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Los preciosos
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Libro electrónico205 páginas3 horas

Los preciosos

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Los Preciosos es una historia de amor, del amor de Verónica a su abuela, a sus primeros años, a sus sueños, a sus recuerdos, a sus amigos, a un militar de alto rango que le ofrece abrigo. Es una novela donde está presente el suspense, el peligro, la sospecha. Es una reflexión sobre lo perverso que puede llegar a ser ofrecer incentivos y exigir resultados dentro de una política de guerra. Es una denuncia social. Es una novela de ficción basada en hechos reales que se desarrolla en Bogotá entre los años 2006 y 2008.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 may 2024
ISBN9788410685949
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    Los preciosos - Katy Salazar

    Portada de Los preciosos hecha por Katy Salazar

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Katy Salazar

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-594-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mi Antolín.

    Si volviese a nacer, me volvería a casar contigo.

    CAPÍTULO 1

    BIBLIOTECA DE RECUERDOS

    (Cambridge, agosto de 2008)

    Carla Flores aparece en el listado de los cuarenta estudiantes de un curso de verano de literatura de la Universidad de Cambridge. Carla es un nombre que me gusta, pero no es el mío, mi verdadero nombre es Verónica Sánchez. Mi nombre, posiblemente, formará parte de otro listado, el de internas de una prisión de un país en el que las cárceles están casi todas a reventar. Estoy sentada en un aula de clase, en una silla de la tercera fila, justo al lado de la ventana. Parece ser, que mi falso apellido, Flores, se está encargando de darle un buen aroma a mi nueva vida.

    Desde la ventana del aula puedo ver la biblioteca de la facultad. En ese sitio seguro que habita el alma de centenares de sabios. Allí he pasado varias tardes de las casi cuatro semanas que llevo de estudiante. Estas bibliotecas tan antiguas almacenan libros que deben estar bajo llave, esos que por tener firmas o dibujos originales difícilmente los prestan al público. Esos textos son como los secretos que guardamos los seres humanos, esos tan íntimos que no los dejamos ver a nadie. Lo increí ble es que allí, escondidos, construyen la verdadera imagen de nosotros mismos.

    Estamos en pleno mes de agosto de 2008. Imagino una biblioteca de recuerdos. Estaría bien poder disponer de ellos. Darle una orden a la mente y que traiga al presente lo que queremos ver del pasado. Alguna escena la pediría con mayor frecuencia para poder meterme en ella en busca de la ternura de aquel instante. De vez en cuando pediría algunos malos momentos para tirarlos directamente en el cubo de basura del olvido; esos malvados son los que se posan como una losa pesada y nos impiden caminar a gusto. No funciona así, nuestra mente siempre hace lo que quiere, nos trae a la cabeza el recuerdo, bueno o malo, que a ella le apetece lucir.

    Hay unas imágenes que vuelven a mí una y otra vez. Son las primeras que aparecen cuando me despierto y son las últimas en irse cuando me duermo. Pertenecen al apartado de los secretos de mi biblioteca de recuerdos. Unas intrusas difíciles de mantener a raya. Ellas hacen mucho ruido. Intento acallarlas, aplastarlas, destruirlas. Se las arreglan para crujir debajo de sus ruinas. Es como si se unieran y formaran una onda subterránea que está latente. Una fuerza que me llama y me atrapa y me incita a mirarlas. Se han convertido en mi particular agujero negro; es posible que algún día me caiga en él y desaparezca.

    Quienes estudiamos en los cursos de verano de literatura dormimos y comemos en Selwyn College, uno de los treinta y uno con los que cuenta la Universidad. El más antiguo se construyó en el siglo XII. Mirando esas imponentes construcciones, me sorprende que América no hubiese sido conquistada hasta el siglo XV. Selwyn College es uno de construcción relativamente reciente. Alrededor de un cuadrado de hierba, muy bien cortada, se levantan varios edificios que parecen palacios, incluida una capilla y un comedor. Es un sitio en el que se respira amor al saber.

    Las habitaciones son individuales. La mía tiene una cama de ancho célibe, un armario donde he colgado y doblado mi ropa de verano y de otoño, es decir, toda mi ropa. Sobre la mesita de noche hay una lámpara amarilla; al lado he puesto mi tarro de galletas de lata, que tiene ya un color desteñido con apariencia de reliquia recién desenterrada. En el baño he colgado mi albornoz de seda. Una mesa de estudio, sobre ella mi ordenador portátil. La maleta vacía la he puesto debajo de la cama para que no estorbe. Dentro he dejado la plancha de viaje y una libreta donde están mis ilusiones. Mi abuela decía que es importante escribir los sueños y perseguirlos, de esa forma ayudamos al tiempo a esculpir nuestro destino. Estas, son en suma, todas mis posesiones.

    El comedor del Selwyn College es un recinto alargado de madera, con techos muy altos y con una chimenea al final del salón. El desayuno se sirve a partir de las ocho horas. Nos ponen varias jarras de café y té, y podemos tomar tostadas y panecillos de una especie de bufé que ponen a un lado de la mesa. La comida del mediodía es libre y la cena se sirve a las diecinueve horas, no tenemos sitios asignados. Me siento donde haya lugar, nadie me guarda un puesto a su lado. Carla Flores en estas tres semanas no le ha dado mucha importancia a hacer relaciones. Para acercarse a la gente hay que decir algo de uno mismo, ofrecer un poco de su pasado, para crear un presente. Yo del pasado de Carla no sé nada.

    Los días de verano son perfectos para quienes asistimos a estos cursos. Por la mañana tenemos una clase magistral, don de se tratan los grandes temas. Por la tarde nos citan a un taller literario, con menos alumnos, donde se trabaja sobre textos específicos. A mí me ha tocado con un profesor de pelo, cejas y barba blanca, y que parece que se ha leído todos los libros publicados hasta hoy. Después de la cena estamos convocados a un recital de música o a una obra de teatro y, luego, todos al pub. No se puede ser más feliz.

    Ayer por la tarde, a la hora de la cena, fui una de las últimas en entrar al comedor. Le escribí un correo electrónico a LuisMi para saber si había alguna novedad. Me respondió inmediatamente:

    —Ninguna. De aquello en ningún medio de comunicación se ha publicado una palabra.

    Muy tranquila con esa respuesta, me tomé mi tiempo antes de entrar; todavía había suficiente luz y podía admirar la paz que se respiraba en aquel lugar.

    Me detuve en la puerta para divisar algún asiento libre. En ese momento, un hombre de unos treinta y tantos años se levantó de su silla y me hizo una señal con la mano para indicarme que justo enfrente de él había una plaza libre. Me pareció un poco extraño y supuse que su amable invitación se dirigía a otra persona, pero yo era la única que estaba de pie buscando un lugar. No había duda de que era a mí a quien invitaba, así que hacía allí me dirigí.

    —Buenas tardes, siéntese, por favor, le estaba reservando sitio —dijo en español.

    —Muchas gracias.

    Un frío intenso recorrió todo mi cuerpo y sentí una especie de entumecimiento en el estómago. La sensación de tranquilidad que me había dejado la respuesta de LuisMi se fue de mi corazón de golpe, al mismo tiempo que la sangre de mis mejillas. Un sabor ácido llenó mi boca y las palabras me abandonaron como si se hubieran ahogado en esa acidez.

    A mí la cara de ese hombre tan amable, que me reservaba un lugar, no me decía nada, nunca la había visto. A juzgar por su traje, camisa blanca y corbata azul, que contrastaba con la ropa informal de quienes estaban sentados a un lado y a otro de la mesa; él estaba trabajando, cumpliendo posiblemente una jornada laboral. Podría ser una persona enviada por la secretaría de la universidad para comprobar mi identidad, yo había presentado solo una fotocopia del pasaporte el primer día del curso. De repente lo tuve claro: se trataba, sin lugar a duda, de un policía vestido de civil. ¿Cómo era posible que me hubieran encontrado en ese lugar donde me sentía segura, libre y anónima?

    Sí, eso era. Parecía que había llegado el momento que tantas veces había imaginado. Me arrestarían en el supermercado, o comprando el periódico, o pagando con la tarjeta de crédito, o derribando la puerta de mi habitación en la pensión Los Remedios de la Abuela. En todos esos ensayos de mi captura yo estaba sola. Hoy estaba en medio de muchas personas. Además de miedo, sentía vergüenza.

    Ese hombre en los siguientes minutos iba a subir de volumen el ruido de mi historia. La estantería con mi biblioteca de recuerdos completa se me venía encima, se iba a caer con todo su peso sobre mí.

    Entraría al recinto más de un agente de policía, con uniforme. Tal vez ya tendrían rodeados los palacetes de la sabiduría. El hombre amable que tenía enfrente se levantaría de la mesa y diría en alto mi verdadero nombre: Verónica Sánchez. Le haría una señal a sus compañeros para que procedieran. Me pedirían que me pusiera de pie, me esposarían, me leerían mis derechos. Todos los allí sentados, mis compañeros, gente interesada en las letras, se quedarían mirándome, entendiendo un poco mejor el porqué de mi actitud huraña en aquellas semanas.

    Me veía a mí misma con las esposas puestas, sin oponer resistencia. Sin tampoco poder detener mis palabras, que saldrían incoherentes a toneladas diciendo que sí, que yo era culpable, pero que habría sido imposible hacer otra cosa, que era una cuestión de justicia. Tendría que dar voces, porque lo que es cierto es que esas palabras las he tenido guardadas en el silencio, desde aquel jueves, en la soledad de los secretos.

    CAPÍTULO 2

    MIS JEFES

    (Bogotá, enero de 2006)

    —Buenos días.

    En mangas de camisa, con una taza de café que parecía que ya era la segunda, que ya llevara como una hora trabajando, y no eran todavía ni las ocho de la mañana, el director general de la empresa nos citaba en su despacho todos los lunes. Desde el día que me hizo la entrevista para contratarme me tiemblan las piernas cuando estoy delante de él. Generalmente está en su silla de respaldo alto, la mejor de la empresa, con sus brazos cruzados. Lo llamo para mí: Gran Jefe Toro Sentado.

    Nos sentamos en las dos sillas enfrente de su mesa. Se dirige a María Cuesta, mi jefa directa.

    —Ayer recibí una llamada de... —Descruzó sus brazos y miró sus notas para decirlo con precisión—. La Unidad Tercera de la comandancia en tierra del Ejército Nacional. Quieren que les organicemos un seminario de ocho días, en las instalaciones del centro de convenciones. Acabo de enviar el contrato firmado. Necesitamos emplearnos a fondo para que salga todo bien —dijo cruzando sus brazos de nuevo—. Podría ser el inicio de una larga relación. Parece que los militares quieren impulsar un programa de formación continuada. Nos entenderemos directamente con… Déjame revisar. —Habla siempre en singular, no sé por qué nos cita a las dos a su despacho, yo no existo. Supongo que es un tema de jerarquía. Buscó en su bandeja de entrada de correos electrónicos—. Sí, aquí está, con el sargento Roque, asistente del teniente coronel Omar Téllez. Por favor, llámalo lo antes posible y dile que nos ponemos a su disposición. Te reenvío sus datos. Eso es todo, buen día.

    Mi jefa y yo salimos al mismo tiempo del despacho del director, ella se dirigió al cuarto de baño con su nariz mirando para arriba, caminaba como si le oliera el aire. En aquel lugar María pasaba casi una hora todas las mañanas, las mujeres lo sabíamos. Yo, directamente a mi mesa de trabajo.

    Era lunes, un lunes de aquellos en los que amanezco desenfocada. Si me hubieran hecho una foto allí sentada sin moverme seguro que hubiera salido borrosa, aunque admito que estar enfrente de Gran Jefe Toro Sentado me pone tan nerviosa que, al menos, me hace abrir bien los ojos.

    Con mis veinticinco años, yo era la empleada, después de Gran Jefe Toro Sentado, más antigua de esa empresa. La actividad de organizar eventos la habíamos iniciado él y yo. Me había contratado como su secretaria tres años atrás. Yo hacía de todo, de recepcionista, los borradores de los contratos, recibía las inscripciones, facturaba, cobraba, pagaba a las empresas proveedoras, ponía la publicidad de los eventos, enviaba las cartas de invitación, sonreía a los participantes, redactaba y enviaba las memorias... Creía que hacíamos un buen equipo, él de brazos cruzados dirigiendo, y yo haciendo todo lo que hiciera falta. En ese momento no podía ver el cambio que se venía, ni puse en valor el alcance de mi propia tranquilidad de aquellos primeros años.

    Desde muy chica suelo enamorarme platónicamente de los que están por encima de mí. Cuando asistía al colegio, que era de monjas, me enamoré del único hombre que tenía permiso para entrar al claustro, además del cura que daba la misa diaria: el profesor de educación física. Él me miraba como quien ve a una morsa porque yo nunca podía hacer ningún ejercicio físico bien. Y de hacer una voltereta, ni hablar. Se llamaba Héctor y yo pensaba en él como Héctor, el de Troya. Luego, me enamoré de mi profesor de conducción, que no podía ser más gordo; tenía cara de pan, pero a mí me deslumbraba su destreza al volante. A ese le pagué muchas clases particulares, tardé mucho en que me aprobaran el examen. También de un profesor de inglés del Colombo Americano, del que supe que le gustaban los chicos como tres meses después de ocupar una silla de la primera fila y no enterarme mucho de la clase por estar suspirando por sus blue eyes.

    Mi amor por Gran Jefe Toro Sentado no era de ese tipo de amor. Yo lo veía como un hombre sabio, era difícil ver sus ojos detrás de esas gafas con cristales de culo de botella, me parecía que con ellas lo veía todo, más allá de las apariencias. Su familia para él significaba mucho. Tenía la foto de su mujer y sus dos hijas sobre su mesa de trabajo. Cuando hablaba con alguna de ellas por teléfono le cambiaba la voz, se comunicaba con ellas con suavidad, con ternura, yo sentía una especie de envidia. Yo trabajaba por amor, pero no del platónico, ni el de los besos con lengua, sino del de verdad. Yo veía en Gran Jefe Toro Sentado, tal vez, al padre que no conocí.

    Habían pasado ya dos años de mi vinculación a esa pequeña empresa, cuando se celebró una junta directiva que nos cambió nuestra coordinada vida laboral.

    —Pon, por favor, un aviso en el periódico para contratar gente profesional en ventas y en organización de eventos, con experiencia y con alto nivel de inglés. —Me quedé mirándolo como pidiendo una explicación.

    Hubo un silencio un poco incómodo.

    —Lo has hecho muy bien —dijo dirigiendo sus cristales gruesos a mis ojos—. Tal vez lo hemos hecho demasiado bien. Hemos dado tan buenos resultados que ahora la junta directiva quiere ampliar las líneas de negocio. Quieren que la empresa eleve su cuenta de resultados. Todos tenemos un jefe, no lo olvides. Estamos en la era de los resultados.

    Un año después, la empresa había alquilado un espacio mucho más grande, abarcaba toda una planta del edificio Colomer. Había contratado a ocho empleados por encima de mí. Mi nuevo cargo era de

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