No quiero morir en Nueva York
Por Alberto Herrera
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No quiero morir en Nueva York - Alberto Herrera
Alberto Herrera
No quiero morir
en Nueva York
©Libros del Zorzal, 2019
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la Ley 11.723
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Índice
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¡Vos sí que tenés suerte!, dentro de una semana te vas a Nueva York. La cara familiar, agria y familiar, del jefe de noticias incrustada entre mis ojos y la computadora, con voz alegre y fraterna descarga, a volumen moderado: ¡Vos sí que tenés suerte!, dentro de una semana te vas a Nueva York.
Borronear érase una vez
es un necio comienzo en esta noche de diciembre, en la que asoman los primeros insomnios por el calor. Necio comienzo estimulado por la fatalidad de contar, porque para contar siempre hay una vez y un lugar. Y acaso arropar silencios.
Fue aquel tiempo. Tres días después del ocaso del verano aparecieron los cuervos, el cielo se enlutó y las estelas esporádicas por las que el sol asomaba no consentían a los habitantes fundar la memoria. Como si la historia fueran sucesos de otros, tiempo y espacio ajenos. El cielo no se desfondó, no hubo lluvia vendaval ni lluvia furia machacando sobre la gente. Fue sólo ennegrecer desde ese marzo de 1976.
Suspendidos los derechos de los trabajadores y la actividad política, intervenidos los sindicatos, la cgt y la Confederación General Económica, disuelto el Congreso, destituida la Corte Suprema de Justicia, censurados los medios de comunicación, clausurados los locales nocturnos y hasta reglamentado el corte de pelo para los hombres, sólo quedaba la ocultación.
La desmesura no podía ser explorada. Película parecida a otras, pero con enorme producción para lo siniestro. Lo esencial era invariable; apenas una semana y el ministro de Economía nos hacía saber la necesidad de contener la inflación, liquidar la especulación y estimular las inversiones extranjeras.
Sí, contar para justificar silencios tras un miedo ambiguo. Porque escribir cuando otros mejor lo hacen, desilusionar con lo que otros seducen, es vana tarea, sólo explicable para soportar la noche de los cuervos.
Confusos se deslizaron unos meses, hasta el reencuentro con el coterráneo que se adjudicó ser mi protector. Según él, mis preocupaciones políticas estimulaban el riesgo de desvanecerme, ni siquiera de morir. Cuando se produjo el golpe, tomé conciencia del pasaporte vencido. No podía salir más allá de los países limítrofes, la misma ratonera. Miedo ambiguo, porque no participé de la guerrilla, pero toda opinión disidente, sobre todo desde el marxismo, era letal.
El antiguo compañero del internado, convencido de que no había estado en la pesada, se compadeció de aquel adolescente perdido por el socialismo, palabra que por suerte cabe en muchos sayos. Y vaya si me ayudó.
Para salvar zonas de mi conciencia y evitar ataques de culpa, junto con compañeros del sindicato formamos una agrupación para estudios históricos y sociales bajo el nombre de un prócer cuyo perfil más duro la historia oficial desconocía. Reuniones una vez por semana en casas particulares, ajustando llegar de a uno o por parejas, evitando toda ostentación. Por supuesto, mi altillo de San Cristóbal era imposible. En grupos pequeños, una militancia partidaria era suicida; se hacía lo que se podía, que era poco.
La tarea del momento era sobrevivir. El gris es pátina de la vida cotidiana. Yo, que me sospechaba destinado a una soltería orgiástica, empecé a delirar con una pareja estable. Pero ese fin necesitaba de un trabajo. No sabía qué hacer, cómo hacer. Esa realidad generaba furias por impotencia. El país consistía en pocos afortunados y la muerte, la real y la simbólica.
El camino revelado por mi valedor fue transformarme en filmador de noticias. Camarógrafo de uno de los canales privados. Mi consuelo me puso en mejores condiciones para observar una realidad disimulada.
Superados los días, relegada la preocupación política a las discusiones en el centro histórico, trabajo y duendes nocturnos son el primer plano. Me gusta el nuevo oficio y sujeté la escritura a los fantasmas noctámbulos con la ilusión de concretar un metalenguaje. Una escritura continuación de otras preocupaciones en diferentes tonalidades. Variaciones, vidrio oscuro distorsionando, temores ancestrales y quimeras permanentes. En definitiva, vanidades, dignidad de lo trivial o nadería de la excelencia.
El límite cero, el papel en blanco y un reflejo en la ventana que devuelve la imagen triste mientras intento conjurar espectros. Buscar una clave, tal vez en desuso, como la antigua de fa en tercera. Escribir. Escribir sin indagar si existe el genio o el ingenio. Como taxidermista disecando el flujo de la memoria.
Para contar, confiemos. Por eso comienzo en esta noche de diciembre, en la que asoman junto a las sombras los primeros insomnios por el calor.
1
El título se coloca al final. Preceptiva antigua, simple, perpetua, rebrota desde lo contado. Como antaño