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Antípodas
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Libro electrónico358 páginas13 horas

Antípodas

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“Lo que leemos es el retrato de un país que, terminada la dictadura, olvidó de inmediato lo único que no podía olvidar: la solidaridad. Las consecuencias de ese olvido han sido inconmensurables y Antípodas muestra (…) los infinitos rostros que puede tomar ese extravío. Profundamente biográfico, vislumbramos en el libro que si bien es posible que aquello que llamamos patria no exista, lo que sí existe es el amor a la patria, a unos rasgos que reconocemos como nuestros -un barrio, una infancia, una forma de hablar”. Raúl Zurita
IdiomaEspañol
EditorialCuarto Propio
Fecha de lanzamiento12 dic 2015
ISBN9789562606660
Antípodas

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    Antípodas - Roberto Castillo Sandoval

    ANTÍPODAS

    © ROBERTO CASTILLO SANDOVAL

    Inscripción Nº 237.845

    I.S.B.N. 978-956-260-666-0

    © Editorial Cuarto Propio

    Valenzuela 990, Providencia, Santiago

    Fono/Fax: (56-2) 792 6520

    www.cuartopropio.cl

    Diseño portada e imágenes interiores: Andrea Goic

    Diseño y diagramación interior: Rosana Espino

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Impresión: Gráfica LOM

    IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

    1ª edición, marzo de 2014

    Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile

    y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.

    Para Aleem y Silvana.

    ¿Qué sentido tiene lo que algunos andan diciendo, que hay antípodas, que ponen sus pisadas contrarias a las nuestras? ¿Por ventura hay un tonto que crea que hay gentes que andan con los pies arriba y la cabeza abajo? ¿Y que las cosas que acá están asentadas, estén allá trastornadas colgando? ¿Y que los árboles y los panes crecen allá hacia abajo? ¿Y que las lluvias y la nieve y el granizo suben a la tierra hacia arriba en las antípodas?

    –Lactancio Firmiano

    I.

    LA VERDE ÍTACA

    Condición de pertenencia

    Ya no pareces chileno

    La relación que tenemos los de afuera con Chile, nuestra condición de pertenencia, fluctúa entre la pasión obsesiva y la indiferencia. Los que vivimos afuera conocemos a ese compatriota que no puede dejar de referirlo todo a Chile. También nos resulta familiar el renegado que proclama que el país no le puede importar menos. Estos extremos son signos de la desorientación causada por una identidad puesta en entredicho, sometida a interrogatorio al descubrirse su calidad de artificio. Los de afuera sabemos que tanto la pasión más ardiente como el desdén más gélido hacia la patria son manifestaciones de una misma pérdida –no me nace escribir trauma, aunque la palabra no sea del todo inapropiada– y por eso entendemos bien de dónde vienen la nostalgia estéril y el repudio rencoroso. Si la nostalgia es una acción refleja, pasiva, y si el repudio es una forma más activa, hasta violenta, de resistencia simbólica, podemos hablar con propiedad de ambas reacciones como síntomas de un desamparo traumático, de la existencia en un entorno marcado por la desaparición propia y por la invisibilidad de aquello que nos delineaba, por la imposibilidad de integrar el yo con el nosotros de ese modo natural con el que fuimos adoctrinados.

    La relación de nosotros los de afuera con Chile puede ser ardua. Algunos la sobrellevamos con los dientes apretados, masticando los lenguajes con que hemos aprendido a cuestionar y rearticular la noción de patria. Los regresos esporádicos a Chile, en lugar de significar un descanso, pueden exacerbar la sensación de distanciamiento. Muchos de los expatriados¹ que leen esto sabrán lo que se siente cuando los de adentro nos dicen que nos comportamos de manera extraña, que hablamos con un acento ajeno, que tenemos que ponernos al día con urgencia, que ya ni parecemos chilenos. Aparte de los juegos y cálculos políticos, lo que se esconde detrás de la perenne postergación de nuestro derecho a voto es la sospecha profunda de que hemos dejado de ser chilenos. Si quieren votar, que vuelvan, que demuestren vínculos, que se bailen una cueca, que hablen a chuchadas, que nos entretengan desde lejos con sus historias de nostalgia. Muéstrense, aparezcan, parecen decir, después de que nos han estado borrando sistemáticamente de los mapas.

    Hay una paradoja doble al centro de toda diáspora (uso el término por su regusto melodramático): por una parte, la patria lejana se hace más presente porque la ausencia se manifiesta en la pluralidad de lo cotidiano. Todo es diferente: hay que recalibrar los cinco sentidos para acostumbrarse al ancho de las calles, a la textura del pan, al sabor del agua, al comportamiento de la luz, a los horarios que marcan el ritmo colectivo de la vida. Viviendo lejos se exacerban los contornos de un vacío y ese vacío, a su vez, es el molde de la conciencia que de sí va construyendo el trasterrado, en su intimidad más abstracta y secreta, así como en lo práctico y rutinario. El espacio latente ocupado por lo que no está se convierte en un territorio que se defiende a muerte. Patrullamos de día y soñamos de noche el paisaje de un país fantasma, cada vez más imaginario. Ese escape fantasioso e inevitable contiene la esencia del melodrama.

    Por otra parte, y éste es el segundo componente de la paradoja antes mencionada, la distancia nos predispone –incluso podría decir que nos obliga– a aceptar la artificialidad de la idea de patria, su condición de invento, su arbitrariedad, su radical locura.

    La actividad definitoria del expatriado es su entrevero con los excesos, las distorsiones y las lagunas de la memoria. Olvidar sería equivalente a perder por completo la noción de quién es, y por eso recuerda hasta el agotamiento. Al mismo tiempo, su memoria individual se va construyendo en un diálogo en diferido con las modulaciones de la memoria colectiva, que es también variable e impredecible. Evidentemente, en este diálogo en diferido con la patria surge la distorsión causada por la lejanía. En las regiones antípodas no existe un colectivo que entregue puntos inmediatos de referencia, los mapas que manejamos no están al día. La condición de pertenencia de nosotros los de afuera, por lo tanto, se forja en la desorientación y toma forma a partir de un diálogo trunco, semejante a una correspondencia de señales cruzadas o cartas recibidas a destiempo, cuando no perdidas; una correspondencia hecha de entendimientos precarios, malentendidos mutuos, simulacros de conocimiento, consuelos que son siempre efímeros por lo tardíos.

    La lengua de las antípodas

    Los escritos misceláneos de este libro sirven para hacer visibles, sin que esto haya sido su propósito inicial, los contornos de la identidad enrarecida que caracteriza a la diáspora chilena. Lo hacen por medio de un lenguaje distante de los géneros epicéntricos del discurso nacional –la poesía, la ficción y el ensayo histórico– con los que se empeña, sin embargo, en dialogar. Frente a estos géneros mayores, esta escritura adopta una posición crítica y despliega un resentimiento reflexivo asumido como práctica de resistencia. Este tipo de contienda es cómicamente desigual y parece condenada al fracaso, porque el diálogo entre la metrópolis nacional y sus colonias en los extramuros –las antípodas a las que se refiere el título– es imposible de sostener desde un solo lado. Los de afuera sabemos que existe nuestra voz, pero los de adentro no terminan de darse por enterados, no obstante la obsesión chilena por imitar aquello que proviene de los lugares donde se localiza la diáspora chilena. Así, estos textos desarraigados, desguazados, desguañangados, siempre fragmentarios, se valen de registros menores: el comentario antropófago, la glosa irónica, la meditación breve, la micro-memoria, la memoria ficcionada, la crónica flotante, la crónica de viajes. Estos escritos van lanzados como peñascazos en el techo, o como esos golpes de calcañar en el suelo que, según los antiguos, identificaban a los habitantes de las antípodas.

    Desde la antigüedad, las antípodas se caracterizan como difíciles de ubicar con precisión; sus habitantes pueden ser radicalmente diferentes (el monstruo) o bien confusamente similares (el espejo) a quien los imagina. Así, las ideas sobre las antípodas son una suerte de resumen cifrado de los diversos discursos acerca de la naturaleza humana, de la cosmografía y acerca de la posibilidad misma de conocer lugares lejanos. El modo de imaginar las antípodas es un indicador de cómo una cultura concibe la relación entre espacio geográfico, cultura e identidad. Dentro de la gama tradicional de modos de imaginar las antípodas, quizás la más evidente sea la presunción automática de que sus habitantes encarnan la otredad. A esa conceptualización original de oposición binaria hay que añadir que, gracias a la comunicación globalizada, así como a la transformación cultural originada en los flujos de migración, la relación entre este lugar y sus antípodas debería matizarse para incluir los aspectos de adyacencia, de simultaneidad, de correspondencia y de complementaridad que hay en ella.

    Estos escritos antípodas aspiran a batallar tanto las certezas propias como las de los que se quedaron adentro de los territorios que tradicionalmente circunscriben la nación. Son evidencia de que, con o sin permiso, en las antípodas reafirmamos el derecho de seguir usando nuestros pasaportes ya expirados, nuestros certificados de pertenencia, a pesar del comportamiento raro, cerril, de algunos de los que nos hemos quedado afuera.

    No se sorprenda el lector con tanta explicación, porque en las antípodas, además de la rara costumbre de caminar patas arriba, nos vemos obligados a escribirnos nuestros propios prólogos².

    1 Uso el término expatriado para referirme a la condición de manera amplia, incluyendo la del exiliado o la del emigrante económico, que muchas veces se consideran, innecesariamente, como contrapuestas.

    2 Muchos de estos textos han aparecido posteados en el blog Noticias secretas, anclada en una isla de la Región de las Antípodas Chilenas, archipiélago multicontinental y flotante.

    La X en la pandereta (1964)

    Un domingo de mucho sol, a mediados de invierno del año 1964, me entretenía mirando cómo unos niños vecinos, los Navarrete, pintaban una pandereta. Es un recuerdo muy vívido: la pared estaba en el codo de la calle Otelo que daba al pasaje Pintor Goya, población Germán Riesco, comuna de San Miguel, en el sur de Santiago. Los Navarrete blanquearon con cal, dividieron el espacio en cuatro y empezaron a trazar grandes letras con sendos pedazos de carbón de espino. Los supervisaba el Peruca, el mayor, que era tuerto del ojo izquierdo. En la cuadra se decía que su padre le había puesto así en homenaje a un futbolista brasileño, pero después me aclararon que fue por Ángel Perucca, un defensor argentino del Newell’s Old Boys que se hizo famoso en el Sudamericano de 1945. La prensa chilena lo apodó El Portón de América. Los hermanos menores del Peruca nacieron cuando el padre había cambiado su fanatismo futbolero por la militancia en el Partido Comunista. A los hijos que tuvo después de su conversión a la política les puso Fidel, Haydée, Lenin, Vladimir, Ilich, Volodia, Nikita y Valentina, nombres que diez años más tarde les iban a marcar la vida¹.

    Cuando me vio de mirón, el Peruca me preguntó si sabía lo que iban a pintar. Las dos primeras letras delineadas en la pandereta eran la F y la R. Quedaban dos. Me quedé callado.

    –¿Vos creís que vamos a poner FREI, cierto? –me dijo con tono burlón. El Lenin y el Fidel empezaron a trazar la siguiente letra.

    –Si sé que van a poner FRAP, oh.

    Entonces el Peruca me puso un pedazo de carbón en la mano y me mostró un espacio de pandereta para que dibujara la X de Allende, el símbolo formado por la A de Allende coronada con la V de vote. La X me quedó más o menos parecida al modelo sacado de una página de El Siglo. Los Navarrete y yo estábamos contemplando la obra maestra cuando mi abuelo me vino a sacar de un ala de la brigada infantil enemiga.

    Enemiga es una exageración, porque en esa población de la comuna de San Miguel (ahora San Joaquín) a mediados de los 60 no se notaban enemistades políticas fuera de lo común. Seguro que las había, pero no determinaban las relaciones entre los vecinos. No es que los pobladores hayan sido una especie de santos cívicos, pero estando obligados a compartir situaciones adversas habían desarrollado una tolerancia de facto. Esa tolerancia mutua permitía construir una tregua en el batallar violento de la vida en un barrio pobre de Santiago a mediados del siglo XX. Cuando había que destapar alcantarillas después de un temporal, era mi abuelo, de ideas políticas de derecha, el que se sabía meter en los pozos inundados de aguas servidas. Se ponía un overol, unas botas de lluvia y bajaba con un rollo de cable de acero para destapar la inmundicia. Al rato emergía de la boca fétida del pozo, todo embarrado, escupiendo y dando arcadas. Nunca le hizo el quite a la responsabilidad que había adquirido durante la etapa de construcción de las casas, cuando por su conocimiento práctico hizo de capataz de obras de la Manzana 15.

    Todas las noches después de acabar la jornada de trabajo en su taller, mi abuelo se abotonaba una camisa recién planchada hasta el cuello, se calaba su jockey y partía al salón de pool de la esquina. Ahí se mezclaba con todo tipo de gente: los vecinos comunes y corrientes, los habitués matuteros, vendedores ambulantes, almaceneros, feriantes, obreros, suplementeros, sin que faltara uno que otro mafioso de franco, un futbolista jubilado, un boxeador semifamoso o algún apostador profesional. A veces mi abuelo variaba la rutina y se iba al Local Social de la Manzana 15 a demostrar sus dotes para el ping-pong. Había sido campeón de tenis en una salitrera, siendo muy joven, y traducía su antiguo talento al tenis de mesa. De ese pasado juvenil quedaba un par de fotos en que mi abuelo parece galán de cine, una raqueta con las cuerdas de tripa de gato rotas y un par de pelotas de tenis blancas con las que sus nietos teníamos prohibido jugar.

    Me reconozco en ese lugar de origen, pero al mismo tiempo resisto mi inclinación a hacer el gesto –integrador, lenitivo tal vez, conciliador, pero falso– de idealizar ese mundo: la mayoría de la gente allí trataba de llevar una vida digna, pero la realidad es que esa población, como otras en Santiago, podía ser un infierno, o a lo mejor un purgatorio, una estación intermedia en la soñada movilidad social, situados en un tierral pedregoso y malsano donde apenas crecía un árbol. A la autoridad municipal poco le importaba que quedaran montañas de basura en los sitios eriazos, en las esquinas, semanas enteras esperando que pasara el camión del aseo. No estaba lejos de la memoria de algunos pobladores el recuerdo de la noche infame, en tiempos de la toma original, cuando para impresionar a un dignatario europeo el alcalde había ordenado un desalojo, llevándose a la gente y sus posesiones a los potreros de Santa Adriana en los mismos camiones municipales.

    La mayoría de los pobladores, a pesar de trabajar de sol a sol, apenas ganaba para vivir y era evidente que mucha gente pasaba hambre. Las consecuencias del alcoholismo y la violencia brotaban en las calles. Golpizas y peleas surgían también de la escasa intimidad de esas casas apiñadas unas con otras, donde se albergaban las familias junto con sus perros, gatos, gallinas, burros y hasta caballos. Recuerdo claramente tener que aprender a distinguir entre una poza de lluvia y una espumosa laguna de meado de caballo que un vecino dueño de carretela dejaba acumularse en plena calle. Por muchos años, el despertador fiel de todo ese sector eran unos burros que se ponían a rebuznar al alba en un potrero adyacente a la población. A esa misma hora terminaba de funcionar la casa de remolienda que mantenían los dueños de los mismos burros. A media mañana, uno de ellos se limpiaba el maquillaje de bataclana y sacaba a la burra a dar vueltas por las calles de la población, ofreciendo leche fresca para los viejos y los enfermos, en jarras de latón de un octavo de litro.

    Sin embargo, en ese mismo espacio de miseria y sordidez, inexplicablemente, la gente pintaba las casas con tierra de color para las fiestas patrias, se engalanaban vehículos para los casamientos y las primeras comuniones, se hacían colectas para coronas de caridad o para comprar camisetas nuevas para el club deportivo vecinal. Se plantaban arbolitos piñuflas afirmados en varas de coligüe, emblemas de una aspiración a la permanencia y a la dignidad. En las noches de verano las calles bullían de niños que jugaban hasta que la escasa luz del alumbrado público ya no era suficiente para ver la pelota o para distinguir las marcas del luche en los pastelones quebrados.

    Dentro de la heterogeneidad de los pobladores, coexistían capas de clase trabajadora (peones, obreros, empleados fiscales y particulares, pequeños comerciantes) con una sustancial proporción de lumpen. Las tensiones entre los dos grupos se manejaban por medio de una constante presencia policial. Un espectáculo predilecto de los niños consistía en seguir a las parejas de carabineros que salían del retén El Pinar, orden de detención en mano, a golpear la puerta de algún sospechoso. Si no alcanzaba a arrancar, el preso tenía que sufrir, aparte de la luma en los riñones y el filo de las esposas en las muñecas, las burlas de los racimos de pelusas que lo acompañaban a la cana, mientras los gritos y los llantos de los parientes se unían a la procesión tragicómica.

    No todo era risas. A veces se corría la voz entre los niños de que se estaba armando una pelea por ahí, y no era raro llegar a presenciar el entrevero de dos pungas agazapados, un antebrazo envuelto en un chaleco, haciendo girar la punta de la quisca como si fuera el pañuelo de una cueca sangrienta.

    Mi primer encuentro con la muerte fue a la salida de un clandestino, en pleno día, a pocos metros de la fábrica Sumar Nylon, cuando un cuma flacuchento pasó corriendo frente a los escolares que esperábamos la micro y, con un movimiento que pudo ser una caricia, le pasó el cuchillo por el estómago a un tipo que salía de la botillería. Al correr hacia su víctima, el asesino iba pasando un diente de ajo por el filo de su arma. El herido, un gordo joven, pelado y colorín, quedó agachado, como sujetándose la guata con los codos. En eso, se detuvo en el paradero un bus plomo y crema de la Empresa de Transportes Colectivos del Estado. El colorín se acercó a la pisadera, goteando sangre por la bastilla. La gente que se había agolpado lo ayudó a subir. El chofer del bus 21 anunció que se iba directo a la Posta Central, en la calle Portugal, y que se bajaran los que quisieran. Mientras el conductor devolvía la plata de los boletos, el gordo se acomodó en un asiento, ya pálido, con los ojos muy abiertos, las piernas estiradas, la cara bañada de lágrimas o de transpiración. El bus Mitsubishi partió con las puertas cerradas, echando un crespón de humo negro por el tubo de escape, con un par de pelusas colgados del parachoques trasero. El victimario, rodeado de algunos amigos, lo miró partir desde la otra esquina. Todavía estaba con la quisca colgando de la mano. Se veía igual de pálido que el gordo moribundo y tenía la boca desdentada abierta, como si a él también le faltara el aire.

    Pero en medio de esa corriente turbia de miseria y violencia se daba también una forma de vivir solidaria, forjada en la defensa sostenida de los intereses comunes. Los vecinos se conocían; muchos se habían tasado mutuamente en el proceso de toma de los terrenos de la población o en la tarea colectiva de construir esas casas. Eran casas ínfimas, de 25 metros cuadrados, hechas de bloques de cemento, diseñadas por arquitectos de la CORVI cuya misión era meter 650 viviendas en 30 mil metros cuadrados, en lo que antes fuera la Chacra San José de Lo Valledor. Se las llamaba viviendas mínimas ampliables, lo que podría contemplarse con cierto sentido del humor si se considera que, a lo más, se podría duplicar esa minúscula extensión inicial. Fueron construidas a pulso, en un esfuerzo genuino y compartido de gente desesperada, muchos de ellos de familias agregadas, como se llamaba en ese tiempo a los allegados, provenientes de las callampas de Nueva La Legua, el Zanjón de la Aguada, Areneros, Cerro Blanco y otras. Al poniente del paradero 6 de Vicuña Mackenna, siguen dando testimonio de ese pasado, a pesar de los terremotos de más de medio siglo. Paso por allí cada fin de año y veo que, como siempre y a pesar de todo, los pobladores se esmeran en engalanar sus fiestas de Navidad con luces y guirnaldas.

    Si recuerdo lo dura y triste que podía ser la vida en un lugar como ése, tengo que recordar también que para los pobladores el solo hecho de tener un techo propio significaba un progreso inconmensurable: ellos venían del conventillo, de la población callampa, del campamento de temporeros, de la intemperie misma y del desamparo más cruel de la marginalidad urbana.

    Interludio y respiro

    La primera vez que tengo conciencia de haberme sentido feliz fue una noche de invierno, puede que haya sido en 1969, o en el 70. No hacía frío, o por lo menos yo no me daba cuenta de que hacía frío, porque la alegría era como una brasa que me entibiaba todo el cuerpo al caminar de vuelta a mi casa. Seguro que no fue la primera vez que fui feliz, porque tengo recuerdos de alegría que vienen de antes, casi todos dentro del ambiente familiar, como la nochebuena en que un tío se disfrazó de Viejito Pascuero, o los cumpleaños guitarreados, con toda la parentela cantando tonadas o zambas argentinas, bailando el twist entremedio de tíos y primos, con la radio a todo full. Pero esa vez fue la primera vez que me lo dije a mí mismo, murmurando las palabras en esa calle mal alumbrada de mi población: soy feliz, mientras caminaba y descifraba los signos de las murallas pintadas, borroneadas, y vueltas a pintar.

    Nada especial había pasado ese día, no sé qué bien qué pudo haber gatillado esa emoción tan profunda. Puede haber sido un partido de fútbol o un episodio de Perdidos en el espacio, vistos en la casa de una señora que arrendaba televisión por hora, o pueden haber sido los rulos negros de mi hermana menor, con luminiscencias azules debajo de las luces de mercurio, tal vez el orgullo de verla navegando tan bien las grietas de las veredas prehistóricas con sus patitas gordas (porque fui yo quien le enseñó a caminar), tal vez el placer ancestral de ver los primeros brotes que se insinuaban en los arbolitos escuálidos, tal vez el gusto de vencer el miedo y pasar los dedos por la pandereta de la cancha del barrio, justo en el lugar donde habían encontrado un ahorcado, o puede haber sido la anticipación de la temporada de volantines que se sentía en la brisa, o bien la luz coloradita, intermitente, de la antena de radio que fascinaba a mi hermano menor, o todo eso junto, arremolinándose dentro de mí. El recuerdo de ese momento de felicidad o, mejor dicho, el momento de la conciencia de ser feliz, siempre ha sido para mí un punto de referencia con otros instantes de mi vida. Es una sensación nítida que puedo evocar a voluntad, sin alterarla, como un diamante que se me hubiera incrustado, suave y cálido, en medio del corazón. Y pasó ahí, en el lugar más inesperado.

    Mi abuelo murió pocos meses antes del plebiscito de 1988, cuando yo llevaba casi diez años fuera de Chile. En el velorio y el entierro, se hizo presente la manzana 15 entera, incluyendo algunos de los Navarrete, los niños vecinos comunistas que me habían reclutado para pintar el letrero de Allende. Ellos sabían que Don Castillo había sido pinochetista y que antes de eso había sido alessandrista y freísta, pero no por eso dejaron de ir al cementerio a despedir al compañero poblador. Me acuerdo de haber visto al Nikita, el menor y el más frágil de los Navarrete, que nunca aprendió a hablar bien. Ahí me encontré otra vez con el Peruca y lo hallé envejecido, casi irreconocible. Lo mismo debe haber pensado de mí. Seguían igual su ojo empañado, su pelo de huaipe y la sonrisa apretada con que trataba de esconder la mala dentadura.

    No sé cómo habrá sabido que yo había estado preso antes de irme de Chile, pero me preguntó por eso, y después de un rato de pensarlo se decidió a contarme que a él le había tocado estar en el Estadio Nacional poco después del Golpe, con un montón de gente de La Legua y las poblaciones aledañas. Cuando me lo dijo me acordé de haber visto en una biblioteca de Ohio, en 1980 o 1981, las fotos de los detenidos del Estadio que sacó Marcelo Montecino. Me pareció ver caras conocidas entre los prisioneros, pero siempre creí que me lo había imaginado, un falso recuerdo más entre tantos que he ido acumulando con el tiempo y la distancia. El Peruca contaba que pudo zafarse porque un oficial le vio el ojo malo: No hay guerrilleros tuertos, saquen a este huevón de aquí. Un amigo en común que cayó preso con él (¿te acordai de uno que le decían el Chino?) no tuvo la misma suerte. Apareció cerca de la esquina de Ñuble con Vicuña Mackenna, en el paso bajo nivel que hay que atravesar para llegar al Estadio Nacional. La historia es que

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