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Guerreros nefastos
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Libro electrónico169 páginas2 horas

Guerreros nefastos

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Información de este libro electrónico

Mientras practicaba una necropsia, un médico encuentra un atado de hojas manuscritas entre las pertenencias del cadáver, en ellas descubre los relatos de hechos macabros, decisiones funestas y acciones pecaminosas de Facundo -el muerto- y su familia. Así, nos conduce por la historia de decadencia de los Guerrero, una estirpe condenada a no dejar hu
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 nov 2020
ISBN9789585107939
Guerreros nefastos
Autor

Edwin Hesse

Edwin Hesse (Manizales, 1981). Licenciado en literatura y lengua castellana; se ha desempeñado como docente de inglés y español y ha dictado algunos diplomados, seminarios y talleres relacionados con la expresión oral y escrita. Inclinado hacia los géneros de ensayo y cuento (algunos publicados en antologías y revistas culturales de diversa índole), nos presenta su primera novela «Guerreros Nefastos», una obra que no tiene un espacio geográfico ni un momento histórico preciso y cuya narrativa, sencilla y fluida, refleja la influencia de la literatura latinoamericana del siglo XX en su oficio como escritor.

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    Guerreros nefastos - Edwin Hesse

    ©2020 Edwin González Cardona

    Reservados todos los derechos

    Calixta Editores S.A.S

    Primera Edición, Noviembre 2020

    Bogotá, Colombia

    Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

    E-mail: miau@calixtaeditores.com

    Teléfono: (571) 3476648

    Web: www.calixtaeditores.com

    ISBN: 978-958-5107-93-9

    Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado

    Editor: Natalia Garzón Camacho

    Corrección de estilo: Alvaro Vanegas

    Corrección de planchas: Dahanna Borbón Hernández

    Maqueta de cubierta: David Andrés Avendaño @davidrolea

    Diagramación: Julián R. Tusso @tuxonimo

    Impreso en Colombia – Printed in Colombia

    Todos los derechos reservados:

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

    A mi tía Luz Mary,  

    a quien le llegó la muerte, 

    temprano en el día, temprano en la vida,  

    y su ausencia, desde 1999, aún duele. 

    Luz perpetua 

    Yo entré a la escuelita, pero me dio la impresión de que nadie se fijaba en mí. Saber por qué, era fácil: era mi primer día de clase. O, más bien, era mi primer día de escuela. Cuando entré, me contagié rápido de la alegría que se respiraba allí, todos los niños y niñas sonreían, estaban felices: sus rostros no irradiaban más que felicidad, regocijo. Yo creo que ellos sentían lo mismo que yo, habían dejado todos sus problemas en sus casas y aquí, en este nuevo mundo –bueno, para mí era un nuevo mundo– todo era distinto. También me gustó verlos a todos con sus uniformes limpiecitos. Las niñas con sus batas y sus pliegues bien lisitos, era obvio que en sus casas sus mamás tenían plancha. Y los niños con sus peinaditos perfectos, era obvio que en sus casas sus mamás se tomaban un buen tiempo para peinarlos. Yo no tenía ni uniforme ni el pelo peinado. En mi casita no hay ni plancha ni tiempo para que alguien me peine. De repente, sentí un frío intenso y supe que era miedo. Una señora muy mayor –no sé de qué edad es una persona muy mayor, solo que su vestido y sus grandes gafas de cristales gruesos me hicieron pensar que era muy mayor– vino desde una esquina del patio donde estaban todos los niños, hacia mí, y creí que me reprendería. Cuando llegó dijo algo así como «estos muchachitos algún día aprenderán», y recogió unas envolturas de galletas y bombones que estaban tiradas en el piso, justo a mi lado y las arrojó en un cesto de basura. Creo que no había transcurrido mucho tiempo desde que entré a la escuelita sin que el celador se percatara, cuando la campana que yo siempre escuchaba desde afuera sonó, esta vez mucho más ruidosa, y los niñitos y niñitas empezaron a correr como locos para entrar a los salones de clase; algunos niños que estaban aún afuera de la escuela no alcanzaron a entrar. Y en un instante me vi huérfano dos veces, solitario, creo que, hasta triste, ahí en la mitad del patio. No tuve el valor de entrar a ningún salón, pues ninguno era mío. Pero sí me asomé por una ventana a uno de ellos, que queda en el mismo nivel del patio. Mientras los niños y niñas intentaban acomodarse en sus asientos, una mujer también muy mayor –esta vez lo creí por su pelo enredado y gris–, les ordenaba que hicieran silencio. Yo asumí que también se refería a mí y por eso intenté no llamar su atención con mi respiración, que era fuerte y sonora. Pero creo que la señora muy mayor de pelo enredado y gris alcanzó a escucharme, porque giró la cabeza, muy rápido, me miró, arrugó la frente y le dijo algo a uno de los niños que estaba sentado en las sillas de adelante, y el niño salió corriendo.

    Ahí, en la ventana, un rato después, yo, con nueve años que apenas tengo, sentí la única verdad que había en ese momento en mi mundo, en mi vida y en todo el universo: yo irrumpí con violencia en ese paraíso que es la escuelita, lugar al que siempre quise entrar. Y toda esta verdad infinita se me vino encima cuando sentí en mi hombro izquierdo un peso enorme, como el peso de las cajas de madera que acostumbro a cargar desde la huerta de mi casa hasta la plaza de mercado y hasta la tiendita en la que trabajo frente a la escuela. Y giré la cabeza y vi a un señor muy mayor –con un gran bigote gris y sin mucho pelo en la cabeza–, que mientras me sacaba a empujones de la escuelita me decía una y otra y otra vez que no se me ocurriera volver a entrar allí si no estaba matriculado. Y afuera, una de las niñas que no había alcanzado a entrar a la escuela, sacó un cuaderno y un libro y empezó a enseñarme las vocales.

    Un día cualquiera del mes de octubre del año antepasado, me sentí en la inmoral obligación de quedarme con las hojas manuscritas, unas fotografías, dos cartas, una novela de hojas muy ajadas y algunos recortes de prensa que hallé entre las pertenencias de un hombre, a cuyo cuerpo sin vida le practiqué la necropsia. Por su aspecto, deduje que se trataba de un indigente, de quien luego supe por las noticias radiales cómo habían sido los momentos previos a su muerte. Fue por aquellos días en que una extraña seguidilla de suicidios, asesinatos y muertes naturales redujo de forma considerable la población de mendigos de toda la ciudad, situación que, sin ser mencionada por nadie en absoluto, significó una mordaz satisfacción para todos los habitantes de una urbe que se fue consolidando en los últimos años como un buen sitio para vivir, en un país donde no había muchas buenas ciudades para vivir.

    El asunto de las muertes de los-sintecho me conmovió al punto de, extrañamente, sentirme heredero de ese hombre cuyo cuerpo nadie reclamó y quedarme con sus antedichas pertenencias. De muy buena fuente supe que ese hombre, en los días previos a su muerte, había estado intentando divulgar algunos secretos de la vida política de la ciudad: asuntos de corrupción, de clientelismo, de ‘mordidas’ y de contratos amañados, y otros eventos graves, pero su aspecto y su pasado le habían granjeado la fama de loco. El asunto, que me pareció grave, quise descubrirlo en la lectura de los manuscritos que, dicho sea de paso, eran de una caligrafía envidiable –bueno, todos los médicos envidiamos la caligrafía de cualquier persona–. Pero no encontré nada relacionado con asuntos de política ni corrupción ni de la vida pública de la ciudad. En cambio, descubrí una historia muy conmovedora.

    Les presentaré el texto que recuperé de las hojas, algunas de las cuales, a pesar de estar ajadas y con la tinta desleída, el dueño pudo conservar legibles, envueltas en bolsas plásticas. A mi modo de ver, se trata de un texto entretenido con pasajes crueles y otros un tanto más simpáticos.

    Debo confesar que eso de quedarme con las hojas manuscritas, las cuales hallé enrolladas en las partes íntimas del autor –supongo que el muerto fue el autor– ha sido, quizás, mi mayor acto de deshonestidad, inmoralidad y antiética durante el ejercicio de mi profesión. Pero tuve mis motivaciones para hacerlo: lo primero, la profundidad de lo escrito. Me pareció bastante conmovedor que una persona que pasó los últimos años de su vida sin familia hubiera desahogado sus penas y perpetuado su melancolía escribiendo sobre los parientes que alguna vez tuvo. No me avergüenza confesar que algunos pasajes me hicieron aflorar algunas lágrimas.

    Ahora bien, estudiar medicina fue para mí un accidente, porque la música y la literatura fueron siempre mis grandes pasiones, y haber cultivado la lectura desde mi infancia me da la autoridad para calificar los textos encontrados entre las pertenencias de aquél indigente como algo que vale la pena difundir.

    Al final, hurté –me avergüenza aceptar que fue un hurto lo que cometí– esos papeles porque quienes recogieron de la calle al indigente moribundo no lo hicieron. Sabido es por muchas personas que algunos policías, enfermeros, conductores o personas del común aprovechan la indefensión de los heridos y muertos para quedarse con sus objetos de valor tan pronto como los recogen de las calles, los llevan en ambulancias o los atienden, de forma infructuosa, en las salas de urgencias. Para mí, esos papeles tienen mucho más valor que cualquier joya o dinero que hubiera llevado consigo el cadáver.

    Finalmente, me queda por señalar que en vida, el autor solo escribió de sus padres, su madrastra y sus hermanos. Aunque los papeles estaban desorganizados y muchas de las notas no estaban escritas en hojas regulares, sino en trozos de revistas, periódicos, facturas, hojas de cuentas de cobros, extractos financieros, pagarés y otros documentos bancarios –quizás recogidos de la basura– y hojas de cuaderno viejas, pude organizarlos de tal forma que se contaran las historias de los progenitores del autor y de sus hermanos, empezando por el mayor hasta el menor. Y los relatos me dieron luces para conocerlo y ser el narrador omnisciente y extradiegético de su propia historia, para continuar con un relato que se convirtió en mi oportunidad para exteriorizar mi otra pasión: la escritura. Y me dispensé el derecho de recopilar y escribir las:

    La primera y única vez que escuché a mi papá quejarse, supe que algo andaba muy mal. «Estoy cansado», dijo y esas dos simples palabras me revelaron lo que nunca me habían revelado los pocos años que lo conocí. Además, esas dos palabras me hicieron caer en la cuenta de que él fue, seguro, el hombre más fuerte, abnegado y responsable que hube de conocer. Creo que yo tenía once o doce años en esa época y los más remotos recuerdos desde mi infancia hasta el día que lo escuché pronunciar esas dos palabras me dieron la seguridad de afirmar mi admiración por mi papá. Él se llamaba Facundo y nunca permitió que nadie lo llamara de otra forma. Mucho tiempo después, Juana María, mi madrastra, me contó que una vez llamó a mi papá «Facun» y él, con cariño, pero con gran determinación, le pidió que no mancillara el nombre que con tanto esfuerzo sus papás habían encontrado para él.

    Yo nunca

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