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Un minuto cuarenta y nueve segundos
Un minuto cuarenta y nueve segundos
Un minuto cuarenta y nueve segundos
Libro electrónico309 páginas4 horas

Un minuto cuarenta y nueve segundos

Por Riss

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Información de este libro electrónico

"El año 2015 me hizo entender lo que había sido el colaboracionismo: pude observar hasta qué punto el confort intelectual, carnalmente unido al instinto de supervivencia, impulsa a las mentes más brillantes hacia la complacencia y la cobardía. Bajo la fachada de la educación y la cultura se ocultan animales que, apenas pueden, corren hacia el plato más lleno y lamen las manos del amo que los golpeará menos fuerte. Ya sea que se trate de universitarios repletos de diplomas, de escritores elegantes o de polemistas de moda, la gran idea que se hacen de su propia persona amerita permitirse algunas traiciones o bajezas. Sacrificar el pellejo ajeno para salvar el propio les parece lógico, ya que están convencidos de estar por encima de todos. Pues pertenecen a la raza de los dominantes."
Un minuto y cuarenta y nueve segundos cuenta una historia colectiva y su atomización instantánea ultraviolenta. Es el relato íntimo y razonado de un acontecimiento que terminó formando parte del dominio público: el atentado terrorista contra Charlie Hebdo, el 7 de enero de 2015, como represalia a la publicación de caricaturas de Mahoma en 2006.
Riss, actual director de Charlie Hebdo y gravemente herido durante el atentado, intenta reapropiarse de su propio destino y volver a habitar una vida brutalmente despoblada. Con un coraje intelectual poco frecuente, se ocupa en este libro de pensar su condición de víctima, las consecuencias impensadas de la masacre ideológica, el escándalo de una reeducación que mezcla dolor, pérdida, duelo, indignación y rabia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2021
ISBN9789875997745
Un minuto cuarenta y nueve segundos

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    Un minuto cuarenta y nueve segundos - Riss

    Riss

    Un minuto

    cuarenta y nueve segundos

    Relato

    Traducción: Pablo Krantz

    Imagen de tapa: Detalle de Officier de chasseurs à cheval de la garde impériale chargeant de Théodore Géricault, hacia 1812, Museo del Louvre, París.

    Traducción: Pablo Krantz

    Título original: Une minute quarante-neuf secondes

    © 2019. ACTES SUD

    © 2020. Libros del Zorzal

    Buenos Aires, Argentina

    Comentarios y sugerencias: info@delzorzal.com.ar

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

    Impreso en Argentina / Printed in Argentina

    Hecho el depósito que marca la ley 11723

    A los inocentes, vivos, muertos o locos.

    Índice

    Prólogo | 7

    Un cuerpo | 10

    El vacío | 12

    La vergüenza | 16

    Las manchas | 23

    Los pequeños muñones | 27

    Adiós | 35

    Un milagro | 39

    Las intrusas | 43

    Los tres amigos | 46

    La duda | 58

    1 minuto 49 segundos | 67

    El corazón | 71

    La espera | 74

    El despertar | 85

    El hospital | 91

    ¿Qué carajo hago aquí? | 95

    Ladrones de muerte | 106

    Los náufragos | 112

    ¿Dónde estás? | 130

    Un crimen político | 138

    Un provinciano | 145

    Colaboracionistas | 156

    Un simple dibujante de prensa | 165

    Un mundo perdido | 169

    Dios es amor | 174

    La desaparición | 178

    Mahoma… hoy | 189

    Nuestros P4 | 193

    Los dos señores | 205

    Oficial de cazadores a caballo | 209

    En rebelión permanente | 219

    Las prisioneras | 222

    Buscador de oro | 232

    Caducos | 235

    Dos segundos | 239

    Los islotes | 244

    Los hombres de valor | 259

    Cuarenta y un fantasmas | 263

    El olor | 266

    La última puerta | 273

    Prólogo

    Es imposible escribir algo, sea lo que sea. Podríamos sacar fotos, entrevistar, filmar o dibujar. Pero enhebrar unas con otras las palabras como perlas en un hilo, imaginándonos que lograremos crear así una joya deslumbrante, resulta inútil. Creernos capaces de compartir nuestra experiencia con los demás es un proyecto destinado al fracaso. No se puede transmitir un desmoronamiento. No se puede contar una desintegración. Habría que inventar palabras nuevas para escribir la biografía de cada partícula de carne que fue arrancada de nuestros cuerpos. Y haría falta la misma cantidad de relatos para cada fragmento de carne descuartizado por miles de hormigas que se llevaron sobre su lomo un pedazo de nuestras tripas y nuestras vidas. Cada frase será una falsa victoria porque habrá que escribir otras mil, que a su vez nunca alcanzarán para esbozar un retrato del abismo.

    ¿Para qué escribir? ¿Para qué dibujar? Todos nuestros esfuerzos serán en vano. El momento en que debamos abandonar la pluma será difícil, pues significará el fin de la ilusión. La ilusión de salir de nuestra soledad. Preferiremos entonces nunca haber jugado ese juego peligroso en el que creíamos poder vencer al silencio. El sortilegio de la escritura o el dibujo comienza cuando el lápiz avanza hacia el papel y solo termina cuando toda la obra está concluida.

    Por más cansados que estemos, desearíamos destruirlo todo. A nuestro alrededor, la multitud cree tener derecho a escapar, gemir, darse por vencida, exigir, abuchear o difamar. Me repugnan los llorones, me indignan los quejosos, me horrorizan los egocéntricos. Cada microbio se cree el centro de un mundo que nunca existió. Sin preguntarnos nuestra opinión, se colocaron a sí mismos en el epicentro de todo y expulsaron así a todos los demás hacia afuera. Al retirarse, el salvajismo se vio reemplazado por la vulgaridad. Esa fue la otra violencia que debimos padecer. Se sentó en medio de nuestros caídos y los manchó con su fealdad. Me resulta imposible describir la furia que sentí entonces sin volver a ser atravesado de pies a cabeza por el deseo de aplastar a los que ensuciaron nuestra revista. Pues en ella pusimos durante veintitrés años toda nuestra energía, como leña en una caldera ardiente, siempre insatisfecha, siempre lista para explotar. Hasta ese mes de enero en que llegó a su punto máximo de incandescencia.

    No creo que haya que permitirle a todo el mundo leer estas líneas. Puede que a algunos les haga daño. Y sin embargo deben ser escritas, aunque solo sea para la satisfacción de uno. La escritura es una forma de egoísmo cuya única meta es la liberación de aquel que la ejerce. A los demás les queda la posibilidad de llorar. Se los convocará de vez en cuando, en ciertos momentos del texto, como si fueran piezas de ajedrez en un tablero en el que no ganarán nada. Una vez más, la verdad lastimará a aquellos que creían que todo había terminado. Pues esto no terminará jamás.

    Terrorismo. Fanatismo religioso. Intolerancia primitiva. Deberíamos haber sabido hacer a un lado nuestros tormentos personales ante la imperiosa necesidad de luchar por los valores que compartimos. Pero la obscenidad de nuestra época y el egocentrismo infantil, convertido en valor moderno de la plenitud, liberaron torrentes de narcisismo victimista tan fuera de lugar como enfermizo. Solo se nos permitían la caridad y la compasión. No había que indignarse, ni identificar responsables, ni señalar con el dedo a los culpables y los cobardes. Y, sobre todo, no había que denunciar el proselitismo de creencias arcaicas e ideas reaccionarias, para no ofender a quienes las profesan y desean propagarlas para sentirse menos solos, encerrados en su pensamiento medieval y totalitario.

    Todo eso ya ha sido descripto, y de nada sirve repetirlo.

    La violencia no ha desaparecido. La hemos soportado. La hemos padecido. La hemos absorbido. Agazapada en nuestras entrañas, espera una ocasión para brotar de ahí adentro. Como un volcán adormecido durante milenios, un día explotará de nuevo ante la faz del mundo. O quizá nunca lo haga. Los que piensan que la hemos dejado atrás no han comprendido que ahora está dentro de nosotros. No habrá reconstrucción. Lo que ya no existe no regresará jamás.

    Un cuerpo

    Estaba extendido en el fondo de la habitación. Su rostro estaba inmóvil. Su cuerpo estaba rígido. Sus manos estaban crispadas y su boca, sellada. Su sangre se había detenido. El silencio se había apoderado de él. Ningún sonido atravesaría ya sus labios. Ningún pensamiento surgiría de su cerebro apagado. Sus brazos ya no se abrirían para nadie. Y sus manos ya no vendrían al encuentro de las nuestras. La energía misteriosa que había ardido durante años en lo profundo de su ser había desaparecido. Ese hombre al que había visto sonreír y oído hablar, a veces mascullar, ya no haría nada de todo eso. Era él y a la vez ya no era él. Su rostro era su rostro pero su expresión ya no me estaba dirigida. Ni siquiera estaba seguro de reconocerlo bien. Bajo sus rasgos hundidos, bajo su piel, que se había vuelto lívida, se distinguía un cráneo. Alguien distinto se había apoderado de él. La muerte era eso, entonces. Vaciado de su energía, desposeído de sus emociones, privado de su inteligencia. La muerte lo había despojado de todo, y él se había vuelto ese despojo. Era mi primer muerto. El primero que veía en mi vida. Alrededor, las mujeres susurraban, desgranando su rosario de Dios te salve, María, llena eres de gracia, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. En ese cuarto que había sido suyo, yo contemplaba el cuerpo silencioso de mi abuelo. Estaba muerto. Ya no había nada que decir. Solo quedaba mirarlo. Extendido en su cama para el velatorio, sin pronunciar palabra, seguía hablándome. En ese instante, el último que pasé en su compañía, me enseñó una última cosa. Una cosa que no se le dice a un niño de 11 años. Pero en la vida uno no elige el momento en que hace sus descubrimientos. Esa noche la conocí. Conocí a la muerte. Ya no te abandonará. Te acompañará a lo largo de tu vida, como una sombra, dos pasos detrás. Aprenderás a no tenerle miedo. Aprenderás a vivir con ella. Aprenderás a comprenderla. Yo no tenía conciencia de lo que mi abuelo me estaba transmitiendo. Ni de hasta qué punto él me salvaría.

    Llegó el momento de irse. Mi padre me hizo señas de levantarme y saludarlo. De ir a besar su frente. Obedecí y caminé hacia él mientras continuaba la letanía de plegarias. A cada paso que me acercaba, él se volvía más grande. Su rostro y su cabeza eran ahora enormes. Cuando llegué a su altura, a pocos centímetros de su cráneo, me incliné y besé la piel fría de su frente.

    Esa muerte, en medio de la intimidad familiar, era la primera que se metía en mi vida. Me había abierto las puertas de un territorio que a los 11 años uno no suele conocer. Como se trataba solo de un primer encuentro, todavía conservaba todos sus secretos. Por esa vez, me había ahorrado ciertos tormentos que más tarde conocería. Que otros muertos se encargarían de enseñarme.

    El vacío

    7 de enero de 2016, 11 horas

    Los meses de enero serán por siempre fríos y grises. Cuando llega esa época del año, alguno de nosotro se encierra en su casa, o vuelan lejos de Francia, en busca de otro cielo, más azul, más amarillo, más verde o más violeta. No importa el color con tal de que no sea del mismo gris que la rue Nicolas-Appert. Ese gris que dura todo el día y es el mismo a las 10 de la mañana, a las 14 o las 17 horas. Un gris que nubla tus puntos de referencia y te extravía tanto que ya ni sabes si te quedan por delante doce horas o sesenta minutos por vivir.

    Recién tres años después del atentado, me dediqué a recorrer los noticieros del 7 de enero, que me había negado a ver en directo pero habían quedado archivados para siempre en los intestinos de internet. Con treinta y seis meses de retraso, descubrí las imágenes filmadas de esas dos siluetas negras frente al edificio que fue nuestra madriguera y del que fuimos echados tras ser cazados y despedazados como presas bajo los colmillos de sus depredadores.

    Su auto está estacionado frente a la puerta de entrada que yo atravesaba casi todos los días para acceder a nuestro refugio. La discreta callejuela por la que me gustaba pasar para llegar a la revista está abarrotada de vehículos cuyos pasajeros poseen armas de fuego que por momentos hacen retumbar. Luego llegan ambulancias de colores, perdidas en medio de una multitud de gente que viene a rescatarnos. Esas imágenes que no conocía penetran en mi mente, contaminando esos preciados recuerdos que desde hacía tres años protegía con todas mis fuerzas de la mirada ajena.

    Hoy se desarrolla la primera ceremonia de conmemoración del 7 de enero. En el lugar exacto donde estaba estacionado el vehículo de nuestros asesinos. Unas etiquetas pegadas sobre el suelo gris de esa calle sin alma le indican a cada uno su sitio. El del presidente de la República, el de la alcaldesa de París, el del prefecto y el de los miembros de la revista. El protocolo nos ha puesto en el lugar de nuestros asesinos. El mismo sitio, la misma calle, el mismo frío que aquel 7 de enero. Idéntico al que sentí sobre mi pecho cuando la camilla en la que me habían alzado me transportó a esa vereda por la que había caminado dos horas antes; unos instantes después, me subieron a una ambulancia. Todo parece dispuesto para repetir la escena. Como si fuéramos extras de nuestra propia vida.

    Una placa, colocada lo bastante alto sobre la fachada del edificio de nuestras antiguas oficinas acaso para evitar ser vandalizada, anuncia los nombres de las víctimas. Como en el caso de los alumnos convertidos en soldados y caídos durante la guerra de 1914, cuyos apellidos estaban grabados en el patio interior de mi escuela, hay que levantar la cabeza para leer los nombres de nuestros amigos. Ahora nos miran desde lo alto y nos cuidan.

    La ceremonia puede comenzar. Su misión es oficializar la memoria pública mientras la nuestra se esconde entre los meandros de nuestro cerebro, asustada de la manera en que el mundo la juzga. Desde el primer día, recibió la orden de no olvidar nada. Sin ruido ni coronas de flores. Durante un minuto nos quedamos inmóviles mientras retumban en nuestros recuerdos los disparos realizados ahí mismo. Depositamos un triste ramo de flores en el lugar de la vereda donde los asesinos se tomaron el tiempo de cambiar el cargador de sus armas antes de meterse en su auto y desaparecer.

    Aquel año nos hicieron una extraña propuesta. Visitar los locales totalmente renovados de lo que fue nuestra revista. Dubitativo, el grupito de familias de las víctimas trepó los mismos escalones que sus parientes, heridos o muertos, habían recorrido en sentido inverso aquel miércoles de enero. Me reencuentro así con los pasillos oscuros del edificio y esos horribles ladrillos de las paredes que pretendían darle un aspecto rústico.

    La puerta de entrada de nuestras antiguas oficinas se alza delante de nosotros. El encargado del edificio la abre. En medio de un silencio monacal apenas perturbado por el zumbido de los murmullos, penetramos lentamente en el lugar de la matanza como se entra en una sala funeraria para visitar a un difunto. Todo lo que había ha sido desarmado. Solo quedan las columnas del edificio. Los paneles que separaban nuestras oficinas han desaparecido. A pesar de esa despiadada remodelación, los sigo viendo como si los tuviera delante. Y adivino en el suelo la posición de las víctimas. Las familias, preocupadas ante la idea de pisar la escena del crimen, se aglutinan unas contra otras. Una silueta se me acerca y, como si hablara con un párroco, me pregunta en voz baja: ¿Dónde estaba?. Dónde estaba el lugar exacto en el que su ser querido perdió la vida.

    ¿Dónde? No sé qué contestarle. De pronto creo revivir aquel momento, muchos años antes, en que una viuda me había implorado que la llevase a la morgue a ver a su difunto esposo. Dudé un instante, pero se trataba de su marido y no me parecía tener ni el derecho ni la fuerza de privarla de eso. La escena se repetía. A ese familiar de una víctima del 7 de enero, ¿cómo podía negarle mi ayuda? Ese día, nuestra pequeña revista se vio transformada en morgue y, como aquella vez, me resigné a satisfacer aquel pedido. Por más que alrededor nuestro no hubiera más que un gran vacío, yo estaba en condiciones de mostrar lo que acababan de pedirme. En voz baja, le indiqué dónde mirar. Sin embargo, ya no había nada para ver, salvo las paredes vueltas a pintar y un nuevo revestimiento en el suelo.

    Los minutos se volvían largos, cada vez más densos. Sin apuro, sin ruido, como si temieran despertar a los difuntos, los visitantes se retiraban. La pesada puerta que sellaba la entrada se cerró detrás de nosotros.

    La vergüenza

    1986, comienzos de julio

    Hubiera bastado un ligero empujón para abrirla, de tanto que se tambaleaba sobre sus bisagras. Por más vieja y frágil que fuera, la gran puerta de madera de la morgue municipal merecía un poco de respeto. Pues a una morgue no se puede entrar como si nada. Dentro de una morgue hay gente. Cada una almacenada sobre una bandeja metálica con rueditas bien aceitadas, en aquella inmensa y majestuosa heladera de acero inoxidable cuyo frío milagroso protegía los cuerpos de sus huéspedes de la descomposición.

    Al entrar a la morgue, descubrimos un gran salón en cuyo centro se encontraba la mesa de las autopsias. En el suelo y en las paredes, como única forma de extravagancia, había cientos y cientos de azulejos de un mismo tamaño, monótonos y grises. La luz del día entraba por unas ventanas ubicadas en lo alto para impedir que los curiosos pudieran mirar hacia adentro. Las moscas golpeaban sin cesar contra los vidrios y, en el suelo, zumbaban girando sobre sí mismas aquellas que, ya sin aliento, agonizaban de cansancio. Incluso las moscas terminan en la morgue. El polvo que cubría la mesa era una prueba de la escasez de autopsias en aquella ciudad que, en verano, multiplicaba su población por doce con la afluencia de turistas atraídos por el mar.

    En un cuarto contiguo, sin ninguna puerta que lo separase del primero, se alzaba la gran heladera dotada de tres espacios dispuestos unos sobre otros. Las manijas se abrían en dos tiempos, como las de la vieja heladera de mis abuelos.

    Afuera el sol enceguecía los ojos con su luz y aturdía las mentes con su calor. Estaba fresco y agradable en esa pequeña morgue construida en medio del cementerio.

    —Quiero ver a mi marido.

    Ella quería ver a su marido.

    —Pero señora, su marido está en la morgue, va a ser difícil que…

    —¡Quiero ver a mi marido!

    —Lo que trato de decirle, señora, es que su marido fue transportado esta mañana y que todavía no se lo preparó para que se lo pueda visitar ahora mismo.

    —Quiero ver a mi marido.

    —Estimada señora, no sé si es una buena idea ir a ver a su marido a la morgue porque…

    —¡QUIERO VER A MI MARIDO!

    El asunto se tornaba cada vez más delicado para el joven asistente funerario que era yo por entonces, en esos principios del mes de julio. Hacía solo tres días, había comenzado a trabajar en esa agencia de pompas fúnebres de La Baule, reemplazando de manera urgente a un empleado enfermo. No sabía nada de ese oficio, pero me habían tranquilizado diciéndome: No te preocupes, no vas a tener nada que hacer excepto atender el teléfono. En julio no pasa casi nada. Gran error de pronóstico.

    Ella seguía queriendo ver a su marido. Resultaba muy entendible, porque esa misma mañana, cuando ella salía de casa junto a él, su esposo se desplomó en plena calle, aniquilado por una crisis cardíaca. Una vez certificado el deceso, el cuerpo de aquel que unos momentos antes había sido un marido perfectamente vivo fue transportado de inmediato por los servicios de pompas fúnebres a la pequeña morgue de la ciudad. Ahí, durante el tiempo necesario para las formalidades administrativas, el pobre hombre haría una estadía en el frío de aquella gran heladera junto a sus nuevas amigas, las moscas muertas de la sala de autopsias.

    —Quiero ver a mi marido AHORA MISMO.

    La llegada al local de pompas fúnebres de todos los hijos del difunto volvió la atmósfera aún más pesada. Hundido en mi sillón detrás del escritorio, tenía enfrente ahora a la familia entera, tan decidida como una banda de ladrones que se dirige a la ventanilla de un banco para exigir que le entreguen el dinero. Los hermanos y hermanas, escoltando a su madre, reformularon el pedido en términos más diplomáticos:

    —¿Sería posible que nuestra madre viera por última vez a nuestro padre?

    ¿Qué contestar? El oficio de asistente funerario consistía precisamente en ayudar a las familias en sus trámites mortuorios, pero yo era la última persona en toda la galaxia a la que deberían haberle hecho esa pregunta. No sabía en absoluto qué hacer para aliviar a esa familia sufriente. Peor todavía: tenía la muy desagradable impresión de haber sido contratado por la mismísima Muerte para ayudarla a llevar a cabo su siniestra labor.

    Lo que me preocupaba era otra cosa. Satisfacer esa petición era correr hacia lo desconocido, pues no tenía la menor idea del estado del desafortunado esposo, dentro de esa gran heladera metálica que se había vuelto en cierta forma su nuevo hogar. ¿Estaba presentable como para ser expuesto a la vista de sus seres queridos aún conmocionados por su brutal desaparición? Hundiéndome cada vez más en mi sillón, cercado por todos los miembros de la familia, me rendí.

    —Ya que insisten…

    Al volante del Renault 4L de la empresa de pompas fúnebres, encabecé la expedición, seguido por el auto del muerto donde se amontonaban sus hijos y su mujer. Unos kilómetros después, el cortejo se detuvo frente a la comisaría. Bajé del vehículo y me presenté en la oficina donde estaba guardada la llave de la morgue municipal. A cambio de una firma en la parte de abajo de un registro, obtuve la llave y salí del edificio. El pequeño convoy retomó su camino, al final del cual nos aguardaba la soleada morgue. A través de la ventanilla baja se veían familias enteras que pasaban trotando sobre los caminos arenosos, como patos que caminan hacia un charco, llevando en sus bolsos frascos de protector solar, bebidas frescas y ropa interior de repuesto, indispensable al final del día cuando la sal y la arena se pegan a las nalgas y a todo lo demás. Las personas vivas no saben que están vivas. Se mueven, caminan, comen, se tiran pedos, eructan, fornican, hacen pis, hacen caca, duermen, van a la playa, se queman con el sol, se pelean, se divierten, lloran, ríen y disfrutan de todo lo que la vida les brinda. Pero no se dan cuenta. Viven como animales, inconscientes de su existencia. Cuando la muerte se acerca, se despiertan. Demasiado tarde. El último episodio de su vida les ofrece un espejo en el que se descubren al fin. La existencia es una sucesión de pequeñas muertes. Todos nuestros gestos son los gestos de un futuro muerto. Aún vivo y ya tan muerto.

    Salí del Renault 4L, seguido por la familia del difunto. Hundí la inmensa llave en la cerradura, la hice girar dos veces y empujé la vieja puerta de madera de la morgue del cementerio.

    La pequeña comitiva ingresó lentamente en ese lugar que no había sido creado para recibir a familias en duelo, sino más bien a médicos forenses, sustitutos del fiscal, estudiantes de medicina y empleados de pompas fúnebres. La viuda y sus hijos fueron recibidos por los pequeños azulejos grises, las moscas que gemían en el suelo y el ronroneo del gran congelador de acero en el que los aguardaba el objeto de su impaciencia.

    Estaba en el primer cajón, el más cercano al suelo. Después de haber corroborado que todos los protagonistas estaban ahí, formando una circunferencia frente a la puerta de la lujosa heladera, y de haberles preguntado por última vez si estaban listos para ver lo que reclamaban desde la mañana, ya convencido de que era imposible volver atrás, agarré la manija del primer cajón. Tiré de ella con un golpe seco y abrí con lentitud la puerta metálica. La luz se metió progresivamente por el hueco, iluminando la punta de la bandeja con rueditas en la que reposaba el marido congelado.

    Lo primero que llegué a ver del cadáver fueron sus medias elegantes y bien diseñadas. Se adivinaba que había sido un hombre de buen gusto. Sus pies, ligeramente torcidos el uno hacia el otro, llevaban medias grises, de color plomo sobre los dedos y los talones. Me imaginé al difunto esa misma mañana, sentado al borde de la cama, poniéndose sus hermosas medias bicolores. Unas horas más tarde, esas medias terminarían en la morgue, examinadas en detalle por un asistente funerario recién contratado. Noventa por ciento de las peripecias que modifican el curso de nuestra vida son

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