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La Daga
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Libro electrónico495 páginas5 horas

La Daga

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En el reino de los Suelos la Reina de Medianoche ya no es la misma de antaño. Vive bajo el influjo de un hechizo y no es más que un títere al servicio de sus consejeros. Ahora en un último golpe de poder para reducir a sus enemigos están a punto de desencadenar una guerra civil entre la capital y los territorios.
Los hombres de Pie comandados primero por Isán y ahora por Kuru, fieles a la reina, lucharán para intentar recuperar el control del Reino. Pero no podrán hacerlo solos y pese al miedo, si quieren ganar, tendrán que contar con los jenízaros.
Senda, Tigre y Angrod, son tres viajeros que cruzan sus caminos y su destino.Tres personajes con un pasado a cuestas.Mientras se suceden las luchas y la muerte, en algún rincón del reino existe una daga que puede darles la victoria y devolver la razón a la Reina. De ella depende que el final sea venganza, victoria o muerte. Quizás todo a la vez.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 abr 2020
ISBN9788412139655
La Daga
Autor

Sebastián Elesgaray

Nació en 1985 en Bragado. Estudió Comunicación Audiovisual. Publicó cuentos en su blog personal. Participó en grupos y talleres virtuales de escritura, en concursos a nivel nacional e internacional, y realizó colaboraciones para algunas revistas. Estudió con Leo Batic y con Liliana Bodoc.

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    La Daga - Sebastián Elesgaray

    PRÓLOGO

    —Tengo algo para ti.

    La reina y el general estaban escondidos, pero ya era suficiente.

    —No será lo que más deseo —dijo ella.

    Se acariciaron y se volvieron a decir que era el beso final por enésima vez.

    Después, el general le dio un regalo único. La daga brilló con la poca luz de una vela. La reina la guardó sin culpa.

    —Te será útil en tiempos aciagos, su magia es tan humilde que apenas sabrás que existe —dijo el general—. Con esta daga corto nuestro amor.

    Lloraron.

    Se besaron una última vez y para siempre.

    MAPA DE LOS SUELOS

    SEDNA

    El atardecer cubierto de nubes naranjas se dejaba ver cada tanto. Siempre le había gustado ese momento del día. Cuando podía, tomaba alguno de sus tres libros viejos y trataba de seguir aprendiendo a leer, por más que a sus padres les parecía una pérdida de tiempo. El único idioma que conocía era el de Los Suelos, pero sería suficiente si podía aplicarlo en saber.

    Pero la cara esquelética del hombre que la violaba tapaba el cielo durante lapsos infinitos. Sus ojos estaban enrojecidos por el alcohol, su boca abierta chorreaba saliva espesa y amarillenta, los dedos huesudos se engarzaban en sus caderas como pinzas vivas. Respiraba agitado, el ritmo de su cuerpo se desvanecía con cada embestida.

    —¿Te gusta, monstruo de mierda?

    Sedna no contestó. Había oído la pregunta pero no la entendía. En lugar de eso, su mente se llenó de dudas. No podía saber si le gustaba su primera vez. Tampoco entendía muy bien lo que pasaba, aunque el dolor y el miedo en carne viva le embotaban los sentidos. Tan solo había ido a la taberna a realizar una entrega, no pretendía provocar la ira de esos hombres.

    —Oh, a las asquerosas como tú les encanta esto.

    La cara esquelética dejó ver una porción de cielo. Después volvió, con un nuevo hilo de baba que estaba a punto de caer. Quiso sentir asco, pero se dio cuenta que poco a poco se despojaba de cualquier impresión. Las risas y los gritos de ánimo de los demás no le daban mucho margen para pensar.

    —¡Vamos, Rolg!

    Rolg. Tal era el nombre de la cara esquelética. Su padre una vez le había reparado una bota y su madre le había cosido la manga de una camisa de trabajo. Pero ahora la violaba, gritándole monstruo a la cara.

    Yo no hice nada. Mis piernas son mis piernas, nada más.

    Sedna Alen repasó los hechos en busca de un error. Una pequeña rotura había revelado un tobillo con escamas verde claro. Se preguntó en qué momento se la habría hecho, pero no logró dar con una respuesta concreta. Llegado el caso importaba poco, porque la ira y la desgracia ya habían despertado.

    Volvieron a llenársele los ojos de lágrimas cuando un segundo se desabrochó los pantalones. Gimió sin ganas al sentirlo adentro. La humedad de la sangre lo dejó moverse con comodidad. Aun así la embestía con golpes furiosos. El dolor de la entrepierna la obligó a apretar los dientes.

    —¡Castigo de los dioses! —había gritado el tabernero con los ojos desorbitados.

    —Castigo de los dioses —susurró con lascivia el segundo. Era de hombros anchos y tenía la barba mal recortada. Su mata de pelo oscuro tapaba más cielo que el de la cara esquelética.

    La taberna había reaccionado como si Sedna estuviera en llamas. Las sillas y las mesas apartándose resonaron con chirridos iracundos, y la joven no pudo hacer más que quedarse quieta. Cuando quiso hablar, explicar que no tenía intención de hacer daño o de ser señalada con temor, el sargento de la reina le apuntó con un dedo enguantado y gritó:

    —¡Largo de aquí o te pasaremos por la espada!

    Ahora ese mismo caballero estaba de pie a un costado, con media sonrisa en la cara y el casco bajo el hombro. Había mencionado que ni loco se la metía a una jenízaro, pero que no perdería oportunidad de ver sufrir a una criatura tan asquerosa. Los dioses eran justos, y por algo le habían llenado las piernas con escamas de pez.

    No son más que escamas, quiso explicar. No hacen daño a nadie.

    Le habían crecido hacía un año, y esconderlas hasta de sus propios padres había sido un sacrificio. No les había dado tanta importancia, a pesar de que sabía lo peligroso que era dejarlas a la vista. La suerte duraba poco cuando se era desdichada, más cuando los ojos de los hombres buscaban enterrar sus miedos.

    —Cómo te atreves a vivir entre nosotros —le dijeron.

    Había salido corriendo de la taberna, pero no llegó ni a la esquina cuando una mano pesada y llena de callos la aferró con fuerza. Ahora estaba en un callejón, pero lo mismo sería estar tirada en medio de la calle principal: nadie haría nada por una jenízaro, una medio humana que no merecía pisar la tierra más que para morir. No había podido contarlos, así que no podía prever cuánto duraría aquello.

    Casi no advertía la cara hinchada por los golpes y veía borroso por el ojo izquierdo. Volvió a sentir más sangre resbalándole hasta el culo, dejando una mancha que la tierra se encargaría de absorber. Los muslos acalambrados por la fuerza de resistir le parecían de plumas, y la blusa, húmeda de transpiraciones ajenas, se le enganchaba al estómago como una piel obscena. A pesar de los gritos y las risas, se oía con claridad cada empuje dentro suyo, la carne punzando un poco más. Las escamas no llegaban hasta allí, no podían protegerla por más horribles y atroces que fueran.

    Un aliento pesado le llenó la oreja, y el segundo se levantó con una sonrisa desdentada y la verga fláccida.

    —Oh, miradme, soy un libertador de bestias.

    Rieron y un tercero empezó a desabrocharse con rapidez. Pero el sargento, Justicia de la Reina y Protector Designado del Pueblo, se interpuso.

    —No —dijo dejando el casco en el suelo y quitándose la falda de la armadura—, quiero enseñarle como es fornicar con un caballero.

    Se elevaron algunos vítores y un joven imberbe vació su jarra de cerveza en la cara de Sedna. Lo recibió gustosa porque no podía soportar más el sudor pegajoso de los hombres, y sintió una tristeza mezquina porque no le había tirado el líquido en la entrepierna. Miró a su alrededor para ver si la ayuda de la que tanto hablaban las canciones y los relatos aparecía en algún momento.

    —Deberías haberte largado en cuanto viste los signos de tu transformación —le decía el sargento mientras se le ponía encima. Su erección resaltaba en sus pantalones como un dedo en el lugar incorrecto—. Tu padre me hizo el calzado con el que camino hoy en día y tu madre resultó ser una buena puta cuando le di media moneda de bronce. Veamos qué tal ha salido su hija.

    Sedna aplacó el dolor pensando en el poema que alguna vez había tenido en sus manos, en la cascada con la que había soñado una vez, en sus tres libros que había comprado ahorrando día a día y trabajo tras trabajo. Fue tan poco efectivo como encontrar cariño en sus padres.

    Volvió a mirar el cielo para darse cuenta de que la oscuridad de la noche iba ganando terreno. El naranja de las nubes ya casi no se notaba, no había estrellas por las cuales guiarse. Cerró las manos en puños débiles y abrió la boca con intención de gritar, pero un golpe de hierro le sacó un diente. Tanteó el hueco con la lengua y se sorprendió de poder sentir más dolor. Perdió más lágrimas en un llanto inservible y giró la cara hacia un costado. Ya no quería ver un cielo que nunca iba a alcanzar.

    Después del sargento hubo más hombres. Tuvo las caras de todos frente a ella y recordaría el olor de los alientos que le habían revuelto el estómago. Cada palabra sería marcada a fuego en su conciencia, una lengua entre sus pechos sería la gracia de su rencor, una mandíbula cerrándose en su cuello le sellaría el espíritu, manos buscando sus nalgas retraerían sus energías.

    Cuando terminaron hubo escupitajos y algunas patadas aisladas, pero fueron pocas porque el cansancio al final había llegado. Sin embargo, dolieron igual. Después, cada hombre retomó su vida.

    Todo el pueblo escuchó un trueno lejano, excepto la muchacha violada que yacía en un callejón oscuro y ceniciento. Había perdido la conciencia, y esa fue toda la misericordia que recibió en el día.

    ***

    Agradeció la lluvia. No a los dioses. Tampoco a la naturaleza. No supo a quién, pero la agradeció.

    Abrió los ojos como pudo y el izquierdo se quedó a mitad de camino. Cada gota que le caía le dolía como si fueran más golpes. Flexionó los dedos de las manos, se ajustó la blusa con movimientos lentos. Sintió una punzada debajo del pecho y se preguntó si no tendría alguna costilla rota. Miró sus piernas con alivio. Mientras estaba inconsciente había soñado que se las cortaban con sierras de leñador. Las movió, cada una por separado. La falda estaba desgarrada en varios lugares y de las medias no había rastro alguno. Tampoco vio sus botines de trabajo, un calzado viejo y desgastado que hacía meses que era basura.

    Pero el dolor de verdad llegó cuando quiso levantarse. Fue un tirón en la entrepierna, una rigidez inusitada que la obligó a tirarse en el charco de barro y agua que había sido su descanso. Se llevó una mano a ese lugar y sintió humedad e hinchazón, vergüenza y miedo.

    ¿Qué me han hecho?

    No quería llorar otra vez, pero no pudo evitarlo. Sus lágrimas hicieron el charco más grande. Se las quiso secar, pero la cara estaba tan inflamada que le dolía al tocarse. Tendida boca arriba miró el cielo negro que no veía. Ni siquiera podía gritar pidiendo ayuda, aunque tampoco quería hacerlo.

    ¿Y si vuelven?

    Se dio cuenta de que no le importaba, y eso estaba mal. Tenía que importarle. Pero no conseguía llegar a un equilibrio entre el dolor y el miedo, organizar el sufrimiento y cambiarlo por algo útil. Estaba perdida en el pueblo donde había vivido siempre. Nunca había pisado más allá de los campos conocidos, de las callejuelas de tierra dura que todos los días recorría. Desde pequeña se había limitado a vivir entre los vecinos y sus padres, nada más. Y aun entre su pueblo, no tenía adónde ir.

    Hizo un segundo intento por levantarse. El dolor fue menos intenso, un tirón sordo entre sus piernas. Se preguntó qué misterio había en el sexo si era tan doloroso y humillante. Sin embargo, entendió por qué las personas lo escondían. Al parecer, practicarlo implicaba ser otro, y a veces ese otro tenía que permanecer invisible.

    Cuando se puso de pie le pareció que un reguero de agua le bajaba por las piernas. Pero también podía ser sangre. Seguro que era sangre. No le importó demasiado, todavía tenía su casa. Tal vez sus padres la ayudaran.

    No, no van a ayudarme. Dioses, no van a ayudarme y ni siquiera me darán consuelo.

    Dio un paso tambaleante y apoyó una mano en una de las paredes de la taberna. Escuchó el ruido sordo de una juerga en pleno apogeo y supo que adentro estaban sus atacantes. Tuvo miedo. Se imaginó que salían y volvían a verla, que todavía no estaban satisfechos y querían más de lo que ella tenía. Llegó a sus oídos un ruido de cristales rotos. Después volvió a la tristeza de saberse sin fuerzas.

    En la calle antes polvorienta no había nada ni nadie. La tormenta arreciaba con ráfagas de agua que obligaban a todos a esconderse en sus casas. Sedna Alen vio algunas ventanas iluminadas por velas tenues. Descalza, sin más fuerzas que las de una enferma, empezó a guiarse a pesar de la oscuridad.

    Fue un camino corto, porque el pueblo no era grande. Cuando llegó a su puerta estaba desecha en harapos en lugar de ropas, respiraba como si su corazón se hubiera empequeñecido, y el pelo empapado apenas le dejaba ver con claridad. Estaba a punto de llamar a la puerta, cual forastera que quisiera refugio. Gimió para reprimir las lágrimas.

    Las paredes grises la recibieron con un poco de calor. Dos goteras resonaban; una contra el suelo, la más ferviente en una vasija resquebrajada. Las tres velas encendidas daban luz suficiente para ver a su madre mezclar verduras resecas en un cuenco viejo.

    —Llegas tarde —le dijo sin levantar la mirada.

    ¿Qué le iba a decir? ¿Qué la habían atacado? ¿La habían atacado? Sabía menos de lo que sentía.

    —Madre, tuve un problema.

    En realidad fueron varios, pensó. Pero no los conté.

    La señora de busto prominente y cintura holgada siguió removiendo la cena insulsa con manos lentas. Su pelo estaba enmarañado, en todo el día no se lo había peinado. La boca era una línea fina con comisuras agrietadas, las mejillas no escapaban a las mismas arrugas.

    —Espero que haya sido tan grave como tu retraso. Estoy preparando la cena.

    Decirle preparar a semejante porquería revolvió el estómago de Sedna una vez más.

    —Madre…

    Y no dijo nada más. Esperó durante siglos recibir una mirada.

    Cuando se la dio, la expresión de su madre cambió tan poco que la joven decidió huir de esa casa. Iba a morirse en otro lado.

    —Pero… ¿qué sucedió? Estás manchando el suelo de sangre —dijo su madre con el tono que reservaba para negociar con un cliente. Sedna no sabía identificar si como puta o como costurera, aunque tal vez fuera igual en ambos casos.

    Bajó la mirada y vio cómo el rojo diluido formaba un charco impreciso. No sentía dolor, aunque un hormigueo lejano la amenazara con futuros padecimientos. Trató de apretar los puños para armarse de valor, pero los aflojó en cuanto su madre se encontró con las piernas y las escamas.

    —Eres… Eres… —titubeó.

    —Soy una jenízaro, sí. Hace un año ya.

    A pesar de la desesperación, su voz era tranquila. Medida y suave como la caricia de alguna hoja en el aire.

    —Eres un monstruo —terminó por decir.

    —Soy tu hija.

    Pero semejante respuesta fue peor. La mujer abrió la boca en un círculo tembloroso y dio dos pasos atrás. Sus manos sucias se levantaron a la altura del rostro, como si quisiera protegerse de una atacante desconocida.

    —¿Me tienes miedo? —quiso saber la joven—. Por lo menos demuestras algo.

    La respuesta no llegó nunca. En lugar de eso, su padre apareció desde la oscuridad. El poco pelo que le quedaba a los costados de la cabeza le caía sin vida sobre las orejas. Su cuerpo consumido por los años y las desdichas se quedó medio erguido al lado de la mesa. La nuez del cuello se le movía arriba y abajo por la fuerza de la rabia.

    —¿Los provocaste?

    Sedna abrió los ojos lo más que pudo, aunque el izquierdo le provocó un tirón que la obligó a soltar una lágrima.

    —¿Por qué dices eso?

    —Los hombres de este pueblo no harían tal cosa —dijo señalando el charco en el suelo.

    ¿Tal cosa?, se preguntó.

    —Padre… me atacaron, me hicieron daño. Me duele.

    No quería decir violación. Tampoco padecimiento, miedo, odio, sufrimiento. Era como hablar con una pared vieja y descascarada, indiferente incluso al tiempo. Una pared que se dejaba combar cada día más, sin siquiera sostener su entorno porque se había cansado muy pronto de todo. Incluso de su única hija.

    —Los dioses no te hubieran marcado de esa manera si fueras inocente.

    No pudo decir nada.

    —Eres un monstruo —terminó su padre con voz recia.

    —¿Es porque me tuvisteis solo a mí? —preguntó Sedna con el rostro abatido—. ¿Porque mi nacimiento te quebró por dentro, madre?

    Pero la mujer prefirió no contestar. Dio otro paso atrás sin bajar las manos. Esa vez parecían máscaras para su rostro deformado por la tristeza y el desconcierto.

    —No fue por nada ni por todo —dijo su padre—. Simplemente eras una para nosotros y nunca saldríamos de esta pobreza.

    La joven comprendió con pánico como hablaba en pasado. O la daba por muerta o por exiliada. Quiso gritar que no fue culpa suya, que nacer estaba en su camino como respirar y caminar, que sus intenciones no eran que su madre sangrara más de la cuenta, de romper sus entrañas para que no pudiera albergar más niños.

    Pero eso le serviría tanto como una hoja de parra en medio de la tormenta del exterior. La habían despreciado desde siempre y ahora tenían una buena excusa para apartarla de sus vidas. Sería lo mismo sin ella. Incluso podrían tener una mejor economía familiar.

    Sin embargo, el sentimiento de desgracia no se iba, y cayó de rodillas con la cabeza laxa mirando al suelo. Se prometió no suplicar, pero lo estaba haciendo antes de cumplirse algo por única vez en su vida. Arrastrándose, trató de llegar a los pies de su padre, gimiendo y marcando huellas húmedas en la madera polvorienta.

    Le dieron como respuesta una bolsa de cuero a medio llenar. Su madre le dejó sus botas negras y se alejó como si su hija estuviera a punto de estallar en llamas. Era costurera y una puta mediocre. Su padre la miró desde arriba con los ojos secos pero iracundos, echándole encima la culpa de sus fracasos. Era zapatero, pero no era rico ni bueno.

    —No —pudo decir Sedna en voz baja.

    —Lo siento, pero así es como debe ser.

    No lo sientes, ese es el problema, padre.

    La joven se aferró a una pata enclenque de la mesa. Cuando estuvo de pie, la casa se le hizo demasiado pequeña, el techo estaba a punto de bajar como la maza de un dios. Dejó colgar la bolsa de sus dedos, sopesando que debía tener agua y un poco de pan. No se preguntó hasta donde llegaría, porque no habría suficientes kilómetros para alejarla de los recuerdos. Se calzó las botas con lentitud débil y rozó sus escamas mientras lo hacía. Se concedió un momento para odiar sus piernas, pero el tiempo se le escurría. No quería perderlo más.

    Al levantar la vista, sus padres estaban uno al lado del otro sin siquiera rozarse, tan solo con las espaldas cansadas y las miradas desconcertantes de quienes no saben bien lo que sucede.

    —Aquí no volveré. Me gustaría que lo supierais —dijo Sedna entre sollozos.

    No hubo respuesta. Mostrarse fuerte no fue una elección consciente.

    Anadeó hasta la puerta con lentitud. Sentía reavivarse el ardor de su entrepierna. No le dio tanta importancia porque otras cosas dolían más. Al bajar, el picaporte le concedió un chirrido como saludo, que sumado al silencio de sus padres fue la prueba de su realidad.

    —Nosotros no pedimos esto —dijo su padre. Su voz, siempre grave, la enfureció.

    —No, claro. Pero no eres tú el que sale a la tormenta.

    Para Sedna Alen no hubo más palabras en esa casa. Abrió la puerta y no agradeció la lluvia para calmar su furia y su tristeza. ¿Qué la calmaría a partir de ahora?

    Tal vez no lo supiera nunca.

    TIGRE

    El tigre entró a la taberna. Resonaban el bullicio y la música. Había charlas aisladas por todo el lugar, los gritos borrachos y risas estridentes. A pesar de que todos los candelabros del techo tenían velas encendidas, el lugar presentaba vacíos de luz en varios rincones. Fue hacia uno de ellos y se sentó despacio al reparo de la penumbra. La mesa tenía melladuras por todos lados, le pareció que nunca había visto una madera tan gastada, vieja y húmeda. A sus pies empezó a formarse un pequeño charco de agua. La tormenta había amainado un poco, pero los truenos lo seguían asustando.

    Nueve años.

    Pensó en todo ese tiempo. Había pasado mucho desde la última vez que había estado en una selva, caminando a cuatro patas y desnudo. El aire húmedo, la vegetación como techo, la tierra oscura y blanda. Recuerdos intensos pero casi sin significado, como observados a través de un velo. Era un jenízaro; despreciado en algunos lugares, ignorado en otros. A veces lo miraban con asco, a veces con repudio.

    Nadie lo había visto, pero quería comer y beber. Y para eso era necesario acercarse a la barra, pasar por entre la gente pidiendo permiso y hasta rozándolos. Y nunca faltaba el matón, el que buscaba humillarlo para sentirse superior y demostrar que los jenízaros eran una aberración, seres que nunca deberían haber pisado Los Suelos.

    Resopló despacio. La sensibilidad de sus dientes le hizo recordar que no había comido desde hacía un día. También tenía sed. El viaje había sido largo, agotador. Las Tierras Yermas del Oeste no proporcionaban recursos adecuados para sobrevivir. Se sentía afortunado de seguir adelante.

    Se irguió en la silla y dio una mirada. Al final del local había un escenario donde cuatro músicos trataban de superar su estado de ebriedad para dar un concierto. Por supuesto que no podían, el tigre estaba en una parte del mundo donde escaseaban los artistas de verdad. Dos mujeres voluptuosas, con jarras de cerveza en la mano, bailaban a unos metros de su mesa al compás de la guitarra desafinada y el tambor mal parcheado. Tenían el ritmo propio de los borrachos, tambaleante y precario. Más lejos se oyó estallar una botella contra la cabeza de alguien. Le siguieron risas y un tumulto que se abrió para dejar lugar a la pelea, que no duró más de tres golpes en un individuo flaco y desgarbado que quedó tirado en el suelo. Nadie se molestó en levantarlo, tan solo lo arrojaron a un costado para que no estorbara el paso.

    Pudo divisar dos jenízaros más. Uno era un pájaro. Le pareció un gorrión, pero no estaba seguro, nunca había sido bueno en identificar las especies de las aves. Estaba sentado en un taburete alto, con su pequeña cola sobresaliendo de un pantalón corto que dejaba al descubierto unas patas flacas y endebles. Tenía la cabeza apoyada en la barra, caída por una borrachera o tal vez un golpe.

    Otro era un burro, sus orejas largas destacaban entre el gentío. Llevaba un cubo de agua y un trapo colgando de un hombro. Lo rodeaban cuatro hombres, uno más gordo que el otro. Era obvio que estaban borrachos y su pasatiempo de la noche era molestarlo.

    El tigre se puso de pie. Se ciñó la vestimenta, un mono sin mangas color marrón, con un cinturón de tela negro. No llevaba calzado, nunca lo había necesitado por más cambios que se hubieran producido en su cuerpo. Sus patas —antes traseras, ahora inferiores—, tenían una base gruesa y bien cubierta. Se pasó la lengua por la nariz y flexionó los músculos de los hombros. Los mantenía fuertes a pesar de que ya no usaba las patas superiores para andar, se obligaba a ejercitarlos.

    Salió de la penumbra caminando lentamente y con la mirada puesta en el suelo. Pudo sentir el peso de varios ojos, pero siguió con paso firme hacia la barra. Esquivó a las bailarinas despatarradas y pidió permiso a un joven que lo miró como si fuera un leproso.

    Se sentó en un taburete al lado del gorrión. El desmayo era producto de un golpe, había sangre que le empastaba las plumas en un costado.

    —¿Qué quieres? —soltó el camarero con brusquedad. Apoyó las manos en la madera y extendió los brazos para que se notaran sus músculos.

    —Quisiera cerveza de raíz, señor —dijo con humildad. Tenía la voz cascada, habían pasado meses desde la última vez que la había usado—. Y algo para comer —agregó.

    —Hay bollos de carne.

    —¿No tiene plantas?

    La expresión del camarero se tornó indescifrable. No sabía si el animal le estaba haciendo una broma o hablaba en serio. Decidió preguntárselo:

    —¿Me hablas en serio?

    El tigre asintió despacio.

    —Tengo pan. Y espero que con eso te baste.

    —Eso estaría bien, señor.

    El camarero le dedicó una nueva mirada ofensiva mezclada con desconcierto. Después dio media vuelta para continuar con sus labores. El lugar rebosaba de gente y dos chicas que no debían llegar a los quince años lo ayudaban.

    El tigre mantuvo la mirada fija en la barra, pero movió las orejas en un intento de captar algún comentario. Pudo oír …ese maldito animal y …una porquería con rayas, pero nada fuera de lo común. Maldijo su cobardía, se dijo que unos simples truenos no podían desbaratar su destino. Pero le era imposible no sentir miedo, por más absurdo que a veces se sintiera con eso.

    Empezó a lamerse el antebrazo, un gesto de intranquilidad que nunca podía reprimir. Al cuarto lengüetazo sintió como nuevas miradas lo observaban. Se detuvo, no sin antes alisarse los pelos húmedos y mirar con atención excesiva su ropa, como si buscara algo muy importante ahí.

    El camarero llegó con la cerveza y una hogaza de pan del tamaño de su puño. Dejó la jarra de un golpe y algunas gotas salpicaron al tigre.

    —Gracias —dijo en un susurro. Para cuando la palabra había terminado de salir, el camarero tomaba la moneda que le tendía y ya estaba con otro cliente.

    Observó la cena. A pesar de la hostilidad se sentía afortunado de haber llegado allí. Por lo menos esa noche no dormiría a la intemperie. Desde hacía mucho que no estaba cómodo pasando las noches en los caminos y los bosques.

    No tenía una mano formada pero tampoco era una pata sencilla. Más bien eran garfios en lugar de dedos, algo rígidos y toscos, pero con movilidad suficiente para agarrar ciertos objetos. Lo que en un humano sería la palma de la mano, en el tigre se mostraban los vestigios de la planta, pero cubierta de pelo.

    No tuvo problemas en llevarse la jarra al hocico, pero como no tenía labios formados —y nunca los tendría—, un poco de cerveza le chorreó por los costados de su cara. Se limpió con el antebrazo y tomó el pan. Antes de darle el primer mordisco lo olfateó, y sus bigotes se movieron en círculo. Abrió sus fauces con avidez.

    —Ey, gatito —escuchó que le decían con voz melosa—. ¿Esa lengua tuya es áspera? Porque si no conozco un buen lugar por donde podrías pasarla.

    Le siguieron un par de risas femeninas muy fuertes y agudas, como sierras chirriantes contra un metal.

    El tigre no se inmutó. Mantuvo la mirada fija en la barra, masticando despacio. El pan estaba duro; era del día anterior, por supuesto. Aun así era bueno, y decidió que era mejor concentrarse en su comida.

    —¡Te estoy hablando!

    Eran las mujeres que bailaban cerca de su mesa. Estarían aburridas, tal vez demasiado borrachas para pensar. Se giró en su taburete y las observó. Sus ojos eran marrón claro, hermosos pero sin expresión. La había perdido en otros viajes.

    —No, gracias, mi lengua está bien donde está.

    —Hace un rato te relamías con énfasis. A mí me pareció bonita.

    La que hablaba era la más gorda de las dos. Tenía un vestido andrajoso de color amarillo desteñido. Un tirante se le había caído y revelaba el inicio de un seno voluptuoso. Los ojos torvos lo miraban con malicia, a la espera de una respuesta que obligara a los hombres a actuar. De hecho, un par se habían acercado para presenciar la charla.

    —Se lo agradezco, en serio —comentó el tigre con voz suave y diplomática—. Pero de verdad que no me interesa.

    Supo enseguida que se había equivocado. Hubiera sido mejor seguir otro camino, evitar a los humanos y escurrirse por cualquier lugar oscuro.

    ¿Es que no tengo ningún derecho?, pensó desalentado.

    La otra mujer, una pelirroja con el pelo sucio y despeinado, lo apuntó con su jarra de cerveza y le gritó:

    —¡Ni deberías estar aquí!

    Ya empezamos de nuevo.

    El tigre dio un último mordisco al pan y se sentó muy derecho. Juntó las patas, entrelazó las garras. Masticó despacio, saboreando, porque por esa noche ya no comería más. Volvería a dormir a la intemperie, el camarero no querría alquilarle nada. Nadie en ese maldito pueblo querría alquilarle una cama.

    —Señora —dijo despacio—, le ruego que me deje en paz.

    Se acercó un hombre. Era alto, tenía una panza prominente con un cinturón de cuero bien ceñido. Un broche de oro lo adornaba, pero parecía el objeto de mayor valor que podía ostentar. Seguro que lo había robado.

    —Ya oíste a la dama, bestia. Largo.

    Hablaba despacio pero con una voz recia, llena de gravedad y antipatía.

    El tigre cometió un error. Formó una leve pero marcada sonrisa al escuchar la palabra dama referida a semejante mujer.

    —Bueno, parece que mi comentario te hace gracia.

    Sería imposible enmendar la situación. No le quedaba más que tratar de irse de la mejor manera.

    —Disculpe, señor —dijo bajando del taburete—, no era mi intención ofenderlo.

    —Oh… —dijo el hombre fingiendo remordimiento—. Seguro que no, mi buen amigo.

    El tigre se volvió hacia la puerta, pero un individuo gordo y con la cara llena de granos le cortó el paso. Al tomarlo desprevenido tuvo tiempo de trabarle los brazos y llevárselos a la espalda. Un tercer hombre lo agarró por las orejas y le tiró la cabeza hacia atrás.

    —Nunca son sus intenciones ofender. Pero cuando os coméis el ganado o atacáis los caminos, ¿entendéis que eso sí son ofensas?

    Prefirió no contestar. Él mismo había robado alguna que otra mazorca o zanahoria. Se movió despacio, trató de zafarse. Tenía más fuerza que sus captores pero no quería alterarlos. Sin embargo, cuando un golpe de la mano izquierda del individuo alto le cruzó la cara, supo que no iba a ser fácil salir de esa taberna. Enseguida recibió un segundo y un tercer manotazo.

    Dos hombres más se acercaron riendo, uno de ellos casi tan bajo como un barril. Llevaba un cigarro y una bruma de humo parecía formar parte de su cabeza. El otro arrastraba una silla, dispuesto a partírsela en cuanto tuviera oportunidad.

    —¡Oye, Rolg! ¡Dos en una noche, esto es demasiado! —gritó el enano.

    Los hombres que lo apresaban lo soltaron y entre todos empezaron a golpearlo sin orden, casi con desesperación. Buscaban sus costillas y su estómago, las zonas más endebles del cuerpo. Cayó al suelo y se acurrucó en posición fetal contra la pared, a la espera de que se cansaran y lo echaran fuera. Sintió que una bota se incrustaba en su ingle, un talón le pisaba el hombro derecho.

    —¡Esperad, esperad! —gritó el enano. Abría los brazos en un gesto para separar el círculo de hombres—. Vamos a ver si prende.

    Se sacó el cigarro de la boca y empezó a acercárselo al ojo izquierdo. El tigre vio la brasa incandescente con la indiferencia de quien confía en su velocidad.

    Inspiró la bocanada de aire que lo ayudaría a levantarse.

    Por suerte no conocía de dioses o religiones. Para el tigre las plegarias no estaban en su lista de pensamientos, así que hizo lo más sensato. Como si escapara de una pesadilla, se levantó extendiendo los brazos y rugiendo.

    Los hombres salieron despedidos en todas direcciones. El gordo con la cara llena de granos dio contra la pared y quedó sentado. El que lo había agarrado por las orejas cayó con las manos sobre los restos de la botella rota. Se hizo cortes en las palmas que no lo dejaron trabajar durante una semana. El de la silla no la soltó en ningún momento y se dio con el respaldo en medio de las cejas. El enano mantuvo aferrado el cigarro entre sus dedos incluso cuando sus vértebras crujieron contra la barra. El del cinturón robado golpeó su cabeza contra una mesa y esa noche no despertó.

    El tigre miró con los ojos muy abiertos lo que había hecho. Su cola daba latigazos frenéticos de un lado a otro, sus bigotes se movían como si tuvieran vida propia, abría y cerraba las garras al compás de su respiración. Había sacado las uñas, gastadas pero aprovechables.

    Volvió a rugir, esta vez dirigiéndose a todo el bar. El camarero había sacado un garrote enorme, casi tan largo como el enano. Trataba de lucir amenazador al apuntarle, pero en realidad su temblor y los ojos desencajados no lo ayudaban.

    Después sobrevino el silencio, tan aplastante como la fuerza del rugido. La fiesta se había arruinado, la guitarra no sonaba y el tambor no se golpeaba. Las caras humanas observaban al tigre con recelo y miedo, mientras que el burro parecía reverenciarlo en silencio. El gorrión con la cabeza apoyada en la barra despertó despacio, con sus ojos negros entornados.

    —¿Qué pasó? —dijo con voz aguda.

    Nadie respondió, todos tenían la atención puesta en el tigre. En ese momento gruñó por lo bajo, dando a entender que la pelea llegaba a su fin. Mostró sus dientes apretados y contrajo la nariz, en un gesto de furia que hizo gemir a las mujeres y palidecer a los hombres. Guardó las uñas y caminó de espaldas a la puerta, sin perder de vista a sus atacantes o a cualquiera que tuviera la intención de convertirse en uno.

    Salió de la taberna como había entrado: solo, con hambre y con sed.

    Se adentró en la noche, en la tormenta que atacaba con más fuerza. Tenía la esperanza de hacer cambiar su suerte.

    ANGROD

    Mercenario.

    ¿Cuántas veces había jugado con esa palabra?

    Angrod Millan dejó que una gota de sudor le entrara en el ojo, temía moverse demasiado y perder la presa.

    Mercenario.

    Nunca le había importado el apelativo, era lo que era y nunca había rendido cuentas a nadie. Había salvado pueblos gracias a sus habilidades; que le pagaran era parte de su sustento. El acuerdo por el oro era un paso más y se sabía vivo gracias a su espada, no a una obligación decente.

    Corrían rumores de guerra, pero se creía un granjero y un cazador ocasional. Sus servicios ya no estaban en venta. La Guerra sin Cielo había terminado hacía mucho y había vencido. Resultó fácil, incluso gracioso, que matar fuera un ejercicio diario mientras que antes era, en cierta forma, una búsqueda.

    Mercenario y ladrón.

    El cervato se movió con cautela, algo intuía. Siguió pastando, arrancando hojas mojadas de un arbusto. Angrod esperó.

    Si los dioses llegaran a saber que no le importaba. Pero un silencio confuso era la única respuesta que había obtenido de ellos, y no solía ser buen conversador. El resto de la raza humana podía quedarse con la moral, con sus guerras, con sus reinos. Desde hacía tiempo había encontrado un modo de vivir.

    Mercenario y ladrón.

    El sudor se hizo más intenso y temió que el cervato oliera su impaciencia. Relajó los hombros, reguló la respiración en pausas más largas, puso la punta del puñal en la tierra para marcar su salida.

    Tuvo un destello del lugar donde había crecido, la Ciudad de los Mil Mercados. Era un sitio tan desesperante que a veces algo de comida implicaba perder una mano para tomarla. Pero él se juró nunca perder nada, a pesar de que nada tenía. Recordó con parsimonia a su madre diciéndole adiós, dejándole una moneda de bronce y un par de sandalias nuevas como consuelo. Le había dicho que no desperdiciara ninguna de las dos cosas, pero el dinero se había ido tan rápido que lo había olvidado, y el calzado se transformó en pan duro y manzanas arenosas. ¿Y qué importaba robar el tesoro de una ciudad después de eso? ¿Qué importaba después de matar a un pordiosero con un pedazo de cristal? Tenía poco sentido preocuparse, si la cena más gratificante era una rata al fuego. Y mal que le pese, era más sabrosa que muchas cenas en castillos distinguidos.

    Hundió un poco los dedos en la tierra. Iba descalzo, porque así se ganaba silencio y astucia. La planta de sus pies era gruesa, criarse pobre daba esas ventajas. El cervato movió las orejas por costumbre, no por advertencia de los sentidos. Tal vez espantaba algún insecto. Angrod se preparó.

    Se acordó de las arpías en las Cuevas de Temys, del Gigante de Sierra Desnuda, de lugares, personas, batallas y sangre. Sabía que el instinto muchas veces era el mismo: sobrevivir.

    Cubrió la mayor distancia de un salto largo y con un solo paso tuvo la presa a su merced. El animal abrió los ojos, quiso escapar, pero el deseo no fue el poder. Una mano callosa le agarró una pata trasera y lo tumbó al suelo. El puñal entró limpio por el cuello, como si su carne fuera mantequilla caliente en lugar de músculo y hueso. No emitió ningún sonido, chillido o lamento. Se limitó a perder la vida mirando al hombre que se la había quitado.

    Angrod limpió el puñal en el pasto con los ojos fijos en el animal. Lo levantó y lo puso cabeza abajo para desangrarlo lo más posible antes de llevárselo. Se preguntó dónde estaría su madre, no llegaba a ser un adulto pero tampoco una cría recién nacida. Miró alrededor, pero nada ni nadie reclamaron su muerte.

    Sintió

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