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San Juanico: Una novela de Baja California Sur
San Juanico: Una novela de Baja California Sur
San Juanico: Una novela de Baja California Sur
Libro electrónico398 páginas6 horas

San Juanico: Una novela de Baja California Sur

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Información de este libro electrónico

En el año 1960, en el lejano poblado de San Juanico, México, Luisa y Pedro traen al mundo un niño, su primer hijo en sobrevivir al parto. La península de Baja California, lugar donde viven, es uno de los sitios más remotos de Norteamérica. Sin caminos, despoblado, aislado. La imagen viva de la pobreza. Cerca de las montañas y del mar, San Juanico está realmente lejos de todo.

Luisa y Pedro soñaban con algo mejor que su choza con piso de tierra, así que él y su amigo Félix emprenden un viaje con sus mulas hacia la lejana "ciudad" de Insurgentes. Amenazado por políticos locales manipuladores, empresarios adinerados y traficantes de drogas en la periferia, el pueblo de San Juanico está en la línea de fuego de los siglos XIX y XX.

San Juanico presenta un elenco de personajes vivaces —ganaderos, pescadores, vaqueros y mujeres fuertes como un roble—, todos compitiendo por la supervivencia en el romántico desierto de Baja California. Mientras se hacen negocios, aumentan las apuestas y las vidas de todos en el pueblo están en juego. Enfrentándose a los desafíos de su humanidad, la gente de San Juanico aprende a amar, a aceptar y a luchar por sus sueños.

El autor, Guy Bonnivier, vivió temporalmente en una solitaria palapa en el Mar de Cortés por veinte años, cerca de sus excepcionales tierras y su gente. Él intenta capturar la esencia de ese tiempo y lugar en este apasionante relato, su primera novela.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento1 mar 2021
ISBN9781735177144
San Juanico: Una novela de Baja California Sur

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    San Juanico - Guy Bonnivier

    Copyright © 2020 Guy Bonnivier

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro podrá ser reproducida en cualquier forma sin el consentimiento expreso y escrito del editor, Guy Bonnivier, excepto para breves referencias en una reseña literaria.

    ISBN: 978-1-7351771-3-7 (Tapa blanda)

    ISBN: 978-1-7351771-4-4 (eBook)

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, negocios, lugares, eventos, locales, e incidentes son producto de la imaginación del autor o se utilizan de manera ficticia. Cualquier parecido con personas de la vida real, vivas o muertas, o eventos actuales es mera coincidencia.

    Diseño de cubierta: Judith S. Nicolas, Judith S. Designs

    Diseño y edición de la versión inglesa: Cortni Merritt, SRD Editing

    Diseño del libro: Brianna Davis, Meraki Design

    Mapas e ilustraciones: Jasna Cizler

    Traducción al español: Lorena Ledesma

    Edición del texto español: Sara Sánchez-Hernández

    Impreso por Guy Bonnivier en los Estados Unidos.

    Primera edición 2020.

    www.guybonnivier.com

    Para:

    Los muchos conservacionistas mexicanos que conocí en el camino y con quienes trabajé en Baja California Sur.

    ÍNDICE

    Rancho San Juanico, 1960

    Rancho San Juanico, 1965

    Santa Marta

    Travesía

    Mar de Cortés

    El sendero del acantilado

    Agua Verde

    Timbabichi

    Rancho San Juanico

    Ejido San José del Norio

    Territorio de Baja California Sur

    Septiembre, 1960

    Juan Pedro Amador Murillo caminaba lentamente por el sendero bajo el sol del mediodía en dirección a su choza. Por más de un siglo, las afiladas pezuñas de los animales domésticos, que buscaban agua del oasis alimentado por manantiales, habían seguido el mismo camino. Sobre el suelo endurecido, entre las rocas dispersas, había varios centímetros de polvo pulverizado. Las fosas nasales de Juan Pedro se habían coloreado de gris al inhalar las finas partículas que se levantaban en nubes pequeñas con cada uno de sus pasos. Un pañuelo empapado en sudor colgaba suelto alrededor su cuello, y una incipiente y oscura barba de dos semanas sombreaba su rostro. Sus rasgos curtidos contradecían sus escasos veintiocho años.

    Cactus, maleza de mezquite e impenetrables matorrales de uñas de gato cubrían de gris el reseco paisaje hasta donde alcanzaba la vista. Hacia el sur, el oeste y al norte, el horizonte estaba enmarcado por montañas que se alzaban a miles de metros sobre el suelo del valle. Hacia el este, se extendía un amplio valle que llegaba hasta el Mar de Cortés, a diecinueve kilómetros de distancia. Descendiendo hacia el mar, había una pared vertical de trescientos metros de roca escarpada. Encaramada en lo alto del acantilado estaba la llanura desértica a la que Juan Pedro le llamaba hogar. Era el único hogar que él y su extensa familia habían conocido.

    Ese día, mientras Juan Pedro se acercaba a su miserable choza, el sol le daba directamente en la cabeza. Las sofocantes temperaturas del mes de agosto habían dado paso a los días apenas templados de septiembre. Las tres mujeres del pueblo que lo saludaron lo recibieron desde la estrecha franja de sombra que se extendía desde la pared lateral de la choza.

    ¡Juan Pedro!, le dijo la mujer sonriente y regordeta, quien fue la primera en hablar. Sus dientes estaban torcidos, pero blancos, relucientes, como nueva cáscara de huevo, contrastando de manera considerable con su curtida y oscura piel.

    Abrazó a Juan Pedro y le susurró: Eres un hombre afortunado. ¡Eres un varoncito! ¡Estás grandote y sano con harto cabello negro!

    Juan Pedro cambió su postura adormecida y mostró una pequeña sonrisa. Extendió la mano y sostuvo a la mujer por los hombros con sus manos endurecidas y la movió suavemente hacia atrás para poder mirar sus ojos café oscuros. Con su reconfortante asentimiento, las lágrimas brotaron de los ojos oscuros de Juan Pedro y cayeron por su rostro, dejando huellas resbaladizas en el polvo y el rastrojo. Este era su tercer hijo, pero solo el primero en sobrevivir después del parto.

    ¡Gracias, Diosito!, fue todo lo que dijo, y besó a la mujer en la mejilla antes de hacer lo mismo con las otras que estaban a su lado. ¿Puedo entrar para conocer a mi hijito?, preguntó, pero no esperó la respuesta y se dirigió hacia la entrada sin puerta.

    En las tenues sombras de la choza, su esposa de veintitrés años, Luisa, estaba tendida en la tierra sobre un colchón hecho de arpillera blanda y hojas de palma. Estaba cubierta modestamente con una sábana de algodón raída mientras sostenía al recién nacido contra su pecho pálido e hinchado. Su hermana, Nora, estaba arrodillada a su lado en la tierra dura con una taza de leche de cabra en la mano. Lucía mucho más serena que Luisa.

    Pedro, ¡tenemos un hijo! Es igualito a ti. Toma, cárgalo y ponle un nombre, le dijo Luisa mientras le entregaba al bebé.

    Juan Pedro analizó al pequeño mientras lo mecía de atrás hacia adelante. Estaba sin palabras, después de un largo rato miró a Luisa y le dijo: ¡Juan Carlos será su nombre! ¡Le diré a todo el pueblo y haremos cabrito esta noche! Ya sé cuál voy a agarrar. Vi a un pequeño machito en el agua esta mañana. Voy a ir por él y lo cocinaré yo mismo. Tú no hagas nada, mi cielo. Solo quédate ahí quietecita en la cama y alimenta a nuestro hijo. ¡Regresaré pronto con el animalito para la fiesta! Toma, dijo Pedro mientras le entregaba con cuidado el bebé a Nora.

    Era el año 1960. Juan Carlos Amador Murillo nació en la miserable pobreza en el pequeño pueblo conocido como Rancho San Juanico, en las altas mesetas desérticas y montañas del centro-sur de Baja California Sur, México. La única razón por la que Rancho San Juanico existía era el singular manantial de agua dulce que goteaba del suelo hacia una grieta rocosa en el fondo del valle. Los nativos ancestrales habían construido una pared de roca que rodeaba el manantial para protegerlo del pisoteo de sus cabras y burros, y en las recientes generaciones, de una pequeña cantidad de ganado. La cantidad de agua que se filtraba a la superficie era minúscula, aproximadamente diecinueve litros por hora, pero día tras día, semana tras semana, el agua se filtraba y alimentaba un pequeño oasis de humedales y una insignificante y escasa parcela de chiles y frijoles. El oasis estaba dominado por una pequeña arboleda de palmeras datileras que se veían a metros de distancia cuando se miraba desde el lejano borde rocoso que rodeaba el valle en tres costados. Un pozo de nueve metros de profundidad, cavado a mano, revestido de roca, estaba junto al manantial y cubría las necesidades más inmediatas. También tenía un cubo de estaño oxidado, magullado, y maltratado, anudado a una cuerda, vieja y deshilachada, que estaba atada a un poste de mezquite. Lo usaban para sacar agua del pozo.

    Una docena de cuevas, o más, estaban esparcidas por la ladera de las colinas que rodeaban San Juanico. El antiguo arte indígena grabado y pintado en las paredes de la cueva mostraba a un borrego cimarrón y a un ciervo siendo perseguidos por hombres que sostenían palos, lanzas y arcos. Las cuevas habrían sido ocupadas a tiempo completo por los aldeanos locales excepto por su cercanía con el agua. Cuando se dispuso de materiales de construcción de la naturaleza más rudimentaria, los nativos encontraron que la vida era más fácil cerca del agua, en vez de acarrearla en recipientes hechos con pieles de cabra o cerámica pesada en la ladera de la montaña. Las cuevas se usaban actualmente para guardar y conservar una pequeña cantidad de queso de cabra, carne seca, y semillas, y como lugar para tomar una siesta en un sitio frío y oscuro en una tarde calurosa. Muy por debajo de las cuevas y las rocas, los aldeanos vivían en una extraña variedad de refugios adosados, palapas de hojas de palma, y chozas ampliamente espaciadas en dos hectáreas de tierra plana que rodeaba al manantial. En raras ocasiones, los pequeños aviones que se dirigían a la península daban vueltas a baja altura para inspeccionar más de cerca la destartalada aldea. Los aldeanos se quedaban paralizados, mirando con asombro y aturdimiento al avión.

    En 1960, la población de Rancho San Juanico era aproximadamente de cincuenta personas, en su mayoría hombres, mujeres y niños relacionados. Normalmente, los primos se casaban con sus primas. Había ocho familias, muchas viudas y viudos solitarios, y solteros. El acceso al mundo exterior era limitado, y el conocimiento de este era mínimo. Casi todos los hombres y chicos, a partir de los doce años, habían visto al menos el Mar de Cortés al este desde el borde de los acantilados. Un pequeño número de ellos había emprendido la peligrosa caminata por el accidentado sendero a través de las rocas hasta el nivel del mar. En la otra dirección, un sendero lleno de baches cruzaba el desierto a ochenta kilómetros al este y llevaba a la Bahía de Magdalena, una llanura irrigada que rodeaba la ciudad agrícola relativamente próspera de Ciudad Insurgentes, a poca distancia del Océano Pacífico. Estaba a dos días caminando desde San Juanico por el Mar de Cortés, y del mismo modo, dos días de cabalgata constante en mulas o burros en la dirección opuesta a través del desierto hacia Ciudad Insurgentes.

    Desde Insurgentes, un primitivo camino de tierra iba tanto al norte como al sur. Hacia el norte, el camino serpenteaba y atravesaba la cruda y escabrosa Sierra de La Giganta, y alcanzaba alturas de más de novecientos metros sobre el nivel del mar. Después de un agotador día de viaje en camión a través de peligrosas curvas y cañones, el camino volvía a nivel del mar al pequeño pueblo costero de Loreto. Loreto fue construido en una llanura aluvial de suave pendiente, escondido entre la altura de la imponente La Giganta y el Mar de Cortés. Esparcidos por la llanura aluvial había algunos manantiales aislados que alimentaban una cantidad de cultivos, palmeras datileras y, lo más importante, una tubería que proveía una fuente confiable de agua fresca a los ciudadanos de Loreto.

    La primera ciudad capital de California, Loreto, fue fundada por misioneros jesuitas en el año 1697. Construyeron una magnífica misión de piedra ese mismo año, que todavía servía a la parroquia católica local más de trescientos años después. Sin embargo, Loreto nunca creció ni prosperó, porque carecía de un puerto resguardado en el Mar de Cortés. Las embarcaciones locales se limitaban a pequeñas lanchas en forma de banana propiedad de los pescadores, quienes las dejaban dispersas al azar por las playas locales, muchas de ellas boca arriba en la arena.

    Dirigiéndose hacia el sur desde Insurgentes, en la dirección opuesta a Loreto, el primitivo camino de tierra, el más transitado, cruzaba onduladas llanuras desérticas y bordeaba montañas desoladas, que se levantaban aquí y allá como islas solitarias. Un largo día de viaje en camión hacia el sur llevaba a los viajeros a la ciudad más grande del sur de la península de Baja California, La Paz. Casi todo el comercio que sustentaba a la escasa población del territorio de Baja California Sur pasaba por La Paz. Barcos desde México, y más allá, anclaban en la bahía, y un ferry que pasaba dos veces al mes ofrecía pasaje entre La Paz y el país de origen. Extrañamente, los habitantes de Baja California Sur se referían a México, como si fuera otro país.

    De los habitantes de Rancho San Juanico, solo algunos de los hombres más mayores se habían aventurado tan al sur como La Paz. Sus historias, y las de los extraños visitantes, junto con algunos gastados ejemplares de revistas, proveían la única información que había sobre el mundo exterior. En San Juanico, un solitario cementerio se erguía entre el palmeral y un pequeño semicírculo de rocas volcánicas. Las tumbas estaban esparcidas sobre el suelo reseco sin mucha consideración. Un pequeño número de lápidas, apenas legibles, databan de principios del siglo XIX. Sin embargo, la mayoría de las tumbas estaban marcadas por cruces de madera deterioradas o simples montones de piedra hechos a mano. Casi todas eran tristes parcelas que pertenecían a un bebé o a un niño. En cuanto a las demás, cincuenta años era una edad ya muy avanzada.

    Rancho San Juanico

    1965

    Después de Juan Carlos Amador Murillo le siguió una hermanita, Maricela, en el año 1961. La pequeña familia vivía el día a día en su patética choza, sufriendo la brutal pobreza que había en Rancho San Juanico. Los niños nunca vieron una tableta de aspirina, ni un curita, ni siquiera habían probado el sabor de la pasta de dientes. Sus dietas estaban al borde la desnutrición. No estaban conscientes de sus carencias, porque no conocían otra cosa. Sus sonrisas y travesuras conmovían los corazones de todos, como lo hacían la mayoría de los niños mexicanos en las ciudades y pueblos remotos de las partes rurales del país. Se habrían quedado estupefactos si alguien les hubiera dicho que vivían en condiciones del tercer mundo, o que estaban a no tantos kilómetros de distancia, como la altura a la que se eleva el águila al volar, de lugares como Los Ángeles, California, o incluso Disneyland.

    Al pequeño Juan Carlos le gustaba merodear solo. Podría reunir una bandada de gallinas y fingir que eran cabras para pastorear, o podría espiar a las codornices que venían durante las tardes en busca de agua en el manantial. Algunas veces, sorprendía a un coyote o a un grupo de borregos cimarrones en el agua. Una memorable noche, vio a un puma venciendo a un joven borrego cimarrón. El puma estuvo acechando silenciosamente desde el matorral de palmeras datileras, esperando. Fácilmente hubiera podido atacar a Juan Carlos, pero entre sus presas naturales no estaban incluidos los humanos de cinco años.

    El intimidante y enorme felino ignoró al niño, quien, sin saberlo, caminó directamente frente a él mientras esperaba paciente. Apenas unos segundos después, atacó con saña a un grupo de borregos cimarrones que se acercaron al pozo de agua. Los desesperantes y agonizantes chillidos provenientes del animal herido, la explosión de polvo que surgió cuando los otros animales se giraron y huyeron, y las gotas de la brillante y roja sangre arterial que saturaron el primitivo y aterrador rostro del puma se quedaron grabados de inmediato en la memoria del niño. No tuvo tiempo de reaccionar porque todo pasó de manera muy rápida.

    Simplemente se quedó paralizado y, cuando se recompuso, retrocedió un paso lentamente fuera del palmeral mientras el animal gruñía y se cernía sobre su presa. Solo hasta ese momento, Juan Carlos sintió miedo y comenzó a vomitar, mientras se volvía y regresaba a la seguridad del jardín en donde se acurrucó en un rincón entre las plantas de chile; pasó casi una hora temblando y llorando. Más tarde esa noche, después de que se había recuperado, les contó a sus padres la historia del puma y del borrego cimarrón de manera jactanciosa. Su padre sonrió con orgullo y le dio una palmadita en el hombro a su hijo, mientras su madre espantada trataba de sacar ese pensamiento de su mente.

    Al día siguiente, sin decirle nada a nadie, Juan Pedro tomó el rifle calibre 22 de su vecino, rastreó al puma y le disparó hasta matarlo. Sabía que solo sería cuestión de tiempo antes de que el animal enfocara su atención a las cabras y a los niños. Esa noche, todos los pobladores compartieron la carne del puma en la cena.

    La parte favorita del día de Juan Carlos era la noche, cuando su padre estaba en casa discutiendo los eventos de la jornada con su madre. Su imaginación era animada y vívida. Cuando ya no podía quedarse quieto, bombardeaba con preguntas a sus padres, pero la mayoría de las veces los escuchaba y procesaba los pensamientos abstractos en su cabeza. Luisa se reía de él y le decía que su mente era como un cepo.

    Una tarde de verano de ese año, Juan Carlos se dio cuenta de que su padre parecía distraído e inquieto. Juan Pedro tenía una tabaquera que guardaba para ocasiones especiales, y en esta noche en particular, la sacó y preparó con cuidado un cigarrillo. Carlos observaba mientras su papá prendía el cigarrillo, lo inhalaba, y organizaba sus ideas antes de hablar con Luisa, quien estaba amasando un montón de masa de tortilla en una mesa de madera destartalada al otro lado de la pequeña habitación.

    Alonso está agripado. Me pidió que llevara las mulas a Insurgentes esta semana, dijo Pedro, mientras arrojaba las cenizas del cigarrillo sin mirar hacia donde habían caído. Eso fue todo lo que dijo, observando el humo que salía del cigarrillo, esperando pacientemente una respuesta. Luisa levantó la mirada, sin dejar de amasar, reflexionó por un momento y le respondió: Pero solo has ido para allá una vez en tu vida, y esa vez fue con Alonso. Dios sabe hace cuánto tiempo. ¿Crees que es prudente que hagas ese largo viaje sin él?

    ¿Por qué necesitaría a Alonso? Cualquier ciego podría seguir ese camino, y esas viejas mulas han estado en Insurgentes más veces de las que yo he cumplido años, le dio otra calada a su cigarrillo. Podrían llegar solas. Solo voy de compañía y para descargar las cosas. Además, Alonso me dijo que Félix va a ir conmigo.

    Luisa levantó de nuevo la mirada de su amasada e hizo una mueca. Afirmó con un tono de sarcasmo: Félix es solo un niño. ¿De qué te va a servir?

    Su respuesta obtuvo una inmediata reacción de Juan Pedro, y él se reafirmó respondiéndole: Es un muchacho de dieciocho años, y ha ido este año cuatro veces a Insurgentes. ¡Ese niño tiene tantos músculos como cualquiera de esas mulas! Tan solo la semana pasada, lo vi someter a un novillo de ciento veinte kilos y atarlo antes de que el animal supiera lo que estaba pasando. ¿Lo has visto últimamente? Es tan grande y fuerte como cualquier hombre de este pueblo, ¡excepto probablemente de mí!

    Luisa dejó de amasar y su rostro se enrojeció para contener la risa. Ella respondió: Ah, ya entiendo. ¡Recordándome que estoy casada con el mejor hombre de San Juanico! Por favor, perdóname, Pedro, si algunas veces olvido lo suertuda que soy. ¡A lo mejor tengo que recordarte que yo soy la mujer más lista y hermosa de todo San Juanico!

    Es verdad, Luisa, lo eres. Eso no lo discuto, le respondió con una sonrisa. Le dio una larga calada a su cigarrillo.

    Después de un incómodo silencio, Luisa le preguntó en un tono más serio, Si te vas a Insurgentes, ¿qué voy a hacer todas esas noches aquí solita sin ti? Y tú, ¿más cachondo que esa cabra Billy que tenemos por allá? Dios sabe con quién terminarás, ¡después de una noche loca de tequila!

    Pedro sonrió de nuevo y le dio otra fuerte calada a su cigarrillo, mientras observaba a su esposa que estaba parada en la mesa, amasando la masa. A sus veintiochos años, estaba de acuerdo con que ella era la mujer más hermosa de San Juanico. Habían estado casados por catorce años y, a diferencia de otras mujeres de su edad, no había ganado peso. Era fuerte y muy activa, y a él le parecía que siempre estaba haciendo algo. Sus pechos eran de tamaño promedio, pero iban sueltos bajo el fino trapo de su blusa. Perdieron un poco de firmeza después de haber dado a luz a los niños, pero tenían el tamaño perfecto para su delgada figura.

    Caminaba con gracia natural, aunque sus caderas y muslos se habían ensanchado. Para él, ella era mucho más atractiva en plena condición de mujer que cuando se casaron. Su largo cabello castaño oscuro le llegaba hasta la parte baja de la espalda, y lo trenzaba en una cola hacia atrás o al lado de su hombro derecho. Tenía hebras de plata que él había comenzado a notar. Sus ojos siempre brillaban y aparecían tenues arrugas cuando sonreía. A diferencia de muchas mujeres de mediana edad que se enfrentaban con los desafíos de la miserable pobreza, parecía que Luisa siempre estaba sonriendo. Y para el infinito deleite de Pedro, ella poseía un gran apetito sexual y una imaginación brillante que compartía de manera entusiasta con él. Sabía lo afortunado que era.

    Ah, pero la vida es tan corta, Luisa, le respondió finalmente. No me negarías un poco de tequila después de un viaje tan peligroso, ¿o sí? le preguntó con una risita pícara.

    Siguiéndole el juego, Luisa sonrió antes de que él siguiera hablando y le dijo: No, viejo. Creo que merecerías un tequila, especialmente después de un viaje tan largo y arriesgado, en donde tú, solo con tu hombría, estuviste a cargo de un chamaco debilucho y unas mulas viejas. Luego, quizá una noche después de que hayas llegado, justo antes de que caigas borracho como un tonto, antes de que vomites hasta las tripas, podrías probar a una joven señorita de nuevo. Te prometo, Juan Pedro Murillo, al día siguiente, antes de que su perfume se desvanezca, ¡desearás estar en casa con la verdadera mujer de tus sueños! Antes de que termine esta noche, ¡te recordaré cómo es!

    Lo sé. Lo sé, le dijo un poco avergonzado.

    La conversación confundió un poco al pequeño Juan Carlos.

    Seguido de otro silencio, mientras Pedro terminaba su cigarrillo, reanudó la conversación desde un ángulo diferente.

    De verdad, Luisa. He estado pensando que podría ser un buen momento para ir y hacer esto. Alonso me dice que hay serios rumores en Insurgentes acerca de construir un camino desde San Juanico hasta allá. Algunas personas piensan que un día podría ser posible que un camión viaje a través del desierto, para llegar hasta acá a San Juanico. Solo piénsalo, lo que nos lleva una semana en mula solo tomaría un día en camión. Piensa en todo lo que puede cargar un camión a diferencia de la mula, y un camión podría venir una o tres veces por semana. Piensa en eso por solo un minuto, mujer, ¿podrías hacerlo?

    Luisa no esperó a responder: ¡Ahí estás, soñando de nuevo! No me sorprende que Juan Carlos piense en tantas cosas extrañas. ¡Lo sacó de ti!

    ¡Podría hacerlo posible! ¡Me encantaría ver lo contenta que te pondrías si un camión lleno de comida y muchas cosas más que necesitas llegará aquí enfrente de tu palapa! ¿Qué piensas de eso? ¿eh?

    Cuando lo vea, lo creeré. Si es tan fácil, ¿por qué Alonso no ha pensado ya en eso? Desde que recuerdo, siempre está yendo a Insurgentes, y nunca lo he escuchado decir nada sobre eso.

    Alonso adora a sus mulas y esa forma de vida, y creo que le gusta pasar tiempo lejos de Julia. Probablemente a él no le interese mucho una nueva carretera. Me cae bien Julia, sabes que sí, ¿pero alguna vez la has visto feliz? ¿Cuándo fue la última vez que la viste reír o al menos sonreír un poquito? Creo que, si yo fuera Alonso, también preferiría pasar tiempo con las mulas.

    Luisa terminó de amasar y se pasó las manos por su raída y apagada falda. Analizó a Pedro por un momento. Él estaba mirando hacia el final del crepúsculo, y ella pensó en el gran hombre que era. Siempre la ponía a ella y a sus hijos antes que todo, y ella sabía más que nadie lo terrible que se sentía sobre su desesperada pobreza y sus decrépitas condiciones de vida.

    He estado pensando en esto por mucho tiempo, Luisa, Pedro comenzó de nuevo. ¿Qué crees que hago cuando estoy afuera todo el día con las cabras? ¿Crees que las sigo sin pensar a través de los matorrales? Creo que podríamos abrir una pequeña tienda. Podríamos vender aceite de lámpara, verduras, manteca de cerdo, harina y latas de comida. También material para hacer ropa. Todos necesitan ropa aquí. Piénsalo, Luisa. ¡Nuestras vidas no serían las mismas!"

    Juan Carlos no se pudo resistir, y habló de repente: Papá, ¿de verdad va a venir un camión aquí a la palapa? ¿Puedo ir contigo hasta Insurgentes? Puedo andar en mula, ya lo sabes. ¡Me has visto!

    No, no, no, Carlos, respondió Luisa. Tu papá solo está diciendo cosas sin sentido. Insurgentes está muy lejos para que vaya un pequeño como tú. Cuando seas grande, puedes ir a Insurgentes.

    Pedro miró a su hijo y le dijo: cuando tengas la edad de Félix, un camión llegará aquí hasta nuestra palapa. Ya verás.

    El rostro de Juan Carlos mostró preocupación, y preguntó: ¿Puedes traer un camión contigo al regresar?

    No esta vez, pero cuando al final venga uno, ¡podrás subirte y pasear en él! Por ahora, es momento de que tú y Maricela vayan a dormir. Quiero hablar un momento con tu mamá.

    Aunque ya era muy noche, Juan Pedro se sentía muy despierto. Quería pensar. Cruzó el duro suelo de tierra y buscó su tabaquera que estaba encajada entre las hojas de palma del techo. No podía recordar cuándo había sido la última vez que había preparado y fumado dos cigarrillos en una misma noche.

    Mientras inhalaba la primera calada de su segundo cigarrillo, él se sentó afuera en un tambaleante y viejo banquito que estaba debajo del borde del voladizo cubierto de la palapa. Podía escuchar a Luisa discutiendo suavemente con los niños detrás de él. Como siempre, las estrellas de Baja California se cernían sobre sus cabezas en una gruesa manta parpadeante. Estaba exhausto. Estaba cansado de cuidar cabras. Estaba agotado de ver a Luisa tratando de alimentar a su pequeña familia con frijoles secos, una preciosa cucharada de manteca de cerdo, algunas tortillas, y quizá una taza de leche de cabra. Raras veces, en ocasiones especiales, podían comer un pequeño pedazo de queso de cabra o, con mucha menor frecuencia, un delicioso trozo de carne. Solo la mitad de las veces tenían una cucharadita de manteca de cerdo.

    Pedro se dio cuenta de que uno de sus vecinos, a unos cien metros de distancia, estaba inclinándose sobre una pequeña fogata de mezquite, y escuchó el sonido de algunas ollas y sartenes. Por alguna extraña razón, le dio un vuelco en el estómago. Sus patéticas chozas al menos eran lo suficiente espaciosas como para proporcionarles un poco de privacidad. Aun así, todos compartían dos primitivas letrinas, y se bañaban detrás de cortinas de hojas de palmas que eran casi inútiles, usando cubetas de agua y gruesas esponjas. Solo algunos hombres, que habían ido hacia Insurgentes o La Paz, habían visto una bañera o se habían duchado. Las mujeres solo podían soñar con esas cosas.

    Después de dormir a los niños, Luisa acompañó a Pedro en el banco. Puso su mano en el muslo de él mientras se sentaba. Por encima de su hombro, ella lo miró frunciendo el entrecejo y le preguntó, ¿Dos cigarros esta noche? ¿Qué estamos celebrando? Sus cejas se levantaron mientras preguntaba.

    Pedro se pasó la mano a través de su sucio y largo cabello negro y le dijo: Quiero una vida mejor para ti y mis hijos. Tú y yo ya no somos unos chamacos, Luisa. Nuestras vidas no son tan diferentes a las de nuestros padres. ¡Mi padre murió a los cuarenta y dos! Podrían quedarme solo nueve años si me va como a él. Tu padre nos dejó a los cuarenta y cinco años. Tu madre murió el día que tu hermano nació. ¿Es eso todo lo que nos espera?, Luisa le dio un ligero apretón en el muslo mientras dejaba que ese pensamiento se desvaneciera. Sabía que él tenía razón.

    Pedro sopló otra bocanada de humo y continuó: He decidido que no voy a envejecer y morir aquí en San Juanico sin intentar tener una vida mejor. He estado pensando en esto por mucho tiempo. Se volvió y la miró a los ojos, reflejaban las estrellas.

    Tengo la oportunidad de ir a Insurgentes, continuó tomándola de la mano. He decidido que haré más que solo llevar las mulas e intercambiar el queso. Quiero ver un camino construido hacia Insurgentes. Quiero conocer a la gente de allí que puede ayudarnos. Quizá me vaya por más de una semana, buscó aprobación en la mirada de ella.

    Luisa reflexionó por un momento y una capa de arrugas, una encima de la otra, apareció en su frente cuando le preguntó, ¿Estás pasando por eso que le llaman ‘crisis existencial’?

    Pedro no le respondió. Simplemente le dio otra fuerte calada a su cigarrillo. Su mano tembló cuando la apartó de su boca, y sus pulmones se mantuvieron quietos antes de exhalar. Luisa notó que su mano estaba temblando.

    Ella puso en orden sus pensamientos después de darse cuenta de lo formal que se estaba poniendo la conversación. Le dijo: Aunque te estoy haciendo pasar un mal rato, yo también quiero una vida mejor, Pedro. Lo sabes. Siempre hago bromas sobre que eres muy soñador, pero eso es lo que amo de ti. Sabes cómo soñar. Algunas veces olvido decírtelo, pero yo también tengo sueños. Si ese camino que quieres construir puede traernos a una maestra, cambiaría nuestras vidas para siempre, se inclinó hacia él mientras lo decía.

    Ella percibió el fuerte olor a tabaco en su aliento.

    No va a ser fácil lograr los cambios que me dices, continuó, pero ¿qué hay de fácil en vivir en este lugar sin nada? ¿Qué comida tenemos? Y cosas estúpidas de las que nunca hablo – como esa única ropa interior que he tenido en la vida, un regalo de mi padre cuando cumplí diez años. La usé bajo mi falda hasta que se desgastó. Fue la única pieza de ropa de mujer que tuve. Quiero que mi hija sepa cómo se siente. ¿Es eso mucho pedir?, ella puso su brazo alrededor de su hombro.

    Estuvieron callados por un largo rato, cuando Luisa le dijo suavemente: Vamos a tomar un baño. Quiero darte amor, y también necesito un poco. Le dio un codazo y se levantó del banco. Tiró suavemente de su mano para animarlo, en dirección a la cortina de hojas de palma.

    Bajo las estrellas, Pedro y Luisa caminaron de la mano sin mucho propósito a través del patio abierto hacia la cortina. Se despojaron, hasta la más mínima pieza, de sus ropas sucias, andrajosas y manchadas de sudor.

    Las tiraron a la tierra. Sus cuerpos olían a cabra y sudor. Luisa tomó la esponja húmeda y una pieza de jabón con lejía de la cubeta. Lentamente comenzó a tallar a Pedro, desde su cabello sucio hasta los pies. Él hizo lo mismo con ella. Acarició sus pechos con la esponja húmeda y jabonosa, y los tomó con cada una de sus manos. Sus pezones de color chocolate se endurecieron con su tacto y se levantaron

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