Alguien que me nombre
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Alguien que me nombre - Sofía E. Mantilla
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO 1
Yo no quería ir a la fiesta, pero mamita ven que te voy a cazar estaba en el centro esquivando las líneas de las baldosas cuando de repente hola hola sos vos qué hacés tanto tiempo yo laburo acá a la vuelta tengo un día tremendo ¿viste el calor?
, y para cuando había hecho sinapsis de quién era (Dai, de la época del cbc, de hace tres o cuatro años), ya me tenía arrinconada contra el Banco Ciudad: Mañana cumplo veintitrés, hago fiesta en casa, ¡vení!
. Quería decirle que no, pero me insistía con que se acercaba al cuarto de siglo y yo estaba llegando tarde a mi primera reunión de trabajo con Roberto y odio los bancos y le dije que sí.
Que los cumplas feliz, que los cumplas —sólo moví la boca— feliz, que los cumplas
. La torta era una deformidad ornamentada de confites que se iban destiñendo con el paso de los cánticos cumpleañeros. ¿Se podría decir villancicos? ¿O villancicos es sólo para Navidad? El caso es que se desteñían y Dai tardaba tanto en pedir los deseos que era como si hubiera pasado un año más y hubiera que volver a cantarle, y así en loop hasta la muerte. La bengala escupía fuego y no se apagaba más. Aplausos, feliz, feliz en tu día, amiguita, que dios
. Alguien trató de cantarle en italiano pero no hubo quórum, después soplá la vela la puta que te parió, soplá la vela la puta que te parió
, y la bengala no se apagaba hasta que se apagó.
En las cajas de cartón habían quedado pedazos mordidos de pizza con formas de las bocas de los invitados de Dai, calidades variadas de dentaduras y ortodoncias. Uno de los restos era mío, pero el queso tenía gusto a plástico, después a gasolina, a tiza pastosa, y dejé de comer. Alguien había pegado un chicle en el borde de un vaso, una lengua enroscada que desencadenó el ataque de pánico que tuve después.
Dos chicas bailaban sonriendo y rozándose en el centro de la ronda. Di un paso para un lado, un paso para el otro, y quedé desfasada del pulso. Todos giraban, giraban, pelvis, pelvis, llevaban el dedo índice a la boca para el shh shh nadie lo sabrá y nunca sé qué hacer con los brazos ni la pelvis ni el dedo índice.
La rubia nos hizo señas para que nos sacáramos una foto grupal. Dai sopló un beso, la de negro hizo cuernitos, la de pelo corto levantó su botella de cerveza Patagonia, y a último momento se metió el de la camiseta de San Lorenzo. Me deslicé hacia un costado para evitar las capturas. Otra más, otra. Cuando Dai subió las fotos, yo no estaba en ninguna, como si no hubiera ido.
En el cuadro sobre la cómoda, un faro tiraba un rayo de luz torcido. La mano del pintor no hizo lo que su cabeza quería y por eso los barcos no llegaban a la costa. Eso era lo que nos pasaba a Fernando y a mí. Yo quería que él estuviera ahí, pero el rayo lo había desviado hacia Jorgelina Parral, Renata, Verónica, o andá a saber quién a darte un poco de lo que te va a gustar.
¿Por qué no me fui? No quería encontrarme con las cucarachas, las ratas y los escorpiones que se habían multiplicado por la huelga de recolectores de basura. Tampoco quería cruzarme con el loco que estaba dando vueltas afuera del edificio de Dai. Persona en situación de calle. Vagabundo. Homeless. Sin techo. Errabundo suena mejor. Alto, intimidante, con los ojos en blanco. Apenas lo vi, supe que había sido una mala decisión ir al cumpleaños.
—Ey, ¿te estás divirtiendo? —Dai me agarró tan fuerte del brazo que sentí que me fracturaba el húmero—. Acompañame que me voy a sacar los tacos.
El alcohol salía fermentado en su aliento, se mezclaba con su transpiración y perfume de vainilla, anulando mi capacidad de decir que no. Me dejé conducir hasta su cuarto por el pasillo. Los cuadros estaban desalineados y tenía la vívida impresión de que, detrás de cada uno, la pared debía estar agujereada con cráteres de balas ella es la protagonista de mi novela mi Cinderella conmigo es que vuela.
Dai corrió las remeras, shorts, vestidos sobre la cama para hacernos un lugar en el borde. Atuendos descartados, posibilidades de sí misma que desechó. Se sacó sus tacos negros y me mostró sus ampollas carmesí llenas de agua, tan impresionantes que me apoyé contra el placar.
—No sé cómo aguanté tanto —dijo—. El calor me hinchó los pies. Están por caerse los pájaros, necesitamos una buena tormenta. La torta quedó rica, ¿no? La China me pasó la receta. Menos mal que hice el doble, porque la bestia de Eduardo se bajó cuatro pedazos y después cayó Timi con unos amigos. No sé a qué hora se van a ir. Mañana me tengo que juntar con los Ramírez, que les doy clases particulares de matemática a los hijos, y ahora se van a vivir a España.
Hablaba de los Ramírez y de todos sus amigos como si yo los conociera.
—Me voy a quedar sin la plata de las clases y no sé qué voy a hacer porque el mes que viene me aumenta el alquiler. Está muy difícil.
—Sí, yo tengo que mudarme porque ya no me alcanza —aporté a la conversación.
Mi economía era precaria. El único trabajo que me quedaba en ese momento era el encargo de Roberto: escribirle un libro sobre los crímenes resonantes de la historia argentina. Me iba a pagar por capítulo. El primero sería de una tal Francisca Rojas y el segundo sobre el Petiso Orejudo. No había juntado fuerza para empezar.
—Está todo carísimo —me interrumpió Dai—. No puedo pedir aumento en el laburo porque están echando gente. Estas clases me cubrían un bache. Me cuesta tanto mantener a mi perro, ¡fortunas!, y tengo a cargo a mi hermana que se pasa el día encerrada pintando estrellitas y gastando ¡fortunas! en acrílicos por semana. Encima, suele venir la nena del primer piso a pintar con ella, ¡gratis!, porque, total, pago yo. El padre no se la fuma y la manda para acá.
Dai hablaba tan fuerte que pensé que quizá se había quedado sorda por la música, pero el problema no era el volumen sino su voz rasposa que absorbía todo el oxígeno del ambiente. Traté de visualizar sus palabras cada vez más pequeñas hasta condensarlas en un único punto en medio del blanco silencioso de una hoja imaginaria. No lo logré. Se empezaron a formar puntitos azules en las pilas de ropa sobre la cama. Era mi visión que se nublaba, el ataque de pánico inevitable.
—¿Dónde es el baño? —pregunté.
—La puerta del pasillo.
Me fui antes de que pudiera decirme nada más. Ahí estaba la puerta del baño. Entró una pareja a los besos, una pareja que no éramos Fernando y yo. Lo último que vi antes de salir al patio fueron pájaros aleteando en una cortina de plástico.
CAPÍTULO 2
Afuera, me escondí en el fondo, detrás del lavarropas. Era un viejo Electrolux de tambor frontal y con vista a unas macetas, ideal para tener un ataque de pánico sin que nadie me viera. Estaba ahí, una vez más, en el instante en que Fernando me había dejado: llegó a mi casa con la mochila y no con el morral, ésa fue la primera pista. Llené el silencio como venía haciendo los últimos meses. ¿Qué tal tu día? ¿Te llamaron de la editorial? ¿Querés comer algo?
. Empezó a guardar sus cosas en la mochila. ¿Qué buscás?
. Hagamos esto bien, ¿querés?
. ¿Hacer qué?
. Se terminó
. Me corrió la boca, me sacó de encima, hizo un último paneo a ver si se olvidaba de algo, cerró la puerta y, ahí sí, la tensión acumulada explotó en un tac tac desbandado, ese día y todos los que me volvía a doler, miles de latidos por segundo, mi corazón en un tiempo y el resto del mundo en otro. Me voy a morir. El neón de las luces, la médica de guardia sosteniéndome la mano. ¿Dónde te duele?
. El corazón
. ¿Tomás algún medicamento? Es importante que me digas si consumiste algo, ¿comés bien?, ¿sos regular?
. Iiiiiiii cada vez más fuerte iiiiiii en mi cabeza, calor, frío, calor. ¿Qué hora es?
. Las cuatro de la mañana
. Te voy a enseñar algo por si te vuelve a pasar. Contá hasta ocho
. Inhalo, uno dos, tres, cuatro, exhalo, cinco, seis, siete, ocho. Inhalo, uno, dos, y ahí, mientras respiraba detrás del lavarropas, siete, ocho, vi a Juan.
Primero fue una sombra acercándose, después un cuerpo apoyado contra la pared. Que no me vea
, pensaba mientras inhalaba y exhalaba en silencio. No lo reconocí del living ni de las fotos ni de cuando Dai había soplado las velitas. Se le recortaba el perfil contra la oscuridad y sobresalía su nuez. Creo que fue su forma de mirar el cielo lo que me cautivó. Conocía el dolor, pero no le pesaba. Eso imaginé, que había encontrado un modo de soportar la existencia que me eludía por completo. O quizá estaba fumado. Estuve a punto de pedirle que me convidara una seca, quizá hasta tendría alguna pasti, pero justo dijo centauro
o aura
, algo así, áureo, y me volví a esconder.
Hablaba solo. Miraba hacia arriba y movía los labios como si el cielo estuviera lleno de estrellas. No había nada. Era la misma oscuridad la que nos cubría. Fue lo más parecido a no estar sola desde que había llegado, y mucho antes también. Aunque no sabía nada de él ya tenía ese efecto sobre mí.
Me aferré a la palabra centauro
como a un salvavidas. El centauro Quirón llevó a Fausto en su espalda la noche de Walpurgis y le dijo que los espíritus creían que estaba trastornado. El centauro Quirón supo que Dante estaba vivo porque se movía el suelo debajo de sus pies. Tenía peso, sombra. Juan también tenía sombra, por eso sé que no lo imaginé. Alucinaciones, todavía no. Recordé que Apolo había arrancado a Asclepio del vientre de su madre muerta y se lo dio a Quirón para que lo criara. Más allá de eso, más atrás en el tiempo y más adentro mío, esa noche se me apareció nítido mi primer libro, Mitos del cosmos. Historias para niños sobre las constelaciones. Una era Quirón, el sanador herido
, ése era el título. No podía curarse y no podía morir, por eso le dio su inmortalidad a Prometeo. Fuego, lenguaje, castigo. Había otras historias también. Asclepio, el perro Sirio, la lira de Orfeo. Mi vieja había comprado ese libro cuando estaba embarazada de mí y no sospechaba que en breve iba a morar al círculo del infierno de madres que se mueren y en vez de dejar a sus hijas con el sabio Quirón, las dejan con un padre inservible que a los cincuenta y ocho años se funde y decide radicarse en Costa Rica con su novia Roxana. Sentí la necesidad de recuperar ese libro de mi infancia, tocarlo, olerlo. Horas pasaba leyéndolo, sentada en la escalera de nuestra casa. A veces imaginaba que alguien lo leía conmigo sobre mi hombro.
—Me pareció escucharte.
Ésas fueron las primeras palabras que me dijo Juan. A mí y no al cielo. Se había asomado sobre el lavarropas. Era raro que dijera que me había escuchado cuando yo sólo respiraba contando hasta ocho.
—¿Estás bien? —su voz era suave, tanto que podía oírla y retenerla.
—Más o menos. No.
—¿Querés algo para tomar o que llame a alguien?
—No.
—Te querés ir.
Lo entendió enseguida. Vino de mi lado del lavarropas y me ayudó a levantarme. Su forma de hacerse cargo de la situación me dio seguridad.
—Vamos —dijo—. ¿Tenés todo?
Dejé que me guiara hasta la puerta del patio, entre la gente del pasillo y hasta el living donde todos seguían bailando escapate eso era lo que debía divertirme, emborracharme y bailar tu viniste a matar como Kill Bill pero ya no era posible para mí pertenecer a ese mundo.
Dejamos la música sonando detrás de la pared como un enjambre en un frasco. Atravesamos el hall del edificio. La puerta principal estaba sin llave. Levantarse e irse era tan simple como eso. Juan hacía que todo pareciera fácil, que estuviera más fresco en la calle que en el patio, que el aire tuviera más lugar para correr.
—¿Necesitás que te lleve a algún lado o que llame a alguien para que te venga a buscar?
Le dije que estaba angustiada nomás, que me volvía en colectivo. Ofreció acompañarme aunque fuera hasta la parada. Acepté. La idea me reconfortó. Juan no parecía peligroso ni nada por el estilo. Teníamos más o menos la misma estatura y era evidente que podría ganarle en un forcejeo si estuviera inyectada de adrenalina. No en ese momento porque estaba muy cansada, pero otro día sí. Empezaban a circular algunos autos y él se adaptaba a mi ritmo más lento de caminar. Estaba atento a la calle, a las esquinas, a las bolsas de basura que invadían la vereda, y me sentí bien sabiendo que podría defenderme de un asalto o repeler al homeless de los ojos en blanco.
Mientras caminábamos, me contó que era amigo de Ema, la hermana de Dai. Se habían quedado en la habitación de Ema cuidando a Lolo, el perro de las chicas.
—A Lolo le va mal en las fiestas —dijo.
—¿Estabas hablando solo recién en el patio?
Mi pregunta lo sorprendió y quizá, si hubiera estado menos oscuro, lo habría visto sonrojarse.
—Sí —respondió—. No te había visto.
—Porque estaba escondida detrás del lavarropas, por eso.
La escena me pareció graciosa de repente. Él vio lo mismo que yo y sonreímos.
—¿Puede ser que hayas dicho centauro
?
—Sí, centauro. Como Quirón.
—Me parecía. Estaba tratando de acordarme si Quirón murió por Prometeo.
—¿En serio? —creo que le encantó que dijera eso—. Sí, la flecha que