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El pecado de Abel
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El pecado de Abel
Libro electrónico168 páginas2 horas

El pecado de Abel

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Información de este libro electrónico

En su lecho de muerte, el solitario patriarca de la familia Martínez le hace una misteriosa revelación a su hijo Fernando, quien inicialmente no parece dar credibilidad a las palabras de su padre, pero, luego, a partir de una serie de hallazgos, se verá envuelto en una intrigante búsqueda que lo llevará hasta los rincones más profundos del pas
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 dic 2021
ISBN9789585162945
El pecado de Abel
Autor

Carlos Andrés Ramírez

Carlos Andrés Ramírez Cadavid (Medellín, 1975). Es un ingeniero especialista de la Universidad Pontificia Bolivariana, dedicado por más de 20 años a los servicios de consultoría para importantes clientes públicos y privados del sector eléctrico. También se desempeña como instructor en el manejo de software especializado para estudios eléctricos. Este año, presenta de la mano de Calixta Editores, «El Pecado de Abel», su primera novela. Un drama familiar, escrito desde el poder de la nostalgia, del recuerdo y del amor, que sorprenderá al lector por su intrigante narrativa y por lo humano de sus personajes.

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    El pecado de Abel - Carlos Andrés Ramírez

    Capítulo I

    Los tres entraron en silencio al apartamento después de un extenuante día en el que fueron testigos de un largo desfile de personas. Para Andrés algunos rostros resultaron conocidos y otros no los había visto nunca en la vida. Todos, sin excepción, se acercaron a su padre durante el día a expresarle sus condolencias por la muerte de Abel Martínez.

    En ese momento solo quería quitarse el saco y la corbata. No recordaba haberla utilizado desde el día de su grado de la universidad un par de años atrás. De hecho, estaba utilizando el mismo traje y la misma corbata, la cual guardaba sin deshacerle el nudo porque ni su papá ni su abuelo sabían hacerlo y siempre tenían que recurrir donde algún vecino a pedirle el favor, quienes lo hacían con tanta rapidez que le resultaba imposible memorizar todos los movimientos para intentarlo luego por su cuenta.

    Quitándose la corbata no pudo evitar recordar a su abuelo, que desde luego lo acompañó el día del grado. Recordaba perfectamente que al final de la ceremonia lo agarró de los hombros con fuerza, lo miró a los ojos y con voz temblorosa por la emoción le dijo: «Mijo, ¡qué berraquera! Yo que me iba a imaginar tener algún día un nieto ingeniero». Lo pronunció en un tono tan fuerte que recordaba haber mirado alrededor para asegurarse de que nadie hubiera visto la eufórica escena en la que quedaba en evidencia la escasez de logros profesionales de su familia.

    Aunque Abel Martínez siempre fue un hombre cariñoso con él, Andrés no recordaba otro momento en el que se hubiera visto particularmente emocionado. Siempre fue un hombre moderado en todas sus formas, aun cuando discutía con la abuela, quien religiosamente le recriminaba al menos una vez al día por el «reblujero» que mantenía en la habitación en la que dormía. Hacía ya bastantes años que dormían en habitaciones separadas: la abuela ocupó la alcoba matrimonial hasta el día de su muerte, unos años atrás, y Abel apartó una habitación al final de la casa que utilizó como dormitorio y taller de reparación hasta el día en que falleció. De esas discusiones solo recordaba a su abuelo responder sin alterarse y en tono cansino: «Déjame, Emilia, que el reblujo es mío y allá no te estorba».

    En sus años de juventud, Abel estudió una modesta carrera técnica en reparación de electrodomésticos, la cual abandonó por falta de recursos, ya que estaba recién casado con Emilia. En ese momento se debatía entre terminar sus estudios o conseguir un empleo que le permitiera comprar una casa grande en donde pudieran albergar los hijos que soñaban tener, por lo que decidió buscar empleo y postergar los estudios, un pendiente que nunca terminó. Sin embargo, los conocimientos que adquirió en su paso por el tecnológico fueron suficientes para que años después se dedicara en sus ratos libres a reparar electrodomésticos, tanto los de su propia casa como los de los vecinos del barrio, los cuales le remuneraban por ese servicio que él prestaba más por diversión que con fines de lucro. Debido a este oficio alterno, fue acumulando a través de los años un sinfín de piezas de repuesto de cuanto aparato electrónico existía. La habitación era un verdadero laberinto formado por montañas de electrodomésticos desvalijados y piezas electrónicas. Andrés recordaba ver en la habitación radios de auto, monitores de computador, televisores, licuadoras y un sinfín más de piezas que no lograba identificar, todas ellas desbaratadas y repartidas sin ningún patrón ni orden. Le resultaba imposible imaginar que pudiera devolverle la vida a alguno de esos cacharros inservibles. Cada vez que Fernando –su papá– le recriminaba a Abel por no deshacerse de todas esas piezas la respuesta de su abuelo era la misma: «No las puedo botar porque me pueden servir después».

    El día había comenzado temprano, con todos los tramites funerarios del caso. Fernando se encargó de todo y estuvo atendiendo llamadas telefónicas desde la noche anterior, cuando falleció Abel. Sufrió durante sus últimos años de una insuficiencia respiratoria, que sus allegados atribuían a sus años de fumador. A pesar de que los padecimientos comenzaron años atrás, no había tratamiento ni medicamentos que pudieran aplazar lo inevitable. Los últimos días los pasó conectado un concentrador de oxígeno, que ocupó un lugar de privilegio al lado de su cama y que parecía ser uno más de sus innumerables cacharros del taller, excepto por el insoportable ruido que hacía. A todos les resultaba imposible creer que pudiera conciliar el sueño con el ruido monótono y constante del concentrador.

    Los últimos días en la casa de Abel Martínez fueron muy parecidos: una enfermera que contrató Fernando pasaba toda la noche con él asistiéndolo en lo que necesitara; en las mañanas, su nuera Liliana llegaba para acompañarlo durante el día hasta entrada la tarde, cuando llegaba Fernando a relevarla hasta que volvía la enfermera. El ciclo se repitió durante los últimos dos meses.

    Fernando fue la última persona que vio con vida al «gentil» Martínez, como lo llamaban algunos vecinos del barrio. La noche de su muerte, mientras lo acompañaba, su respiración comenzó a empeorar hasta que finalmente sus pulmones dejaron de funcionar. Desde entonces, Fernando no ha dormido nada porque justo después del fallecimiento, inició los trámites con la funeraria para la ceremonia religiosa en el templo del barrio en el que vivieron casi toda su vida y para la cremación, que fue una de las pocas peticiones que hizo antes de morir: «Cuando me muera, me creman. No me vayan a meter a un cajón».

    Aunque en los últimos meses para todos era inminente que Abel moriría, a Andrés le llamó la atención lo apesadumbrado que vio a su padre en el sepelio. Más que triste, lo notó ensimismado, como si una abrumadora cantidad de recuerdos se movieran por su mente y lo trasladaran a un tiempo y lugar distante.

    Una vez llegaron a la casa y luego de una cena en familia poco animada, Fernando hizo un comentario que de inmediato intrigó a Liliana y a Andrés:

    —Uno nunca termina de conocer a las personas... definitivamente es como si todo el mundo ocultara algo —Ambos se quedaron mirándolo en silencio y luego continuó—: Mi papá siempre fue un hombre reservado. Pero anoche antes de morir me sorprendió. Parecía que necesitaba sincerarse con alguien y me dijo algo que me tiene pensativo.

    —¿Por qué dices eso? —preguntó Liliana.

    Fernando hizo una pausa, contuvo el aliento y luego les habló de lo sucedido. Les dijo que, aunque su padre tenía más dificultades para respirar esa noche, para su sorpresa hizo un movimiento con las manos indicándole que se acercara. Parecía que quería decirle algo, lo cual le pareció bastante inusual porque mientras lo acompañó durante los últimos meses nunca conversaban debido a la condición de Abel. «En cualquier caso —dijo Fernando con una sonrisa irónica—, nunca fuimos muy cercanos y tampoco hablábamos mucho antes de su enfermedad». Ese recuerdo pareció afectarlo por un instante y visiblemente emocionado tuvo que hacer una nueva pausa. Se recompuso y continuó diciendo que, después de poner su libro encima de uno de los aparatos del taller, se aproximó a su padre para tratar de escucharlo mejor. Dijo que se quitó la mascarilla de oxígeno y murmuró algo que al comienzo Fernando no entendió. Abel lo tomó por el cuello y lo halo suavemente para tenerlo tan cerca como pudiera de su rostro, y fue cuando pronunció las palabras que seguía sin comprender. Fernando pausó el relato mientras Liliana y Andrés solo se miraban y permanecían a la expectativa por conocer las palabras de Abel.

    —Me dijo: «Mijo, le quiero pedir perdón» —En ese momento Andrés pudo notar un brillo en los ojos de su padre mientras continuaba diciendo—: «Su mamá y usted fueron lo más importante en mi vida. Siempre los quise proteger de mis errores, pero hubo otras personas a las que les causé daño. Si algún día descubre los errores que cometí quiero que me perdone y que sepa que traté de hacer las cosas bien, pero a veces las personas buenas también nos equivocamos». Fernando finalizó diciendo que cuando Abel terminó de hablar, se puso de nuevo la mascarilla y cerró los ojos. Prefirió no profundizar en lo que le acababa de escuchar, porque no quería tener que hablar de algo que parecía ser doloroso para él. Solo le dijo que no se preocupara, que para él fue un buen padre, que no había nada que perdonar. Todo quedó en silencio, pero, pasados unos minutos, la respiración de Abel empeoró y cuando Fernando trató de ayudarlo a sentarse para que respirara mejor, fue inútil y murió en sus brazos.

    Capítulo II

    En sus primeros años de matrimonio, Abel y Emilia vivieron en una pequeña casa en un barrio marginal de la ciudad. Al poco tiempo, Abel consiguió un empleo en una próspera empresa que fabricaba textiles y eso le permitió reunir dinero y respaldar los préstamos bancarios para comprar la casa en la que vivió el resto de su vida y en la cual Fernando vivió toda su infancia y adolescencia hasta el día en que se emancipó.

    Con el paso de los años, la prosperidad de la industria textil de la ciudad fue desapareciendo y muchos empleos se perdieron durante las décadas posteriores, entre ellos el de Abel. Ante esta situación, decidió reunir parte del dinero de la liquidación que recibió de la empresa y montar una tienda de abarrotes en un costado de la casa, en una de las habitaciones de la parte de atrás, que daba a una de las calles más concurridas del barrio, por donde transitaban los colegiales en las tardes, después de la jornada escolar, e incluso durante algunos años fue una de las calles por donde pasaba la ruta del autobús del barrio. Como tenía conocimientos básicos en albañilería, se encargó de hacer la reforma a la casa él mismo y así, a los pocos meses de quedarse sin empleo, tenía en servicio su tienda, la cual administró en compañía de Emilia.

    La clientela de la tienda era amplia y variada: desde los viejos vecinos del barrio que tenían el privilegio de que se les fiara, hasta los estudiantes del colegio que salían a gastar sus monedas en golosinas, mecato y sobres de láminas para llenar los álbumes de moda, como los del mundial de fútbol o los de las series animadas de televisión del momento. También desfilaban por allí los muchachos del barrio que se juntaban a tomar cerveza al frente de la tienda y sostenían sus largas tertulias sobre fútbol o películas, y de vez en cuando pedían la opinión de Abel:

    —Don Abel, ¿quién es mejor futbolista?, ¿Maradona o Zico?

    A lo que él siempre respondía con sobradez, haciendo gala de su sabiduría:

    —Ninguno de los dos, muchachos, el mejor de todos fue el Rey Pelé.

    A todos los atendía con amabilidad por una pequeña ventana y, como era natural, todos en el barrio lo conocían. De ahí nació el apodo de «gentil», porque era la manera más breve de decir «el señor buena gente de la tienda».

    Andrés tenía muchos recuerdos de infancia de las visitas a la casa de sus abuelos: Las deliciosas comidas de la abuela Emilia y ese cariño enorme que siempre tuvo con él, así como la recurrente frase sarcástica de su abuelo que siempre le decía: «Emilia, deja de consentir a ese muchacho», a lo que ella respondía dándole más besos y abrazos, como para dejar claro que no le importaba lo que él dijera. Recordaba también los techos altos y las enormes habitaciones llenas de viejos muebles.

    Sus lugares favoritos de esa casa siempre fueron la tienda y el taller, que él siempre vio como parte de un mismo espacio. Recordaba que cuando llegaba de visita con sus padres, y después de los saludos de rigor, se iba directo a la tienda, donde sin falta le esperaba una suculenta golosina o un refresco que su abuelo le daba: «¿De cuál quiere, mijito?», siempre le decía. Otro recuerdo fascinante de sus visitas a la tienda era leer los suplementos dominicales del periódico, que el abuelo compraba sin falta; estos traían aventuras a todo color de El Fantasma o Tarzán, que leía con fascinación y que siempre lo dejaban con ansias de que llegara el próximo domingo para continuar con la historia. El taller era un verdadero caos, pero le resultaba divertido ver de cerca las entrañas de todos los aparatos que había allí y pensaba que eso quizás tuvo que ver con que se inclinara por tomar una carrera de ingeniería.

    El

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