un mejor papel de abuelo.
Un ruido, proveniente de la habitación de Johana, su nieta, lo sacó de su ensimismamiento.
—¿Qué estás haciendo, Nana? ¿Todo bien?
—Sí, abuelito —dijo la pequeña asomándose por la puerta entreabierta con una sonrisa pastelosa y un tigre de peluche en su mano—. Estoy jugando con Pimpón a que vuela.
—Está bien. No vayas a romper nada con Pimpón, pero, si lo haces, me dices para que limpiemos antes de que venga tu mamá, ¿bueno?
—No, abuelito, tranquilo. Yo juego con él suavecito.
—Ok —Y vio como la niña de seis años cerraba la puerta otra vez, con una risita juguetona y repitiendo «Ok», palabra que le divertía decir.
Se aburría mientras planeaba con qué se iba a entretener. Sentía que el contenido que ofrecía la aplicación de televisión ya no era llamativo. Era como si nada de lo que encontraba para ver fuera nuevo, solo una versión reencauchada de algo ya conocido. Decidió buscar en el librero, así que se puso de pie y se acercó a ojear.
El librero tenía cinco compartimentos de un metro de ancho, todos ocupados por literatura y uno que otro tomo académico, como una enciclopedia que cada vez se usaba menos. Estaba adornado, además de con uno que otro juguete de Nana, con tres objetos: el teléfono inalámbrico con su base, un cofrecillo de colección en la parte superior y, por último, una de las dos piezas más importantes de la casa: un portarretrato dorado en forma de corazón con la fotografía de los miembros de la familia. Nombrados de izquierda a derecha, estaba Sarah, lucía su altura, con el cabello suelto ondeado por el viento y un vestido azul claro; Jordan, que por esos días intentaba dejarse la barba que le rodeaba una amplia sonrisa poco habitual en él para las fotos, y, a la derecha de la imagen, Johana Bueno, la difunta esposa de Jordan y madre de Sarah, con una nena de apenas un mes de nacida en sus brazos. Estaban en medio de un prado despejado y bajo el sol caqueteño, y todos, menos la bebé, miraban directo a la cámara.
El segundo objeto más importante de la casa estaba a la espalda de Jordan mientras buscaba entre los libros, era un cuadro pintado al óleo que plasmaba un sendero en medio del bosque con un cielo que se filtraba entre las hojas de los árboles. Al fondo, se apreciaba cómo se perdía en la profundidad junto al caminito. La pintura estaba firmada en la esquina inferior izquierda por Johana Bueno y era la única pieza que tenían de su trabajo.
Después de varios minutos, se antojó de una relectura: un librito de portada azul al que había recurrido en varias ocasiones, El viejo y el mar, un clásico. Apenas vio la portada, recordó la historia de ese pescador y lo mucho que lo llenaba releer ese cuento. Tomó el pequeño libro y se tumbó en el sillón de nuevo.
Cuando tocaron la puerta, se sorprendió inmerso en la primera página, se había quedado con la mirada flotante sobre esas letras que no estaba leyendo. Una típica divagación improductiva.
Levantó la vista y pudo notar, a través del vidrio corrugado de la puerta, a una mujer de cabello castaño y abundante. No esperaban a nadie aparte de Sarah, que no había regresado de la plaza de mercado.
Vivían en un segundo piso y la mujer no había tocado en la primera planta, como hacían los vendedores puerta a puerta. No podía estar equivocada. El primer piso de la casa estaba ocupado solo por una mesa de madera, por lo que siempre, cuando llamaban al portón de la planta inferior, el eco llevaba el sonido hasta el segundo por el balcón trasero, desde allí se podía apreciar el pequeño jardín debido al techo destejado del patio.
—¿Quién es? —preguntó Jordan junto a la puerta sin abrir—. ¿Qué se le ofrece?
—Buenos días —respondió la mujer de voz amable—. Mi nombre es Martha Cecilia Raga, busco al señor Jordan Pineda… Jordan Mauricio Pineda. Soy amiga de Sonia.
Jordan se rascó la cabeza de incipiente calva y canas que apenas empezaban a tomar lugar en medio de su cabellera. Conocía a una sola persona llamada Sonia, era la jefa de archivo de la estación de Policía de Puerto Paloma, muy amiga suya desde antes de pertenecer a la entidad policial, la visitaba de vez en cuando cada que pasaba cerca de la comisaría. No esperaba que ella direccionara a otra persona a su casa, menos sin llamarlo al teléfono para avisarle, sabía lo desconfiado que era con la gente.
Le punzó la curiosidad y abrió la puerta lo suficiente para detallar a la elegante señora de traje formal azul marino, un minúsculo bolso negro y el cabello suelto con un capul peinado hacia la izquierda, ojos pequeños y de color café.
—¿Sería tan amable de decirme cómo se apellida Sonia?
—Zertuche, con zeta —Reparó en la expresión seria de Jordan y, con una sonrisa cordial, añadió—: Aunque en su uniforme lo tenga escrito con ce. Ella dijo que preguntaría eso, señor Pineda.
Jordan terminó de abrir la puerta y echó un vistazo a la calle desolada.
Sobre el andén, junto a la escalera de acceso a su casa, estaba estacionado un Toyota Yaris gris que, sin duda, era de la mujer. Al otro lado de la acera, en la casa verde limón de enfrente, estaba la moto del vecino, la cual, en esta ocasión, era una Yamaha R15 azul y probablemente no sería la misma la semana siguiente.
Aparte de los dos vehículos, la calle estaba desértica bajo el sol de las once de la mañana.
—Siga, por favor —dijo Jordan después de reparar a la mujer de cabeza a pies para luego adentrarse en la sala—. Bien pueda. Y cierre la puerta al entrar, gracias. ¿Quiere algo de tomar?
—Muchas gracias, no hace falta —respondió ella. Entró y cerró la puerta con cuidado.
Jordan dejó su libro sobre la mesa de centro y le ofreció sentarse en la poltrona doble de color chocolate que se ubicaba junto a la puerta; desde el sillón reclinable él podría sostener la conversación sin problema, así hablarían más cómodamente, cada uno de un lado opuesto de la mesa de centro. La mujer accedió y dejó el pequeño bolso sobre las piernas.
—Señor Pineda, primero que todo, le quiero pedir disculpas por llegar sin aviso previo, sé que puede ser molesto.
—Tranquila, no estaba ocupado —Lo único que le incomodaba era que se encontraba en fachas menos formales que la visitante, su polo rojo y jeans no se comparaban al lustroso traje de Martha—. ¿De dónde conoce a Sonia?
—Estudiamos juntas en bachillerato.
—Ok, e imagino que no viene a hacer amigos nuevos.
—Tiene razón, señor Pineda —Abrió el bolsito y extrajo un papel doblado que parecía ser un artículo de prensa—. Quiero contratarlo para una investigación.
La mujer se levantó y le entregó el papel para luego volver al asiento.
En efecto, era un artículo del periódico local, de ese mismo día, y tenía marcado con bolígrafo rojo una columna a la izquierda de la página:
De El Palomero. Diario local de Puerto Paloma, pág. 6:
SE EXTRAVÍA JOVEN EN DISCOTECA LOCAL
El joven Alexis Pizarro, de 19 años, residente de la zona norte de Puerto Paloma, se encontraba el domingo, 4 de octubre, en la discoteca Pachanga, en el centro del pueblo, disfrutando junto a un amigo de la habitual rumba de fin de semana. Lo que no se esperaba era que, durante la noche, excederían las copas y el consumo de sustancias psicoactivas hasta el punto de ser encontrado por una ambulancia al lado de la avenida Circunvalar con carrera 28 el día lunes en horas de la tarde. La información suministrada por el personal de salud del hospital Santo Tomás es escasa, puesto que solo aseguran que el muchacho, luego de ingresar al servicio de urgencias en el vehículo de salud, despertó de su estado inconsciente con clara desorientación. Los médicos aseguran que no presentaba ninguna lesión en el cuerpo y en las pruebas de laboratorio se evidenciaba solo el consumo previo de alcohol y sustancias psicoactivas. «Sí, en una rumba de esas es fácil conseguir coca, pero fue muy poco como para decir que fue eso. No tengo idea de en qué momento perdí de vista a Alexis, pensé que se había aburrido» dijo Wilmer, el amigo del joven. Alexis Pizarro en este momento presenta una laguna mental de la noche del domingo y la mañana del lunes. Para él, luego de entrar a Pachanga, despertó en el Santo Tomás. Hasta el momento no se ha logrado conocer el testimonio de los tripulantes de la móvil que hizo el trasladó del joven; según los datos de ingreso a Urgencias, fue una ambulancia ajena al pueblo.
Jordan no había visto ni escuchado nada al respecto. Además, tenía un limitado espacio en la página del periódico, lo que iba a dificultar una buena divulgación.
—¿Qué tipo de cercanía tiene esta nota con usted? —La miró fijo mientras consideraba potenciales explicaciones a la razón de la visita.
—Alexis Pizarro es mi sobrino, señor Pineda. La noticia es acertada, aunque no menciona que fui yo la que tuvo un presentimiento y le solicité a un periodista amigo mío que indagara sobre cualquier cosa respecto a su desaparición.
—¿Qué cree que pasó en realidad? Hay muchachos que salen y regresan al día siguiente, además, debe tener en cuenta la presencia de drogas en la historia.
—La policía ni siquiera abrió un caso de investigación en relación a la desaparición de mi sobrino por la misma razón de la que habla usted —El tono amable de Martha se ocultó bajo su seriedad—. Entiendo muy bien que los jóvenes pueden ser algo irresponsables con las drogas, pero también sé lo dependientes que son de sus teléfonos y como ya le dije, tuve un… no sé, un presentimiento extraño.
—Explíqueme, por favor.
—Resulta que esa noche, Alexis salió de mi casa a la discoteca… y olvidó su teléfono en la mesa del comedor. En una situación normal, cuando deseara sacarse una foto en el sitio y no encontrar su teléfono, regresaría por el aparato, como siempre. Ese día no se devolvió —Hizo una pausa y continuó—. Ayer en la mañana, cuando supe que no había llegado mi sobrino a su casa, llamé a su amigo y después a la Policía. El agente que atendió la llamada dijo que debía esperar un mínimo de veinticuatro horas para reportar una desaparición. Justo después de colgar, llamé a un amigo que es reportero y pues ya sabe usted lo que pudo conseguir cuando apareció en el hospital. No le creo a la versión de la Policía que dice que fue un abuso de sustancias. Mi sobrino tiene una marca en el hombro derecho, como si le hubieran aplicado una inyección y no fue en el hospital, porque la única punción que le hicieron fue en la mano, para el suero. Creo que fue un secuestro exprés. Sonia me mandó a buscarlo a usted por su amplia experiencia en casos de secuestro cuando pertenecía al GAULA. Aseguró que le interesaría.
En eso no se equivocaba Sonia. Cuando Jordan estaba en las operaciones del GAULA (Grupos de Acción Unificada por la Libertad Personal), más específicamente en el GOES (Grupo de Operaciones Especiales), tenía cierta afinidad por las tareas dentro de Puerto Paloma. Sentía que contribuía al pueblo que lo vio crecer profesionalmente. El caso del secuestro exprés era llamativo y le surgían ideas de cómo llevar a cabo una investigación, pero…
—Estoy retirado, señora —Mostró su mano derecha y dejó a la vista su par de dedos mutilados—. Cuando perdí esto en acción dejé de ejercer. Aprecio la confianza, pero le recomiendo que agradezca que Alexis no fue retenido por algún otro grupo criminal, —Se puso de pie para, luego, dejar el artículo de prensa al lado de su libro sobre la mesa de centro. Pretendía terminar en ese momento la conversación.
—No vengo a pedirle un favor, señor Pineda —Ella continuó sentada y llevó su mirada a los ojos de Jordan—. Vine a proponerle un trabajo y pagar por sus conocimientos en el campo. Sonia dijo que usted era el policía con más preparación cuando pertenecía al GAULA, que hasta fue llamado varias veces al extranjero para dar apoyo a operaciones que solucionó en tiempo récord. Quiero saber si hay algo detrás y que la Policía no ve. No pierde nada, al contrario, ganará dinero. Lo que cueste. Solo podría obtener dos resultados si acepta mi propuesta de trabajo; el primero sería que encuentre a los responsables detrás de los hechos; lo segundo: sería no encontrar nada y ganar de igual manera un pago. A mí, cualquiera de las dos posibilidades me dará tranquilidad, pero necesito conocer la verdad.
La señora tenía razón. No perdería nada si al final la respuesta era la versión oficial