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Cuentos de clorofila
Cuentos de clorofila
Cuentos de clorofila
Libro electrónico263 páginas3 horas

Cuentos de clorofila

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Este libro reúne 18 cuentos que reflejan el cosmopolitalismo de su autor, el psicólogo argentino Marcelo Colussi, quien ha vivido en Nicaragua, El Salvador, Venezuela y Guatemala: un racista asesino serial noruego («Nosotros, la raza superior»); la disputa centenaria entre dos brujas de Salem («Todo lo que usted siempre quiso saber sobre las brujas de Salem y nunca se atrevió a preguntar»); el encuentro en Inglaterra entre dos rusos durante la perestroika: un supuesto descendiente del Zar y un exmilitante comunista («Kalynka maya); el secuestro de la mascota de un torero español proderechos de los animales a manos de dos jóvenes aristócratas drogadictos («Sangre y arena») y mucho más.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 feb 2021
ISBN9789929724204
Cuentos de clorofila
Autor

Marcelo Colussi

Estudió psicología y filosofía en su ciudad natal (Rosario, Argentina, 1956). Vivió en varios países latinoamericanos (Nicaragua, El Salvador, Venezuela), donde trabajó en el ámbito social. Desde hace 20 años radica en Guatemala.Actualmente es investigador en ciencias sociales, docente universitario y psicoanalista. Escribe regularmente sobre temas sociopolíticos en diversos medios digitales.Como narrador, tiene publicado Nosotros, los mediocres (2004, Editorial Cultura: Guatemala) y Cuentos para olvidar (2006, Venezuela: El perro y la rana).

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    Cuentos de clorofila - Marcelo Colussi

    Con las uñas pintadas…

    Comenzaron a ir al barrio los primeros días de abril. Aún no habían llegado las lluvias y el calor se hacía insoportable.

    Para esa época, Sor Hongo estaba especialmente contenta por tres motivos. Por un lado, su congregación no obligaba a llevar los hábitos de religiosas. Esas pesadas prendas habrían sido insoportables en días de calor, como los que ahora se vivían; la comodidad de un pantalón vaquero y una sencilla blusa le alegraban el alma… y también el cuerpo.

    Por otro lado, el nuevo nombre que había adoptado como miembro de la Orden de las Santas Beatas Adoratrices del Señor Resucitado, Hongo, le resultaba particularmente apropiado al combinarlo con la partícula «sor»: sor Hongo. Para ella tenía algo —o mucho— de placentero haber elegido la designación de un ser vegetal para autonombrarse. Las posibilidades que le dio la Madre Superiora —distintos nombres de flores— no la convencían: sor Margarita, sor Rosa, sor Clavel... Haber arrojado un pañuelo desde el segundo piso del convento hacia el jardín esperando tomar el nombre de la planta donde cayera, le había parecido un verdadero y profundo ejercicio espiritual. Al hacerlo, había rezado con toda la intensidad del alma pidiendo que el pañuelo fuera a parar sobre un hongo o un cactus. Incluso sobre una piedra. Su deseo más encendido era portar un mote que la avergonzara, que la estigmatizara como castigo perenne por lo que ella consideraba su perfil de «asquerosa pecadora». Se había ordenado monja habiendo tenido una relación sexual en su adolescencia (coito anal), cosa de la que jamás había hablado con nadie, ni con sus padres ni con su jerarquía en la Orden; y al día de hoy, pese a continuos y atormentadores castigos para intentar evitarlo, seguía masturbándose. Esas dos cosas la angustiaban sobremanera. Tanto, que en más de alguna oportunidad había pensado quitarse la vida por su causa. Llamarse de un modo tan despectivo la alegraba:

    —Soy un gusano inmundo —solía decirse— ¡Ahora soy un hongo venenoso!

    El tercer motivo de felicidad era el trabajo que estaba comenzando: iba a participar, junto a algunas de las otras religiosas de la congregación, en un acompañamiento a sexoservidoras del asentamiento marginal más grande de la ciudad. Eran más de doscientas trabajadoras del sexo las que se atendían.

    La intervención ya había comenzado hacía varios meses; ahora sor Hongo se incorporaba sobre una experiencia ya en curso. Eso le facilitaba las cosas, sin dudas. Aunque no era ése el verdadero motivo de su alegría, sino el sentido de lo que estaba haciendo. Todo esto le resultaba, según su parecer, un aporte fundamental para la situación de unas cuantas mujeres. Pero más aún, era un mensaje universal, un compromiso con toda la humanidad. Así lo sentía ella, al menos.

    Anteriormente había trabajado en un proyecto con niños en situación de la calle, así como en un hogar de ancianos. Todo ello le parecía muy importante, sin dudas. Sin embargo, la posibilidad de contactarse e incidir con prostitutas tenía para ella un sabor especial. «Unas pobrecitas descarriadas» era como las veía. No las juzgaba en sentido estricto, con carácter moral, sino que le daban cierta lástima. «Compasión cristiana», para decirlo con las palabras que sor Hongo solía emplear: «Estas pecadoras no saben lo que hacen».

    El primer contacto con las muchachas le resultó más duro de lo que imaginaba. Se hizo fuerte y prefirió no mostrar su impresión, pero secretamente quedó muy tocada. No podía entender lo que sus ojos veían: ¿Cómo «tanto pecado» no las contrariaba? ¿Cómo era que hasta parecían gozar con todo eso? Quedó asombrada.

    Luego de su primer día de trabajo en la zona, en su celda rezó ininterrumpidamente por espacio de más de una hora pidiendo por las almas de esas perdidas. Con sinceridad, sentía tristeza por la vida de esas muchachas. Su vida había sido tan distinta que no lograba entender cómo ellas podían estar tranquilas (o aparentemente tranquilas) con un destino tan desdichado. «Tener sexo es pecado», se repetía insistente recordando el sexto mandamiento. «Pero tener sexo por dinero es un asco, ¡es repugnante!»

    Los temas ligados a la sexualidad le aparecían continuamente. Aparentemente no los buscaba, pero, ¡oh casualidad!, siempre estaban ahí en primera fila. Sor Hongo hubiera deseado fervientemente que no fuera así, pero no podía oponerse. Le surgían con fuerza incontenible, sobrepasándola, amenazantes. La masturbación —práctica de la que jamás hablaba con nadie, ni siquiera con su confesor, el padre Aquiles— la tenía desesperada. Quería evitarlo a toda costa; ya no sabía cómo impedirlo, pero había una fuerza superior a ella que la empujaba a hacerlo. Cada vez que la practicaba quedaba con sentimiento de culpa durante varios días, lo cual la desesperaba. Había probado castigarse quemándose la vagina con fósforos, echándose cloro, poniéndose pimienta y frotándose con papel de lija. Pero más allá de los tormentos conseguidos —por los que nunca había consultado a un médico— el dolor moral no la abandonaba. Empezar a trabajar ahora con prostitutas era una forma de no alejarse del tema. De castigarse en cierta forma, pero al mismo tiempo de estar cerca de toda esa «cochinada asquerosa, pues solo conociendo al enemigo se lo puede vencer».

    En un principio, las muchachas con quienes se acercó la hermana lo tomaron como una excentricidad. «Como nunca tiene sexo, seguramente por eso está tan asombrada con lo que escucha de nosotras», pensaron ellas. Llamaba un poco la atención tanto interés, tantas preguntas sobre detalles tan pequeños, la avidez con que averiguaba esas intimidades. Notaron también, cosa que les provocaba risa, que cuando tocaba estos temas sus ojos tomaban un brillo especial, se acaloraba. En otros términos: se excitaba. ¡Y se excitaba mucho! «¡Pobrecita!», concluyeron todas. «Lo que le hace falta, en el convento nunca lo va a conseguir», bromearon entre ellas.

    El trabajo que realizaban las religiosas con las sexoservidoras era una mezcla amplia y también confusa de cosas: educación sanitaria, exhortaciones religiosas, nociones de organización sindical (el secreto interés de la congregación era llegar a formar un sindicato de trabajadoras sexuales). Sor Hongo tenía además su propia agenda, muy personal, no declarada: quería recabar las más morbosas historias para escribir unas memorias que, alguna vez, daría a conocer. Y si escribía un libro que se vendiera y generara ganancias, ese dinero iría para «sus descarriadas». Su minuciosa búsqueda de cada caso con que se topaba empezó a despertar curiosidad entre las prostitutas.

    —¿Qué le pasará a esta monjita, la más joven, que quiere averiguar tanto?, se comenzaron a preguntar un poco extrañadas las muchachas del barrio.

    Eran todas trabajadoras sexuales de las más baratas de la ciudad, de las menos cotizadas, pero por eso mismo, de las más atareadas: Clientes pobres sobraban. Por tanto, había de todo, pero lo que más abundaba eran cuarentonas gordas, con várices y prominentes abdómenes, a veces sin dientes, mal maquilladas —se podría decir «grotescamente maquilladas» en los casos en que usaban cosméticos, siempre los de menor calidad y en general con un toque extraño, de risible mal gusto—. Muchachas jóvenes había, pero en mucho menor cantidad. Eran las más atractivas y quienes más clientela atraían.

    La sorpresa de muchas no se hizo esperar cuando sor Hongo comenzó a interrogarlas sobre aspectos demasiado íntimos. Quería saber cosas que, en realidad, asombraba a las mismas trabajadoras: «¿Hacen tríos a veces? ¿Usan consoladores en su vida personal? ¿Alguna vez las contrató un travesti? ¿Pudieron tener orgasmos no fingidos en alguna oportunidad?». Ninguna otra religiosa preguntaba esas cosas. ¿De dónde podía sacar sor Hongo todo eso? Incluso a veces preguntaba cosas que las descolocaba: «¿Tragan el semen cuando hacen sexo oral sin preservativo?».

    Era obvio que sus intereses iban mucho más allá de la espiritual ayuda que ofrecía la Orden de las Santas Beatas. Hubo casos en que varias prostitutas enrojecieron ante los interrogatorios de la hermana. «¿De dónde sacaría todo esto?», comenzaron a preguntarse las sexoservidoras. Rápidamente llegaron a la conclusión que sor Hongo sabía demasiado del tema y que, de seguro, tenía fuentes de información no muy santas por ahí; al menos, más osadas que las otras religiosas. «¿Será que nos está poniendo a prueba? —se preguntaban— ¿O conocerá de primera mano sobre todo esto?». No tardó en circular el chiste entre todas las trabajadoras sexuales cuyo confesor era el padre Aquiles… Aquiles Toco y, aunque parezca un chiste de mal gusto, sor Hongo muchas veces se masturbaba pensando en él.

    Nunca nadie se enteró —aunque la verdadera pregunta hubiese sido cómo consiguió introducirlos en el convento— que la joven y dulce hermana Hongo mantenía más de una docena de videos pornográficos en discos que reproducía en su computadora personal, guardados bajo las más estrictas medidas de seguridad, disimulados, muy bien ocultos. Por cierto, abundaban las escenas de orgías y no faltaban pasajes de zoofilia (la de un cerdo vestido con la camiseta del Barça y una gorra marinera era, seguramente, la más osada de todas). Cuando posteriormente la Madre Superiora se enteró —no los quiso ver completos— sufrió un desmayo por el que hubo que llamar a los paramédicos. También es cierto que misteriosamente desaparecieron de los aposentos de sor Hongo y nadie más volvió a hablar del tema en el convento.

    Las preguntas que formulaba fueron tornándose más agresivas. Lo que contaban las prostitutas de esa barriada —esas «gordotas cuarentonas llenas de várices, feas y mal maquilladas», como alguna vez en confianza se atrevió a describirlas con una de las más jovencitas y atractivas, una hondureña de 18 años apodada La Tigresa, con la que trabó gran amistad— no le parecía en verdad muy procaz ni concupiscente. Ella esperaba encontrar lo que veía en sus secretos videos. Aunque por sentido común había descartado encontrarse esculturales rubias de ojos verdes, más con aspecto de modelos publicitarias que de amas de casa, lo que encontró fueron patéticas minifaldas que dejaban ver piernas mal afeitadas y con várices, tal como describía a sus descarriadas. Incluso los clientes de las muchachas no eran lo que enseñaban esas películas: musculosos negros con cuerpos trabajados en gimnasios y penes inconmensurables, o perfectos atletas rubios de ojos azules que podían estar media hora fornicando sin cansarse. Pero al menos esperaba encontrar en esos relatos algo más de morbo. Sin embargo, lo que hallaba en esas confesiones de sus prostitutas era mucho menos lascivo, menos excitante. En general, los actos amatorios —«¿se le podría decir hacer el amor a eso?», se preguntaba inquieta nuestra heroína— que relataban las sexoservidoras eran aburridos y anodinos orgasmos masculinos conseguidos en escasos minutos, en segundos en algunos casos, sin la más mínima emoción, con la luz encendida y mientras seguía sonando, sin interrupción y a todo volumen, alguna ranchera o cumbia. Las mujeres no contaban en lo más mínimo en todo el acto. No pasaban de ser un orificio que, en el mejor de los casos, a veces pronunciaba alguna palabra y pedía la paga: No más.

    Todo esto tenía bastante consternada a sor Hongo. Para ella, una prostituta era lo que veía en sus secretas películas: sin límites, haciendo todas esas atrocidades tan placenteras. Además —cosa que la ponía especialmente mal— ninguna de las muchachas de esa pobre barriada que atendía su Orden se pintaba la uñas. En todo caso, las tenían siempre a medio pintar, mostrando rastros de algún esmalte que se había caído con el duro trabajo doméstico que también les tocaba hacer (casi todas tenían varios hijos y llevaban una dura vida de ama de casa pobre).

    Sus compañeras de la hermandad, las otras beatas que trabajaban con ella, transmitían un mensaje moralista que buscaba el arrepentimiento de las prostituidas. La idea en juego era mostrarles que ese camino estaba equivocado y que el Señor las acogía de todos modos, pero mucho mejor si se componían, si dejaban de pecar. El llamado final, en definitiva, era promover un acto de arrepentimiento que les cambiara su estilo de vida.

    «¿Cambiar? ¿Y para qué a estas alturas, hermana?» fue la respuesta que más escuchó. Casi ninguna, o ninguna de las mujeres, producía nunca el esperado cambio. Esperado, claro está, para las monjas de la Orden. La promiscuidad, la pobreza y la resignación iban de la mano. Lo qué más le impactaba a sor Hongo era justamente la resignación. Y era eso lo que más destacaba. Esa barriada pobre de algún arrabal de cualquier ciudad latinoamericana hacía tiempo que había perdido las esperanzas. Para estas doscientas y tantas mujeres prostituidas, tener clientes todos los días era la única esperanza que quedaba. Y no siempre se concretaba. Que llegara algún albañil con su quincena recién cobrada, algún borrachito melancólico que quería olvidar penas o un jovencito que se estrenaba en las lides de la sexualidad era motivo de alegría. «Nacimos putas, en la pura mierda, y putas moriremos, hermanita» era la resignada consigna, casi obligada, que las religiosas escuchaban a diario.

    Después de la fuerte impresión de los primeros días, sor Hongo empezó a encontrar cada vez más natural la forma de actuar y pensar de las trabajadoras sexuales. Llegó a justificarlas, incluso: «Lo que ellas hacen no es sexo; es puro comercio informal para sobrevivir». Ello le valió acaloradas discusiones con sus compañeras de la congregación y un fuerte regaño por parte de sus superioras.

    Seguramente fueron esas recriminaciones las que la llevaron a tomar la decisión. En vez de hacerla retractar, la radicalizaron más aún: «Cuando me ordené monja hice voto de castidad. Y por supuesto lo voy a respetar: jamás me uniré carnalmente con un hombre. Pero lo que hacen estas pobrecitas no tiene nada que ver con el sexo, mucho menos con el amor: es un vulgar negocio de compra y venta, pues no tienen otro medio para sobrevivir». ¿Se habría vuelta loca? Lo cierto es que lo hizo. Venciendo todos sus pruritos, sus prejuicios más arraigados y su visceral repugnancia: decidió que también ella podía ayudarlas en el negocio. Quería probar cómo era eso de vender su cuerpo por dinero.

    Lo hizo en el más absoluto secreto, por supuesto. Ocultó hasta el más mínimo detalle y la más insignificante pista de su decisión con las monjas de la Orden. Para ello urdió una esotérica explicación donde se veía obligada a salir unos días de la ciudad para marchar de urgencia a atender problemas familiares. A regañadientes, la Madre Superiora concedió el permiso, pero poniéndole como condición que viajara con otra hermana. Sor Hongo debió corromper a la designada entregándole una muy fuerte suma de dinero y diciéndole que había una vida en juego, pero que de momento no podía explicarle más nada. Sor Juventina, la designada para acompañarla en su supuesto viaje, se ausentó de la ciudad por unos días simulando salir juntas, temblando por el miedo a ser descubierta en su complicidad.

    Si le resultó difícil sortear todos esos obstáculos con las compañeras de su hermandad, más difícil aún se le representó explicar su presencia en el barrio. Por eso optó por un camino más expedito: lo haría casi de incógnito, metiéndose en la casucha de alguna de ellas. Decidió que lo haría con La Tigresa, quien había pasado a ser la más íntima de todas. Esperaría a que llegara algún cliente y, luego de probar la experiencia una vez, se marcharía con igual secreto, así como habría llegado.

    Como no usaba hábito, no le fue tan difícil conseguir la ropa adecuada para la nueva y ocasional profesión. Se maquilló convenientemente y, detalle fundamental según su parecer, se pintó muy prolijamente las uñas de las manos y de los pies. La hondureña la acogió sin problemas. Pero sor Hongo —que tomó el nombre de Lola para la ocasión— no contaba con un pequeño detalle: sabía de su existencia, pero creyó poder escapar de sus redes debido a lo fugaz de la experiencia; sin embargo, antes de que el primer cliente llegara, la visitó el rufián que contralaba la zona.

    Era un personaje repulsivo, de edad imprecisa —cara de niño imberbe, pero cicatrices de muchos años de dura vida— y su bestialidad era proverbial. Lo primero que hizo fue moler a patadas a La Tigresa por no haberle dicho de la presencia de esa nueva pupila. Junto al cuerpo golpeado y sangrante de la hondureña, poseyó brutalmente a sor Hongo —Lola para el caso— sin saber que se trataba de la religiosa. De hecho, para sorpresa de la misma monja, del proxeneta y de la compañera de desgracia, La Tigresa, el cuerpo de sor Hongo, mujer de 29 años virgen vaginalmente hasta ese entonces, era perfecto y no parecía hecho para el voto de castidad.

    Para su propia sorpresa también, esa bestialidad, algo de sangre y tres orgasmos conseguidos uno tras otro le cambiaron la vida. Después de la violación —porque eso fue, aunque los orgasmos los haya sentido exquisitos— ya no se atrevió a decir que era la hermana sor Hongo. En esas circunstancias, con una atrevida minifalda y tacones de tres pulgadas, bien maquillada y con las uñas pintadas de un penetrante color rojo, nadie se lo hubiera creído. Ahí entendió qué le querían decir las sexoservidoras cuando hablaban de resignación.

    Al día de hoy atiende clientes y sigue viviendo en esa modesta casa con La Tigresa —secretamente son pareja y ahora están pensando escaparse para irse a los Estados Unidos como inmigrantes irregulares; allá, si pueden, quizá adopten un hijo—. Su rufián, que también lo es de la joven hondureña, le vio cara conocida y, por un momento, pensó que era muy parecida a una de las monjitas que visitaban el barrio; idea que descartó rápidamente. Con las hermanas de la Orden, cada vez que llegan a rescatar perdidas, nunca volvió a cruzarse. De hecho, siempre las supo evitar. El día que, a lo lejos, sor Elena creyó reconocer a sor Hongo, Lola inmediatamente se esfumó de la escena.

    Ahora se tiñó el pelo de anaranjado y usa atrevidos escotes; es una de las más buscadas de la zona y se hizo popular entre los clientes por lo osada que es en la atención. Incluso presta muchos servicios sin cobrarlos: «gentileza de la casa» —ofrece ella, cosa

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