EL CRONISTA DEL MÁS ALLÁ
Hace ya más de un siglo desde que el transatlántico RMS Titanic, el barco más grande del mundo hasta ese momento, se hundió en las heladas aguas del Océano Atlántico. Aquella madrugada del 14 al 15 de abril de 1912, viajaban a bordo 2.208 personas que habían comprado un pasaje con destino al Nuevo Mundo, algunos por capricho turístico, disfrutando de todas las ventajas de un crucero de lujo, muchos con la esperanza de buscar un futuro mejor en EE UU, y otros tantos por las cuestiones más diversas. Atrás dejaban Southampton, en Reino Unido, para encontrarse con los brazos abiertos de la estatua de la libertad en Nueva York. Nunca llegarían a verla. El transatlántico chocó con un iceberg a 600 kilómetros de Terranova, provocando que se partiera el casco de estribor. Otras investigaciones más recientes argumentan que fue un incendio lo que provocó el hundimiento.
La cuestión es que durante las dos horas y media que duró la agonía de ver cómo se iba hundiendo el barco por la proa, mientras la popa iba ascendiendo, la tripulación evacuó a todos los pasajeros
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