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20 Años Después
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Libro electrónico289 páginas4 horas

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20 AOS DESPUS

Scrates Mendizbal Uriegas, en el tiempo actual, es un connotado Doctor en Psicologa, que proveniente de la ciudad de Boston, retorna a Mxico lleno de xito y fama a sumarse a un ciclo de conferencias que organiza la universidad en la que estudi.
Creador de la Teora de la Personalidad Polidrica, basada primordialmente en la Meditaciones metafsicas de Ren Descartes, as como en la Teora de la Motivacin de Abraham Harold Maslow, sustenta en sta que, colocando las pasiones y virtudes humanas en las caras de un poliedro, surgen relaciones de conflicto en sus aristas, y generndose zonas de caos en los vrtices donde confluyen tres.
Al intentar el reencuentro con sus viejos amigos, tropieza con dramticas realidades que lo impactan sensiblemente. Para su pesar, y equvocamente sumergido en la ensoacin de encontrarse con su pasado, se da cuenta que la vida sigui su curso para cada uno de ellos, y en un emotivo momento en que ingresa a su escuela, hoy renovada casi por entero, una cascada de recuerdos lo invade surgiendo un segundo relato, en tiempo pasado, de los sucesos que veinte aos antes viviera con intensidad.
As, el revivir sus ms clidas e intensas vivencias, permite al lector saborear al personaje en una perspectiva diferente a la del tiempo presente, as como comprender el proceso de generacin de su famosa teora.
Con una alta dosis de emotividad y elocuencia, narra sus experiencias estudiantiles hasta el punto en que se marcha de Mxico para continuar sus estudios en el extranjero.
La trama se contina en tiempo presente, y tras dictar una magistral conferencia, las circunstancias lo instan a tomar la decisin ms grande de su vida.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento16 jun 2011
ISBN9781463301996
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    20 Años Después - Arturo Juárez Muñoz

    Copyright © 2011 por Arturo Juárez Muñoz.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso: 2011930365

    ISBN: Tapa Dura   978-1-4633-0201-6

    ISBN: Tapa Blanda   978-1-4633-0200-9

    ISBN: Libro Electrónico   978-1-4633-0199-6

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

    Para ordenar copias adicionales de este libro, contactar:

    Palibrio

    1-877-407-5847

    www.Palibrio.com

    ordenes@palibrio.com

    345506

    ÍNDICE

    CAPITULO I

    CAPITULO II

    CAPITULO III

    CAPITULO IV

    CAPITULO V

    CAPITULO VI

    CAPITULO VII

    CAPITULO VIII

    CAPITULO IX

    CAPITULO X

    DEDICATORIA

    A la memoria de mis padres

    A mi esposa

    A mis hijos

    CAPITULO I

    «Esta historia es igual que la tuya y que la mía; tal vez más mía que tuya, y será únicamente porque la escribo yo. Pero estoy cierto que si tú lo intentaras, escribirías prácticamente lo mismo. Escenas parecidas, tal vez no iguales; personajes idénticos en parte, parecidos en otra, disímiles como dos gotas de agua si es que las miras y mides en micras, como en un laboratorio. Y sin embargo me dirás: nada es igual sobre la tierra, ni dos manos, ni dos dedos, ni dos huellas, ni dos estrellas, ni dos suspiros. Y efectivamente, terminaré por darte la razón, mas ése no es el punto. El punto es decirte que esta historia sería igual a la tuya, o por decirlo de mejor manera, igual a la de ambos.

    En los inveterados quehaceres universitarios, la pléyade de héroes baratos, artistas furtivos, teorías revolucionarias, experimentos químicos, lo que realmente estamos experimentando es conocernos a nosotros mismos; mentira que todo está hecho, dicho y escrito; mentira que el hombre es un refrito de las experiencias de un pasado que se vuelca sobre nosotros como ola gigantesca, como se derrumba una montaña en el mar, como se ahogan las ilusiones de un pueblo que en cada jornada llamada ejercicio de la democracia, renueva sus pertrechos y se acicala para la nueva jornada. Nada más espurio que creer que nada cambia, que nada es nuevo, que todo sigue igual.

    Pero ello no obsta para decirte que tu historia y la mía, la que estamos a punto de narrar juntos, sí, tú y yo, parecen cortadas con la misma tijera; porque si alguna vez pisaste las baldosas del patio central de una vieja universidad, la que fundó aquel político malandrín, sucio y de impulsos más concupiscibles que el perro que juega a ser el semental de la colonia, pero que se dio a la tarea de construirse un espacio en la historia de tu pueblo, hoy elevado a rango de ciudad capital, y erecto guardián de la educación pública. Sí, allí, donde los raspones de la secundaria y la preparatoria sanaron para convertirse en madrizas de barrio, nada más que de mayor altura, pues los putazos eran por saber quién era el rey de la droga, del desmadre, o simplemente del grupo de clases a la que tú pertenecías.

    Nada se compara a las voces que se elevaban mentándole la madre al director porque no quería darnos el puente del 15 de septiembre. Y así, a la voz de ¡chingue a su madre! Dejábamos las aulas por irnos de borrachos a la zona de tolerancia, pues ¡pura madre de los héroes que nos impusieron a huevo en la secundaria!

    Así, así, a golpe de calcetín, a bola de madrazos, a sarta de estupideces juveniles, de faltas a la moral, de escupitajos trepados en el autobús secuestrado el día del estudiante. Así, encaramados en el monumento al benemérito, nos dejábamos pintar la cara con luces multicolores tan sólo para gritar el clásico ¡Goya! O el estruendoso ¡Guelum! Cómo chingados no se van a parecer nuestras historias si fueron marcadas por los sucesos dramáticos del 68. Cómo carajos no se van a parecer si tus penas fueron las mías, si las mías fueron las penas de muchos sino de todos.

    Esta es una historia común; algunos dirán que vulgar. Pues sí, tal vez lo sea, pero no menos vulgar que sus ayeres bañados en cerveza, alcohol, drogas, estupefacientes, sexo en las banquetas de a perrito, o simplemente échanos aguas, carnal, no vaya a venir la tira. No, no pretendo con ello pintarte un panorama vergonzante y comprometedor, no sea la de malas que este pinche libro lo lea tu hija y qué pena te va a dar que tú también echaste desmadre en tu pinchurrienta juventud. No, no te pienso comprometer con hacer declaraciones que pongan en riesgo tu integridad ante la sociedad que parece ignorar tu mierda origen. Ya sé, ya sé que hoy eres diputado, doctor, ingeniero, porque a la hora de ponerle en su madre al pinche policía que nos apañó con mota, tú te culeaste y te escondiste debajo de las faldas de la Miss Primavera.

    Sí, esta historia, es la tuya y es la mía, no porque hayamos cursado la misma materia, y menos compartido el mismo pupitre, pues que huevos de estar los dos encimados en la misma silla. No, no seas pendejo, no te pases de listo porque te conozco; segurito hueles a la misma loción Vetiver que le volabas a tu padre, pinche presumido. Me das asco, tú y toda la bola de cabrones que me dejaron olvidado en la misma banqueta en la que se cogían a la Pelusa»

    Cerré con avidez aquella novela; era el único libro que yacía entre revistas y publicaciones intrascendentes, sobre los anaqueles fríos y oxidados de la sala de visitas de la prisión. De pronto, el guardia trajo consigo a mi entrañable amigo, a quién el tiempo pareció engullirse de un solo bocado para luego escupirlo en forma de miasma maloliente.

    El Medusa se me quedaba viendo; boqueaba como ansiando tomar una bocanada de marihuana, pero los grilletes le halaban las manos hasta encorvarlo contra su silla. Se soltó a llorar como un chuiquillo, y clavó el mentón en su pecho. Su imagen enflaquecida, con los labios resecos e hinchados de tan cruenta deshidratación, los hacía lucir horrendamente inhumanos. Sus manos carecían ya de color, de pigmento que delatara que alguna vez existió un joven debajo de esa piel enjuta y seca. Sus ojos entrecerrados semejaban el preámbulo de la muerte que no le llegaba, que lo amenazaba, que lo retaba a sucumbir de una vez por todas, o vencerse para finalmente ser sacado a rastras por la puerta de atrás, como los perros rabiosos que los llevan a tirar al basurero.

    Los goznes de la celda rechinaron, y una voz ronca e imperativa exclamó con un tono de gorila malhumorado: «¡Se acabó la visita!» Ni siquiera volteé a mirarlo. La imagen del Medusa se negaba a desvanecerse en mis ojos, como si les hubiera prometido saciarme de ella para luego volver a su auxilio; como si una gran conmiseración me atrapara en el abrupto del desmayo por tan magra suerte, por tan mala pata, por tan deleznable destino. Se quedó quieto, como trabado, como apretado en sus amarras; su mirada se perdió entonces en el vacío, en la oscuridad de un pasado que aún lo lastimaba, pero que su presente debía ser tan insoportable y deprimente, que no le diera cabida a sus recuerdos.

    Según el reporte médico, era más propenso a recordar el ayer que el presente, muestra clara que la memoria reciente estaba convertida en un espacio vacío, absolutamente desierto, en que pasara lo que pasara su mente se encargaba de rechazarlo. Indudablemente que nada que sucediera hoy podía ser mejor que el día de ayer y que el de ayer y que el de ayer. Su historia se había varado en un instante de su vida, en un súbito abrir y cerrar de ojos, en un insólito espasmo en el que su aliento se ahogó en el silencio total y absoluto de una muerte anunciada.

    Fue un instante, cinco, diez, veinte segundos, en que su cerebro se quedó sin aire; instantes que debieron borrar todo lo bueno y elegido todo lo malo. Me dio lástima mirarlo; me sacudió sobremanera su reducida figura; ni dónde aquel joven larguirucho que le gustaba bromear cada treinta segundos; ni dónde aquel geniecillo de la facultad de ingeniería que retaba a los catedráticos a demostrar los teoremas de conjuntos, a calcular la resistencia de un acero de 2.5 mm2 de sección, o a demostrar que el momento de fuerza era la razón de que dos poleas giraran aún con la misma carga bajo su eje. El Medusa, el de las mil cabezas pero dominado por ninguna. El polifacético, el mago de las matemáticas y la termodinámica; el que dibujaba como si tuviese en sus manos dos escuadras y en sus ojos un nivel, pues descubría variaciones hasta de 0.5 mm, con relación a una horizontal.

    —¡Carajo, que la visita terminó!

    —¿Con esto puede seguir la visita?—le dije poniéndole un billete de veinte dólares en la mugrienta mano.

    —Nomás no se tarde, joven.

    Me senté nuevamente frente a mi amigo y seguí mirándolo sin decir palabra alguna.

    —Mucho pinche billete, ¿no? Te apuesto a que te casaste con una gringuita cogelona, de esas que te gustaban de a madres, ¿o no, Poli?

    —No.

    —No te hagas pendejo, si por eso te fuiste al otro lado.

    —Ya te dije que no, Medusa. Sigo soltero y las razones por las que me fui a Estados Unidos fueron otras.

    —¡Ah! ¡Putín el cabrón!

    —Medusa, escucha bien lo que te voy a decir . . .

    —No me vengas con un sermón, porque me cae que aquí mismo te parto tu madre . . .

    —Espera, espera. Vuelvo a repetirte, escúchame bien: Te quiero ayudar a salir de este lugar.

    Una tremenda y sonora carcajada llenó el cuarto de visitas. El Medusa se me quedó mirando a los ojos retadoramente, y me lanzó esa mirada centelleante que se negaba a morir y que tanto lo caracterizara en su carrera universitaria.

    —¡Óyeme tú a mí, pinche doctorcito! No necesito que te vengas a burlar de mí, y menos ahora que estoy convertido en una mierda. Yo ya no tengo salida, estoy marcado para siempre y me viene valiendo puritita chingada lo que creas y lo que quieras de mí. Yo ya soy alguien en esta miserable vida, ¡Eh!

    —¿Ah, sí? ¿Qué eres?

    —Portero del equipo de la selección del penal, ¡güey!

    No puedo negar que ahora fui yo el que lanzó una carcajada hilarante y además necesaria, pues la tensión parecía elevarse a cada instante. Lo miré con escepticismo, a lo cual respondió adoptando su clásico sentado de tres cuartos y elevando hasta el medio su mano, extendiéndola con la palma hacia arriba y entrecerrando los ojos.

    —¿Y cómo carajos lo piensas hacer? ¿Piensas adoptarme? ¿Te vas a convertir en mi pilmama? No seas estúpido, Poli; lo que debes hacer es irte lejos, muy lejos; abandonarnos nuevamente a nuestra pinche suerte. ¿Qué no te das cuenta que ya nada nos une, que ya nada nos identifica? Estamos convertidos en basura de la sociedad, en un repelo miserable y fétido que les causa náuseas y que por lo mismo nos rechazan irremediablemente. Nosotros ya valimos madre; ¿qué esperas entonces? ¿ser nuestro héroe, salvarnos, redimirnos? No pierdas tu tiempo, sigue tu vida, tus sueños, y escúchame ahora tú a mí: si en verdad piensas que puedes hacer algo por nosotros, pues triunfa tú, tal vez, en el fondo de cada uno de nosotros, tú éxito sea un poco el premio que lave nuestras deshonras y miserias. ¡Guardia, guardia, la visita terminó!

    La noche era clara, estrellada, con una neblina densa que escasamente me dejaba mirar a más de diez metros de distancia. Me dijeron que Ernestina había ido con un cliente y que no tardaría en volver. Me recargué en una ventana, de esas que les llaman doll window, y que sobresalía unos veinticinco centímetros sobre la acera.

    Llevaba ya cerca de una hora esperándola, y comenzaba a dudar si la reconocería de inmediato. De pronto, se acercó un elegantísimo auto, y justo frente a mí bajó una chica. De piernas impresionantes, al descender se percató que la miraba, y presta abrió sus piernas dejándome admirar su menuda pantaleta, la cual le dejaba aflorar prácticamente toda su anatomía vaginal.

    —¡Hola, guapo!—me dijo con una sonrisa casquivana que me taladró la humanidad entera—. ¿No te vas a animar?

    Al no contestarle el saludo, y mucho menos la sugerencia, me miró con desprecio y echó a caminar meciendo su rechoncha figura. Terminó parándose en la acera unos pasos delante de mí, dándome la espalda en señal de molestia. Los escasos autos que circulaban por aquella avenida eran cada vez menos, por lo que miré mi reloj y observé que eran exactamente las 19:30. No me quedó más remedio que acercarme a la chica, e intentando resarcir la grosería de dejarla con el saludo en la boca, simplemente le dije:

    —Disculpa, ¿sabes si Ernestina tardará en regresar?

    La chica volteó y me miró con desprecio y desdén, burlándose sarcásticamente.

    —¿Pero es que el mamoncete tiene boca?

    No supe qué decirle. Me resultaba difícil entablar una conversación coloquial con una prostituta, pues más aún, había perdido todo contacto con el medio.

    —Discúlpame, pero me urge saber si Ernestina volverá, sino para retirarme.

    —¿Eres su cliente?

    —Digamos, que . . .

    —¡Contesta, cabrón!

    —Bueno, sí, sí soy su cliente.

    —¡Pinche mentiroso! Tina y yo vivimos juntas y conozco perfectamente a sus clientes. Así que mejor te vas a chingar a tu madre, y dejas de molestarme.

    No estaba acostumbrado al trato rudo desde que dejé la universidad. Aunque ciertamente en Boston la vida es dura en las calles, al menos mi clientela de ese tipo, y que es mucha, acude a mí y no yo a ellos, lo que la coloca en otra perspectiva y se vuelve menos burda.

    En ese instante, milagrosamente, un automóvil se acercó y de su interior descendió una glamorosa chica de edad media, como la mía. Me acerqué lentamente y pude percatarme de la despedida cariñosa y ciertamente amorosa con que besaba al jovencito que conducía el vehículo. Al girar y toparse con mi persona, una descarga eléctrica paralizó mi todo mi ser, pues su mirada, que ciertamente brotaba refulgente de su rostro casi perfecto todavía, se clavó en mi persona creyendo yo que me había reconocido, pero que un par de segundos después se alejó hasta alcanzar a su amiga.

    Entonces me percaté que no lo había hecho. Mi corazón latía presurosamente, y sin dejar de mostrar mi gran nerviosismo, me acerqué hacia ellas y esperé a que advirtieran mi presencia.

    —Tina, vino Luís Antonio.

    —Ya estoy hasta la madre de ese cabrón—le dijo Ernestina a la amiga.

    —Pues vino el muy ojete a decirme que si no te presentas al juzgado, te van a arrestar por desobediencia.

    —¡Que se vaya mucho a la chingada! Ese cabrón no se queda con mi hija, ya lo verás—le afirmó con vehemencia.

    Considerando que era un momento difícil, procuré cuidar mi tono de voz. Justo en el momento en que le iba a hablar, volteó y me sonrió con delicadeza.

    —¿Qué, mi amor? ¿Vas a ir?

    Tras la reprimenda de su amiga, iba preparado para contestar con soltura y así evitar hacer el ridículo nuevamente. Además, era evidente que no me había reconocido, por lo que decidí actuar con naturalidad y dejar que ella misma me descubriese.

    —¿Cuánto pretendes por una noche completa?

    —¡Órale! Este si es un chingón, Marucha.

    Su amiga, que asumo así se llamaba, sonrió complacida. Por su parte, Ernestina, me dijo con desparpajo:

    —Dos mil y tú pagas el cuarto.

    —¿Aceptas dólares?

    —¿Acaso me viste cara de gringa, cabrón?

    —Lo que pasa es que no traigo pesos, pero si . . .

    —Ya, ya, párale güey; vámonos. ¡Ahorita vengo, manita!

    La conduje hasta mi auto, y en breves minutos estábamos rumbo a un hotel de la popular colonia. No acertaba qué decirle pues perdió aquella chispa inicial y se metió en sus pensamientos, extraviando la mirada entre los cientos de personas que deambulaban en aquella fría noche de invierno.

    De reojo volteaba para admirar su infatigable belleza; sus monumentales piernas temblaban a la par del suave bamboleo del auto al pasar por los múltiples hoyancos que inundaban la avenida. Me sentí ridículo por un instante, pues estoy seguro que se le salieron las lágrimas y trataba con discreción de limpiar sus aún tersas mejillas. «¡Maldita sea!», pensé; ¿por qué no me detengo, la abrazo y la lleno de besos para callar su llanto? Pero no, ni siquiera lo intenté, pues no creí prudente decirle: «¡Hola! ¡Yo soy Sócrates y te vengo a salvar de tus penas!» Me tragué entonces las ganas y seguí conduciendo hasta esperar sus indicaciones.

    —¡Ya te pasaste, pendejo! Dale para la izquierda, ¡carajo!

    No quise decirle nada; hasta sus palabrotas me hacían sentir bien, pues mi corazón latía tan apresuradamente que le perdonaba sus impertinencias. Al fondo de la calle se erguía un hotelucho de tercera categoría. Las islas del Pacífico: vaya nombrecito.

    Bajamos sin que ella modificara su gesto adusto, seco, inmutable. Pagué al encargado, que me hizo esperar porque estaba sacando un carro que requerían en ese momento. Ernestina ni se inmutaba, como si la rutina de todos los días le hubiese marchitado su extrovertida sonrisa.

    En todo el trayecto jamás me miró, supongo que era yo uno de tantos y eso la tenía sin cuidado. Finalmente nos dieron la llave del cuarto 212; segundo piso por la escalera del fondo. Para ese instante, habían entrado y salido cerca de cuatro parejas, a las cuales Ernestina tampoco miraba; estaba como ausente, como si la noticia que le diera su amiga la hubiese consternado.

    Finalmente pasamos al cuarto. Olores repugnantes se desprendían de todas partes. Los muros sumamente deteriorados, la puerta y ventanas de madera vieja y sin pintura, y lo peor, una cama desvencijada y vencida por el centro, resultado de épicas batallas libradas en tantas y tantas noches de ajetreo y deleite de los apetitos concupiscibles de los clientes.

    Como autómata, Ernestina lanzó su bolso a un chifonier que se encontraba a un costado, y se dispuso a desvestirse con rapidez, más por ganas de terminar con el ritual lo antes posible, que por deseos de estar conmigo. Estupefacto, permanecí inmóvil, pues a bien no sabía cómo actuar. Cuando estaba únicamente en brassiere y pantaleta, volteó a mirarme con desprecio, y al notar que yo estaba completamente vestido, me dijo:

    —¿Qué te traes, cabrón? Me vale madre si eres puto o no se te para. A mí me pagas hijo de la chingada, y si ya no quieres, ahoritita me visto y nos largamos.

    Al notar que su rostro se encendía lleno de furia, una increíble excitación me inundó de pies a cabeza. En mi vida me había pasado algo así, y cual animal irracional me dejé llevar por aquel impulso extraño, increíble y cimbrante, pues mi cuerpo entero sintió que una emoción espectacular corría por todas sus venas.

    Estaba a punto de hacerle el amor a la mujer de mi vida; a aquella diosa que elevé a rango de princesa, de amor platónico, de beldad suprema y dueña de todos mis sueños de juventud. No le contesté nada, pues una ansiedad desbordante me atrapó, y pese al intenso estado nervioso en que me encontraba, me apresuré para desvestirme lo antes posible.

    Para colmo de males, los calzones se me atoraron en los zapatos, y mis manos en las agujetas. Cual mocetón de quince años en su primera noche, sentí que el corazón me abandonaba por mi propia boca. Un sudor frío me corrió por al espalda, pues cual conejo saltarín intentaba arrancarme materialmente el zapato derecho, pero me resultaba imposible lograrlo. Totalmente desnudo y con una erección épica, me lancé a sus brazos e intenté besarla en la boca, a lo cual me repelió con semejante empellón y gritándome con crudeza:

    —¡A una puta no se le besa, pendejo!

    Entonces, sobrevino lo irremediable, lo inaudito, lo peor que le puede pasar a un hombre en esos instantes, pues el miembro se me fue achicando lentamente hasta convertirse en un pedazo de carne y piel inanimado y moribundo. Ambos, admirados, mudos, silentes, admirábamos el lúgubre espectáculo de la rendición.

    No supe si me dio más pena su burla que mi propia vergüenza, pero sonoras carcajadas se escucharon en la maloliente habitación. Su risa me caló tan hondo, que sentí la frustración más grande de toda mi existencia. Y así, en ese trance, en ese penoso momento, lo único que se me ocurrió decir fue una sola frase, de dos palabras, elocuentes por sí mismas, inesperadas y confusas:

    —¡Soy Sócrates!

    El rostro de Ernestina se transformó en un abrupto reflejado en sus enrojecidas mejillas. Sus ojos dejaron de llorar producto de la risa que a quijada batiente, apenas segundos antes se desbordaba en sus maravillosos labios. Permaneció boquiabierta y se acercó lentamente hasta ponerse a no más de treinta centímetros de mis ojos. Aclarando la voz, con una dulzura que solo ella podía derrochar, me dijo:

    —¿Poli?

    Cabizbajo, metí la llave a la puerta de la habitación del hotel en el cual me hospedaba. Miré mi reloj y eran exactamente las 21:00 horas. El confort del lugar pasó desapercibido al principio, y simplemente opté por quitarme el abrigo. No había terminado de colgarlo en el closet, cuando el teléfono sonó fuertemente; un sobresalto

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