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Narración en primera persona de un personaje que cuenta su supuesta autobiografía a un tercero, presumiblemente el lector, a quien se hace parte de lo narrado como sujeto cómplice, y que abarca un período histórico de nuestro país: desde el año 1973 hasta fines del año 1995. Durante el lapso referido transita desde el Golpe Militar hasta su llegada a un pueblo rural para asumir funciones profesionales. En dicho trayecto constata que todo individuo entreteje su destino pasando por el contacto primario con cuatro o cinco personas claves en su desarrollo. A través de ellas va surgiendo un entramado afectivo, metafísico, político, religioso e inclusive, esotérico, que lo sitúa en un universo siempre móvil, donde la realidad pasa a ser un pretexto para que las situaciones también se entremezclen de un modo azaroso y sorprendente. En esa perspectiva la ficción cobra ribetes de realismo extremo. O a la inversa. Luego, el lector no puede menos que preguntarse si aquello que se narra verdaderamente ocurrió o es parte de una fantasía exacerbada que hace que los acontecimientos reales no parezcan tales.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento19 nov 2019
ISBN9789560002341
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    Grados de referencia - Juan Mihovilovich

    Juan Mihovilovich

    Grados de referencia

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2011

    ISBN: 978-956-00-0234-1

    ISBN Digital: 978-956-00-0707-0

    Motivo de portada: Trabajo fotográfico de Vania Mihovilovich

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Lo más sencillo sería no empezar.

    Pero estoy obligado a empezar.

    Lo que significa que estoy obligado a continuar.

    (Samuel Beckett, El Innombrable)

    ¿Cuál es nuestra herida?

    ¿Cuál es nuestra herida?

    ¿Por dónde desangramos?

    (Francisco Ruiz B., cantautor de Curanilahue, Paisajes)

    Advertencia:

    Hechos y personajes son reales y ficticios:

    Solo es cuestión de perspectivas…

    A Fulvio Molteni, Nacho Chamorro, Adriana Bórquez,

    Jorge Navarrete, Eduardo Palma, Julián Bastías y Ruth Flores...

    por el apoyo y crítica fraterna…

    A mi hermano Luis Mihovilovich, por muchas cosas.

    1

    ¿Cómo empezó todo? ¿Algo empieza en verdad? ¿No se continúa lo inconcluso, lo que tiene un destino o puede consumarse, aunque sea transitoriamente? No sé cómo ni cuándo comenzó. Recuerdo hechos e ideas fragmentadas. Claro, un trozo de vida: acontecimientos dispersos sin orden ni concierto, como si un director se inclinara a recoger la batuta y al erguirse, la orquesta entera desafinara. Si es la vida, no hay forma de sustraerse a ella. Es posible liberarse un tiempo de quienes hacen de la existencia un proceso discontinuo. Uno se aísla, se esconde del mundo y el mundo siempre nos encuentra. Es tan pequeño el cuerpo planetario girando sobre un eje que amenaza con detenerse. Imagine un momento ese freno probable, ¿a dónde llegaríamos expulsados como desde una catapulta? ¿A Venus, a Marte, al infinito? Esa detención está próxima, créalo, o al menos admita su potencial ocurrencia. ¿Cómo empezó todo? Le reitero, no es fácil recordarlo. Mire usted, un día cualquiera, mientras los ecos de septiembre constituyen una parábola del futuro, el mundo se paraliza, ¿lo ve? Ocurre apenas inicio la historia. Pues bien, las calles se repletan de hombres uniformados, de camiones que trasladan a ciudadanos temerosos, de civiles persiguiendo a jóvenes que huyen hacia las esquinas como si allí pudieran esconderse. Quizás pretendían ocultarse de sí mismos, de su futuro, del miedo de seguir viviendo. No lo sé. No sé nada al fin. Solo que estaba allí por esas casualidades que la vida se empeña en forzar, sin asumir aún sus invisibles grados de referencia. Entonces, el cielo se nubla, las alamedas se estrechan, tras las paredes surgen quejidos de seres indefensos y en la terraza de un céntrico edificio, oficiales de alto rango escrutan el horizonte con enormes binoculares. Debían ver qué había allá lejos, al otro lado de la cordillera. ¿Avizoraban el porvenir? Tal vez. Yo me acurruqué junto a un árbol de la plaza. Tenía un miedo quieto, próximo a la serenidad y una especie de frío interior obligaba a encogerme. En pocas palabras, se estaba produciendo el advenimiento del dictador. ¿De cuál? ¡Del nuestro! ¿De qué otro podría ser? Sencillamente del dictador que llevamos dentro. ¿Lo encuentra terrible? ¿Exagero? ¿Acaso no se tiene lo que se merece? Oh sí, podrá argumentarme que no es posible medir la historia humana de manera tan simple. ¿Cree en su fuero interno que es así? ¿No estará atrapado por el eco de su venida y la resonancia de mis palabras? Sin duda, le asusta que un desconocido, de buenas a primeras, lo trate como un potencial dictador. Solo tenga presente que no me excluyo ni descarto a nadie. Si digo que se trataba de la llegada de nuestro dictador interior es porque, lisa y llanamente, eso era. Si ese trágico o feliz día no hubiera llegado, ni usted ni yo estaríamos aquí sentados mirando ese cielo azulado entre las hojas de los eucaliptos ni beberíamos esta mineral tan saludable. ¿Cree en las bondades del agua mineral? ¡Qué bien! Al menos coincidimos en algo, un buen punto de partida en aras del entendimiento. Prosigo. Le reafirmo que mi presencia allí obedecía a una casualidad discutible. Recién cursaba estudios de Derecho, y visitaba la ciudad paterna un fin de semana. Justo, el infausto día en que la historia se torció y muchos emprendieron la fuga cuesta arriba o abajo, dependiendo del sitio y la actitud. Había acudido a renovar mi vencido carné de identidad. ¡Extraña coincidencia! ¿No le parece? Como si uno siempre necesitara un nuevo rol para ser controlado de mejor manera por algún matemático o estadístico enquistado en las esferas de un poder oculto. ¿No somos acaso un guarismo en los fríos padrones de un poder omnímodo y secreto, engañosamente visible a través de un celular o una tarjeta de crédito? ¡Cruel paradoja! En el preciso instante en que acudo a la oficina del Registro Civil a reponer el número que me reinstalaría en el mundo, la ciudad se iba transformando en un caos: gente persiguiendo y siendo perseguida. Comenzaba el acoso que nos incluía. Parecíamos una reproducción de dibujos animados abriendo y cerrando puertas, saltando murallones, escondiéndose en sótanos o en tarros basureros, encaramándose en los árboles, saltando de rama en rama cual monitos divertidos que olvidan al león que espera la caída. Sí, es septiembre de un año que nunca más será un año cualquiera. ¿Qué hice después? Nada especial: fui a casa de mis padres y percibí las primeras reacciones: mi madre, feliz; mi padre, afligido. Mi hermano menor interrogando con sus ojos asustados. La radio emitía escuetas noticias alternadas con retretas y bandos militares. ¿Qué es un bando? Hasta allí se ignoraba, pero al hacerse habituales concluimos que era una forma de ordenar nuestra supervivencia. Consignaban órdenes, citaciones, prohibiciones, búsquedas, imperativos, amenazas. En fin, el efecto causado cuando parte de la especie humana se transforma en dominadora del resto. Para ello es previo ser dictador de sí mismo en estado embrionario o evidente. ¡Qué mejor que un déspota único y preciso para todo un pueblo! Así uno evita ser un tirano de trastienda u oficina. Con un solo dictador uno se mimetiza y en un espejo exclusivo reproduce su verdadero rostro a través del energúmeno que brota dentro. ¡Claro que cuesta asimilarlo! No voy a decir una cosa por otra. Está de por medio el sufrimiento personal, el ajeno y colectivo, pero como la mano oprobiosa representa el bien futuro, muchos empiezan a apretarla con un discreto sentido del deber. ¡Ah!, y del placer. Eso ocurrió de a poco, aunque los menos pudorosos salieron a la calle provistos de banderas y cantando el himno nacional como si reprodujeran el tono de una nueva Marsellesa que nunca habíamos advertido. Era una revolución, sin duda; una revolución invertida, aunque ello también sea debatible. Después de todo, la primera gran revolución moderna basada en un mundo igualitario, libertario y fraterno terminó con el tutelaje de la realeza divina que pensaba y creaba por quienes, se supone, no podían hacer ni pensar por cuenta propia. Ahora nuevos súbditos nacían con el advenimiento del pequeño dictador interior, por eso había que celebrar o lamentarse. Dependía del lugar que se ocupara, creo habérselo dicho. Ese fue el peor instante de nuestra mortificación interna. Me refiero a la mortificación de algunos. ¿Qué peor que sacarse el sombrero si a nadie se saluda? De eso se trataba: inclinar la cabeza y saludar a nuestra propia sombra. A riesgo de parecer broma, véalo así: veinte años, sueños aplazados, poesía e idealismo de por medio, y la esperanza algo mística de un hombre diferente. Bueno, ese castillo de naipes se venía al suelo. Claro que era pronto para esconder la cabeza como el avestruz; la ingenuidad tiene rostro temerario, así que nos íbamos inventando ejércitos de juguete y alzamientos de desarrapados. ¿Qué amenaza podía subyugar aún la llegada del paraíso terrenal? Sin embargo, un año atrás de la aparición de los binoculares sobre una terraza del liceo, yo escribía que la llegada de la bota sería inmisericorde, que seríamos como hormigas sin antenas y todo se ahogaría bajo un océano de sables centelleantes. En momentos así aquello se olvida o se deja a buen recaudo, mientras se tantea la realidad como un sueño. ¿No es una buena forma de soñar el negar la realidad? Cierto, el mundo no es patrimonio de quienes lo sueñan, sino de quienes lo construyen o trabajan. Ah, mi querido amigo, siempre me he negado a eso, ¿conoce el proverbio que dice que si el hombre trabaja, Dios lo respeta, y si canta, Dios lo ama? ¿Y qué pasa con Dios si nos matamos unos a otros o, más bien, si los unos asesinan a los otros? ¿No quedamos expuestos a su ira y su venganza? ¿No regresa el Dios del Viejo Testamento? Naturalmente, esta disquisición vale si tenemos una idea aproximada de Él, o ninguna idea, pero sí convenimos en su existencia. Dios esto o lo otro o lo que Dios no puede ser para que sea algo. Teorías, viejas teorías que al momento de los hechos nada resuelven. Puede que solo sirvan para desorientarnos o echar la culpa al empedrado. Por alguna recóndita razón nos divierte aniquilar a los demás si obstruyen nuestros intereses. ¡Oh sí!, de a poco aprendía esa vieja máxima de morir cada día y en cada día varias veces. Aquí la muerte era una condición inesperada, una suerte de invisible guillotina que acechaba a la vuelta de la esquina. Imagine lo siguiente: un buen día se le pierde un hijo pequeño y sale a buscarlo por el vecindario. Preguntará si ha sido visto, señalará el color de sus ropas, que tiene ojos pardos, cabello ondulado y añadirá la edad como antecedente. Con esos datos, el barrio será solidario y saldrá como un solo hombre tras su descendiente. Pues bien, acepte que en esta otra realidad nada de eso importa: la desaparición de un niño hará que las cortinas se cierren, las puertas no se abran o hasta se niegue su pérdida. Incluso más, ese hijo será supuesto, inexistente, por tanto imposible de extraviar, ¿lo comprende? En este caso se extraviaba el niño que éramos, el niño que pretendía ser, el que nunca más sería. Es verdad su acotación, también los niños son crueles: dominan, golpean, se burlan o menoscaban al más débil. Permítame una digresión. Ello ocurre al tomar conciencia de nuestra individualidad, del aprendizaje forzado y al que luego obligamos: esto es mío, aquello es tuyo, nada es nuestro, ¿me sigue? Cuando esos niños uniformados empezaron a controlar calles y habitaciones, cuando tornaron los sueños en pesadillas, me llegó otra imagen. ¿Le dije que tenía dos hermanos? Esa imagen recurrente fue verme sobre el segundo de ellos en actitud de golpearlo; aferrando sus manos, le escupía la cara y me reía de su impotencia. Claro que lloraba y sus lágrimas reforzaban mi fuerza y aumentaban su debilidad. Indudablemente, él no tenía mi envergadura y yo no estaba exento de fortaleza física. Además, ejercía en él una innegable dominación sicológica. En ocasiones lo tuve aprisionado media hora contra el suelo mientras gritaba como un enajenado, en tanto mis manos iban de sus brazos a la boca y viceversa. Él me mordía, yo lo golpeaba, lo golpeaba y me mordía, hasta que llegaba mi madre y corríamos a escondernos. En la huida lo amenazaba si intentaba culparme. Allí nos convertíamos en cómplices transitorios por la urgencia del castigo, hasta que un día me arrojó unas tijeras que se clavaron en el borde de mi párpado derecho. Su reacción fue obvia: cansado de mis torturas, y por instinto, me lanzó lo que tuvo a mano. Estuve a punto de perder el ojo y quizás esa eventualidad me habría permitido ver la otra mitad del mundo que ignoraba. Ese simple hecho bastó para cambiar nuestra relación. La sensación de temor se invirtió, aunque evité demostrársela. Se produjo un tácito pacto de no agresión: mi dominio físico se diluyó volviéndose difuso y defensivo. Es sintomático; después, algo mayor, mi hermano tuvo una acentuada predisposición por el físicoculturismo. ¿Qué tiene que ver todo eso con lo otro? No lo sé. Solo le menciono esa imagen personal ante ese cuadro fantasmagórico desplazándose por la ciudad. Nadie pintaba por sí mismo ese cuadro; apenas posábamos para ser inmortalizados accidentalmente en una fotografía o una intencionada reseña periodística. Era evidente: comenzaba una suerte de calvario. Sé que el término le trae recuerdos remotos, perdidos en la conciencia humana. Sí, se iniciaba el calvario; es decir, la reiteración de cruces en el camino, el resumen del humilladero. ¿Alguien pensaría en esos días en el sacrificio de la primitiva crucifixión? Ah, mi querido amigo, luego se descendió hacia el inevitable curso de los hechos. Todos éramos culpables e inocentes, así como todos resultábamos dictadores. Si la memoria no me traiciona, recuerdo haber rezado y maldecido más de una noche. A pocos días del golpe de referencia, en una esquina se concierta el encuentro con un amigo obrero y luego al otro día, y al siguiente. ¿Una forma de autoprotección o de imaginarse la resurrección de lo imposible? De pronto estoy recibiendo un par de armas en la calle, ¡recibiendo un par de armas! Si nunca había tenido una en mis manos. Miento, manipulé el arma de servicio de mi padre siendo yo una criatura. ¿No le dije que mi padre era policía? Disculpe el olvido. Se pierde tan fácil la memoria si un recuerdo es inconveniente o causa desazón. Mi padre ocultaba su revólver en lo alto de un armario. Allí tomé esa cosa rara entre mis manos sintiéndola pesada, diferente a la pistola de regalo que recibía en cada Navidad. Como estuve a punto de herir a mi hermana con un disparo involuntario, recibí una paliza descomunal. Sin embargo, hasta hoy me pregunto de qué fui culpable. Si mi hermana hubiera muerto, ¿cuál sería mi condena? Mi padre era policía, había sido obrero matarife, había dejado de estudiar, había conocido a mi madre y a mi hermanastra. Se habían casado, nos habían procreado, intentaban educarnos, se insultaban mutuamente, nos hacían parte de sus miserias y alegrías, nos dejaban un arma escondida con el velado propósito de cambiar nuestra historia personal. ¿Podía yo ser condenado por seguir el juego del destino? Sí, el destino; esa fuerza misteriosa que se ensaña sobre nuestros actos y los acomoda a su antojo. ¿Será así en realidad? ¿Existirá ese intrincado proceso de sucesos enlazados que nos advierte el curso inevitable de la fatalidad? Por cierto, también de la felicidad. Ya sabe que ella es un pálido ensueño frente a tanto desastre. En fin, recibo entonces esas armas de manos de una joven que alguna vez cursó la educación media. Pálida, nerviosa, de ojos cansados y expectantes, insegura de lo que hacía. Yo silencioso, discreto, seguro de no saber qué significaba recibir un paquete con ese armamento, como si recuperara el revólver paterno desde el armario. Todavía veo a esa adolescente de aspecto condolido perderse calle arriba en las sombras de la tarde. Tuve la sensación de que ella iniciaba un viaje hacia el olvido, hacia su desaparición, y que ese encuentro programado era una variante del sueño que vivíamos. Ya que lo pregunta, fue la única vez que la vi, aunque decirlo resulte exagerado. Divisé en ella la misma pesadilla de esos días: una muchacha irrecordable, de ojos indefinidos y gesto vacío, el presagio de la ausencia definitiva. Después supe o soñé que fue exiliada y que terminó criando hijos en un país distante. ¿Qué hice con las armas? Durante una semana nada que hacer con esos dos revólveres cargados, relucientes, recién aceitados. Los tuve bajo mi almohada y cuando mi hermano se dormía los manipulaba con cuidado; los frotaba con un paño procurando mantener ese resplandor oscuro que, bajo la tenue luz de una lámpara de velador, reflejaba a intermitencias los objetos del dormitorio. Con esa posesión me sentía seguro, sin saber de qué, ¿de no ser detenido?, ¿de intentar defenderme disparando desde un entretecho furtivo o corriendo por las calles como un demente? No me discutirá que tener un arma de fuego despierta a un espíritu adormilado y otorga una sensación de riesgoso poderío. Yo imaginaba cruzar el espacio que mediaba de mi casa a los cuarteles, avanzar agazapado entre los árboles de la Alameda, orillar las paredes del edificio de Correos, brincar cual fabuloso saltimbanqui las villas previas a la guarnición militar, tomar desprevenidos a los guardias, colocarlos contra el suelo y encañonarlos en la nuca con una actitud de triunfal desafío. ¿Quién podría dañarme con un revólver en las manos? Nadie. Luego se produciría el rápido advenimiento del horizonte perdido y vería el futuro con los binoculares expropiados. Entonces me dormía, solo entonces, hasta que al día siguiente sepultábamos las armas en el gallinero de mi casa. Claro que era un acto irresponsable; mis padres lo ignoraban, ¿por qué deberían saberlo? Además, mi madre llegaba a cuestionar nuestra existencia, ¿no era para ella ese acontecimiento una bienaventuranza? Estaba claro: se consolidaba en su cerebro el orden que no tuvo. Recuerde que había sido engañada por su primer marido, había engendrado a mi hermanastra y el mundo se le había trastornado hacía más de treinta años. Retomo la idea, si existe. El escondrijo pasó a ser una especie de santuario militar. Con un amigo, que llegaría a fraile capuchino, en las tardes desenterrábamos las armas para contemplarlas como un tesoro. En alguna medida lo era: ese tesoro nos pertenecía, estaba llamado a expandir su riqueza apenas recibiéramos un llamado y las huestes ocultas reanudaran el camino hacia la utopía. ¡Qué ridiculez! Si es una utopía, resulta un sendero intransitable. Aclaro: el sendero existe; Ítaca es una ilusión, luego avancemos tras ella. ¿Recuerda la marmita al final del arco iris? Es igual. Siendo niño yo entraba en un lánguido proceso de ensoñación frente al arco iris. Sentado a orillas del Estrecho de Magallanes constataba la oculta relación del sol atravesando las gotas de lluvia sobre el mar. ¡Qué espectáculo más maravilloso! El arco iris era nuestra promesa; la existencia era curva y uno podía deslizarse dentro del ensueño hasta sus límites y toparse con la mayor de las riquezas: la esperanza. Sí, de las tres –la caridad, la fe y la esperanza–, la caridad parece la más importante, pero ¿qué sería de nosotros sin la esperanza? ¿Tendría objeto amar sin esperanza o tener fe en lo que jamás sucederá? Al margen de disquisiciones religiosas o filosóficas, quiero demostrarle que esos colores de fantasía eran genuinos. Siendo riguroso, sin duda los colores no existen; son fruto de un fenómeno fisicoquímico asociado a infinitas combinaciones de los rayos solares y a su encuentro fugaz con la materia líquida. Permítame expresarle que con tal predicamento nada existe, pero no quiero entrar en ese jueguito peligroso donde la duda se torna irrazonable. Básteme decirle que las dichosas armas salieron de nuestro dominio al par de semanas. De nuevo otra especie de punto fijo, esa graciosa manera de nombrar a un encuentro clandestino. Ahora las entrego a un individuo de atlética apostura y gestos nerviosos. Nunca pude ver su rostro en forma directa. Apenas un perfil engañoso, la mirada esquiva y una mano contraída sobre una bufanda gris que cubría gran parte de su rostro. Quién sabe, hasta podría ser usted. ¿El lugar de la cita? Parece divertido: el mismo sitio del encuentro anterior. A metros de la casa de mis padres, en pleno día, con el sol diluido en parciales aguaceros que formaban más de un esperanzador arco iris.

    2

    Siéntese. ¿Está cómodo? Mire, allí sobre el cerro, ¿ve esa hilera de pinos uniformes? ¿No tiene la impresión de un ejército vegetal creciendo artificialmente hacia el cielo? Allí hubo alguna vez cientos, miles de especies nativas: boldos, litres, canelos, maitenes. Ahora ese bosque de artificio nos reduce el espacio exterior, nos confina a una suerte de estrangulamiento visceral. Claro, se empieza por acotar la visión. Solo vemos esas tonalidades verduscas erigiéndose en la tierra erosionada. ¿Sabe cuántos litros de agua diaria requiere un pino para sobrevivir? ¿No lo imagina? Averígüelo. Quedará pasmado, ¿y todo para qué? Para terminar en materia pulposa como mal de siglo instalado en nuestros cerebros. ¿A qué mal me refiero? Sé que me echaré encima al periodismo, pero alguien tiene que decirlo. Vea la cadena, de nuevo la cadena. ¡Cómo se erosionan nuestras existencias! Pensamos lo que otros piensan. No se ampare, por favor en la opinión pública, en que nadie puede opinar si no se informa. ¡Es un chiste, un chiste de pésimo gusto! Un pino artificial igual a miles de diarios reproduciendo nuestra pomposa opinión, la pública, porque la privada se esconde en los dormitorios, en los moteles de segunda o en la discreción obligada de las oficinas. Aunque, permítame, tampoco aquello es ya tan cierto. No queda mucho sitio para nuestros devaneos. Un fotógrafo avispado, un reportero de mala muerte, un cronista de tercera, nos acecha a cada instante. Bueno, en este caso resulta exagerado, ¿quién podría interesarse por nuestras ocultas perversiones? Veo que observa con preocupación el deslizamiento del bosque hasta la entrada del pueblo. Se lo dije: un ejército vegetal próximo a invadirnos. Después de todo, ¿qué diferencia existe entre uno y otro reino. Hay plantas acuáticas, trepadoras, envolventes, hasta vegetales carnívoros, ¿no es cierto? ¿Qué se nos parecen? Un día de estos dejan su disfraz verdusco, se ponen el traje invasor y nos acorralan en el vestíbulo de la casa. Es solo una fase del proceso. Antes fueron creados materialmente, después viene la secuencia: el desplazamiento, la absorción de la vida natural y el golpe de gracia. Ese golpe lo dejo también a su imaginación. Por lo pronto, ¿en qué estábamos? Ah sí, le pedí que se sintiera cómodo. Recapitulo. A los pocos días regresé a la universidad. Si el caos inicial preocupaba, era apenas una gota en el disperso océano universitario. Yo habitaba un hogar estudiantil que había sido una empresa de cosméticos. Se produjo la toma, nos instalamos y al par de meses una reunión colectiva determinaba la expulsión de unos jóvenes cristianos. Podrá argumentarse que ellos no estaban al tanto del proceso, que no lo compartían ni se podía confiar en Dios o en la Iglesia, que el día de mañana esos estudiantes nos apuñalarían por la espalda. Puede ser. Más tarde llegaron a ser felices odontólogos y nos dejaron, literalmente, con la boca abierta. Sí, terminaron expulsados y créame que fue un aviso para mi conciencia. Veía ese círculo perfecto de ojos fijos cuestionando a ese par de cristianos asustados. Además, ¿qué era ser cristiano? ¿Un delito, una perversión natural, un monumento a la conformidad? ¿No había que tratar a las personas por lo que eran y no por lo que decían ser? Sentí, mientras adecuaba mi observación, que no había alternativa y sus insinuadas defensas consolidaron la sentencia. La sentencia era un mero trámite. Tomada la decisión, solo había que notificarlos. En esas pupilas acongojadas me pareció ver nuestro futuro. Ahora que ingresaba a la que fuera mi pieza estudiantil, percibía la furia del allanamiento, los muebles destrozados, los ventanales hechos trizas, los pasillos desolados. Yo buscaba, con una inocencia de párvulo, un colchón y una lámpara de pie, mis únicos

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