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Mi Madre Es Una Estrella
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Libro electrónico466 páginas7 horas

Mi Madre Es Una Estrella

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Información de este libro electrónico

Cndida es la ltima heredera en la lnea de las nganga, las curanderas, las herboristas y adivinas ancestrales ms antiguas del frica occidental. La revelacin de su destino como tal llegar tras su llegada a la Isla de la Gran Tortuga, donde sus antepasadas nganga, ahora estrellas en el universo, se comunican con ella como espritus para iniciarla en el oficio y perpetuar el poder.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento11 nov 2011
ISBN9781463303907
Mi Madre Es Una Estrella
Autor

Carolina Major Diaz San Francisco

Africanista, antropóloga, herborista y IV especialista en farmacia clínica, la autora, nacida en Salamanca, España, creció y vivió en Madrid. Se graduó en University of East London, Inglaterra, e inició trabajos de campo en Nuevo México, México, San Francisco y Nueva Orleans, afiliándose a los movimientos Indígenas, Latinos, Pan-Nativo Americanos, y descubriendo la Diáspora africana a través del Voodoo. Reside actualmente en Rhode Island con su esposo, donde obtuvo recientemente su licencia en farmacia, certificado de herborista practicante, además de realizar su primer viaje a Guinea Ecuatorial, África occidental, motivada por la investigación de las hierbas medicinales de los trópicos, la etnobotánica y las prácticas culturales tradicionales.

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    Vista previa del libro

    Mi Madre Es Una Estrella - Carolina Major Diaz San Francisco

    Indice

    Primera Parte

    Capitulo 1

    Capitulo 2

    Capitulo 3

    Capitulo 4

    Capitulo 5

    Capitulo 6

    Segunda Parte

    Capitulo 1

    Capitulo 2

    Capitulo 3

    Capitulo 4

    Capitulo 5

    Capitulo 6

    Capitulo 7

    Capitulo 8

    Capitulo 9

    Capitulo 10

    Tercera Parte

    Capitulo 1

    Capitulo 2

    Capitulo 3

    Capitulo 4

    Capitulo 5

    Capitulo 6

    Capitulo 7

    Cuarta Parte

    Capitulo 1

    Capitulo 2

    Capitulo 3

    Capitulo 4

    Capitulo 5

    Capitulo 6

    Capitulo 7

    Capitulo 8

    Capitulo 9

    Capitulo 10

    Capitulo 11

    Capitulo 12

    Capitulo 13

    Capitulo 14

    Capitulo 15

    Capitulo 16

    Capitulo 17

    Capitulo 18

    Capitulo 19

    Quinta Parte

    Capitulo 1

    Capitulo 2

    Capitulo 3

    Capitulo 4

    Capitulo 5

    Capitulo 6

    Capitulo 7

    Capitulo 8

    Capitulo 9

    Capitulo 10

    Capitulo 11

    Capitulo 12

    Capitulo 13

    Capitulo 14

    Capitulo 15

    Capitulo 16

    El Beso

    Para mis padres Angela y Boni.

    Primera Parte

    LAS ESTRELLAS

    Capitulo 1

    Las estrellas

    Ya han pasado varias semanas desde mi llegada. Llegó el invierno por estas tierras y hoy después del mediodía comenzó la tormenta de nieve. Las noticias de la radio declararon ayer que la gran caída sería magistral y en efecto, las carreteras se encuentran evacuadas casi al completo sin sentirse ni un alma en la Villa de la Bahía. Yo, contenta por la vivencia de unas primeras nieves así tan nórdicas, deambulaba por la casa insulando las ventanas para bloquear el frío escurridizo de la brisa mientras que a través de los cristales empañados medio blanquecinos, observaba el pausado comienzo de la tempestad. Me daba reposo y calma el inicio delicado de los copos helados al ir creciendo en espesura y engordando por momentos. Mi calle, Saint Elizabeth, y el jardín de detrás de la casa se volvían blancos.

    Al atardecer, con la escasa luz, cuando parecía ya que desde el interior los copos no se alcanzaban a ver por entre la negrura, fui al porche afuera emocionada porque salía con mi marido cogida de su brazo a pasear para sacudirnos la invernación de encima, para que nos diera el aire fresco. Bien abrigados cerramos la puerta y por entre las calles de la Villa caminábamos despacito para no resbalarnos sobre el hielo creciente en la acera hasta llegar a la calle principal Hope Street, y sorprendidos nos encontramos con la chocolatería de la esquina que a mí más me gustaba en la Villa, cerrada. No había nadie en la calle. Todo era blanco bajo la luz tenue de las farolas. Ni siquiera coches pasaban por la carretera. Sólo silencio, mucho silencio. Pasamos entonces por entre los copos hacia el bar favorito de Engel, por sus cervezas alemanas decía, que eran importadas, y allí nos tomamos dos Weistephaner a nuestra salud.

    Me llamo Cándida.

    A la mañana siguiente me levanté, me puse el abrigo blanco, las botas de piel marrón y me planté enfrente de la puerta del porche de la casa para que Engel antes de que se marchara a trabajar, me hiciera una foto. Le había dicho que quería que esta con el tiempo se convirtiera en un gran recuerdo porque en aquellas lejanas tierras del norte de los Estados Unidos, en Rhode Island, en aquel primer invierno yo lo comenzaba todo nuevo con los sentidos muy abiertos, viendo a seres invisibles y escuchándolos.

    - Soy yo - escuché desde afuera en la calle muy cerquita a una ventana el primer día de la llegada a la calle Saint Elizabeth - soy yo, La Dama de las Nieves. -

    Se sentía un rugido y creí que era el viento. Me acerqué a la ventana y tras las cortinas mirando con cautela, me encontré con su cara. Eché el cuerpo atrás.

    - Con mis besos lo cubro todo de blanco. En diciembre siempre visito estas tierras. A las colinas, a los bosques frondosos, a las costas del mar, y con mis brazos los rodeo, con mis manos los acaricio. - tapeaba cristal.

    Descorrí la cortina nueva del color de las cerezas y vi a la Dama de las Nieves medio invisible, translúcida y con el pelo tan largo y tan blanco que no alcanzaba a distinguirle las puntas de su final. Me sonrió inmaculadamente. Sus ojos eran dos diamantes azules claritos.

    -Vengo con el viento de muy lejos, de las superficies más elevadas del planeta, del polo norte y de las partes más bajas, el polo sur, la Ántartica, desde donde existen los mares de hielo y la aurora blanca eterna, desde donde el sol regala rayos sólo muy de vez en cuando. Yo soy de donde las estrellas nunca duermen.-

    La vi con la cara pegada en el cristal y después se marchó para caminar suspendida con las ventoleras que pasaban por mi casa, envolviéndose en la espesura de sus ráfagas. Corrí hacia el dormitorio vacío donde junto a la ventana que daba al jardín aún pude escucharla mientras la veía volar.

    - Los musgos, los líquenes de las tundras, los misterios de las taigas, los abetos, los pinos, los abedules, hasta las raíces de los robles que crecen después del reino de los hielos, todos ellos me conocen. Los viejos álamos, los alisos, los avellanos con su sabia vida me sienten pasar por sus troncos y por los lagos, las largas cordilleras, por entre las inmensas cadenas de las montañas. Sacudo cada terreno hasta donde el sol me permite con escalofríos de belleza, brisas polares y hechizos que adormilan.-

    Los ojos se me acristalaron. El encuentro me embelesó.

    A los pocos días llegó el fin de año. Aquella noche me puse el albornoz nuevo verde piñón que mi suegra me regaló por navidad y en el baño me arreglé con placidez. Peiné el pelo mestizo mío y que había heredado de mis padres, con tesón y con mucha crema suavizante hasta dejarlo brillante y sedoso. Me puse medias claras, un vestido fucsia ajustado y cortito, y frente al espejo, bajo la luz fuerte de la bombilla, me pinté los labios de rojo y le puse rimel a las pestañas que tenía y que tantos decían que enamoraban, tan rizadas, tan negras, tan espesas.

    Ya lista, con el abrigo de siempre, abrí la puerta y el hielo frío me tocó la cara. Con Engel vestido de traje, de un verde claro y corbata a juego, con su abrigo gordo rojo de los años setenta y que fue de su padre, caminamos cogidos de la mano. Cruzamos Hope Street y dimos con la calle del muelle junto al agua del océano Atlántico, donde entramos en el bar alemán otra vez para cenar y celebrar. Cuando nos sentamos en la barra sonaba la canción Blue Baby. Engel entonces saludó con familiaridad a un joven alto de pelo negro y ojos claros que a nosotros se acercaba.

    - John - Engel me rodeaba la cintura con su brazo - te presento a mi mujer Cándida, de España, recién llegada, apenas unas semanas.-

    John era jovial. Se le encendió la cara al verme. Enseguida salió de detrás de la barra y me abrazó.

    - Cándida, él es el hijo del dueño del bar, la primera vez que lo veo en mucho tiempo.- me decía Engel.

    - Sí Engel, he estado fuera en Ecuador con la familia de mi mujer, ella es de allí. - decía, después me miró a mí - Encantado de conocerla. ¿Qué le parece La Villa de La Bahía? ¿Le gusta?-

    Admití que la Villa de la Bahía me gustaba mucho. Le dije que me parecía muy bonita y que vivir cerca del mar me encantaba. También le dije que Engel y yo planeábamos mudarnos más adelante cuando él terminara su máster en Museos a algún lugar donde el sol reinara plenamente y sin cesar. El joven sonreía aún cuando se alejaba para entrar de nuevo en la barra, diciéndome que entendía porque a él los inviernos largos no le gustaban ni una pizca.

    El bar se llenaba y John comenzaba sin parar a servir jarras de cerveza a los que iban llegando. La canción Hello Mrs. Brown se escuchaba de fondo. Con una cerveza oscura en mis manos y después de haber pedido la cena con el menú, mis ojos merodeaban calmadamente el lugar. Observaba con discreción a los que entraban y a las parejas de la barra, y le preguntaba a Engel si la gente del bar era de la Villa.

    - Posiblemente amor, no lo sé realmente, yo no conozco a mucha gente por aquí, quizás algunos vienen de las cercanías.-

    Al frente, detrás de la barra, descubrí el reflejo nuestro en un gran espejo. Me vi guapa y deslumbrante con mi pelo suelto y mis labios rojos. Bajo este habían estanterías con botellas de miles de colores y de formas retorcidas casi al desborde. Y por todo alrededor, por las paredes blancas, habían barquitas de madera que parecían nadar por entre los cuadros de mares pintados, con peces, una gran ballena y redes de pesca reales colgando por las esquinas. James Cotton cantaba Everything Is Gonna Be Allright y yo todavía no podía creerme que estaba allí.

    Los siguientes días continuaron con la Villa quieta y callada tras la gran nevada. Arreglaba la casa, cocinaba, y cuando afuera hacía sol, paseaba por las aceras cubiertas de nieve. Un día salí más allá de las calles yendo hacia las orillas cercanas a los muelles. Sintiendo un poco del calor que irradiaba y que tanto ansiaba, caminaba por los bordes del agua marina sin importarme demasiado el viento que azotaba y llegué a un lugar, a una vereda donde encontré flores de avena, gaviotas en vuelo y la soledad que me mandó un espíritu. Un espíritu. Bajo tal quietud sentí su presencia y el palpitar de su ser. Me seguía. Corrí a casa entonces y al quitarme los botines, un aliento cálido me llegó a los oídos.

    - En los bosques cercanos a la Villa existen unos seres de los que nadie sabe, unos gigantes que pocos, muy pocos han visto.-

    Dejé los botines a un lado en el suelo, miré a mi alrededor pero no vi a nadie.

    - Los gigantes son tan altos que cuando se ponen de pie las nubes les cubren la cara. -

    Me senté en el sofá para escuchar sin resistirme a aquella voz masculina suavemente agradable.

    - Con sus manos a los héroes de este mundo los llevan al universo para dejarlos en el aire y verlos nacer estrellas.-

    - ¿Qué?- me reí buscándole la cara a aquella voz por los lados. - ¿Quién eres? Dime, ¿quién eres?-

    - Soy el Espíritu del Viento y cuento las historias que me encuentran por los caminos.-

    Me contó que hacía ya mucho tiempo, en el mismo suelo donde yo ahora me encontraba, existió una vez un poblado legendario donde una mujer morena, nativa, de pelo largo y negro con ojos de loba, se marchó un día casi corriendo y a escondidas para que nadie la viera. Huía de su marido perverso y cruel y se adentraba en el bosque. Al caer la noche, me contaba el espíritu, la mujer encontró cobijo para dormir por entre unas llanuras y al día siguiente un ciervo se postró ante ella para darle de su carne. Me contó aquel ser invisible que a las dos siguientes noches, la mujer en las profundidades encontraba más cobijos sin darse cuenta de que en realidad estos eran las partes del gran cuerpo de un gigante, sus dedos, sus rodillas, su nariz. El gigante, me dijo la voz en susurros, se llamaba Niank. La mujer se asustó al descubrir los párpados de sus ojos abrirse y cerrarse, al verlo incorporarse en medio del bosque rompiendo las ramas de los robles con los codos pero Niank le pidió que no le tuviera miedo, que él era su amigo.

    Poco después la vida del bosque los veía juntos, a la mujer arrodillada junto a la cara de Niank que la bajaba para escucharla mejor. Ella le contaba a él lo descontenta que estaba con el sistema social y de linaje de su gente. Lo encontraba rígido. Le decía a Niank que ella creía ser diferente a todos los demás. Pero después, Niank se daba cuenta que la mujer se ponía triste y le preguntaba si pensaba volver algún día. Ella sabía que regresaría pero que su vida cambiaría. Niank la aconsejó volver para luchar y la dijo que si tenía algún problema no tenía más que gritar su nombre porque él la oiría y correría a rescatarla. Volvió al poblado en un momento transportada en los hombros de Niank. Cuando llegó, se negó a volver con su marido y contrario a la normativa, construyó una vivienda para ella sola. Se convirtió en una mujer sabia. Hablaba siempre de la libertad, de la amistad, del poder, del gigante Niank y algunos escuchaban. Fue feliz, y el espíritu, después de la última palabra, se marchó por debajo de la puerta con la corriente de un viento que pasaba.

    Los días seguían conmigo en casa intentando buscar trabajo por la zona y por la cercana pequeña ciudad de Providence. Una vez, estudiando con esmero las columnas de los periódicos y las ofertas en el internet, alguien llamó a la puerta. Abrí pero no encontré a nadie.

    - ¡Aquí abajo!- se escuchó una voz, otra voz, pero esta vez, seca, roncosa, como la de un hombre muy muy anciano.

    Bajé los ojos y allí mismo, junto a mis calcetines de lana pomposa y rosa, un hombre pequeño agitaba los brazos. Era muy negro y muy delgado. No tenía pelo en la cabeza. Cuando llegué a divisar a aquel ser misterioso que apenas le llegaba a mis rodillas en estatura y que vestía de una túnica de tela fina llena de bordados verdes con estampidas marrones, este ya entraba en la casa por entre mis piernas, llegaba hasta la cocina y se sentaba en el sofá de un salto.

    - Sientáte a mi lado Cándida, no me quedaré mucho tiempo porque soy en realidad una estrella que al anochecer tiene que brillar desde lo alto en el universo - me dijo el hombre mientras yo me sentaba junto a él mirándolo con una curiosidad insaciable.

    Vi claramente que su piel era tan vieja que podía contarle las arrugas de cada parte de su cuerpo minuto. Tenía los párpados más grandes que jamás había visto. Estos le cubrían casi por completo los ojos de aspecto adormilado. A mí él me parecía un muñeco. Me contó mirándome de vez en cuando, la historia de la guerrera, de como esta se sentó en el trono del corazón del templo de una tierra lejana y frondosa, poblada de viejos pinos majestuosos que soñaban con crecer muy muy alto para poder tocar con sus copas la estrella más hermosa de todas. Una mañana fresca de otoño repleta del rocío de las aguas de las lluvías caídas la noche anterior, descubrió a la guerrera caminando por los senderos, por entre los troncos y los arbustos repletos de moras. Ese día hasta las lombrices bajo la tierra mullida y negra sintieron el pasar de sus pies decididos. La guerrera avanzaba alzando las piernas con grandes zancadas hacia el lugar sagrado, el templo que se hallaba embullido en el centro de un nudo de hiedras en lo más frondoso del bosque. Las ardillas, los ciervos y el gato más salvaje, advirtieron su presencia y la siguieron muy de cerca y con recelo.

    La guerrera alcanzó la gran puerta de entrada y suplantó sus pies en la alfombra de su destino. Un puñado de brisas mágicas se alzó como un saludo. Esbelta, negra y de pechos firmes, ella entró. Se encontró en una cúpula de paredes de cristal, suelos de hierba muy fina y el viejo, el mismo que contaba la recibía extendiéndole las manos. Sin pronunciar sonido la tomó, se echó a un lado y dejó que entrara. A la guerrera, el destino le concedió el respiro del descanso y de la paz, del silencio y del amor por un invierno más en su vida. Allí vivió en el templo contemplando más guerras y batallas. El viejo entonces suspiró y se incorporó para saltar del sofá al suelo.

    - Soy un mensajero de grandes secretos y recorro grandes distancias a través de este planeta. Vengo de muy lejos, de los adentros de una selva espesa.-

    En el suelo caminaba ahora despacio, un poco encorbado, sosteniéndose la cintura con una mano. Se marchaba hacia la puerta diciendo que de donde venía, a él le gustaba sentarse en una barca sobre la calma del mar y hablarle a la luna escondida. Decía que él había llegado hasta las Ámericas con un barco grande, que después de muchos días de mareas, brisas de olor a sal de las aguas más profundas e infinitas y una gran tormenta injusta, desembarcó en las arenas blancas del Caribe.

    - Pero de eso hace ya mucho tiempo. Ahora soy estrella y vuelo y veo el mundo entero con una sola mirada - dijo volviéndose hacia mí antes de irse.

    Cuando desapareció por la esquina de la puerta pensé en él, viéndolo sobre una barca tallada sobre el agua quieta en aquel país de la selva, quizás Guinea Ecuatorial en África donde mi padre nació. Al dormirme aquella noche, él regresó en mis sueños y me habló con voz profunda.

    - Te voy a contar la historia del País de la Selva.-

    Sobre la almohada blanca y mullida y en susurros cerca del oído, me dijo que en un lugar remoto, en un espacio negro y oscuro, una burbuja de color celeste deambulaba lenta de acá para allá y de allí para acá por años y años. Los gases que la componían desde su interior también se movían circulando aquí y allá generando calor y más calor cada vez hasta que sus diminutas unidades comenzaron a precipitarse unas contra las otras, rompiéndose en millones de trocitos, uniéndose de nuevo, creándose. Hasta que un día, que fue tan largo como mil años juntos, la burbuja celeste desarolló un núcleo muy caliente y muy activo, y tanta era su actividad que al final el espacio dentro de la burbuja no fue suficiente y estallando esta terminó. Como estrellas, las partículas salieron y volaron en el espacio del más allá con esplendor y luminosidad para plantarse en lugares inóspitos del universo. Una en particular vino a caer sobre un pecho de Madre Tierra y así llegó a nacer el País de la Selva.

    El viejo me decía muy bajito alimentando mis sueños, que como si de una semilla se tratara, la estrella original cayó en el pecho, se plantó, arraigó y eternamente allí vivió. Creció junto al mar y de él, como pedacito de tierra ya crecida, se enamoró. Ella le regaló al mar sus islas vírgenes volcánicas y este a ella, la daba besos cada mañana al despertar y bandas de peces en la bahía. Y hacia adentro, hacia el interior, la tierra lisa y suave se transformaba en belleza frondosa y misteriosa, espesa, cargada con vida, vistiéndose de ceidas y de lianas, de palos rojos y de espesas bufandas de agua y nieblas. De gorillas, hormigas y serpientes, ortigas, papayas y de linajes de gentes que se parecen a mí.

    Se acabó el sueño. Me desperté. El viejo se marchó para vivir en mí con el recuerdo.

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    Capitulo 2

    Reina

    Estudiaba a menudo y libre con mis días enteros durante aquellos primeros tiempos de recién llegada, los contornos de Guinea Ecuatorial y del África entera con mi atlas del mundo, pasándole además las páginas para encontrar a los Estados Unidos, a La Gran Isla de la Tortuga. En un lado suyo, sobre las rocosas orillas que miran al este, hacia la India, cómodamente arrinconada en el sur de una pequeña península localizaba a la Villa de la Bahía, silenciosa, fría y cruda con el golpeteo de las mareas en invierno, abierta y viva durante los meses de verano. Con mis paseos ociosos, apreciaba a La Villa de la Bahía majestuosa con sus casas grandes y jardínes inmaculados por donde a través de alguna verja en la avenida se escapaba siempre el perfume de las rosas. Y Hope Street, la calzada más ancha, la más importante, me gustaba porque hospitalaria me ofrecía chocolates calientes y pastelitos con nata en una cafetería de la esquina, un banco y una oficina de correos al que iba a veces y donde siempre un hombre con bigote y medio calvo tras el mostrador me daba un caramelo cuando compraba sellos.Y la biblioteca, por supuesto, donde a lo alto de la puerta de su entrada había un mural pintado, la imagen de una mujer de trenzas largas sentada sobre la hierba sosteniendo un libro en sus manos y junto a ella, un niño rubio a sus rodillas mirándola a los ojos.

    Cuando la Dama de la Nieves dejaba la Villa, quizás para volver a los árticos, cuando la blancura helada desaparecía con destellos bajo el sol y el cielo lloraba algunas gotas de despedida justo después de la última tormenta, el cartero trajo una carta.

    Junto a la cafetera Engel la dejó en cuanto llegó del trabajo y allí reposó por varias horas hasta que regresé de mis andadas rutinarias por la playa. La arrebaté con mis manos en cuanto la vi porque creía que sería una oferta de trabajo. Destrocé el sobre y empujé el papel blanco hacia fuera sin cuidado: ‘Es un placer ofrecerla el puesto de dispensadora en la rebotia satélite del Hospital General del estado. La convidamos a un primer encuentro para acordar los terminos del contrato’.

    - ¡Hurray!- salté de alegría.

    Pero impregnado en las palabras inglesas había otro mensaje, uno invisible. Había volado como una chispa hacia el aire, hasta el techo en cuanto el sobre cayó al suelo y desdoblé la carta. Desaparecía por el techo y se iba al universo dejando una humareda tras de sí que decía con letras cursivas y en español: ‘Anuncio mi visita. Vendré en breve. Reina’.

    Cuando el pólen de los almendros rosados del nuevo estío comenzaba lentamente a renacer, empecé el nuevo trabajo. Mi marido y yo lo festejamos con sushi en el restaurante japonés más popular de Newport mientras yo a él le hablaba excitada de mi extensa historia como dispensadora en mis tiempos en Londres, de cuando viví allí.

    - Con el mercader de Nigeria y su pequeña rebotica en el Barrio Escondido, en Gloucester Road con Olivia la curandera, y en Elephant and Castle.-

    - Cándida - Engel compartía mi felicidad de aquel momento - te lo mereces, tú tienes mucha experiencia. -

    - Me pregunto como será trabajar en la rebotica satélite de un hospital - me fascinaba el pensar que aquella rebotica iba a ser diferente.

    Asique un lunes allí me planté, en el primer piso del Hospital General en Providence donde encontré a la nueva rebotica en una esquina junto a unos paneles azul marino que señalaban con letras blancas y con flechas, la dirección a los departamentos de urología y cirugía. A su lado nacía un pasillo largo con las puertas de unas oficinas administrativas, una biblioteca médica privada, algunos consultorios y un café donde se preparaban bocadillos de embutido fresco. Cuando entré por primera vez en la rebotica, John Withehead, un hombre bajito, calvo con bigote, gafas y bata blanca hasta las caderas me vió por detrás del mostrador. Le dijo algo en susurros a un hombre de piel morena cerca de él y hacia mí vino. Me estiré la compostura. Me saludó con un apretón de manos, una sonrisa breve y me llevó a la oficina pequeña donde ambos sentados uno frente a otro, me arrojó miles de preguntas sobre mí y mi historia laboral. Recuerdo que terminamos con el papeleo del contrato, del seguro del médico y de hablar y acordar las facetas que envolverían mi trabajo. Firmé el papel y acordé que atendería a la clientela detrás del mostrador, cobraría en la caja las chocolatinas, las recetas listas en los cajones enumerados alfabéticamente, y que organizaría las medicinas que vendrían cada día en las estanterías.

    Sí, al principio en la rebotica se me veía encantada, asistiendo al farmacéutico John, de Connecticut, que hablaba poco y al otro dispensador, Vinicio, portugués de las Islas Azores. Les ayudaba con las recetas que venían cada día una tras otra sin descanso, me iba amoldando al lugar y al nuevo horario mientras que por las tardes cuando regresaba a la Villa al anochecer con el autobús, pensaba en ella, en Reina. En casa, mi gran mundo, mi nido seguro, con detalle me aseguraba de que cada cuarto estuviese limpio y presentable, y al llegar el fin de semana sacudía las alfombras, fregaba los suelos, desinfectaba el baño, lavaba las sábanas, las toallas y por las esquinas con agua de colonia y de lavanda dulcificaba el ambiente.

    Y así la esperaba. Esperaba a que un día, unas manos llamaran al timbre de la puerta de mi porche y que yo antes de abrirla, por la ventana con las cortinas echadas, escurría curiosas miradas para descubrirla. Pero ocurrió que insospechadamente ella y yo nos encontramos en un fúneral en la Iglesia de Santa María, la más grande de la Villa.

    Engel recibió la noticia dos días antes del funeral. El hijo del joyero y anticuario de la calle Franklin, de escasos veinte años había fallecído y las causas eran inciertas, la muerte lo sorprendió en sueño. En la Villa casi todos lo conocían. Cuando Engel me reveló el suceso, yo, sin haber conocido a tal familia me sentí triste por la pérdida, y como buena mujer del hijo de un buen amigo del padre del fallecido y la mujer del nieto del que fue candidato y posteriormente gobernador de la Villa unas décadas atrás, me vestí de negro entera y asistí del brazo de Engel al evento que se convirtió en comunitario y la noticia de la semana.

    Quieta, sosegada, medio muda y con la cabeza baja como llevando un velo negro, caminamos hasta la iglesia. Ya desde las escaleras que iniciaban la subida hasta la gran entrada, gentes de la Villa y de las vecindades venían y se saludaban. Entramos y en uno de los banquillos en el frente nos sentamos observando el lugar extraño y con ojos inquietos los techos blancos adornados con serpentinas pintadas de dorado, cielos gloriosos, nubes blancas, rastros de ángeles y dioses supremos. El vaivén de la música de un piano comenzaba a sonar desde un lado detrás del altar cuando un hombre alto, canoso y con sotana negra y larga, aparecía con un libro oscuro en mano. Inició este el memorial pidiendo a los asistentes que tomaran asiento y de su boca entonces emitió sonidos de no usuales palabras que con el micrófono, con el poder del éco en las paredes, se dispersaban por doquier, por entre el desfile de las frías columnas hasta los altos muros para rebotar e inundar el lugar y a mis oídos inevitablemente.

    Sentada en la cuarta fila, anonadada por aquella situación tan peculiar en la que me encontraba, casi como cerraba los ojos al pensar en lo divino cuando Reina apareció de repente entrando por el muro de enfrente, por detrás del crucifijo del cristo. Parpadeé varias veces. Supe que era ella. Vi a su cabeza amarrada a un tignon africano y a su vestido colorido predominantemente en rojo. Me moví un poco nerviosamente sobre el banquillo. Miré a Engel. Él parecía no haberla visto.

    La mujer avanzaba hacía mí sin importarle el cura, el joyero lloroso o la gente con las caras llenas de pena.

    - El soberano da la vida y la quita. A las almas de los inocentes les da la gloria y la eternidad en los cielos.- clamaba el de la sotana.

    Reina le pasó al cura que alzaba los brazos frunciendo el ceño y se acercaba al centro muy despacio, como bailando. Le vi los pies desnudos. Ladeé la cabeza hacia los lados y me di cuenta que a ella nadie la veía. Parecía que se movía al ritmo desconcertador de una música que yo no alcanzaba a oír, ignorando por completo al piano del estéreo, dándole la espalda al prodigioso altar entre los primeros bancos de madera, justo al principio del largo pasillo extendido hasta la gran puerta de la entrada. Yo cerca de aquel pasillo, la miraba hipnotizada. El piano se las ingeniaba para llevarme hacia arriba, hacia lo alto para tocar con mis manos las nubes de los cielos pintados en el techo y para asombrar a las gordas púpilas de mis ojos con el baile de brazos y manos de Reina que con soltura se movían.

    - La muerte al cuerpo lo subyuga al mundo y al polvo este retorna. La muerte al espíritu revitaliza y dándole alas, este libre ya puede volar para unirse a las divinades que lo esperan con los brazos abiertos. - continuába el cura - Los melodiosos versos de los Salmos alaban a la muerte llamándola recompensa.-

    Reina parada de pie, miraba al techo y agitaba los brazos como si nadara abriéndose camino por entre el agua. Y después, sus brazos abiertos en cruz, se mantuvieron quietos por un rato.

    - Por favor, levántense.- pidió el cura.

    Le vi a Reina un alo de luz amarilla y brillante rodeándole el cuerpo. Y mientras nos poníamos de pie, el cura dejó el altar y un joven le dió una cajita dorada llena de ostias, el pan sagrado, y se mantuvo a su lado con la tina del agua santa. El joyero, con las ojeras hinchadas, se acercó a él el primero para que le diera una. La fila se empezó a formar y Reina desapareció.

    Engel y yo también nos levantamos y nos unimos a la fila. Como hice una vez cuando fui niña, esperé a que el cura me tocara la frente con el dedo impregnado de agua pura mientras abría la boca e ingería esa parte del cuerpo sacrificado. Para mi sorpresa, cuando Engel se retiró a un lado tratando de concebir la sensación de la ostia en su boca, Reina estaba allí en vez del cura intercediendo en el tiempo.

    - Cándida- me dijo. Su voz era profunda.

    La pude ver de cerca. Era bellísima. Perfecta mujer madura.

    Sostuvo una mano mía y sobre la palma suavemente puso la ostia de color hueso.

    - Llévala afuera, dásela al viento.-

    La mantuve en mis manos temblorosas, desconcertada, creyéndome en un sueño porque aquella mujer, en medio del mundo inglés en el que me encontraba, me había hablado en mi idioma. Continué hacia un lado donde Engel me esperaba mirándome con ternura y sin percatarse de nada. Me rodeó con un brazo suyo por la cintura y me incitó a caminar hacia la salida mientras yo alzaba con gracia el cuello y bien alto al andar para seguir viéndola. El cura volvía a estar allí al pie de la fila y a Reina no la pude ver más. En la entrada, el joyero lloraba pesadamente y al acercarme a él lo abrazé compungida.

    Los rayos del sol me acariciaron las mejillas cuando me aparté un poco de Engel y del joyero, viendo a estos embutirse entre todo el gentío que se les acercaba. Suavemente el viento me tocaba los hombros. Supe entonces que me pedía que abriera los puños. Al abrirlos, se llevó consigo el trocito de un cuerpo muerto y al verlo irse volar, regresé a casa con Engel caminando despacito por la acera hablando sobre como la muerte es parte de la vida.

    El sol aquel día se fue más pronto de lo habitual. Al estío, que había comenzado con grandes cielos abiertos azules llenos de calor, lo cubrió una gran nube llena de agua que le dió al trozo de tierra donde yo estaba, lluvias incansables. Seguí levantándome temprano para ir con el autobús hasta el hospital a dispensar la medicina que llegaría a los enfermos de las camas, y para los que se citaban con los médicos que venían con caras agotadas y con receta en mano. Seguía mirando a cada paciente, tocándolos, hablándoles para intentar confrontar el dolor mientras anhelaba ver a Reina de nuevo. En el hogar, por las noches, en los días libres, buscaba la paz y al silencio para poder sentirla. La buscaba por los rincones, por el jardín.

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    Capitulo 3

    El Mundo de la Muerte

    Reina, espíritu de ojos grandes, aterciopelados, brillantes. Fornida y maciza, de pechos robustos y firmes, de faldas de vuelo de color carmesí, azul marino y tibio como el cielo. Descalza muestra sus pies anchos y conocedores de caminos inciertos y eternos. Camina y se postra erguida oliendo a mar y a naranjas, con las manos en la cintura mirándolo a todo con sentido y a mis ojos penetrándolos con la lanza de la fuerza de su ser, dejándolos tímidos bajo el párpado, tímidos por su desnudez. Porque ella lo miraba todo. Le veía el color rojo que el reflejo de la luz del sol le daba a mi pelo oscuro rizado. A las grietas de mi piel, a los poros más grandes de las mejillas.

    Cuando ya dejaba de llover y los brotes tempraneros en las ramas anunciaban flores blancas, Reina le cogió a mi espíritu de la mano cuando la esperaba en la puerta un día y a este muy lejos se lo llevó, a otras esferas, a otra realidad. A un lugar recóndito fuera del mundo.

    Al pisar suelo en un lugar lleno de tinieblas, Reina se despojó de mi mano y me vi sola, con los ojos abiertos, ciega. Pero después, ante mí la blancura pesada que me rodeaba se dispersaba lentamente, como si fueran cortinas que se abrían y me mostraban un camino ancho. A alguien desde la distancia alcancé a ver. El extraño, de capa negra, sombrero de copa y cara oculta me miraba.

    - ¡Cándida, por aquí!-

    Allí estaba el hombre oscuro, de rostro siniestro enterrado entre las solapas gruesas de la capa al final del camino.

    - ¡Por aquí Cándida!-

    Distante me mantuve hasta que sentí el empujón de una fuerza invisible que me impulsaba a alzar los pies para avanzar hacia la figura. Llegué hasta él con la cabeza echada para atrás, con los brazos cruzados sobre el pecho. Lo vi de cerca. Paré en seco y al frente lo ví vestido de camisa rosa, chalecos y pantalones de seda de color carmesí. Con guantes blancos en las manos sostenía un barítono mientras se inclinaba y me saludaba quitándose el sombrero. El hombre comenzó a caminar y yo lo seguí porque me arrastraba con las palabras que salían de sus labios gruesos.

    - Cándida – dijo - yo soy el Barón del Mundo de la Muerte y estoy aquí para recibir a los recién llegados.-

    - ¿Estoy muerta? Una mujer me trajo en sus brazos … - hablé deprisa.

    - No, pero casi. Has sido llamada por tus antepasados para iniciar una nueva vida. Debes morir primero para ascender con un nuevo espíritu. Bienvenida. Este es el paraíso donde la muerte y la vida conviven.- dijo el Barón.

    - Barón, yo … - musité.

    - No tengas miedo, tu viejo espíritu muere ahora – sonreía - te eleverás de nuevo.-

    Alzó la vista al cielo, los brazos hacia arriba y exaltó con su voz aguda:

    - Este es el mundo que cierro y abro a mi conveniencia. Yo soy el Guardián de las puertas de este mundo. Ahora escucha la historia del funeral. Cuando alguien muere, su cuerpo se transforma y su espíritu llega hasta aquí envuelto en tristeza por una orquesta de tamboriles, trompetas y megáfonos que procesa música decaída por las calles. Yo los recibo. La orquesta entra para realizar la ceremonia del entierro todavía con notas de música bajas y pesadas. Pero al salir, mi querida Cándida - me miró. Encorbado se me acercó mucho y de un ojo suyo saltó un brillo - al salir, mi querida Cándida, la banda cambia de humos y se aleja saludándome hasta la lejanía con música muy muy alegre.-

    Estudié su cara de cerca. Él me miraba intensamente moviendo las cejas arriba y abajo, apretando los labios, haciendo vibrar la barbilla mientras su lánguido cuerpo se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. Yo tenía muchas preguntas en la cabeza.

    - Barón, dime por favor, ¿cómo es que me hablas en mi idioma? ¿Estoy en España? ¿Cómo es que he muerto? ¿Quién es la mujer que se me apareció en la iglesia, la que me trajo aquí de la mano? ¿La que en una nota en el aire me dijo que su nombre es Reina? ¿Es esto un sueño?-

    El Barón me cogió del brazo y por entre las calles desiertas y mudas que aparecían al despojarse la niebla, me hizo entrar en una casa de paredes altas y de color claro con dos ventanas minutas al frente, y una puerta de madera estrecha.

    - Ya verás Cándida, dejaté llevar.-

    Al entrar la bombilla en el techo se encendió. Encontré una gran habitación repleta de estanterías con libros

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