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Las bailarinas muertas
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Libro electrónico313 páginas5 horas

Las bailarinas muertas

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A uno de los cabarets más emblemáticos de la Barcelona de los años sesenta, llega desde el sur de España Ramón para hacer carrera como cantante. En postales, cartas y fotografías que periódicamente envía a su familia, comunica sus logros y algún fracaso, el descubrimiento de la gran ciudad y del mundo sórdido y fascinante a la vez de sus compañeros de profesión. Las postales y los éxitos de Ramón llenan a los padres de orgullo. Y sumergen a su hermano menor en un mundo de ensueño, de artistas, músicos, magos y bailarinas que deslumbran desde la lejanía al adolescente que pugna por dejar atrás el mundo irrecuperable de la infancia. Cuando sobre el escenario en plena función empiezan a caer muertas las bailarinas, el narrador adolescente descubrirá que el mundo de los adultos puede ser aún más áspero que el difícil paso de la infancia a la juventud, donde duele cada mirada que niegan las chicas, y donde los juegos a menudo acaban en peleas. Con Las bailarinas muertas -Premio Herralde y Premio Nacional de la Crítica- Antonio Soler ha escrito una magistral novela de iniciación a la vida, con una extremada sensibilidad por lo bello y lo oscuro, por lo que estremece y lo que conmueve.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 nov 2016
ISBN9788416734672
Las bailarinas muertas

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    Las bailarinas muertas - Antonio Soler

    © Ricardo Martín

    Antonio Soler

    Nació en Málaga en 1956. Es autor de doce novelas. Entre ellas, Los héroes de la frontera, Las bailarinas muertas, que recibió el Premio Herralde en 1996 y el Premio Nacional de la Crítica en 1997, El nombre que ahora digo, galardonada con el Premio Primavera en 1999, El sueño del caimán, Lausana y Una historia violenta. Con El camino de los ingleses obtuvo el Premio Nadal en 2004. La novela fue llevada al cine con guión del propio Soler. Ha publicado asimismo un libro de relatos, Extranjeros en la noche. Sus novelas se han traducido a una docena de idiomas. Pertenece a la convulsa Orden de Caballeros del Finnegans. Recientemente ha publicado en Galaxia Gutenberg la novela Apóstoles y asesinos, que narra la vida del Noi del Sucre y el auge del anarquismo en la Barcelona de las dos primeras décadas del siglo XX.

    A uno de los cabarets más emblemáticos de la Barcelona de los años sesenta, llega desde el sur de España Ramón para hacer carrera como cantante. En postales, cartas y fotografías que periódicamente envía a su familia, comunica sus logros y algún fracaso, el descubrimiento de la gran ciudad y del mundo sórdido y fascinante a la vez de sus compañeros de profesión.

    Las postales y los éxitos de Ramón llenan a los padres de orgullo. Y sumergen a su hermano menor en un mundo de ensueño, de artistas, músicos, magos y bailarinas que deslumbran desde la lejanía al adolescente que pugna por dejar atrás el mundo irrecuperable de la infancia.

    Cuando sobre el escenario en plena función empiezan a caer muertas las bailarinas, el narrador adolescente descubrirá que el mundo de los adultos puede ser aún más áspero que el difícil paso de la infancia a la juventud, donde duele cada mirada que niegan las chicas, y donde los juegos a menudo acaban en peleas.

    Con Las bailarinas muertas –Premio Herralde y Premio Nacional de la Crítica– Antonio Soler ha escrito una magistral novela de iniciación a la vida, con una extremada sensibilidad por lo bello y lo oscuro, por lo que estremece y lo que conmueve.

    «Un llamativo talento para orquestar personajes, crear mundos, construir historias, siempre bajo el signo de una elevada ambición literaria.»

    Ignacio Echevarría, El País

    «Un libro magistral.»

    Gérard de Cortanze, Le Figaro

    «Bello, sugerente y atractivo. El libro es un amarcord conmovedor.»

    Sergio Pent, L'Unità

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    info@galaxiagutenberg.com

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: noviembre 2016

    © Antonio Soler Marcos, 1996, 2016

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2016

    Imagen de portada: © Andrew Eccles

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-16734-67-2

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, a parte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    Aquellos años tan desdichados

    en los que fuimos tan felices.

    ALEJANDRO DUMAS

    Siempre imaginé a las bailarinas muertas cayendo sobre el escenario con el mismo ruido con que Tatín se dejaba ir al suelo. En mi mente, las bailarinas se desplomaban con ese ruido metálico y a la vez blando de lentejuelas aplastadas y carne desnuda que producía Tatín, aunque Tatín no llevaba lentejuelas y la mayor parte de las veces, al caer al suelo, levantaba una nubecilla de polvo y se oía bajo su cuerpo un roer de piedras y guijarros que se debían de hincar dolorosamente en su esqueleto. Ése era el inconveniente de jugar de portero, aunque también tenía otros igual de insoportables, como recibir balonazos en mitad del pecho o en la entrepierna. Y además estaba el aburrimiento, los ratos en los que la pelota rondaba la portería contraria y Tatín se distraía limpiando el suelo de piedras y ordenando los postes hasta que el equipo de enfrente emprendía un ataque y de nuevo lo obligaba a revolcarse por el suelo o le propinaba un pelotazo en el abdomen o en plena cara, porque Tatín tenía mucho pundonor y nunca se apartaba de la trayectoria del balón, aunque los defensas nos diéramos la vuelta o corriésemos para otro lado. Para empeorar las cosas, Tatín tenía gafas, y sólo consentía quitárselas cuando Castillo jugaba de delantero en el equipo contrario y las espinillas y los granos de Castillo le escocían la cara y lo ponían de mal humor. Entonces, Tatín doblaba con mucho cuidado las gafas y las metía en el bolsillo de un abrigo o en medio de uno de los jerseys que servían de poste, y los ojos parecía que se le licuaban y que las pupilas celestes se le iban a derramar en cualquier momento por la cara, como dos lágrimas tintadas con el color del cielo.

    Es verdad que Tatín no llevaba lentejuelas, pero llevaba hierros y correas alrededor de las piernas, un andamiaje de hojalata y cuero que le subía de los tobillos y, bajo el pantalón, se le perdía muslos arriba. Tatín tenía la polio, por eso, por muchos goles que le metieran y por mucho que se aburriese de quitar piedras y ordenar los abrigos de los postes, nunca cambiábamos de portero como hacían los demás equipos, y por eso, cuando caía al suelo sin impulso ni salto alguno, largo y firme como un árbol recién talado, como un mástil o un poste de telégrafos que un rayo acabara de segar, el ruido de esos hierros y de su carne al chocar con la tierra me recordaba aquel otro sonido que producían las bailarinas al caerse muertas en el escenario, un sonido que yo no había escuchado nunca pero que había imaginado cientos de veces oyendo a mi padre y a mi madre hablar de las cartas que mi hermano enviaba desde Barcelona, a donde él, mi hermano, había ido para hacerse bailarín y artista.

    El misterio de aquel sonido dejó para siempre unidas en mi memoria la figura de Tatín y aquella otra, brumosa e imaginaria, de Soledad Rubí, que en realidad se llamaba Sonsoles Aranguren y que fue la tercera bailarina en caer muerta, en realidad medio muerta, sobre las pulidas tablas del escenario de aquel cabaret en el que trabajaba mi hermano y que yo siempre supuse cargado de humo y con cortinas de color rojo oscuro, como la sangre cuando deja de manar de una herida y empieza a formar en el suelo una gelatina suave y aterciopelada.

    A veces he pensado que quizá no fue sólo el sonido lo que dejó entrelazadas para siempre las historias de Tatín y las bailarinas, sino el hecho de que sucedieran de modo simultáneo. En aquel tiempo, antes y después de irme a jugar a la calle y ver y oír caer a Tatín al suelo una y otra vez, yo siempre oía hablar en mi casa del cabaret donde trabajaba mi hermano, una y otra vez veía a mi madre leer muy despacio las cartas que él mandaba desde Barcelona para luego volver a leerlas de nuevo, como si quisiera descifrar algún mensaje secreto en aquellas letras redondas y alegres que parecían bailar por el papel como bailaba mi hermano por el escenario, despreocupado y sonriente. Y una y otra vez oía yo a mi padre comentar con su ayudante, y con el Toto y con sus amigos de Los 21, que en la sala de fiestas a la que había ido a parar mi hermano las bailarinas morían como chinches y que ya todo el mundo iba allí no a verles las piernas ni las pechugas, y menos todavía a contemplar cómo bailaban, sino a ver cómo las bailarinas se caían muertas sobre el escenario y así poder comparar cuál se había muerto mejor.

    Eso pensaba a veces, que el hecho de asociar una y otra historia se debió a que transcurrieron en una misma época, pero la verdad es que en aquel tiempo yo también pasaba cada día siete u ocho horas delante de doña Carmen, y mil veces al día, o un millón de veces si estaba resfriado, veía cómo el Mocos se sorbía la nariz, y nunca se me ocurrió relacionar a doña Carmen ni al Mocos con las bailarinas fulminadas. Creo que tampoco se habría fundido en mi mente el portero con polio con aquellas mujeres que se morían a más de mil kilómetros de distancia, si al caer Tatín no hubiera crujido del modo misterioso con que crujían o me habían dicho que crujían o yo había soñado que crujían las compañeras de mi hermano, entre el humo y las cortinas que tenían el color de la sangre a medio cuajar. De no haber sido por ese ruido, yo habría continuado mirando a Tatín únicamente como a un portero eterno y con la agilidad trabada, y quizá no me habría interesado de aquel modo por las cartas de mi hermano ni por las historias que en ellas contaba, y habría dejado que las cosas siguieran el mismo curso, sosegado y armónico, como un baile dulce, que habían tenido desde que meses atrás mi hermano emprendiera su viaje a Barcelona.

    Después de aquel viaje que yo imaginaba largo y nocturno –largo como si hubieran unido diez noches una detrás de otra igual que iban unidos los vagones del tren–, cuajado de andenes vacíos, viajeros insomnes y luces misteriosas, nada más llegar a Barcelona, mi hermano, que entonces se llamaba Ramón, fue a hospedarse en la pensión del fotógrafo Rovira. En realidad la pensión era de la mujer de Rovira, Angelines, y se llamaba pensión Ríos-España, aunque la mujer de Rovira no se llamaba ni Ríos ni España, sino Cortés Esplá, Angelines Cortés Esplá.

    Era una pensión de artistas y en ella, aparte de Poveda, un afilador que nunca afilaba nada y que se pasaba los días durmiendo y las noches mirando las estrellas como si fuera millonario, sólo vivían compañeros del mismo cabaret que había contratado a mi hermano. Había varias bailarinas, entre ellas la que, inaugurando la tradición, fue la primera en morirse en el escenario, Hortensia Ruiz, y a la que artísticamente le decían Lilí, un camarero que de verdad se llamaba Álvarez y que parecía sordomudo, un trompetista al que todos, en el cabaret y en la pensión, decían Trompeta y un mago disfrazado de chino, Chin Lu, que era un cantante de zarzuela fracasado y cuyo verdadero nombre era Bonilla. Bonilla siempre iba a desayunar al comedor envuelto en un batín de seda con un dragón dibujado en la espalda y con el bigote de chino de la última actuación todavía puesto, aunque ya desbaratado y medio colgando por un lado de la boca después de haber estado durmiendo con él puesto el final de la noche y la mañana entera.

    Lo del desayuno del mago era un abuso, ya lo dijo mi hermano en la primera carta y así lo consideraban todos sus compañeros de hospedaje, porque en realidad lo que el falso chino hacía era levantarse unos minutos antes que el resto de los artistas y que el afilador y el camarero para coger sitio en la única mesa donde daba el sol y obligar a doña Angelines a interrumpir sus labores previas a la comida para servirle café, ensaimadas y un par de magdalenas, ingerido lo cual, se quedaba allí, sesteando quince o veinte minutos bajo la tibieza del sol, con la cabeza descolgándosele una y otra vez sobre el pecho, medio roncando y con el bigote torcido bajándosele por un lado o por otro de la boca, hasta que sus compañeros de pensión y de cabaret empezaban a llenar el comedor y el trasiego de los cubiertos y el olor de la comida lo devolvían a la realidad para encontrar ante sí un plato de estofado o un potaje denso que, con una sonrisa previa, no se sabe si dedicada a sus vecinos de mesa o al propio guiso, el falso oriental empezaba a engullir de un modo laborioso, lento, pero implacable.

    En realidad, la comida era el postre del desayuno, o quizá el desayuno era el aperitivo de la comida. En cualquier caso, estaba claro que el chino Bonilla no perdonaba las condiciones de tres comidas que en su día doña Angelines le había ofrecido a su llegada a la pensión Ríos-España. Y justo aquello era lo que levantaba críticas entre sus compañeros, aquel afán puntillista que parecía no tener en cuenta los desvelos de doña Angelines ni su sometimiento al artístico horario de sus inquilinos, que la obligaban a vivir eternamente como un fantasma, siempre andando de puntillas para no desvelar el sueño de aquella trupe noctámbula en la que también estaba incluido su marido, el fotógrafo Rovira, pues éste era el fotógrafo oficial del cabaret y se dedicaba a retratar a los artistas mientras cantaban y a seleccionar después las fotos mejores para colocarlas en la vitrina que había en la puerta o incluso para hacer los carteles que por todo el Paralelo y por toda Barcelona anunciaban las actuaciones del cabaret. Aunque eso de los carteles se llevaba a cabo de tarde en tarde, y la mayor parte de las fotografías las hacía Rovira a las bailarinas y a los artistas antes y después del espectáculo, cuando se sentaban a tomar copas y a charlar con los clientes y éstos, para conservar de algún modo un recuerdo de aquella noche y del divertimento y de las bailarinas que los habían embriagado, se ajustaban el cuello de la camisa, se peinaban con la punta de los dedos y le pedían a Rovira que los retratara con el brazo echado por encima de una bailarina o sonriendo al lado de un músico.

    A su modo, Rovira también era un artista. Y por eso, porque era un artista, sólo se encontraba a gusto trabajando en el cabaret. A veces, mientras estaba atareado en su habitación de luces rojas, un vaho melancólico o un temor insólito se adueñaban inesperadamente de su ánimo y, dejando las fotos recién reveladas puestas a secar o incluso flotando en el baño fijador, bajaba apresurado las escaleras de la pensión y se dirigía al cabaret, donde en esos momentos estaban bajando las sillas de las mesas y no se oía otra música ni murmullo que el sumir lento y atragantado de las tuberías o el roce de las sillas al ser depositadas en el suelo por la mano cansada, pero todavía firme, de Anselmo, el encargado. Y allí, sin la eterna cámara colgando del cuello, se quedaba el fotógrafo Rovira mirando el escenario vacío y las bambalinas como quien mira dormir a la mujer de la que está enamorado, acariciando con la mirada los cortinajes, las pinturas de las paredes y hasta las manchas de humedad y los desconchones que la iluminación de la noche hacía invisibles.

    Después de aquella mirada lenta, Rovira se quedaba un rato hablando distraídamente con Anselmo el encargado o con alguna bailarina que entonces, vestida de calle y sin maquillar, todavía no parecía una bailarina. Ya por completo calmado, se volvía Rovira a la pensión para sacar del baño fijador las fotografías que en él había dejado sumergidas y para empezar el lento aseo que cada noche culminaba frente al espejo del recibidor, donde el fotógrafo, de modo invariable, se miraba de perfil y se daba unos toques que le desaliñaban el tupé antes de encaminarse, ahora sí, con la cámara en bandolera, hacia el cabaret. Con aquel tupé de aventurero elegante, de caballero atareado, hacía Rovira su entrada en la sala de fiestas llevando en su interior el mismo fuego sagrado que impulsaba a los artistas a salir al escenario, y aunque a él nadie le aplaudía ni le dedicaba silbido alguno y en realidad su figura no era más que una sombra moviéndose en la borrosa penumbra de la entrada, a Rovira le gustaba llegar cuando el local rebosaba humo y clientes y ya no había desconchones por ningún lado ni quedaba rastro de aquel rumor enfermo de las cañerías que algunas tardes, como un médico preocupado por los bronquios de su paciente, iba a escuchar.

    Fue precisamente en compañía de Rovira como mi hermano entró por primera vez en el cabaret. Y fue el fotógrafo quien le presentó a don Mauricio Céspedes, el propietario del local, que saludó a mi hermano efusivamente y con muchas muestras de afecto, como si hiciera mucho tiempo que no lo hubiese visto. De algún modo era verdad que hacía mucho que no había visto a mi hermano, pues no lo había visto en toda su vida y sólo había tenido referencias suyas a través de Carmona, el representante que lo había contratado. Con mucho entusiasmo, preguntándole qué quería beber, llamando al camarero y a la vez ordenándole a Rovira que lo retratara con mi hermano y a éste que se sentase a su lado para que los retratara Rovira, don Mauricio Céspedes, limpiándose con un pañuelo el sudor de la frente medio calva, se interesó por el viaje de Ramón, y por su cansancio y por sus ganas de empezar a trabajar. A todo se contestaba él mismo con una sonrisa afectuosa y diciendo a cada paso, Sí señor, sí, sí señor. Y antes de que mi hermano se llevara a los labios el cóctel que don Mauricio Céspedes le acababa de pedir, ya estaba presentándole don Mauricio a su mujer, y antes de que mi hermano lograse distinguir el rostro de la señora Adela de Céspedes de las pieles que lo envolvían como si la señora fuese un embozado del Tenorio, ya estaba posando para una nueva foto que Rovira, por orden de don Mauricio, Échenos una foto, Rovira, le estaba haciendo al matrimonio en compañía de mi hermano. Y antes de que cesara el fogonazo del flas ya estaba el propietario palmeando el hombro de Ramón y diciéndole a Rovira que lo llevase a los camerinos y le fuese presentando a sus compañeros, y que al día siguiente quería copia, dos copias de las fotos que les acababa de echar. Dos de cada una.

    Pero al día siguiente ya no se acordaba don Mauricio Céspedes de las fotos ni tenía el mismo nerviosismo que le proporcionaba la presencia de su mujer en el cabaret, y aunque no dejaba de ir de un lado para otro ni de santiguarse con aquel pañuelo blanco, siempre andaba con escolta de champán y mujeres hermosas, bailarinas y no bailarinas, que volaban de su lado como palomas asustadas cuando Amalia Moreno, la Bella Manolita, hacía su aparición e iba a sentarse al lado de don Mauricio. Y cuando, pasado el tiempo, semanas o meses después, Rovira le llevaba las fotografías encargadas, don Mauricio Céspedes siempre las miraba extrañado, sin saber cuándo ni por qué le habían hecho aquella foto y hasta dudando de que el sujeto retratado fuese un impostor suyo y no él mismo. Y salvo alguna rara excepción, siempre daba el mismo encargo al fotógrafo, Repártalas, repártalas entre los muchachos, y si no, mejor, para usted, Rovira, para su archivo. Y Rovira, que previamente ya había apalabrado las fotos con alguna de las personas que en ellas aparecían, salvado aquel trámite, procedía a regalar o a vender, dependiendo de que el retratado fuese de la casa o cliente, las fotografías en cuestión.

    Así pasaron a ser propiedad de mi hermano aquellas dos fotos que serían el inicio de una larguísima colección con la que tiempo después, muchos años después, cuando su aventura de Barcelona ya había concluido y yo tenía el doble de la edad con la que él se había marchado a esa ciudad, mi hermano se entretendría rellenando álbumes con aquellos rostros festivos y lejanos que el tiempo no lograba evaporar de su memoria, donde habían quedado prendidos como si Rovira hubiese llenado el cráneo de mi hermano con aquel líquido fijador suyo y éste las hubiera dejado estampadas para siempre en los badenes y recovecos de su cerebro.

    Pero la primera foto que mi hermano, que todavía se llamaba Ramón, envió por correo no fue aquella en la que posó con el dueño del cabaret nada más conocerlo, ni siquiera la que Rovira le hizo apretujado entre don Mauricio Céspedes y su señora, de la que sólo se veían unos ojos muy grandes en medio de una nube de pieles de color blanco. Éstas las vería yo más adelante, cuando en unas vacaciones mi hermano llevó a mi casa dos cajas de zapatos llenas de fotografías revueltas. Pero entonces, la primera foto que mandó fue una en la que él, mi hermano, aparecía en medio de un grupo de bailarinas. Estaba muy delgado, llevaba un jersey oscuro que yo no le conocía y el pelo de una manera distinta, amontonado encima de la frente en un tupé muy grande, como si de pronto le hubiera salido una barbaridad de pelo y no supiese qué hacer con él más que peinárselo así para arriba y domarlo con agua o con lo que fuera que se hubiese mojado la cabeza. A su alrededor, alrededor de la delgadez de mi hermano y de aquella desproporcionada boina de pelo, había cuatro bailarinas, dos llevaban un casquete del que salían unas plumas que en el blanco y negro de la foto se veían de color gris claro, y las otras dos lucían unas melenas brillantes, una rubia y con rizos y ondulaciones, y otra con el pelo lacio y oscuro, no se sabe si moreno o tal vez pelirrojo tostado, y todas sonreían como si estuvieran muy contentas de estar con mi hermano, aunque tampoco ellas lo habían visto en su vida hasta unos días antes. Sólo iban vestidas las bailarinas con unos sostenes de plata, bordados de lentejuelas que tenían un resplandor muy suave, y también se les veían muy suaves los pechos, que casi se les escapaban de aquellos cuencos plateados y que eran lisos. Aunque en la foto no se movían, aquellos pechos daban la impresión de llevar dentro el mismo temblor que tenían los flanes en el plato cuando yo los llevaba de la cocina al comedor, un vaivén firme, y eran tan lisos como los flanes, no como los que hacía mi madre, que siempre tenían estrías y cavas y grumos de huevo, sino lisos como los flanes de la casa Mandarín que a veces mi madre compraba y que en el paquete llevaban retratado un chino que a lo mejor se parecía al chino Bonilla, Chin Lu, y que como él iba vestido con un traje de seda y con un bonete negro que a lo mejor el chino de la pensión Ríos-España de Barcelona también tenía.

    La verdad es que todo en la foto era suavidad y lisura, hasta el papel de la fotografía tenía una suavidad y un brillo que yo nunca había visto en ningún otro papel de fotografía. Era un papel delgado y dócil y tenía un olor raro, no sé si olía al tren en el que había venido la carta, a perfume de bailarina o al baño fijador que Rovira le ponía a todas sus cosas. Al ver la foto, mi padre y mi madre nada comentaron de aquel olor ni tampoco de la suavidad de la fotografía, ni siquiera de la maraña de pelos repeinados que mi hermano llevaba encima de la frente, sólo poniendo cara de pena dijo mi madre que Ramón estaba muy delgado, y cuando mi padre comentó algo de las bailarinas ella dijo que todo era cosa del maquillaje, y aunque mi padre no dijo nada se vio que no se quedaba muy convencido con la sentencia de mi madre, y todavía estuvo un rato mirando con una sonrisa la fotografía, no se sabe si fijándose en la delgadez de mi hermano, en su masa de pelos o en el dudoso maquillaje aquel de las bailarinas, tan hermosas dentro de sus sostenes de plata que nadie se habría atrevido a pensar que cualquier día se podían morir en medio del escenario. Y es que por aquel entonces todavía no se había muerto ninguna bailarina ni ninguna se había caído con ningún ruido en mitad del espectáculo.

    Y como no había muerto ninguna bailarina ni en mi casa se hablaba de aquella epidemia mediante la cual las artistas acababan su baile en agonía y por los suelos, yo, al ver a Tatín en su eterno puesto de portero no tenía presente las palabras de mi madre diciendo que a ver si la desgracia del cabaret iba a coger a mi hermano y un día también Ramón iba a caerse fulminado por un tiro o por un rayo en aquella tarima que ya debía de estar reblandecida de tanto golpe y de tanta sangre como en los últimos tiempos había recibido. Al oír caer a Tatín yo sólo pensaba entonces en correr por la banda y desmarcarme para que él, una vez alzado de su caída, polvoriento y con cara de furia, me echase la pelota y yo a mi vez se la pudiera pasar al Guille, a Castillo o a cualquiera que jugase de delantero. Sobre todo me afanaba yo en mi trabajo si era domingo o sábado por la tarde y estábamos jugando en los Campos 21 o, peor todavía, frente al Colegio de los Sordomudos, donde acudían a jugar equipos de la Granja Suárez y gente con las piernas llenas de pelo que chutaba todo el rato como Castillo cuando las espinillas se le ponían rebeldes y le escocían la cara entera. Aquella gente de Suárez y de esos otros barrios que ya no eran barrios y se mezclaban con desmontes y con los últimos arrabales, parecía que tuviese la pus de las espinillas repartida por todo el cuerpo y por todo el alma y que no tuviera otra forma de quitársela de encima más que a fuerza de patadas.

    En los Campos 21 la cosa era más llevadera, todo tenía otro sosiego y los partidos se parecían más a un juego que a aquel miedo y a aquella angustia de perder la cara de un balonazo que uno sentía nada más ver de lejos el Colegio de los Sordomudos y la explanada de tierra que había delante de él, con los equipos que esperaban su turno sentados en las orillas del terrizo, callados y escupiendo por una esquina de la boca con aquel muelle que parecían tener debajo de la lengua. En los Campos 21 no había problema con Tatín, los del otro equipo, quienes quiera que fuesen, al ver los hierros y las correas de nuestro portero siempre aceptaban bajar el larguero imaginario de nuestra portería, y a veces, en contra de las protestas del propio Tatín, hasta consentían que la acortásemos uno o dos pasos de largo. En los Sordomudos no hubo ninguna ocasión en la que consiguiéramos unir ni una sola cuarta las piedras que servían de poste ni bajar un centímetro la altura del supuesto larguero. Las negociaciones eran farragosas, y los de Suárez, aunque ya nos conocieran de otras veces, siempre se quedaban mirando las piernas de Tatín con un aire avieso, como si nos acabáramos de inventar lo de la polio de nuestro guardameta o éste llevara arrastrando por antojo aquella impedimenta de cuero y metal.

    Por fortuna, aquellas excursiones sólo las emprendíamos de tarde en tarde. Como si nos arrastrara un oscuro deber y sin que nadie dijera nada, de pronto nos veíamos con la pelota bajo el brazo caminando hacia el Colegio de los Sordomudos. Nadie disfrutaba con esos partidos, ni siquiera Castillo, que en medio de aquella gente pasaba desapercibido por mucho que se esforzara en hacer filigranas y dar unas patadas al balón que de ninguna manera podían competir con los cañonazos que a cada instante lanzaban los futbolistas de la Granja Suárez. Y si a todos se nos encogía el corazón cada vez que se nos acercaba alguno de aquellos individuos que tenían galope de caballo y que como caballos resoplaban y levantaban polvo y piedras en su carrera, a Tatín aquel peligro parecía estimularle sus ansias suicidas, y todo el rato estaba dándonos órdenes, anunciándonos con la clarividencia de un espiritista por dónde iba a llegar el balón a la vez que él mismo intentaba colocarse en la trayectoria de aquella bala de cuero y, sin importarle que le revoleasen las gafas o le sangrara la nariz, levantaba los brazos al cielo y se dejaba caer hacia un lado como un mástil herido por un rayo, como un árbol sin ramas ni follaje que le amortiguaran el golpe.

    Al final de la tarde, cuando ya volvíamos camino de nuestra calle sin saber exactamente cuántos goles nos habían metido, contentos de haber salido ilesos de aquella encrucijada aunque cargando con un raro pesar que a todos nos rondaba el ánimo, yo siempre me fijaba en Tatín. Cubierto de polvo y lleno de mataduras, era algo así como nuestro

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