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Donde se tejen los cuentos
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Libro electrónico251 páginas3 horas

Donde se tejen los cuentos

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Índice

El lord (Sabino Fernández Alonso (Ciro))
La caja mágica (Rafael González)
Despierta, cuervo (Ismael Manzanares (Isma))
Volver, con la frente marchita (Ángela Piñar)
El legado (Raelana Dsagan)
Cristina (Jaime Cantó (elultimo))
Blanquita (Yolanda Boada Queralt)
El tonto, la vaca y la vida (Fedor Yanine)
El viento y las palabras (Nieves Muñoz de Lucas)
El guajolote peregrino (Jilguero)
Santiago de Chile (Julio Araya)
Confesión (M. Mar Montero)
Donde se tejen los nombres (Meiko)
Imaginarium (Gisso (Fco. Ferri))
El dulce canto del mar (Julio C. Gilardi (Eleanis))
El olor de la muerte (Sergio Cossa)
El color que bajó del cielo (Alicia N. Müller (Shimoda))
La Arcadia perdida (Cristina Ares Chicote)
Grito (Yolanda Galve)
Regreso inesperado (Rita Barrera Etura)
Juicio a un escritor (Carlos Gamissans)
Sucia (Vientoo)
Vida apasionada (Berta Llaneras)
Gaitas y malabares mientras el mundo se acaba (Desierto (Alejandro Diego))
El cristal con que se mira (Xavier Beltrán)
In dubio... (Arwen_77)
La bailarina (Ma Isabel Martínez del Moral)

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 ene 2013
ISBN9781301861286
Donde se tejen los cuentos
Autor

¡¡Ábrete libro

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    Donde se tejen los cuentos - ¡¡Ábrete libro

    El lord

    Sabino Fernández Alonso (Ciro)

    Era don Ramiro Miraflores, licenciado en Medicina, de los de mucho parlar, escaso resultado, pero sobre todo mucha ciencia parda. Traqueteando entre los callejones de Muralla, ciudad inconquistada de la España vieja y cansada del siglo, sólo atendía don Ramiro a damas de alta sociedad murallense y señores de cortes o parlamentos, ora liberales, ora conservadores, pero todos ellos con posibles. Portaba maletín gastado pero con prosapia y acompañábale mozo cabal y listuelo, de pocos años y muchas picardías, a modo de ayudante y meritorio. Llamábase, el rapaz, Enrique Encino, y llamábale todo el mundo Enriquillo, incluido don Ramiro, que lo trataba con más miramientos que a sus sufridos pacientes.

    —¡Mal de altura es lo que tiene la señora! ¡Mal de altura! —sentenciaba don Ramiro.

    —Pero ¿mal de altura, don Ramiro, si estamos a nivel del mar? —terciaba el marqués de Priego.

    —¡Mal de altura! ¡Que lo tengo yo muy reconocido! ¿No subió ayer doña Cayetana al monte Pirru en una excursión campestre? O ¿me lo va a negar usted?

    —¡Hombre, don Ramiro, pero si el monte Pirru no tiene ni 100 metros de alto! ¡Si es una cuestecilla!

     Nada, mal de altura y punto. O ¿sabe usted las propiedades reostáticas que la falta de oxígeno produce sobre la sangre en circulación? O ¿conoce usted, acaso, la postcarga cardiaca originada por la bajada de presión atmosférica?

    —No, yo, la verdad, no sé nada de la reostática atmosférica del oxígeno esa.

    —Pues ¡a callar entonces! Es muy bonito rebatir los diagnósticos de los doctores sin saber nada de la reostática de la carencia de oxígeno ni de la postcarga cardiaca y su relación con la presión atmosférica. ¡Ahí lo quería yo ver! Con mis conocimientos y lidiando con incultos en materia médico-quirúrgica. No hay más solución que unas friegas con agua tibia y esperar la natural evolución de enfermedad tan grave.

    —Pero ¿tan grave es? Parece una simple fiebre.

    —¡Mal de altura nada menos! De las peores enfermedades. Hay quien no ha salido de una similar.

    —¡Válgame el cielo, don Ramiro! ¿Se nos muere entonces doña Cayetana, mi muy amada esposa?

    —Y ¿para qué está la ciencia médica, hombre de Dios? Enriquillo, aplícale sangría, remedio eficacísimo para el mal de altura.

    —Pero ¿va a ser Enriquillo quien practique tan riesgosa práctica? —protesta el marqués.

    —¡Qué riesgosa ni riesgosa! Pues no ha hecho Enriquillo sangrías ni nada, y todas con resultados estupendos.

    La marquesa falleció a los quince días, según don Ramiro por una complicación de su bien diagnosticado mal de altura y por la falta de hidratación resultante de la poca calidad grasa de las gallinas empleadas en hacerle caldos.

    En nada afectó esto a la reputación de don Ramiro e incluso creció la estimación del físico que a punto estuvo de salvar a doña Cayetana, la marquesa de Priego. El marqués mostró incluso agradecimiento, no se sabe si por los buenos oficios de don Ramiro, por las perfectas sangrías de Enriquillo, o porque se le conocían amores con una ciudadana de Muralla, viuda de buen ver, especialmente cuando mostraba el escote en el teatro de la ciudad de provincia.

    Fue en plena fama de don Ramiro, que él pensaba bien merecida la tenía, por sobresalir en mucho por encima de la incultura científica de la villa, cuando llegó al poblado lord Michael Fritz- Stuart, caballero inglés de menos ciencia parda y más estudios que el médico murallense. El Lord, como desde entonces fue conocido, había llegado a Muralla por circunstancias desconocidas para la mayoría. Los rumores que circulaban por los casinos de la villa decían que había venido a arruinar la vida y la fama de don Ramiro, enviado por el diablo en persona, que no podía estar otra cosa que resentido de la cantidad de almas inconfesas que el buen doctor le privaba de colocar en su habitáculo infernal. La realidad era bien distinta. El Lord era primo del difunto don Paco Palomares, que había fallecido sin dejar heredero alguno, de forma directa. Y como la madre de Paco Palomares era inglesa y hermana de la madre del Lord, fue menester que el albacea testamentario enviara un mensaje a la Gran Bretaña, para buscar al pariente más cercano, que no era otro que el Lord.

    La herencia de don Paco consistía principalmente en la casona en la mejor ubicación de Muralla y algunas participaciones en la fábrica de tabaco. Desengañado de amores, pues no hay que olvidar que las británicas son mujeres de armas tomar, pocos besos dar y mucho mandar, el Lord había escapado de su país como alma que lleva el diablo y encontró a las españolas de Muralla con mucho más gracejo y menos remilgos que las puritanas hijas de la Gran Bretaña. Por todo ello, una vez arreglados los problemas testamentarios, decidió el Lord instalarse en el caserón de los Palomares y dedicarse a su profesión, que para desgracia de don Ramiro era la suya misma, es decir, la medicina. Aunque de elegancia inmaculada y de porte estupendo, rubio y buen mozo, no dejaba el Lord de despertar ciertos recelos entre los murallenses. Se decía que había estudiado en Viena, patria como todos sabemos de los segundones de la monarquía española, aquellos que descendiendo del hermano del emperador Carlos V, Fernando, habían gobernado esas tierras. Se sabía además que eran los vieneses de cabeza dura, poco seso y mucha terquedad y sólo aptos para la repostería. Afirmaba además don Ramiro que lo peor de la ciencia médica se había criado en aquellas frías tierras llenas de filosofillos promiscuos, por no decir salidorros, que esas palabras no las empleaba don Ramiro. Por todo ello, tuvo que empezar el Lord por atender a la masa obreril de Muralla, aquella que don Ramiro rechazaba como hez de la sociedad. Cobraba el Lord cuanto podía y en muchas ocasiones nada o en especias: un gallo, unos kilos de patatas, un queso o unas «fabas» que tenían un tacto bucal cual mantequilla y que pronto dejaron al Lord maravillado de los productos murallenses.

    Pero fue la hija de don Santos Hermida, dueño de varios ultramarinos de la villa, la que finalmente encumbró al Lord a lo alto de la estima de Muralla. La señorita Estefanía padecía del morbo histérico, propio de las jovencitas demasiado piadosas, que tiradas por un brazo por la tentación de la carne y tiradas por el otro por la guarda de la virtud acaban medio desgarradas y sin catar varón. Eso ocurríale a la señorita Estefanía Hermida, tratada durante años por don Ramiro bajo el diagnóstico de alergia estacional y mermada en su vigor por las sangrías de Enriquillo.

    Una tarde después de misa y paseando por el malecón de Muralla, doña Estefanía cayó desmayada, junto a su criada Conchita. A falta de nadie que acudiera a la urgencia médica, acudió cual buen samaritano el Lord, que se encontraba paseando por el mismo malecón, del brazo de Margarita Ozores, actriz que gustaba de la compañía de extranjeros allí donde acudía con su compañía a representar. Margarita enseguida apremió al Lord a actuar, pese a hallarse éste remiso ante una paciente de su enemigo natural en Muralla y por pertenecer al estrato de la gente bien de la villa y no querer en modo alguno enfrentamientos con don Ramiro. Pero tan apremiado se vio que sacando unas sales odoríferas de su bolsillo hizo volver en sí a la señorita, que se encontró en brazos del rubio y elegante Lord. Como el mal de la señorita Estefanía ya lo ha diagnosticado quien les escribe, ésta pidió a su padre que desde entonces fuera su médico, a la cabecera de su cama, el Lord y no don Ramiro. Anduvo remiso don Santos Hermida, pero acabó cediendo, en aras de la insistencia de su querida y única hija. Mandaba el Lord que le dejasen a solas con la señorita Estefanía y mediante prácticas masajísticas en las áreas inguinales de la enferma, que parecía sufrir con mayores aspavientos que las sangrías de Enriquillo, pero que consiguieron una mejoría inusitada, consiguió que la lozanía y la alegría de vivir volvieran sin remilgos a la señorita de la casa.

    Fue entonces cuando, contentísimo de ver la mejoría de su hija, comentó don Santos en el Casino Central que don Ramiro no era más que un papanatas y que el Lord sí que sabía de medicina. El chismoso del casino, Joaquinito Rebollo, juntapalabras más que periodista de la gacetilla de la villa, en seguida corrió la voz de lo dicho por don Santos, y publicó en el libelo local que el más afamado industrial de Muralla afirmaba la supremacía de la medicina vienesa sobre la medicina patria. Revolvíase don Ramiro leyendo la gacetilla y viéndose desprestigiado por el archienemigo de la causa hispana, es decir un británico, no sabía qué solución tomar, pues no era poco lo que había a perder en tamaño duelo.

    —¡Que un embaucador británico venga a manosear a las señoritas de Muralla! ¡Que el botarate de don Santos permita que su hija sea mancillada por un asaltacómicas! ¿Cómo lo ves, Enriquillo? ¿Cómo lo ves?

    —Nefasto, don Ramiro, ¡una vergüenza! ¿Cómo lo he de ver?

    —¿Qué hago Enriquillo? ¿Qué hago? ¡Que ya veo a toda Muralla acudiendo a que el Lord de los demonios les palpe donde no debe palpar, les escuche donde no debe escuchar, les descubra lo que no debe descubrir! ¡Y todo por la imbecilidad de don Santos, que mal rayo le parta! El muy tonto no mira ni por la salud ni por la honra de su hija. Una alergia estacional, que como bien sabes, Enriquillo, puede llevar a la muerte si no se trata adecuadamente.

    —¡Y encima dicen las malas lenguas, don Ramiro, que se lo cura con masajes en zonas poco pudorosas!

    —Lo mismito que había oído yo, ¡pues no sabe nada el lordcito! ¡Lujuria y no medicina es lo que practica ese diablo protestante! ¡Corriendo a quitarle la venda de los ojos al retrasado de don Santos, que sabrá mucho del precio del bacalao en salazón pero nada de asuntos de honra!

    Y en la casa de don Santos se presentaron don Ramiro y Enriquillo. Tras las presentaciones, don Santos apreció el demudado semblante de ambos visitantes y con apuro los pasó al saloncito de fumar.

    —Pues ustedes dirán, ¿qué les trae por mi humilde casa con ese aspecto que tal pareciera que han visto ustedes al fantasma de un lechuguino?

    —No me nombre lechuguinos, don Santos. ¿Usted no sabe que en toda Muralla se dice...? —preguntó don Ramiro.

    —¿Se dice? ¿Qué se dice?

    —Se dice, señor mío, se dice.

    —Se dice, don Santos, se dice —apostilló esta vez Enriquillo.

    —Pero ¿qué diablos se dice? ¡Señores, que están acabando ustedes con mi paciencia!

    —Eso mismo, los diablos o mejor dicho el diablo.

    —Pero ¡qué diablo ni qué leches! Explíquese de una vez, don Ramiro.

    —Díselo tú mejor, Enriquillo, por no ser yo quien acuse a un pseudocolega.

    —Don Santos, toda Muralla comenta que el Lord ha curado a su hija a base de deshonrarla y por eso anda ella tan lozana y tan contenta.

    —¡Fuera, fuera de mi casa! ¡Cómo se atreven ustedes a venir a esta casa con semejantes injurias!

    —Ya nos vamos, pero mire usted, don Santos, de no matar al mensajero en lugar de al diablo que ha deshonrado su casa.

    Y así se despidió don Ramiro acompañado del fiel Enriquillo.

    En grave trastorno quedó la mente de don Santos, que no sabía si creer en lo dicho por los visitantes, si creer que se decía o no se decía o con qué carta quedarse. Resolvió, por fin, llamar a su hija y decirle lo que los dos intrigantes le habían contado. La cándida de Estefanía, que no sabía si el método terapéutico del Lord iba o no en contra de los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, pero colegía que no debía de estar muy permitido, pues tanto placer le proporcionaba y de todos era sabido que las cosas que producen placer son prohibidas por oficio por la Santa Madre Iglesia, en tal situación de confusión se halló que no pudo más que echarse a llorar. Esta actitud fue para don Santos una afirmación sin duda.

    Tal trastorno arrebató a don Santos que cogió su escopeta de caza, con la que algún que otro jabalí había abatido, y fuese al caserón de los Palomares a abatir, según pensaba, otro miembro de la raza porcina.

    La gacetilla de Juaquinito Rebollo publicaba en su editorial una diatriba sin sentido en que se acusaba a la justicia española de ser más papista que el Papa, pues de resultas de la injuria de un felón británico hallábase un ejemplar industrial murallense encarcelado, por la única falta de salvar su honra, mientras que el felón se había salvado con un pequeño rasguño en la pierna zurda, extremidad que como todos sabían era de poca importancia, salvo para guardar la simetría del pantalón.

    La verdad era un tanto distinta. Don Santos Hermida había acertado un disparo de postas en la zona inguinal del Lord, con resultado de la amputación de la pierna izquierda y una incontinencia urinaria de por vida, pues alguna posta había afectado a los nervios encargados de la micción. Muerto de miedo y lisiado de por vida, lord Michael Fritz- Stuart había vendido o más bien casi regalado el caserón de los Palomares y había regresado a la Gran Bretaña, donde habría mujeres menos rumbosas pero abundaban menos los energúmenos de armas tomar. La señorita Estefanía había sido ingresada en el convento de Las Clarisas, donde probablemente no curaría nunca de su morbo histérico o, como decía don Ramiro, de su alergia.

    —Morbiosis gutata. ¡De las peores enfermedades!

    —¿Usted cree, don Ramiro?

    —Sin duda. ¿Verdad, Enriquillo?

    —Sin duda, don Ramiro. ¿Sangría, doctor?

    —Por supuesto, sangría, sangría, no hay otra solución. Y aun así, sin resultados garantizados, pues la morbiosis gutata es una enfermedad de las peores.

    —De las peores, sí, señor —corroboraba Enriquillo.

    —Menos mal, Enriquillo, que la gente bien de Muralla sigue en buenas manos, tras la huida de ese cobarde pseudocientífico.

    —Menos mal, don Ramiro, menos mal. ¡Qué sería de la salud de Muralla sin usted!

    Nota del autor: La técnica empleada por el Lord para curar el morbo histérico de la señorita Estefanía Hermida fue una técnica realmente empleada en la medicina de la época, con excelentes resultados. No hay que ver en ello, por tanto, una imaginación erótico-humorística del autor.

    La caja mágica

    Rafael González

    El pequeño Marty Stewart aprovechó el primer bostezo de su tía Agnes para escabullirse tras el deslucido telón bermellón. Hasta ese momento, los escasos espectadores del sucio teatro de vodevil le habían ignorado por completo. Así que, aburrido de pasear entre las butacas con la bandeja de cigarrillos y golosinas a cuestas, se detuvo en un extremo del escenario.

    —... Cigarrillos, pipas, goma de mascar. Compre sus cerillas, caballero... —continuó anunciando, con monótona desgana.

    La oportunidad llegó con la actuación de las coristas. En cuanto las chicas pisaron la tarima, su tía dejó que se le cerrasen los párpados y comenzó a cabecear. Sin perderla de vista por el rabillo del ojo se coló entre la algarabía de piernas, faldas al vuelo y risas alocadas.

    —¿Dónde te crees que vas, Marty?

    El vozarrón de Roldán, el portero, se dejó oír por encima de las notas del piano. Pero para entonces ya había puesto un pie en el foro del escenario y corrió a esconderse detrás de una fuente de cartón piedra. Desde allí vio asomar el corpachón de Roldán, demasiado grande para el traje que le obligaban a vestir.

    —Marty —volvió a llamarle—. Me vas a meter en un problema. Sabes que al señor Boswell no le gusta que se cuele gente aquí —le recordó, con su voz de toro estrangulado—. Y tu tía se va a enfadar.

    Por supuesto que se enfadaría al descubrir que no estaba trabajando. Pero la tía Agnes encontraba muchas razones al cabo del día para castigarle. Ya se preocuparía más tarde de eso. Los últimos compases de Buenas Tardes, Caroline resonaron a través del telón, y con ellos el aviso para que todos volvieran a sus puestos. Marty sonrió triunfal mientras el hombretón se marchaba, esquivando sogas y refunfuñando.

    En su interior, lo sintió por Roldán. El ex ballenero era de los pocos que no le trataba con cajas destempladas cuando estaba de mal humor. Y como le dejaba entrar en su carromato siempre que quería, Marty se sabía de memoria los nombres que llevaba tatuados en el brazo, con las correspondientes historias picantes de cada una de las chicas.

    Pero allí, en las intrincadas penumbras del foro del escenario, era el único lugar en el que Marty podía olvidar. A su tía Agnes, el olor de los cigarros, los coscorrones de los clientes cuando no les atendía a tiempo... y la ausencia de su madre. Entre la maraña de sogas, cortinajes y atrezo desvencijado, su imaginación volaba libre hacia Texas. Donde su padre estaría trabajando en un pozo petrolífero. Se lo imaginaba tal y como esos trabajadores de los yacimientos que aparecían en los periódicos: sonriendo a la cámara, debajo de una brillante capa negra de aceite. Iba a conseguir mucho dinero, cuando encontrase petróleo. Compraría una casa, un automóvil, y volverían a vivir juntos. Serían una familia de verdad otra vez.

    Marty notó cómo se le humedecían los ojos, y se limpió las incipientes lágrimas con la manga de la camisa. Justo entonces, unas voces llamaron su atención. Alguien estaba entrando a aquella parte del teatro desde los camerinos.

    —Le digo que su máquina no funciona. La he probado varias veces y no consigo nada.

    A la luz de un quinqué, surgieron dos figuras. Marty reconoció al joven que sujetaba la lámpara. Le había visto en el escenario, con un chaqué prestado, sacando ristras de pañuelos de una chistera polvorienta. Los carteles de la entrada le anunciaban como «Chapeau, maestro ilusionista», pero a él no le parecía gran cosa. Había sustituido en el teatro a Emilius el Grande, un anciano que solía escoger a Marty para hacer aparecer monedas de cuarto de dólar de su nariz y orejas. Le acompañaba un hombre menudo, vestido con una camisa de amplias mangas bordadas y un pantalón ajustado al tobillo. Cuando la luz dejó ver su rostro, aparecieron unas afables facciones orientales. Atendía con paciencia impertérrita a las quejas de Chapeau, mientras le seguía a la esquina en la que almacenaba los aparatos de la función.

    —Emilius me dijo que podía confiar en usted,

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