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OBRAS COMPLETAS DE EDGAR ALLAN POE
OBRAS COMPLETAS DE EDGAR ALLAN POE
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Libro electrónico1497 páginas20 horas

OBRAS COMPLETAS DE EDGAR ALLAN POE

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Este estuche reúne la prolífica obra de Poe en tres tomos dedicados a sus cuentos y relatos cortos, su nouvelle y toda su poesía. Un escritor que sigue fascinando y enganchando a lectores en la actualidad, igual que lo hizo en vida y a pesar de una difícil trayectoria.

"A Poe le debemos el cuento de terror moderno en su forma final y perfecta. Antes de Poe, la mayoría de los escritores fantásticos trabajaban a ciegas, sin entender los fundamentos psicológicos del horror, y con la traba de un conformismo ante ciertas convenciones literarias[...]. Por el contrario, Poe percibió la esencia impersonal del verdadero artista, y supo que la función de la literatura creativa era la de expresar
e interpretar los sucesos y las sensaciones tal como son, sin importar lo que prueban —bueno o malo, atractivo o repulsivo, estimulante o deprimente—, con el artista actuando siempre como un atento e impersonal cronista, lejos del tendencioso profesor o del vendedor de opiniones" H.P. Lovecraft
IdiomaEspañol
EditorialDNX Libros
Fecha de lanzamiento21 nov 2022
ISBN9788419467065
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    OBRAS COMPLETAS DE EDGAR ALLAN POE - Carlos Santos Sáez

    Portadilla_Cuentos completos 1

    De cómo nos conocimos con Poe

    Por Carlos Santos Sáez

    [1]

    Nos conocimos con Edgar Allan Poe por tres vías diferentes: la escuela, la televisión y las revistas.

    A los doce años nos encontramos por primera vez gracias a Mrs. Sarah, mi primera maestra de inglés. Esa irlandesa viuda, muy delgada, de gruesos anteojos verdes y pelo rojo, nos hacía leer en idioma original The Murders in the Rue Morgue. En aulas de barrio, sin ventanas, fundé mi primer misterio de «habitación cerrada», aprendí a ser lector de novelas policiales y descubrí que era un mal detective, incapaz de resolver enigmas. La violencia torpe enfrentada a la razón aparecía ante mí con claridad por primera vez. Las sombras de la brutalidad contra la luz del raciocinio se presentaron luego muchas veces, con diversas formas, a lo largo de mi vida. Nunca más la luz saldría triunfante al final, como en ese cuento de Edgar Allan Poe, de la mano de su personaje Auguste Dupin, bajo la tutela de Mrs. Sarah, en los márgenes de la ciudad de Buenos Aires.

    Luego, en la década de los 60 del siglo pasado, Dupin se puso la cara de Joseph Cotten, en una película de Fletcher Markle, de 1951, The Man with a Cloak, que veíamos por televisión religiosamente toda las tardes de sábado, y nos revelaba que el genial Auguste y Edgar Allan eran la misma persona. En TVE, el actor alicantino Rafael Navarro compuso, en 1967, a un Poe obsesivo y alcohólico en El cuervo, con dirección y guion de Narciso Ibáñez Serrador. El narrador ficticio de este capítulo de Historias para no dormir auguraba el olvido para el escritor de Boston, como lo había hecho la ingrata crítica norteamericana de su tiempo. «Era un mal escritor, que debe su popularidad a un accidente. Sus historias no son más que relatos populares. Era un escritor populista. Pocos le echarán de menos, tenía lectores pero no tenía amigos», publicaba el New York Tribune un par de días después de su muerte.

    «Chicho» Serrador adaptó brillantemente para la televisión varios cuentos más de Poe. En la primera temporada (1966) de Historias para no dormir escribió el guion, como Luis Peñafiel, y dirigió El tonel, adaptación de «El barril de amontillado», y El pacto, adaptación de «Los hechos en el caso del señor Valdemar»; en la segunda temporada (1967-68), La promesa, adaptación de «El entierro prematuro».

    En los comienzos de los 70 nos encontramos otra vez con Poe en las revistas de historietas El Tony, D’Artagnan y Misterix que nos acercaban cuentos ilustrados y comics inspirados en sus historias.

    La escuela, la televisión y la «historieta» (el tebeo en España) fueron los escenarios preliminares antes del gran encuentro con sus libros que me convirtió en su devoto lector. Nunca le tuve el respeto aburrido que se tiene por los clásicos; lo quise, lo quiero, como a un compañero de noches de insomnio. Edgar Allan, ese amigo fiel y divertido que te hace reír con historias locas, cuenta cosas imprudentes sobre temas imposibles y sabe sorprender; puede inventarte miedos pero señala salidas; incomoda y conmueve, y siempre te obliga a reflexionar.

    En la biblioteca del barrio estaba la colección completa de la biblioteca del diario La Nación, allí encontré Historias extraordinarias, la primera colección de cuentos de Poe convertida al castellano (desde el francés de Baudelaire) en 1903, por un misterioso traductor. Conocimos en el Río de la Plata muy buenas versiones de libros que no consignaban ni editor ni traductor. Nos acostumbramos a leer los cuentos y los poemas de Edgar Allan Poe en adaptaciones precortazarianas, que reconocimos, con el paso del tiempo, como mucho más eficaces y fieles al autor y a la historia, que las conocidas traducciones del gran cronopio.

    «En Buenos Aires se creen que Poe es un autor de tangos, amigo de Borges y Cortázar; se lo han apropiado», me decía un amigo librero madrileño.

    Poe nuestro contemporáneo

    Jorge Luis Borges repetía hasta el cansancio que «la literatura actual es inconcebible sin Poe». Nosotros somos inconcebibles sin Poe (y sin Borges), nuestra condición de lectores-espectadores del siglo XXI es inexplicable sin el creador del cuento moderno, el pionero del relato policial, el gran innovador del periodismo, un racionalista en los bordes de una guerra civil, que no pudo dejar de ser romántico y siempre se sintió gótico. Su trabajo en medios masivos de comunicación marcó su escritura; estaba convencido de que era posible vivir de la literatura, y escribió infinidad de piezas breves sin otra búsqueda que la de ganar dinero. Lo obsesionaban las nuevas formas de vida, el tiempo libre, el marketing y los gustos de un público fresco que rompía el modelo cerrado de la cultura aristocrática. Creó, entendió y conquistó a nuevos lectores para nuevos hábitos de lectura. Quiso «atrapar la atención del lector, que es el que paga». Con crónicas y relatos concisos y urgentes, con humor negro y espanto luminoso, incomodó y quebró la monotonía cotidiana. La lectura reposada del lector yaciente y el libro de largo aliento en manos del ilustrado ilustre ya eran parte del pasado; Poe, nuestro contemporáneo, lo había logrado.

    Esta edición

    Julio Cortázar, para su famosa traducción, había organizado los cuentos por categorías o subgéneros, y los había ordenado de acuerdo a su criterio, desde los más logrados hasta los menos logrados. Esa clasificación nos hizo acceder a la narrativa breve de Poe condicionados por las calificaciones y preferencias del autor de Rayuela.

    La clásica edición realizada por el profesor Thomas Ollive Mabbot optó por ordenar 47 cuentos cronológicamente (por una supuesta fecha de creación, no de publicación), dejando fuera varios relatos importantes.

    Con el título de Narraciones o Historias extraordinarias circuló en castellano, en la primera década del siglo XX, una selección de 32 cuentos (a veces 27 más el poema «El cuervo») sin traductor consignado, que había sido tomada desde el francés, de la edición hecha por Charles Baudelaire.

    En los dos primeros volúmenes de esta edición de Del Nuevo Extremo se ubican caprichosamente los 67 cuentos, dejando al libre albedrío del lector el orden de lectura. La única recomendación es leer como una unidad los tres casos de Dupin («Los asesinatos de la calle Morgue», «El misterio de Marie Rogêt» y «La carta robada») y dejarse sorprender por Poe, abriendo los libros en cualquier página, con el mismo asombro con el que los lectores de su tiempo descubrían sus historias en las revistas. Para ello, hemos agregado en el Tomo 2, un índice alfabético, donde figuran el volumen y el número de página correspondientes.

    Esta edición de tres tomos contiene, además de los Cuentos Completos de Edgar Allan Poe (67 relatos), un tomo con una selección de sus poemas y con su única novela: La narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket.

    Edgar Allan Poe, nuestro más ilustre y desventurado compatriota

    Por H. P. Lovecraft

    La tercera década del siglo XIX fue escenario de una aurora literaria que influyó no solo en la historia del cuento fantástico, sino en la historia del cuento corto en su totalidad, y creó indirectamente las líneas y destinos de una gran escuela estética europea. Tenemos la suerte, como norteamericanos, de poder exigir como propio ese amanecer, ya que estuvo encarnado en la figura de nuestro más ilustre y desventurado compatriota, Edgar Allan Poe.

    La fama de Poe ha sido objeto de las más curiosas sinuosidades, y ahora está de moda entre la «vanguardia» restar importancia a su arte y minimizar su influencia, pero le sería difícil a un crítico sensato y reflexivo negar el colosal valor de su obra y la contundente fuerza de su capacidad como creador de visiones artísticas. La verdad es que algunas de sus ideas pudieron ser anteriores, pero él fue el primero en concretarlas y darles una forma superior y un sistema expresivo. También es cierto que sus discípulos pudieron haberlo superado en algunos textos aislados, pero que fue él quien les enseñó, por medio del ejemplo y el precepto, el arte que ellos pudieron perfeccionar al tener caminos abiertos y a Poe como guía. Más allá de sus limitaciones, Poe logró lo que nadie había realizado, a él le debemos el cuento de terror moderno en su forma final y perfecta. Antes de Poe, la mayoría de los escritores fantásticos trabajaban a ciegas, sin entender los fundamentos psicológicos del horror, y con la traba de un conformismo ante ciertas convenciones literarias, tales como el final feliz, la recompensa a la virtud y, en general, un falso moralismo, una aceptación de los valores impuestos y un retaceo de las emociones, tomando partido con los defensores de las ideas artificiales del vulgo. Por el contrario, Poe percibió la esencia impersonal del verdadero artista, y supo que la función de la literatura creativa era la de expresar e interpretar los sucesos y las sensaciones tal como son, sin importar lo que prueban –bueno o malo, atractivo o repulsivo, estimulante o deprimente–, con el artista actuando siempre como un atento e impersonal cronista, lejos del tendencioso profesor o el vendedor de opiniones. Poe observó lúcidamente que todas las fases de la vida y el pensamiento eran temas permitidos y eficaces para el artista, y al estar su espíritu inclinado hacia lo raro y lo oscuro, decidió ser el intérprete de esos poderosos sentimientos que arrastran más dolor que placer, más ruina que prosperidad, más terror que sosiego, y que son fundamentalmente adversos o indiferentes al sentir común de la humanidad, lo mismo que a la salud, cordura o bienestar general de la especie.

    Los fantasmas de Poe adquirieron así una convincente perversidad que no tenían los de ninguno de sus precursores, y estableció un nuevo grado de realismo en los anales del horror literario. Por otra parte, su propósito de arte impersonal se apoyaba en una actitud científica casi desconocida hasta entonces, por medio de la cual Poe estudiaba la mente humana más que los usos de la novela gótica, y trabajaba con un conocimiento analítico de las auténticas fuentes del terror, que duplicaba el vigor de su narrativa y lo liberaba de las ridiculeces destinadas a producir sustos convencionales.

    Con este ejemplo a la vista, los autores posteriores estaban obligados a seguirlo, si deseaban competir de alguna manera; un cambio drástico empezó a producirse en la literatura de lo macabro. Poe, además, consagró un nuevo estilo de perfección técnica, y aunque algunos de sus textos hoy nos parezcan un poco melodramáticos, podemos rastrear su indudable impronta en cosas tales como la constante presencia de una atmósfera única, y el objetivo de un solo efecto, lo mismo que la rigurosa selección de incidentes relacionados al argumento o al clímax. Con toda justicia, puede decirse que Poe inventó el cuento moderno.

    Su influencia, al elevar la enfermedad y la perversidad a un nivel de temas artísticamente expresables, fue de largo alcance, pues, ávidamente recibido e intensificado por su famoso admirador francés Charles Baudelaire, se convirtió en el núcleo de los principales movimientos estéticos en Francia, haciendo de Poe el padre de los decadentes y los simbolistas.

    Poeta y crítico por naturaleza, lógico y filósofo por elección, Poe no era un hombre sin defectos. Sus pretensiones de oscuro humanista, su forzado sentido del humor y sus frecuentes arranques de crítica prejuiciosa, todo eso es conocido y se le puede perdonar. Más allá y por encima de todo, estaba la visión magistral del terror, alrededor y dentro de nuestras almas, y del gusano que se agita en un abismo espantosamente cercano. Afinando todas las atrocidades de esa caricatura de colores chillones mal combinados que llamamos existencia, y en ese carnaval solemne que denominamos pensamiento y sentimiento humano, esa visión tiene el poder de proyectarse en tenebrosas y mágicas transmutaciones y cristalizaciones; y en la América estéril de mediados del siglo XIX surgió de pronto un espléndido jardín de hongos ponzoñosos alimentados por la luna, que jamás pudieron lucir ni siquiera las infernales laderas de Saturno. Los poemas y los cuentos sostienen la esencia del pánico cósmico.

    El cuervo cuyo pico se clava en el corazón, los vampiros que redoblan las campanas en torres hediondas, la tumba de Ulalume en la noche de octubre, los majestuosos capiteles bajo las olas, la región salvaje y misteriosa que descansa, sublime, más allá del Tiempo y del Espacio; todo eso y mucho más nos vigila entre el repiquetear loco y la pesadilla febril de la poesía.

    Y en la prosa, se abren frente a nosotros las mismas bocas del infierno, rarezas inauditas levemente insinuadas por el poder de unas palabras de cuya inocencia apenas dudamos, hasta que la voz quebrada y vibrante del narrador, tensa de emoción, nos revela las temibles implicaciones; siluetas y presencias demoníacas adormecidas, que despiertan súbitamente en un instante fóbico acarreando la locura, o retumbando en ecos memorables. Un aquelarre que desgarra los mantos del pudor, una visión monstruosa debido a la destreza científica que hace que cada detalle se ubique, con aparente facilidad, en relación con las conocidas miserias de la vida.

    Los cuentos de Poe son diversos; algunos contienen la esencia más pura del horror espiritual. Los relatos de raciocinio, precursores de la narrativa moderna de detectives, no cabe incluirlos en la literatura sobrenatural; ciertas narraciones, acaso influidas por E. T. A. Hoffmann, poseen una extravagancia que las relegan al límite de lo grotesco.

    Otro grupo de cuentos se sumergen en lo inverosímil y lo obsesivo; su efecto es de espanto, pero no fantástico. Una parte sustancial de ellos, no obstante, representa a la literatura del terror sobrenatural en sus formas más agudas, y confiere a su autor un lugar inamovible como deidad y manantial de toda la literatura diabólica moderna.

    ¿Quién puede olvidar al terrible e imponente navío suspendido al borde de las olas abismales en el «Manuscrito encontrado en una botella»? La urgencia lóbrega de su monstruosa dimensión, su antigüedad incalculable, la siniestra tripulación de viejos extravagantes y su viaje espeluznante y fatal hacia al sur, a través de los hielos de la noche antártica, impulsado por una corriente demencial hacia el torbellino secreto que será su perdición.

    Luego tenemos al inexpresivo señor Valdemar, en estado hipnótico durante siete meses después de muerto, dejando escapar sonidos frenéticos un momento antes de que el fin del experimento lo deje convertido en una masa casi líquida de horrible, detestable podredumbre.

    En La narración de Arthur Gordon Pym los viajeros llegan, en primer lugar, a una extraña región del polo sur habitada por terribles salvajes y en donde no existe el color blanco. Enormes barrancos rocosos tienen la forma de inmensos caracteres egipcios que deletrean siniestros arcanos de la Tierra. Luego visitan una región misteriosa en donde todo es de color blanco: los extraños pájaros, las figuras colosales que vigilan una inmensa catarata de niebla que desde alturas inmensas cae en un caliente mar lechoso.

    El relato titulado «Metzengerstein» aterroriza con malignas intimaciones de una monstruosa transformación, el hidalgo loco que incendia los establos de su enemigo hereditario; el caballo colosal que huye del edificio en llamas después de la muerte de su dueño, el fragmento perdido del antiguo tapiz donde aparecía el gigantesco caballo del antepasado de la víctima durante las Cruzadas; el constante cabalgar del loco sobre el gran corcel y su odio y temor de la bestia; las estúpidas profecías que pesan sobre las familias enemigas; y finalmente, el incendio del palacio del loco y su muerte en medio de las llamas. Luego, el humo que brota de las ruinas calcinadas toma la forma de un caballo gigante.

    «El hombre de la multitud» nos cuenta la historia de un individuo que recorre incansablemente las calles durante el día y la noche buscando mezclarse entre la muchedumbre, como si le espantara estar solo. El relato posee efectos más discretos, pero no implica otra cosa que el más puro terror cósmico. La mente de Poe jamás se apartaba del terror y la decadencia; y en cada cuento, poema o diálogo filosófico descubrimos una tensa impaciencia por penetrar los abismos insondables de la noche, rasgar el velo de la muerte e imperar en la fantasía como amo y señor de los misterios del tiempo y del espacio.

    Algunos relatos de Poe poseen una perfección casi absoluta de estructura artística que los convierten en verdaderos faros en el terreno del cuento. Cuando se lo proponía, Poe sabía dar a su prosa un exquisito molde poético, empleando ese arcaico estilo oriental de frases enjoyadas, de reiteraciones bíblicas, tan exitosamente utilizado por escritores posteriores como Oscar Wilde y Lord Dunsany; y, cuando esto sucedía, el resultado era un efecto narcótico de fantasía lírica, los arabescos oníricos del opio en el lenguaje de los sueños, donde cada color sobrenatural e imágenes grotescas se encarnan en una sinfonía de acordes similares.

    «La máscara de la muerte roja», «Silencio», «La sombra» son indudablemente poemas en todo el sentido de la palabra, excepto en la métrica, y logran su fuerza y efecto mediante cadencias auditivas e imaginería visual. Sin embargo, es en dos de sus relatos menos conscientemente poéticos, «Ligeia» y «La caída de la casa Usher» –especialmente este último–, donde encontramos esas cumbres artísticas en las que Poe reina como el supremo miniaturista literario. De argumento simple y directo, esos cuentos deben su magia a la habilidad para seleccionar y ubicar cada pequeño suceso. «Ligeia» narra la historia de una mujer de alta alcurnia y origen misterioso, que regresa después de muerta para tomar posesión del cuerpo de la segunda esposa de su marido, logrando incluso imponer su apariencia física en el cadáver temporalmente reanimado de su víctima. A pesar de cierta fastidiosa prolijidad y lentitud, el cuento alcanza su desenlace con inexorable poder. «La caída de la casa Usher», cuya supremacía en detalle y proporción es muy marcada, sugiere estremecedoramente la vida de las cosas inorgánicas y despliega una trinidad de entidades anormalmente entrelazadas en el ocaso de una historia familiar, un hermano, su hermana gemela y su mansión increíblemente antigua, todos compartiendo un alma única y una muerte simultánea. Estas concepciones bizarras, que podrían ser torpes en manos inexpertas, se convierten bajo la magia de Poe en sustos reales y convincentes que embrujan nuestras noches; y todo ello a causa de la perfecta comprensión por parte del autor de la mecánica y fisiología del miedo y lo raro –el énfasis en los detalles esenciales, la exacta selección de las discordancias que anteceden al horror, los hechos y referencias que se asoman como símbolos del desenlace siniestro, las inflexiones brillantes del clima opresivo y el ensamble perfecto que da una infalible continuidad a todo el relato hasta el momento del clímax inexorable, los matices de paisaje y escenario que dan vida a la atmósfera e ilusión que se pretende lograr, y otros principios de esta índole, algunos demasiado sutiles y que escapan a la comprensión de un simple comentarista.

    Es posible que en sus cuentos encontremos melodrama e ingenuidad; según dicen, existía un latoso caballero francés que no soportaba la lectura de Poe, excepto en la traducción elegante y modulada de Baudelaire, pero esas insuficiencias están eclipsadas por el poderoso sentido de lo morboso, lo fantasmagórico y lo feo que surge de la mente creativa del artista, sellando sus obras macabras con la marca imperecedera del genio más sublime. Los cuentos fantásticos de Poe están vivos, mientras el olvido arrastra a otros.

    Como sus colegas en el género, Poe sobresalía en el manejo de sucesos y en los efectos narrativos más que en el retrato de los personajes. Su protagonista es, por lo general, un caballero de vieja alcurnia y circunstancias opulentas, sombrío, elegante, orgulloso, melancólico, intelectual, de exacerbada sensibilidad, caprichoso, introspectivo, solitario y, en ocasiones, un poco loco; ilustrado en saberes raros y oscuramente ambicioso por penetrar en los misterios del universo. Salvo por su nombre altisonante, este personaje tiene poco que ver con los de las primeras novelas góticas, porque no es un héroe acartonado ni un villano diabólico. Sin embargo, tiene indirectamente una relación genealógica, dado que sus cualidades sombrías, antisociales y ambiciosas tienen el sabor del héroe byroniano, quien a su vez, es un retoño de los góticos Manfredos, Montonis y Ambrosios. Muchas de sus características parecen derivar de la propia psicología de Poe, quien, durante largas etapas de su vida, tenía las mismas aspiraciones sublimes, la depresión, la sensibilidad, la soledad y la extravagancia, que él impuso a sus criaturas solitarias, víctimas del Destino.

    Fragmento de El horror sobrenatural en la literatura (Supernatural Horror in Literature), de H. P. Lovecraft, 1927.

    La vida de Edgar Allan Poe

    Por Charles Baudelaire

    Sus costumbres, sus formas, su cuerpo, su personalidad, se nos aparece como algo sombrío y al mismo tiempo luminoso. Edgar Allan Poe era un seductor marcado por la melancolía. Estaba notablemente dotado en todos los sentidos. En su juventud había demostrado una rara aptitud para todos los ejercicios físicos, siendo pequeño de estatura, con pies y manos de mujer y delicadeza femenina, era atlético, buen nadador y capaz de maravillosas pruebas de fuerza. Diríase que la Naturaleza da, a aquellos de quienes quiere conseguir grandes cosas, un temperamento enérgico, así como da una poderosa vitalidad a los árboles encargados de simbolizar el duelo y el dolor. Esos hombres, de apariencia a veces enfermiza, están forjados como atletas, son aptos para la orgía y para el trabajo, prontos a los excesos y capaces de asombrosas sobriedades.

    Hay algunos puntos relativos a Edgar A. Poe sobre los cuales existe un acuerdo unánime, como, por ejemplo, su distinción, su elocuencia y su belleza, de la que, según dicen, se sentía orgulloso. Su actitud, mezcla de arrogancia y dulzura exquisita, estaba llena de firmeza. Su rostro, su andar, sus gestos, sus movimientos de cabeza, todo lo mostraba como un elegido. Hasta su famoso rival, el pedante y agrio editor y crítico Rufus Wilmot Griswold confiesa que, cuando fue a visitar a Poe y lo vio pálido, enfermo y triste todavía por la muerte de su mujer, se conmovió por la perfección de sus ademanes, por su expresión aristocrática, por la atmósfera perfumada de su cuarto modestamente amueblado. Existe una carta encantadora de la señora Frances Osgood, una de las amigas de Poe, que nos da sobre sus costumbres, su persona y su vida doméstica los más curiosos detalles:

    «Nunca ha habido mujer alguna que haya conocido al señor Poe y que no haya experimentado un profundo interés por él. Siempre fue un modelo de elegancia y de generosidad… La primera vez que nos vimos fue en Astor House. Willis me había dado en casa «El cuervo», sobre el cual el autor, me dijo, deseaba conocer mi opinión. La música misteriosa y sobrenatural de ese poema extraño me penetró tan íntimamente, que, cuando supe que Poe deseaba serme presentado, experimenté un sentimiento singular que se asemejaba al espanto. Apareció él con su bella y orgullosa cabeza, sus ojos sombríos que lanzaban una luz elegida, una luz de sentimiento y de pensamiento; con sus modales que eran una mezcla de altivez y suavidad. Me saludó, sereno, casi frío; pero bajo aquella frialdad vibraba una marcada simpatía. A partir de ese momento hasta su muerte, fuimos amigos… y sé que en sus últimas palabras tuve mi parte de recuerdo, y que él me dio, antes de que su razón fuese derrocada de su trono de soberana, una prueba suprema de su fiel amistad. Era, sobre todo en su interior, a la vez sencillo y poético, donde el carácter de Edgar A. Poe se mostraba para mí bajo su mejor aspecto. Bromista, afectuoso, ingenioso; tan dócil como indómito, lo mismo que un niño mimado, tenía siempre para su joven, dulce y adorada mujer, y para todos los que acudían, aun en medio de sus trabajos literarios, una palabra amable, una cortesía y una sonrisa benévola. Se pasaba horas frente a su mesa, bajo el retrato de su Leonora, la amada y la muerta, siempre alerta, resignado, y fijando con su admirable letra las fantasías que cruzaban su cerebro. Cuando me vi obligada a viajar por motivos de salud, sostuve una correspondencia regular con Poe, obedeciendo en esto a las vivas instancias de su mujer, quien creía que yo podía tener sobre él una influencia saludable. En cuanto al amor y a la confianza que existían entre su mujer y él, y que eran para mí un espectáculo delicioso, no podría hablar de ellos con la convicción y el calor suficientes. Creo que fue la única mujer a quien él amó de verdad.»

    Pero en los relatos de Poe nunca hay amor. Al menos «Ligeia», «Eleonora» no son historias de amor. Acaso él creía que la prosa no es lengua a la altura de ese intraducible sentimiento; porque sus versos, en cambio, están fuertemente saturados de él. La divina pasión aparece en ellas, magnífica, estrellada, velada siempre por una irremediable melancolía.

    Poe tenía una frente amplia, dominadora, en la que ciertas protuberancias revelaban las facultades desbordantes que están encargadas de representar –construcción, comparación, causalidad– y donde predominaban en un orgullo sereno el sentido de la idealidad, el sentido estético por excelencia. Sin embargo, pese a esos dones, o aun a causa de esos privilegios exorbitantes, aquella cabeza, vista de perfil, no presentaba un aspecto agradable. Tenía ojos grandes, sombríos y luminosos a la vez, de un color incierto y misterioso, tendiendo al violeta; la nariz, noble y sólida; la boca, fina y triste, aunque levemente sonriente; el cutis, moreno claro; la cara, generalmente pálida; la fisonomía, distraída e imperceptiblemente velada por una melancolía habitual. Su conversación era de las más notables y con un fondo sustancioso. No era un charlista presuntuoso –cosa horrible–, y, además, su palabra, como su pluma, le tenía aversión a lo convencional; pero una amplia cultura, un vocabulario rico, profundos estudios, impresiones recogidas en varios países, hacían de su palabra una enseñanza. Su elocuencia poética, llena de método y fuera de todo método conocido, arsenal de imágenes sacadas de un mundo poco frecuentado por la mayoría de los espíritus; un arte prodigioso para deducir de una proposición evidente y en absoluto aceptable nociones secretas y nuevas, para abrir sorprendentes perspectivas; en una palabra, el don de extasiar, de hacer pensar, de hacer soñar, de arrancar las almas del barro de la rutina: tales cosas eran sus deslumbradoras facultades, de las que muchas personas han conservado recuerdo. Pero sucedía a veces –eso cuentan, al menos– que el poeta, complaciéndose en un capricho destructor, arrastraba de nuevo con brusquedad a sus amigos a la tierra, por obra de un cinismo desconsolador y derrocaba, brutal, su obra henchida de espiritualidad. Hay que señalar una cosa: era muy poco exigente en la elección de sus oyentes, y creo que el lector encontrará sin dificultad en la historia otras inteligencias grandes y originales para quienes toda compañía era buena. Ciertos espíritus, solitarios en medio de la multitud y que se nutren en el monólogo, prescinden de la delicadeza en materia de público. Es, en suma, una especie de fraternidad basada en el desprecio. De esa embriaguez –celebrada y reprochada con una insistencia que podría hacer creer que todos los escritores de los Estados Unidos, excepto Poe, son ángeles de sobriedad– hay que hablar, no obstante. Afirman que una cantidad muy pequeña de vino o de licor bastaba para perturbar por completo su organismo. Un hombre tan solitario, tan desdichado, y que consideró con frecuencia todo el sistema social como una paradoja y una impostura; un hombre que, acosado por un destino inexorable, repetía a menudo que la sociedad no implica más que un tropel de miserables; un poeta, infantil en los azares de la vida, con el cerebro acorralado por el trabajo continuo, buscó la voluptuosidad del olvido en las botellas. Rencores literarios, vértigos del infinito, dolores hogareños, insultos de la miseria. Poe huía de todo ello en la oscuridad, como de una tumba preparatoria, de la borrachera. Pero, por buena que parezca semejante explicación, desconfío de ella por su deplorable simplicidad. Poe no bebía como un ansioso, sino como un bárbaro, con una actividad y una economía de tiempo totalmente americanas, como si realizase una función homicida, como si tuviese algo en él que necesitaba matar. Había aprendido a beber, como un escritor escrupuloso se ejercita llenando cuadernos de notas. No podía resistir el deseo de hallar otra vez las visiones maravillosas o aterradoras, las concepciones sutiles que había encontrado en una tormenta precedente: eran viejas amistades que le atraían, imperativas, y para reanudar su relación con ellas tomaba el camino más peligroso, pero el más directo. Una parte de lo que hoy nos da placer es lo que lo mató.

    Fragmento de «Edgar Poe, sa vie et ses oeuvres», prólogo a Histoires extraordinaires, 1856.

    Datos biográficos de Edgar Allan Poe

    Nació en Boston, la capital de Massachusetts y una de las ciudades más antiguas de los Estados Unidos, el 19 de enero de 1809.

    Sus padres eran artistas trashumantes. Quedó huérfano a los dos años. Vivió de limosna hasta que un comerciante de Richmond, John Allan, se lo llevó a vivir a su casa a pedido de Frances, su esposa. Nunca fue adoptado oficialmente.

    El señor Allan pagó por su educación y lo llevó a Inglaterra, donde el joven Edgar terminó sus estudios, pero la relación entre ambos nunca fue buena. Solo el cariño maternal de Frances sostenía el vínculo.

    Regresó a los Estados Unidos, se alistó en el ejército y al poco tiempo lo echaron. Este hecho lo separó todavía más del señor Allan, que no estaba dispuesto a seguir manteniéndolo. El próspero comerciante esperaba que Edgar siguiera sus negocios o fuera abogado, pero el muchacho había decidido ser poeta.

    En 1827 publicó sin éxito sus primeros versos, Tamerlane and Other Poems.

    Al morir Frances, la ruptura con John fue definitiva. Se mudó con una tía. La pobreza acentuó su tuberculosis.

    En 1832 viajó a Baltimore, donde se casó con Virginia Clemm, su prima de catorce años. Ingresó como redactor en el Southern Baltimore Messenger, allí publicó artículos y cuentos. Llegó a ser su director y lo convirtió en el periódico más importante del sur. Fue colaborador de otras revistas de Filadelfia y Nueva York, ciudad donde se instaló con Virginia en 1837.

    Sus críticas literarias picantes lo hicieron famoso.

    En 1840 publicó en Filadelfia una selección de sus relatos que habían aparecido anteriormente en revistas: Cuentos de lo grotesco y lo arabesco. Charles Baudelaire tradujo al francés esta colección y otra posterior, y la llamó Histoires extraordinaires, título que las traducciones españolas convirtieron en Narraciones extraordinarias.

    En 1843 tuvo un gran éxito con el cuento «El escarabajo de oro».

    En 1845 logró su consagración literaria con El cuervo y otros poemas.

    En 1847 murió su esposa de tuberculosis, a los 24 años.

    El alcohol y las drogas fueron su compañía hasta el final.

    Maestro del terror, fundador del género policial, precursor de la ciencia ficción y humorista, influyó en los simbolistas franceses, creó un Sherlock Holmes antes que Arthur Conan Doyle, y viajó a la luna antes que Julio Verne.

    A Edgar Allan Poe lo encontraron desvanecido en una calle de Baltimore y murió en un hospital unos días después, el 7 de octubre de 1849.

    Bibliografía

    Complete Stories and Poems of Edgar Allan Poe, Doubleda & Books, 1966.

    Obras en prosa. Cuentos de Edgar Allan Poe. Traducción Julio Cortázar. Ediciones de la Universidad de Puerto Rico, en colaboración con Revista de Occidente, 1956.

    Poems and tales of Edgar Allan Poe, London Books, 1920.

    The Complete Works of Edgar Allan Poe, 8 Volumes, J. B. Lippincott Company, Philadelphia, 1902.

    Cuentos Completos 1

    Los asesinatos de la calle Morgue

    (The Murders in the Rue Morgue, 1841)

    ¿Qué canción cantaban las sirenas?

    ¿Qué nombre había adoptado Aquiles

    cuando se ocultaba entre las mujeres?

    Sir Thomas Browne

    Capítulo V del Hydriotaphia, Urn Burial,

    or a Discourse of the Sepulchral Urns

    Lately Found in Norfolk

    Las singularidades analíticas de la inteligencia son en sí mismas poco susceptibles de ser analizadas. Solo las valoramos a través de sus resultados. Sabemos que, para aquel que las posee en alto grado, son fuente del placer más notable. Así como el hombre fuerte se complace en la actividad física y se deleita con los ejercicios que exigen el trabajo de sus músculos, el analista encuentra placer en esa actividad del espíritu consistente en desenredar. Goza incluso con las tareas más triviales, siempre que pongan en juego su talento. Le encantan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos y, al solucionarlos, muestra un grado de perspicacia que, para la mente ordinaria, parece sobrenatural. Sus resultados, frutos del método en su forma más esencial y profunda, respiran intuición. La facultad de resolución se ve robustecida por el estudio de las matemáticas y, en especial, por su rama más alta, que, injustamente y tan solo a causa de sus operaciones retrógradas, se denomina análisis, como si se tratara del análisis por excelencia. Calcular, sin embargo, no es en sí mismo analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, efectúa lo primero sin esforzarse en lo segundo. De ahí se sigue que el ajedrez, por lo que concierne a sus efectos sobre la naturaleza de la inteligencia, es apreciado erróneamente. No he de escribir aquí un tratado, sino que me limito a prologar un relato singular, con algunas observaciones pasajeras; aprovecharé la oportunidad para afirmar que el máximo grado de la reflexión se ve puesto a prueba por el modesto juego de damas de forma más intensa y beneficiosa que por toda la estudiada superficialidad del ajedrez. En este último, en el que las piezas tienen movimientos diferentes y singulares, con varios y variables valores, lo que solo resulta complejo es equivocadamente confundido (error nada insólito) con lo profundo. Aquí se trata, sobre todo, de la atención. Si esta cede un solo instante, se comete un descuido que da por resultado la derrota. Como los movimientos posibles son numerosos y confusos, las posibilidades de descuido se multiplican y, en nueve casos de cada diez, gana el jugador más concentrado y no el más lúcido. En las damas, por el contrario, donde hay un solo movimiento y las variaciones son mínimas, la probabilidad de un descuido disminuye, lo cual deja un tanto de lado a la atención, y las ventajas obtenidas por cada uno de los adversarios provienen de una sagacidad superior.

    Para hablar menos abstractamente, imaginemos una partida de damas en la que las piezas se reducen a cuatro y donde, como es natural, no cabe esperar el menor descuido. Obvio resulta que (si los jugadores tienen fuerza pareja) solo puede decidir la victoria algún movimiento sutil, resultado de un sagaz esfuerzo intelectual. Desprovisto de los recursos ordinarios, el analista adivina el espíritu de su oponente, se identifica con él y con frecuencia alcanza a ver de una sola ojeada el único método (a veces absurdamente sencillo) por el cual puede provocar un error o precipitar a un falso cálculo.

    Hace mucho que se ha pensado en el whist, por ser un juego de naipes que influye sobre la facultad del cálculo, y personas del más ilustre entendimiento se han fanatizado, dejando de lado, por frívolo, al ajedrez. Sin dudas, ningún juego pone de tal modo a prueba la facultad analítica. El mejor ajedrecista de la cristiandad no puede ser otra cosa que el mejor ajedrecista, pero la eficiencia en el whist implica la capacidad para triunfar en todas aquellas empresas más importantes en las que la mente se enfrenta con la mente. Cuando digo eficiencia, aludo a esa perfección en el juego que incluye la comprensión de todas las posibilidades mediante las cuales se puede obtener una ventaja. Estas últimas no solo son múltiples sino multiformes, y con frecuencia yacen en capas tan profundas del pensar que el entendimiento ordinario es incapaz de alcanzarlas. Observar con atención equivale a recordar con claridad; en ese sentido, el ajedrecista concentrado jugará bien al whist, en tanto que las reglas de Hoyle (basadas en el mero mecanismo del juego) son comprensibles de manera general y satisfactoria. Por eso, el hecho de tener una buena memoria y guiarse por «el libro» son las condiciones que, por regla general, se consideran como la suma del buen jugar. Pero la destreza del analista se manifiesta en temas que exceden los límites de las reglas. Silencioso, procede a acumular observaciones y deducciones. Quizá sus compañeros hacen lo mismo y la mayor o menor proporción de informaciones así obtenidas no está en la validez de la deducción sino en la calidad de la observación. Hay que saber qué se debe observar. Nuestro jugador no se encierra en sí mismo, ni tampoco, dado que su objetivo es el juego, rechaza deducciones procedentes de elementos externos a este. Estudia la cara de su compañero, comparándola con la cara de cada uno de sus rivales. Observa la forma con que cada uno ordena las cartas en su mano, a menudo cuenta las cartas ganadoras y las adicionales por el modo en que sus poseedores las contemplan. Percibe cada modificación del rostro a medida que avanza el juego, recuerda las diferencias de expresión correspondientes a la seguridad, la sorpresa, el triunfo o la contrariedad. Por la manera de levantar una baza juzga si la persona que la retira será capaz de repetirla en el mismo palo. Reconoce la jugada simulada por el modo con que se tiran las cartas sobre la mesa. Una palabra casual, la caída de una carta, con la ansiedad en el acto de ocultarla, la cuenta de las bazas, con el orden de su disposición, el tropiezo, la duda, el apuro o el miedo… todo eso da a su percepción, aparentemente intuitiva, indicaciones sobre la realidad del juego. Jugadas dos o tres manos, conoce perfectamente las cartas de cada uno y, desde ese momento, utiliza las propias con tanta precisión como si los otros jugadores hubieran la dado vuelta a las suyas.

    El poder analítico no debe confundirse con el ingenio; el analista es por necesidad ingenioso, y con frecuencia el hombre ingenioso se muestra incapaz de analizar. La facultad constructiva o combinatoria por la que se manifiesta el ingenio, y a la que los frenólogos (erróneamente, a mi juicio) han asignado un órgano aparte, considerándola una facultad fundamental, ha sido observada con tanta frecuencia en personas cuyo intelecto rozaba con la idiotez, que ha provocado las reflexiones de los estudiosos del carácter. Entre el ingenio y la aptitud analítica existe una diferencia mucho mayor que entre la fantasía y la imaginación, pero de naturaleza análoga. Los ingeniosos tienen siempre mucha fantasía, mientras que los verdaderamente imaginativos son siempre analistas.

    El relato que sigue será para el lector algo así como una afirmación de los comentarios que anteceden.

    Mientras vivía en París, durante la primavera y parte del verano de 18…, me relacioné con un tal C. Auguste Dupin. Este joven caballero procedía de una familia ilustre, pero una serie de hechos aciagos lo habían reducido a tal pobreza que la energía de su carácter sucumbió ante la desgracia, llevándolo a alejarse del mundo y a no preocuparse por recuperar su fortuna. Gracias a la cortesía de sus acreedores le quedó una pequeña parte del patrimonio, y la renta que producía le bastaba, mediante una rigurosa economía, para sostener sus necesidades sin preocuparse de lo superfluo. Los libros constituían su único lujo y en París es fácil procurárselos.

    Nuestro primer encuentro fue en una librería sombría de la calle Montmartre, donde la casualidad de que ambos anduviéramos en busca de un mismo libro –tan raro como notable– sirvió para acercarnos. Volvimos a encontrarnos varias veces. Me interesé profundamente en la historia de familia que Dupin me contaba con detalles, con toda esa ingenuidad que muestra un francés cuando se trata de su propia persona. Me asombré, al mismo tiempo, por su extraordinaria cultura, pero, sobre todo, me entusiasmó el fervor y la frescura de su imaginación. Dado lo que yo buscaba en ese entonces en París, la compañía de una persona así era un tesoro inestimable y no dudé en decírselo. Decidimos vivir juntos durante mi estancia en la ciudad y, como mi situación financiera era algo menos comprometida que la suya, quedó a mi cargo alquilar y amueblar –en un estilo que armonizaba con la melancolía un tanto fantástica de nuestro carácter– una mansión vieja y estrafalaria, abandonada por culpa de supersticiones, sobre las cuales nada averiguamos, y que se acercaba a su ruina en una parte aislada y solitaria del Faubourg Saint-Germain.

    Si nuestro modo de vivir en esa casa hubiera llegado al conocimiento del mundo, este nos hubiera considerado un par de locos –aunque probablemente un par de locos inofensivos–. Nuestro aislamiento era perfecto. No admitíamos visitantes. El lugar de nuestro retiro era un secreto celosamente guardado por mis antiguos amigos; en cuanto a Dupin, hacía muchos años que había dejado de ver gente o de ser conocido en París. Solo vivíamos para nosotros.

    Una extravagancia de mi amigo (¿qué otro nombre darle?) consistía en amar la noche por la noche misma; a esta rareza, como a otros extraños caprichos, me entregué sin esfuerzo. La oscura divinidad no podía permanecer siempre con nosotros, pero nos era dado imitarla. Con las primeras luces del alba, cerrábamos las persianas de nuestra vieja casa y encendíamos un par de velas que, fuertemente perfumadas, solo lanzaban débiles fulgores. Con ayuda de ellas ocupábamos nuestro espíritu en soñar, leyendo, escribiendo o conversando, hasta que el reloj nos advertía la llegada de la verdadera oscuridad. Salíamos a la calle tomados del brazo, continuando la conversación del día o vagando al azar hasta muy tarde, mientras buscábamos, entre luces y sombras, los estímulos que la ciudad puede proporcionar a la observación silenciosa. En esas ocasiones, admiraba la especial capacidad analítica de Dupin. Parecía complacerse en ejercitarla –no en exhibirla– y no dudaba en confesar el placer que le producía. Se jactaba, con una sonrisa, de que frente a él las personas tenían una ventana por la cual se les podía ver el corazón y estaba pronto a demostrar sus afirmaciones con pruebas directas del conocimiento que tenía de mí. En aquellos momentos su actitud era fría y abstraída, sus ojos miraban como sin ver, mientras su voz, habitualmente de un amplio registro de tenor, subía a un falsete que hubiera parecido vanidoso si no fuera por lo preciso de sus palabras. Al observarlo, pensaba en la antigua filosofía del alma doble y me divertía con la idea de un doble Dupin: el creador y el analista.

    No se suponga, por lo que dije, que estoy escribiendo una novela. Lo que dije de mi amigo francés era tan solo el producto de una inteligencia exaltada o quizá enferma. Pero el carácter de sus observaciones en el curso de esos períodos se apreciará con más claridad mediante un ejemplo.

    Vagábamos una noche por una calle larga y sucia, en el barrio del Palais Royal. Metidos en nuestras reflexiones, no pronunciamos una sola sílaba durante un cuarto de hora por lo menos. Bruscamente, Dupin pronunció estas palabras:

    —Sí, es un hombrecillo muy pequeño, y estaría mejor en el Théâtre des Variétés.

    —No cabe duda —repuse inconscientemente, sin advertir (pues tan absorto había estado en mis reflexiones) la extraordinaria forma en que Dupin coincidía con mis pensamientos. Pero, un instante después, me di cuenta y me sorprendí.

    —Dupin —dije—, esto va más allá de mi comprensión. Le confieso sin vueltas que estoy fascinado y que apenas puedo dar crédito a mis sentidos. ¿Cómo es posible que haya sabido que yo estaba pensando en…?

    Ahí me detuve, para asegurarme sin lugar a dudas de si realmente sabía en quién estaba pensando.

    —En Chantilly —dijo Dupin—. ¿Por qué se interrumpe? Estaba usted diciéndose que su pequeña estatura le niega los papeles trágicos.

    Ese era, exactamente, el tema de mis reflexiones. Chantilly era un exremendón de la calle Saint-Denis que, apasionado por el teatro, había encarnado el papel de Jerjes en la tragedia homónima de Crébillon, logrando tan solo que la gente se burlara de él.

    —En nombre del cielo —exclamé—, dígame cuál es el método… si es que hay un método… que le ha permitido leer en lo más profundo de mí.

    En realidad, me sentía más asombrado de lo que estaba dispuesto a reconocer.

    —El frutero —replicó mi amigo— fue quien lo llevó a la conclusión de que el remendón de suelas no tenía estatura suficiente para Jerjes.

    —¡El frutero! ¡Usted me sorprende! No conozco ningún frutero.

    —El hombre que tropezó con usted cuando entrábamos en esta calle… hará un cuarto de hora.

    Recordé entonces que un frutero, que llevaba sobre la cabeza una cesta de manzanas, había estado a punto de derribarme accidentalmente cuando pasábamos de la calle C., la cual recorríamos ahora. Pero me era imposible comprender qué tenía eso que ver con Chantilly.

    —Se lo aclararé —dijo Dupin, en quien no había ni una gota de charlatanería— y, para que pueda entender bien, remontaremos el curso de sus reflexiones desde el momento en que le hablé hasta el de su choque con el frutero. Los eslabones principales de la cadena son los siguientes: Chantilly, Orión, doctor Nichols, Epicuro, estereotomía, pavimento, frutero.

    Pocas personas hay que, en algún momento de su vida, no se hayan entretenido en remontar el curso de las ideas mediante las cuales han llegado a alguna conclusión. Con frecuencia, esta tarea está llena de interés, y aquel que la emprende se asombra por la distancia supuestamente ilimitada e inconexa entre el punto de partida y el de llegada. ¡Cuál habrá sido entonces mi asombro al oír las palabras que pronunciaba Dupin y reconocer que correspondían a la verdad!

    —Si no me equivoco —continuó—, habíamos estado hablando de caballos justamente al abandonar la calle C. Este fue nuestro último tema de charla. Cuando cruzábamos hacia esta calle, un frutero que traía una canasta en la cabeza pasó rápidamente a nuestro lado y le tiró a usted contra una pila de adoquines correspondiente a un pedazo de la calle en reparación. Usted pisó una de las piedras sueltas, resbaló, torciéndose ligeramente el tobillo; mostró enojo o malhumor, murmuró algunas palabras, se volvió para mirar la pila de adoquines y siguió andando en silencio. Yo no estaba especialmente atento a sus actos, pero en los últimos tiempos la observación se ha convertido para mí en una necesidad. Mantuvo usted los ojos clavados en el suelo, observando quisquilloso los agujeros del pavimento (por lo cual comprendí que seguía pensando en las piedras), hasta que llegamos al pequeño pasaje llamado Lamartine, que con fines experimentales ha sido pavimentado con bloques ensamblados y remachados. Ahí su cara se animó y, al notar que sus labios se movían, no tuve dudas de que murmuraba la palabra «estereotomía», término que se ha aplicado pretenciosamente a esta clase de pavimento. Sabía que para usted sería imposible decir «estereotomía» sin pensar en átomos y pasar de ahí a las teorías de Epicuro; ahora bien, cuando discutimos no hace mucho este tema, recuerdo haberle hecho notar de qué curiosa manera –por lo demás desconocida– las vagas conjeturas de aquel noble griego se han visto confirmadas en la reciente cosmogonía de las nebulosas; comprendí, por tanto, que usted no dejaría de alzar los ojos hacia la gran nebulosa de Orión, y estaba convencido de que lo haría. Efectivamente, miró usted hacia lo alto y me sentí seguro de haber seguido correctamente sus pasos hasta ese momento. Pero en la amarga crítica a Chantilly que apareció en el Musée de ayer, el escritor satírico hace algunas penosas alusiones al cambio de nombre del remendón antes de calzar las botas y cita un verso latino sobre el cual hemos hablado muchas veces. Me refiero a: Perdidi tanti quum litera prima sonum. (La primera letra ha perdido su antiguo sonido.) Le dije a usted que se refería a Orión, que en un tiempo se escribió Urión, y dada cierta aspereza que se mezcló en aquella discusión, estaba seguro de que usted no la había olvidado. Estaba claro que no dejaría de combinar las dos ideas de Orión y Chantilly. Que así lo hizo, lo supe por su sonrisa. Pensaba usted en la inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento, había caminado algo encorvado, pero de pronto le vi erguirse en toda su estatura. Me sentí seguro de que estaba pensando en la diminuta figura de Chantilly. Y en este punto interrumpí sus meditaciones para hacerle notar que, en efecto, Chantilly era muy pequeño y que estaría mejor en el Théâtre des Variétés.

    Poco tiempo después de este episodio, nos llamó la atención una nota publicada en la edición nocturna de la Gazette des Tribunaux:

    EXTRAÑOS ASESINATOS

    Esta mañana, hacia las tres, los habitantes del barrio Saint-Roch fueron arrancados de su sueño por los espantosos alaridos procedentes del cuarto piso de una casa situada en la calle Morgue, ocupada por la señora L’Espanaye y su hija, la señorita Camille L’Espanaye. Como fuera imposible lograr el acceso a la casa, después de perder algún tiempo, se forzó finalmente la puerta con una ganzúa y ocho o diez vecinos entraron en compañía de dos gendarmes. Por ese entonces los gritos habían cesado, pero cuando el grupo remontaba el primer tramo de la escalera se oyeron dos o más voces que discutían violentamente y que parecían proceder de la parte superior de la casa. Al llegar al segundo piso, las voces callaron a su vez, reinando una profunda calma. Los vecinos se separaron y empezaron a recorrer las habitaciones una por una. Al llegar a una gran cámara situada en la parte posterior del cuarto piso (cuya puerta, cerrada por dentro con llave, debió ser forzada), se vieron en presencia de un espectáculo que les produjo espanto y estupor. El lugar estaba en el mayor desorden: los muebles rotos, habían sido lanzados en todas direcciones. El colchón de la única cama aparecía tirado en mitad del suelo. Sobre una silla había una navaja manchada de sangre. Sobre la chimenea aparecían dos o tres largos mechones de cabello humano empapados en sangre y que daban la impresión de haber sido arrancados de raíz. Se encontraron en el suelo cuatro napoleones, un aro de topacio, tres cucharas grandes de plata, tres más pequeñas, también de plata, y dos bolsas que contenían casi cuatro mil francos en oro. Los cajones de una cómoda situada en un ángulo habían sido abiertos y aparentemente saqueados, aunque quedaban en ellos numerosas prendas. Se descubrió una pequeña caja fuerte de hierro debajo de la cama (y no del colchón). Estaba abierta y con la llave en la cerradura. No contenía nada, aparte de cartas viejas y papeles sin importancia. No se veía huella alguna de la señora L’Espanaye, pero, al notarse la presencia de una insólita cantidad de hollín al pie de la chimenea, se procedió a registrarla, encontrándose (¡cosa horrible de describir!) el cadáver de su hija, cabeza abajo, el cual había sido metido a la fuerza en la estrecha abertura y considerablemente empujado hacia arriba. El cuerpo estaba aún caliente. Al examinarlo se advirtieron en él numerosas escoriaciones, producidas, sin duda, por la violencia con que fuera introducido y por la que requirió arrancarlo de allí. Se observaban arañazos profundos en la cara y en la garganta aparecían contusiones negras y huellas de uñas, como si la víctima hubiera sido estrangulada. Luego de una cuidadosa búsqueda en cada parte de la casa, sin que apareciera nada nuevo, los vecinos ingresaron en un pequeño patio pavimentado de la parte posterior del edificio y encontraron el cadáver de la anciana, degollada tan salvajemente que, al tratar de levantar el cuerpo, la cabeza se desprendió del tronco. Horrorosos cortes aparecían en la cabeza y en el cuerpo, y este último apenas presentaba forma humana. Hasta el momento no se ha encontrado la menor clave que permita solucionar tan horrible misterio.

    La edición del día siguiente contenía los siguientes detalles adicionales:

    LA TRAGEDIA DE LA CALLE MORGUE

    Diversas personas han sido interrogadas con relación a este terrible suceso, pero nada ha trascendido que pueda arrojar alguna luz sobre él. Damos a continuación las declaraciones obtenidas:

    Pauline Dubourg, lavandera, manifiesta que conocía desde hacía tres años a las dos víctimas, de cuya ropa se ocupaba. La anciana y su hija parecían hallarse en buenos términos y se mostraban cariñosas entre sí. Pagaban bien. No sabía nada sobre su modo de vida y sus medios de subsistencia. Creía que la señora L. tenía dinero guardado. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando iba a buscar la ropa o la devolvía. Estaba segura de que no tenían ningún criado o criada. Opinaba que en la casa no había ningún mueble, salvo en el cuarto piso.

    Pierre Moreau, vendedor de tabaco, declara que desde hace cuatro años vendía regularmente pequeñas cantidades de tabaco y de rapé a la señora L’Espanaye. Nació en el barrio y ha residido siempre en él. La muerta y su hija ocupaban desde hacía más de seis años la casa donde se encontraron los cadáveres. Anteriormente, vivía en ella un joyero, que alquilaba las habitaciones superiores a diversas personas. La casa era de propiedad de la señora L., quien se disgustó por los abusos que cometía su inquilino y ocupó personalmente la casa, negándose a alquilar parte alguna. La anciana daba señales de senilidad. El testigo vio a su hija unas cinco o seis veces durante esos seis años. Ambas llevaban una vida retirada y parecían tener dinero. Había oído decir a los vecinos que la señora L. decía la buenaventura, pero no lo creía. Nunca vio entrar a nadie, salvo a la anciana y su hija, a un mozo de servicio que estuvo allí una o dos veces, y a un médico que hizo ocho o diez visitas.

    Muchos otros vecinos han proporcionado testimonios coincidentes. No se ha hablado de nadie que frecuentara la casa. Se ignora si la señora L. y su hija tenían parientes vivos. Pocas veces se abrían las persianas de las ventanas delanteras. Las de la parte posterior estaban siempre cerradas, salvo las de la gran habitación en la parte trasera del cuarto piso. La casa se hallaba en excelente estado y no era muy vieja.

    Isidore Muset, gendarme, declara que fue llamado hacia las tres de la mañana y que, al llegar a la casa, encontró a unas veinte o treinta personas reunidas que se esforzaban por entrar. Violentó la entrada (con una bayoneta y no con una ganzúa). No le costó mucho abrirla, pues se trataba de una puerta de dos batientes que no tenía pasadores ni arriba ni abajo. Los alaridos continuaron hasta que se abrió la puerta, cesando luego de golpe. Parecían gritos de persona (o personas) que sufrieran los más profundos dolores; gritos agudos y prolongados, no breves y precipitados. El testigo trepó el primero las escaleras. Al llegar al primer descanso oyó dos voces que discutían con fuerza y agriamente; una de ellas era ruda y la otra mucho más aguda y rara. Pudo entender algunas palabras provenientes de la primera voz, que correspondía a un francés. Estaba seguro de que no se trataba de una voz de mujer. Pudo distinguir las palabras sacré y diable. La voz más aguda era la de un extranjero. No podría asegurar si se trataba de un hombre o una mujer. No entendió lo que decía, pero tenía la impresión de que hablaba en español. El estado de la habitación y de los cadáveres fue descrito por el testigo de la misma forma que lo hicimos ayer.

    Henri Duval, vecino, de profesión platero, declara que formaba parte del primer grupo que entró en la casa. Corrobora en general la declaración de Muset. Tan pronto forzaron la puerta, volvieron a cerrarla para mantener alejada a la muchedumbre, que, pese a lo avanzado de la hora, se estaba reuniendo rápidamente. El testigo piensa que la voz más aguda pertenecía a un italiano. Está seguro de que no se trataba de un francés. No puede asegurar que se tratara de una voz masculina. Pudo ser la de una mujer. No está familiarizado con la lengua italiana. No alcanzó a distinguir las palabras, pero por la entonación está convencido de que quien hablaba era italiano. Conocía a la señora L. y a su hija. Había conversado con ellas. Estaba seguro de que la voz aguda no pertenecía a ninguna de las difuntas.

    Odenheimer, dueño de un restaurante. Este testigo se ofreció voluntariamente a declarar. Como no habla francés, testificó mediante un intérprete. Es originario de Amsterdam. Pasaba frente a la casa cuando se oyeron los gritos. Duraron varios minutos, probablemente diez. Eran prolongados, agudos, horribles y penosos de oír. El testigo fue uno de los que entraron en el edificio. Corroboró las declaraciones anteriores en todos sus detalles, salvo uno. Estaba seguro de que la voz más aguda pertenecía a un hombre y que se trataba de un francés. No pudo distinguir las palabras pronunciadas. Eran enérgicas y atolondradas, desiguales y pronunciadas con tanto miedo como ira. La voz era áspera, no tan aguda como áspera. El testigo no la calificaría de aguda. La voz más gruesa dijo varias veces: sacré, diable, y una vez Mon Dieu!

    Jules Mignaud, banquero, de la firma Mignaud e hijos, en la calle Deloraine. Es el mayor de los Mignaud. La señora L’Espanaye poseía algunos bienes. Había abierto una cuenta en su banco durante la primavera del año 18… (ocho años antes). Hacía frecuentes depósitos de pequeñas sumas. No había retirado nada hasta tres días antes de su muerte, cuando personalmente extrajo la suma de 4.000 francos. La suma le fue pagada en oro y un empleado la llevó a su domicilio.

    Adolphe Lebon, empleado de Mignaud e hijos, declara que el día en cuestión acompañó hasta su residencia a la señora L’Espanaye, llevando los 4.000 francos en dos sacos. Una vez abierta la puerta, la señorita L. vino a tomar una de las bolsas, mientras la anciana se encargaba de la otra. Por su parte, el testigo saludó y se fue. No vio a nadie en la calle en ese momento. Se trata de una calle poco importante, muy solitaria.

    William Bird, sastre, declara que formaba parte del grupo que entró en la casa. Es inglés. Lleva dos años de residencia en París. Fue uno de los primeros en subir la escalera. Oyó voces que peleaban. La más ruda era la de un francés. Pudo distinguir varias palabras, pero ya no las recuerda todas. Escuchó claramente: sacré y mon Dieu. En ese momento se oía un ruido como si varias personas estuvieran luchando, era un sonido de forcejeo, como si algo fuese arrastrado. La voz aguda era muy fuerte, mucho más que la voz ruda. Está seguro de que no se trataba de la voz de un inglés. Parecía la de un alemán. Podía ser una voz de mujer. El testigo no comprende el alemán.

    Cuatro de los testigos nombrados más arriba fueron nuevamente interrogados, declarando que la puerta del aposento donde se encontró el cadáver de la señorita L. estaba cerrada por dentro cuando llegaron hasta ella. Reinaba un profundo silencio, no se escuchaban quejidos ni rumores de ninguna clase. No se vio a nadie en el momento de forzar la puerta. Las ventanas, tanto de la habitación del frente como de la trasera, estaban cerradas y aseguradas por dentro. Entre ambas habitaciones había una puerta cerrada, pero la llave no estaba echada. La puerta que comunicaba la habitación del frente con el corredor había sido cerrada con llave por dentro. Un cuarto pequeño situado en el frente del cuarto piso, al comienzo del corredor, apareció abierto, con la puerta entornada. La habitación estaba llena de camas viejas, cajones y objetos por el estilo. Se procedió a revisarlos uno por uno, no se dejó sin examinar una sola pulgada de la casa. Se enviaron deshollinadores para que exploraran las chimeneas. La casa

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