4 fulcros de amor y uno de historia
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La maldición de la izquierda y cuatro historias de amor, que son una.
Norberto es un físico del acelerador de partículas europeo, poeta, amante de la república de la antigua Roma y ex marxista de Cambridge. Ahora mismo se encuentra en una encrucijada de caminos, que son cuatro historias de amor en las que puede perderse, o cuatro fulcros en los que puede apoyarse, descubriendo en su afán no solo la maldición de la izquierda emitida desde la revolución de los Graco, sino la gran carcajada universal, aunque ello suponga la terrible visita de las benévolas.
Jesús Rubio Quiles
Jesús Rubio Quiles (Madrid, 1961) es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense y ha ejercido su profesión de periodista en diferentes medios de comunicación hasta radicar en Amiitel. En la actualidad es gerente de Amiitel, la asociación madrileña de empresas integradoras e instaladoras de telecomunicación, institución en la que permanece desde hace másde veinticinco años. Nunca ha olvidado su vocación literaria, y es autor de una obra de teatro, de un libro de poemas y de una novela gamberra, amén de múltiples ensayos, persiguiendo en ellos las claves de las eternas preguntas, donde el conocimiento y la risa necesariamente deben ir de la mano.
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4 fulcros de amor y uno de historia - Jesús Rubio Quiles
Ocho frases estupendas
Frase 1
Me celebro y me canto a mí mismo.
Walt Whitman
Frase 2
Todas las revoluciones comienzan con un bello poema y acaban con la prosa más dura.
JULIO BRACAMONTE
Frase 3
Hacer de la desesperación más profunda la esperanza más invencible.
Friedrich Nietzsche
Frase 4
Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano.
Friedrich Schiller
Frase 5
Una vez que el deseo surge en la mente de una persona, todos los dioses del universo no pueden salvarla del sufrimiento.
Arthur Schopenhauer
Frase 6
El retorno al caos es inevitable para volver a nacer.
«Ley del eterno retorno»
Frase 7
¡Oh, verdad palpable del deseo! Tú sumerges en la penumbra los fantasmas de mi espíritu.
Rainer Maria Rilke
Frase 8
En ese momento dejó Siddhartha de luchar contra el destino.
Hermann Hesse
Yo tenía un amigo que se llamaba Norberto
(Fulcro de amor 1)
Tot per impotentia freta.¹
Catulo
El fantasma de la crisis recorría el mundo. La vieja Europa temblaba con la sacudida de los mercados, las voces de los indignados, el silencio de los olvidados, la alegría de los especuladores, el odio o la indiferencia de los desposeídos y engañados, la risa de los listos y el llanto de los que no llegaban a fin de mes. El mundo, como nos lo habían enseñado en los manuales, hacía agua por falta de pragmatismo y desencanto, y, sin embargo, a mi amigo Norberto lo único que le preocupaba era que su compañera Dalia no le hacía ni puto caso.
Me viene a la memoria la frase, no sé si apócrifa, que leí hace tiempo sobre un intento de declaración, no precisamente a la alemana, que le dedicó a Eva Braun su amante Adolf Hitler. Eva Braun fue su amante durante muchos años y su esposa el día de la muerte de ambos, esto es, cuando decidieron suicidarse en el búnker del hundimiento, a unos pasos de un Ejército Rojo a punto de tomar Berlín y finalizar la gran guerra patria de los rusos, también denominada «segunda guerra mundial». La siguiente frase es de un Hitler que no era poeta, pero sí pragmático, al menos así lo demuestra con estas palabras, sin entrar a juzgarlas: «Me importa más tu pequeño dolor en el dedo meñique de tu mano izquierda que la muerte de millones de hombres».
No seamos hipócritas, porque a todos nos consta, aun sabiendo que existen miles de personas que se dedican a los demás, ojo, no creo que desinteresadamente, pues está claro que los réditos espirituales compensan sobradamente el esfuerzo; a todos nos consta, digo, que a la mayoría nos interesan mucho más las pequeñas cosas del día a día, nuestras pequeñas o grandes miserias, que salir de inmediato a resolver los problemas de la pobreza o del hambre o de la angustia existencial de millones de personas; y, quizá, sea debido a que ya hemos alcanzado la espantosa cifra de siete mil millones de seres en la superficie de este planeta, una evidente despersonalización: no es lo mismo un culo hermoso brillando en su esplendor que cinco mil culos hermosos apelotonados; parece que pierden su valor. Cuando somos tantos, parece, o sentimos, que no valemos tanto.
Quizá por ello el refugio sean las pequeñas satisfacciones, controlables o no, los pequeños gustos, las pequeñas cosas, los pequeños caprichos, los pequeños reductos, pero, por encima de todo, el amor, lo goces o lo sufras.
Sí, mi amigo Norberto estaba enamorado.
No de cualquier forma.
Perdidamente enamorado.
Y lo peor, estaba locamente enamorado de una compañera de trabajo.
Y peor aún, esta compañera, que lo sabía, no le hacía ni puto caso.
Treinta y dos años tuvieron que pasar para que, durante una noche de insomnio, dándole vueltas como de costumbre a las tonterías más sublimes, me diese cuenta de lo mucho que había influido en el carácter de mi amigo Norberto, incluso de lo determinante que debía haber sido para su vida, la lectura de Los gozos y las sombras.
Quería ser un gran físico cuando competíamos feliz y atrozmente por las notas en aquel colegio privado y futuro caserón de los horrores, le encantaba lo relacionado con la psiquiatría y hasta acompañaba sus primeras disertaciones con un libro de Castilla del Pino, nombre que nunca se me olvidará y que retuve durante lustros enteros, como un tesoro escondido, hasta que descubrí su maravillosa autobiografía, fuertemente influida e inflamada por el recuerdo, siempre los recuerdos, de mi amigo Norberto.
En cualquier caso, lo más significativo, con mucho, de aquel Norberto, era su decisión inquebrantable de no desviarse un ápice de convertirse eternamente en marxista de Cambridge, observando desde su cómodo sillón de cuero y protegido tras una copa de brandy los grandes movimientos sociales.
También le gustaba el puro del Che.
Pero todo lo descubrí treinta y dos años más tarde. Ojo, y gracias, que quizá para descubrir otras cosas, si es que hay algo que descubrir, tarde cuarenta años o se me acabe el tiempo.
Podríamos ahora empezar a analizar sesudamente las procelosas vías de este tardío, sin duda, descubrimiento. ¿Pero a quién le importa? Hay tantas cosas, la inmensa mayoría, que nunca se descubren, que no interesan, que se olvidan con el recuerdo que se llevan a la tumba los muertos.
¿Cuántos miles de millones de seres humanos han muerto con algún recuerdo inconfesable que nunca se ha descubierto?
Es más, cuando el Sol se trague a la Tierra, dentro de unos cuantos miles de millones de años, ¿a qué cojones de universo le interesará una recopilación de billones de recuerdos inconfesables?, ¿qué importancia tendrá la historia entera de nuestro provinciano sistema solar en la eternidad?, ¿a quién le interesa la muerte de una hormiga en medio del bosque?
Lo asombroso es que alguien se pueda interesar o preocupar no ya por la historia de alguien, sino por un amigo de ese alguien de hace treinta y dos años. Lo alucinante es que siquiera me importe a mí también, cuando hace tiempo que descubrí, por fin, al gran Diógenes y su hermoso tonel.
Quiero hablaros, queridos y desconocidos amigos. Escribo de noche, en un sótano sin ventanas, dentro del tonel, engañando una vez más, como todos los días, a mis propios principios.
A Norberto lo conocía desde la infancia, cuando ambos asistíamos a un colegio privado, con cura, de un barrio obrero del Madrid de los sesenta. Un colegio miserable, quizá como todos, y con un director analfabeto y especulador, increíblemente parecido a un ave de rapiña, máxime por el robo de la cartera a nuestros padres y por la violencia a la que nos sometía a todos los alumnos. Era fascista, por supuesto, y regentaba con mano de hierro esa mierda de colegio, con nombre de papa romano sospechoso de conexiones no recomendables en épocas siniestras europeas, un cuervo que distribuía sus aulas en sótanos de edificios de protección oficial, al amparo de las conexiones con el régimen de entonces, apretándonos en prietas filas para aumentar su cartera.
No había calefacción, por supuesto, y tan solo un fluorescente. Sin embargo, fui feliz. ¿Acaso no son felices los niños cuando se esconden dentro de un armario o bajo la cama? ¿Acaso no son felices los niños cuando descubren el compañerismo a cuatro por bancada? Había diez bancos en apenas veinte metros cuadrados y teníamos que saltar entre las espaldas de otros para acceder a nuestro sitio, una auténtica gozada para armar un escándalo por cualquier causa, como cuando nos pegaba el profesor de francés y escapábamos entre sus manos como ardillas.
No se me olvidará nunca que soulier significa «zapato» en francés. Evidentemente, la letra con sangre entra. Nos apretaba con fuerza el brazo, a derecha e izquierda, deslizándose como el capataz de las galeras entre los galeotes, indiscriminadamente, aferrando al que fuese, y nos arreaba con un borrador de madera y fieltro, por la parte de la madera, en la cabeza, con fuerza, mientras preguntaba una y otra vez qué significaba soulier. Nos zafábamos como anguilas, corríamos en el reducido recinto, trepábamos a otras espaldas mientras el profesor, con terquedad de zombi, preguntaba una y otra vez, agarrando brazos, soltando capones con el borrador de madera, qué significa soulier, qué significa. Era una auténtica diversión, sin ironía lo digo, una alegría desbordante, observar cómo arreaban a otros mientras tú te escabullías; era a otros a quienes pegaba, no a mí.
También es verdad que Norberto y yo éramos muy listos. No solo nos escabullíamos, sino que en numerosas ocasiones hasta sabíamos el significado de las cosas, o por lo menos el significado de aquellas cosas que decían nuestros profesores que debíamos saber.
No piensen mal, incipientes amigos, no estoy buscando la excusa, ni siquiera esbozando su fabricación, para exonerar, siquiera disculpar, los posibles trastornos de mi amigo Norberto, porque en realidad, insisto, nos lo pasábamos muy bien; reconozcamos que los adolescentes, mucho más que los niños, amamos los riesgos y huimos, espantados, del sosiego y la templanza. Debemos y podemos ser inquietos por naturaleza. Pero vayamos al grano.
Treinta y dos años después de hacer el saltimbanqui en el colegio con nombre de papa y en el que había un cura que solo pegaba de vez en cuando, luego de enamorarse incontables veces en la universidad, luego de disfrutar de una bella historia de amor, después de que lo mandasen a tomar por culo unas cuantas veces, luego de hacer el gilipollas por algunos de los peores saraos intelectuales de Madrid y, por último, luego de casarse felizmente y hasta tener hijos, Norberto, por fin, en un perfecto encuadre de trabajo burgués a la antigua usanza, se enamoró perdidamente, un día cualquiera perdido en el calendario, ay, que yo la conocí, de Dalia. Qué será de ella; a mi modo de ver, un bonito culo que había conocido mejores épocas y poco