Los Centeno
Por Pablo Natale
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Alejandro Zambra escribe en la contraportada del libro: "Se llama Los Centeno, como un novelón familiar, a la antigua, pero los personajes sólo comparten el apellido, que funciona como una especie de contraseña, o quizás como un adjetivo –porque estos personajes solitarios, raros, nobles, grises, ridículos, dolientes, oscuros, impasibles y bellos son, en el fondo, en una sola palabra, centenos-".
"Este libro también es un homenaje a la famosa novela de J. D. Salinger, pero a la manera de Georges Perec, con tantas reglas como excepciones. Con sentido del ritmo, con solidaria ironía, con deliciosa arbitrariedad, Pablo Natale ha escrito esta novela que parece simple como la vida y es compleja como la vida. Qué bien debe haberlo pasado escribiendo este libro original, divertido, provocador".
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Los Centeno - Pablo Natale
los centeno
Estos actores, como os había prevenido,
eran espíritus todos y se han disipado en el aire
(W.S.)
El protagonista ha venido a este lugar
porque allí no tenía ninguna clase de vida.
(D. M.)
I
Cristian Centeno dormía en el asiento de atrás.
El último asiento de la clase, a la izquierda, en el fondo.
La luz de la ventana caía sobre casi todos los alumnos pero no sobre Cristian Centeno. Con la cabeza apoyada en el cuaderno, suspiraba dormido. Tenía pelo enrulado y pecas, contaba chistes y en los cumpleaños se movía sin parar de acá para allá. Mostraba una energía exagerada, se quedaba siempre hasta lo último porque no tenía padre y la madre era mucama en un hotel. Cristian jamás contó esto; de hecho, inventaba mentiras: decía que el padre era detective y la madre su secretaria, o que el padre era bombero y la madre su secretaria. Que se habían conocido en un incendio, cuando ella se estaba por tirar por la ventana.
Siempre mentía.
Una vez la maestra había pedido que dibujaran un sol hermoso al lado de la frase día soleado
. Cristian había calcado a la perfección la imagen que había en una revista para niños. El problema fue que terminó la copia demasiado rápido. Todos los otros hacían soles perfectos, se tomaban minutos y minutos de su vida y de la clase para hacer soles perfectos y él hace rato había acabado. Entonces Cristian Centeno, como era frecuente, se durmió. Cuando la maestra corrigió los dibujos, llamó a su lado a Cristian, que se despertó de golpe. Todavía veía imágenes del sueño flotando en la realidad: girasoles, golondrinas y un borrador gigante.
Lo calcaste
, fue todo lo que le dijo la maestra.
Cristián Centeno vio como tachaban con una gran cruz su dibujo calcado. Luego vio letras rojas al costado: una nota para su padre. Se llevó el cuaderno a la mesa y se quedó recostado encima de él, pensando en el gran borrador y lo que fuera que hubiera antes.
II
Marcelo Centeno saltaba encima de uno de los asientos de atrás de segundo año B.
Hacía chistes, un chiste detrás de otro.
Era el segundo recreo.
En un momento dijo tengo algo que contar
y el grupo de varones se puso alrededor de él y escuchó. En esa época Marcelo Centeno habrá tenido trece, catorce años. Contó que la vecina no era linda, que tenía cara y culo de conejo. Que la había estado observando por la ventana. Ella lo vio y él le hizo señas; hablaron a través de la ventana, luego a través del ligustro y cuando se estaba por ir él se animó y le dijo vení a coger a casa
. Ella fue y se desnudaron. Marcelo buscó con cuidado en los cajones del padre, encontró un preservativo y al entrar a la pieza vio que ella lo esperaba en cuatro patas, babeando, la piel pálida, las piernas torcidas, cada vez más parecida a una liebre. La tomó de la cintura y empezó a bombear. Marcelo les explicó a sus compañeros que no había nada como el sonido de un cuerpo golpeando contra otro. Se abofeteó una pierna con la mano, intentando imitar el sonido. Los otros lo miraron atónitos. Justo cuando terminaban de coger, contó Marcelo, su padre llegó. Él y la señorita conejo tuvieron que vestirse rápido y hacer como si hubiesen estado en la pieza escuchando música. Pusieron el equipo de audio con el volumen al tope y se quedaron moviendo las manos encima de las piernas, sentados, observando la pared: había un póster de Marilyn Manson, dos de mujeres semidesnudas y una foto familiar. Marcelo Centeno no contó eso: a quién le importan los detalles. La cosa es que el padre de Marcelo abrió la puerta y saludó. Dijo algo, pero la música estaba tan alta que no se escuchó nada. Cuando se fue su padre, la señorita conejo, sentada en la cama, intentó tomarle la mano. Marcelo se paró, pasó la mano por la superficie de uno de los pósters y así, de espaldas, le pidió que se fuera.
Acá Marcelo Centeno terminaba de contar su historia. Justo cuando estaba por sonar el timbre que daba por finalizado el recreo.
Una vez que sonara, cada uno de los miembros del grupo de varones volvería a su banco. Más tarde se acercarían a Marcelo, quien tenía doce o trece años y le pedirían que contara, otra vez, la historia. Marcelo Centeno no se dará cuenta y al repetirla cometerá un error importante. Aunque nadie lo notará o, si lo notan, les importará poco y nada, porque lo que importa es lo que sienten al escuchar la historia, no la mentira o la verdad.
III
Graciela Centeno vivió buena parte de su vida en Jujuy, hasta que cumplió veinticuatro años y decidió mudarse a Córdoba.
Al principio la cosa estuvo difícil, pero consiguió trabajo cuidando a una anciana.
La señora en cuestión estaba cada vez peor, tenía la memoria cada vez más rota, como si fuese un rompecabezas debajo de una cascada. No recordaba casi nada, pero recordaba a su hijo, que frecuentemente le hacía visitas, y recordaba a Graciela Centeno: su nombre, su cuerpo; cuidarla: su actividad.
Por esa u otra razón, el hijo le pidió que se fuera a vivir con ella y además le ofreció un trabajo a media jornada en una de las empresas de gastronomía que tenía. Graciela aceptó todo, las cosas llegaban del cielo. De pronto la vida no era prometedora, pero tampoco era ardua, imposible, dolorosa y difícil. Sólo quedaba vivir.
Liliana (la anciana) dormía indefectiblemente desde las once de la noche hasta las siete de la mañana. Después se levantaba, prendía la tele, miraba el teléfono, alzaba el tubo y se quedaba escuchando durante dos horas. Luego salía a gritar a la calle. Había vivido durante décadas en ese barrio. Había crecido en ese barrio. Se había casado, había tenido hijos en esa casa, en ese barrio. La gente la quería o recordaba quererla o la aceptaba como una parte del lugar, casi como si fuese un monumento más en una plaza. Se acercaban a ella, que estaba perdiendo la