Cuentos al sol
Por ¡¡Ábrete libro
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«Verano. Tiempo de sol, playa y vacaciones anheladas. Época de ocio y relax. Sin embargo, el verano también está lleno de sorpresas y, a menudo, nuestros planes pueden sufrir giros inesperados. Los cuentos de esta antología, cuyo telón de fondo común es el verano, son un claro ejemplo de eso. Historias llenas de ternura, amor, pasión y muerte que os enternecerán y os harán sonreír; que os sorprenderán e incluso os provocarán escalofríos a pesar del calor más sofocante».
Cantata de sol radiante [Ismael Manzanares]
Robo de género [YUYU]
El espejo [P. J. Martínez]
Aquel perfecto instante de luz [Ricardo Gomez]
Sueños [YUYU]
La rana que pateó el Vesubio [Miguel Ángel Maroto]
La última dríade [Gavalia]
Contigo, contigo, contigo [Tadeus Nim]
Babel [Yolanda Galve]
Pensamientos de un escritor (no reconocidito) [P. J. Martínez]
Glaucoma de cuatro pulgadas [David Pascual González]
Superman [Saber]
La nueva [Ana Cepeda Étkina]
Un sombrero vacío [Desierto (Alejandro Diego)]
Tormenta de verano [Alfredo Ferrero Yanini]
Amor mío [Saber]
De cuerpo presente [Pseudoabulafia]
Rescisión de contrato [Yolanda Boada Queralt]
Septiembre [Yolanda Galve]
El presente de un tiempo pasado [Miguel Ángel Maroto]
La espera [Nora Müller]
El final [Pulp]
Mi espejo se rompió una noche de San Juan [Nieves Muñoz de Lucas]
Café y letras [Alfredo Ferrero]
La leyenda de Eala [Ana B. Rodríguez]
La extraordinaria aventura de Alma [Rafael González]
Una respuesta particular [Martín Lexequías]
Réquiem por uno más [Gisso]
Café ardiente [Nora Müller]
La importancia de nirvanizarse [Estrella de mar]
Aquí hay dragones [Aránzazu Mantilla]
La otra Babilonia [Fedor Yanine]
El hematófago [Nieves Muñoz de Lucas]
La casita azul [Yolanda Boada Queralt]
Espejos [Cristina Ares Chicote]
La estación de los recuerdos [Jesús Carrasco]
Tu nombre en la arena [Juanan (Juan Antonio Marin)]
Un soneto para Alejandra [Gavalia]
El año en el que no hubo verano [Cristina Ares Chicote]
Cosa de críos [Gisso]
Una boda [Martín Lexequías]
Las manos [Karla Flores]
El gol que inspiró el primer gran invento del siglo xxi [David Pascual González]
Microrrelato [Estrella de mar]
Llamada perdida [Alejandro Diego (Desierto)]
De nuevo [Julia C. Martínez]
El hombre que se cubría con un toldo [Sabino Fernández Alonso (Ciro)]
El libro [Pseudoabulafia]
La primera, todas las mañanas [Aránzazu Mantilla]
Rebelión [Dori Vázquez]
Matilde [Ángela Piñar]
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Robo de género
YUYU
Elisardo estaba acomodándose en su butaca cuando llamaron a la puerta. Con el ceño fruncido se levantó a abrir. Sus dos gorilas permanecían impasibles, uno a cada lado de la mesa.
Su sorpresa fue mayúscula cuando al abrir la puerta descubrió a una hermosa joven acompañada por una horrible cabra de un solo cuerno. Su mirada saltaba de un personaje a otro cuando la cabra habló:
—Buenos días.
Elisardo parpadeó dos veces. Después pareció comprender.
—¿Ventrílocua?
—No —respondió la cabra—, yo soy Amaltea y ésta es Cibeles.
Elisardo, aún sorprendido, las hizo pasar a su caravana. La cabra entró primero y se detuvo en seco al ver los gorilas.
—¿Y esos bichos?
—Gorilas —respondió Elisardo sonriendo.
—¿Comen cabras?
—Pues no, que yo sepa —contestó, ya realmente divertido.
La cabra entró de mala gana y se situó a una distancia considerable de los primates. Elisardo señaló una silla mientras se dirigía a su asiento.
—Siéntese, por favor.
La cabra subió a la silla de un salto y, con verdadero arte gitano, giró dos veces sobre sí misma y se sentó. Elisardo prorrumpió en carcajadas y, mirando a la chica, señaló la otra silla. La muchacha tomó asiento.
—¿En qué puedo ayudarla?
En la misma línea, fue la cabra quien contestó:
—Pues verá, venimos buscando la cornucopia y creemos que está en su circo.
—¿Cornucopia?
—Sí, el cuerno de la abundancia, o como quiera llamarlo. Cibeles lo necesita para invocar al verano.
—¿Invocar al verano?
—Sí, bueno, en realidad eso es trabajo de Fortuna, pero está en una despedida de soltera en Las Vegas y creo que no se despega de la ruleta, así que este año se encarga Cibeles.
Elisardo guardó silencio unos segundos.
—Bueno... Como entrevista de trabajo, desde luego, es la más original que he visto nunca.
—¿Entrevista de trabajo?
Elisardo entrecerró los ojos.
—¿Qué quiere de mí?
—De mano, que me mire a mí cuando me hable y no a Cibeles —dijo la cabra algo exaltada—, y después quiero que reúna a todo su personal y me lleve ante ellos.
—Están todos en la carpa central, en un ensayo general —comentó Elisardo, dudoso.
La cabra saltó de la silla.
—Pues, ¿a qué esperamos?
—Ya entiendo. Quiere actuar delante de la troupe para conseguir su aceptación, a la vieja usanza.
La cabra frenó su avance hacia la puerta y se giró.
—Algo así. Sí, una actuación.
Elisardo separó las lonas que hacían las veces de puerta y los tres personajes accedieron a la carpa. La actividad del interior se detuvo poco a poco mientras los tres avanzaban hacia el centro de la pista. La cabra olisqueaba el suelo cual sabueso. Al cabo de unos segundos, su cuerno se irguió señalando claramente a un hombre: un jinete de cebra adecuadamente engalanado a juego con su montura.
—¡Tú! —exclamó la cabra—. ¡Tú tienes mi cuerno!
Todas las personas allí reunidas se quedaron inmóviles viendo como la cabra se dirigía a la carrera hacia el pobre hombre, cuyos pies parecían clavados al suelo. Se frenó a escasos centímetros de éste y, con gesto altivo, le rozó una pierna con su único cuerno.
De repente, hubo una explosión multicolor que cegó a todos los presentes. Cuando volvieron a abrir los ojos se encontraron con que el jinete de cebra se había transformado en otro hombre. La cabra retrocedió y se giró hacia Cibeles. Parecía sorprendida. La hermosa joven avanzó hacia ellos. El suelo empezó a temblar y un fuerte viento agitó las lonas y las cuerdas de la carpa. La chica abrió la boca y se escuchó su voz atronadora, sólo comparable al rugido de un león.
—¡Atis! ¿Tú? ¿Tú me has robado la cornucopia?
El tal Atis pareció replegarse sobre sí mismo hasta conseguir ser la mitad de lo que era. Habló con una voz aflautada, apenas audible entre el clamor del viento.
—¡Jo, cari! Sabes que tengo alergia al polen y que me salen manchas con el sol... Para qué queremos el verano si podemos surcar cielos neblinosos o refrescantes nubes de tormenta.
La voz de Cibeles volvió a bramar.
—¿Y los campos de cultivo? ¿Y las flores? ¿Y los animales? ¿Y los ríos y los mares?
Atis bajó la mirada al suelo mientras parecía apagar un cigarro con su pie derecho. Cibeles levantó los dos brazos al cielo y, entre remolinos de arena de la pista, apareció un gran carro tirado por dos leones. Cibeles subió, se sentó y, con gran altivez, giró la cabeza hacia Atis. Éste ya se dirigía cabizbajo hacia ella. Subió al pescante y cogió las riendas cuando pareció recordar algo y, metiendo la mano bajo la camisa, sacó un cuerno lleno de frutas, verduras y flores. Con la cabeza gacha se lo ofreció a Cibeles, que lo recogió sin mirarlo y se lo colocó en el regazo. Atis volvió a centrar su atención en las riendas y, agitándolas, instó a los leones a emprender la marcha. El carro se elevó, dio dos vueltas y, no encontrando salida, atravesó la lona dejando un desgarrón considerable.
La pista quedó en silencio. La cabra se dirigió a un sorprendido Elisardo, quien permanecía con la mandíbula desencajada y los ojos abiertos como platos.
—Al final ha quedado todo en unos problemillas conyugales sin importancia alguna. Y lo de la lona, pues lo siento. Supongo que cuando se den cuenta de que se han olvidado de mí, darán la vuelta y Cibeles hará algo para repararla.
La cabra Amaltea miraba al cielo a través del agujero con gesto adusto.
—Si es que se acuerdan de mí, porque a grandes enfados..., grandes reconciliaciones.
Elisardo bajó la vista hacia la cabra y se desmayó.
El espejo
P. J. Martínez
Creía que ya lo había visto todo,
que ya nada podría sorprenderlo,
pero no estaba preparado para ver
la mirada de la locura reflejada en el espejo.
Aquel perfecto instante de luz
Ricardo Gomez
Hacía tanto calor que Edelmiro, harto ya de dar vueltas y arrugar sábanas, se irguió malhumorado y, sentándose en el borde de la deshecha cama, miró su reloj de mesilla. «Hostias. La una y media de la mañana y treinta y dos grados».
Resignándose a pasar otra noche en vela se levantó y, rascándose el culo por encima de los calzoncillos, se asomó a la ventana balconera de su habitación con la vana esperanza de que entrara al menos un soplo de brisa.
Apoyado en la barandilla, estiró la mano hacia un tiesto en el que apenas un par de palos resecos sobresalían de la tierra endurecida y cuarteada, cogió de él un arrugado paquete de Coronas y, hurgando con un dedo, extrajo un mechero de plástico y el último cigarrillo que quedaba. Observando con desgana el paquete vacío, hizo una bola con él y lo tiró por la ventana a la calle. «Ale, otros cuatro euros a la mierda», pensó mientras encendía el cigarrillo y soltaba con hastío una larga bocanada de humo.
Hacía unos años, cuando el negro había subido hasta casi igualar el precio del rubio, había intentado pasarse al tabaco de picadura pero, después de estar unas semanas fumando piltrafas mal liadas y escupiendo díscolas hebras fugitivas, había asumido que sus manos, grandes como jamones, eran incapaces de dar forma a nada que no pareciese el primer canuto de un adolescente ebrio y nervioso. Así que había vuelto al Coronas y al rezongar rutinariamente cada vez que compraba un paquete o este se acababa.
Cinco minutos más tarde, con el cigarro colgando de la comisura de los labios, un raído pantalón vaquero, una camisa de manga corta sin remeter y unas sucias deportivas, Edelmiro salía a la calle, dejando atrás su triste y solitaria vivienda, y caminando en pos de una nueva vida o, al menos, de algún sitio abierto donde comprar tabaco. El puti le quedaba a mano incluso cuando era, como hoy, para un servicio de cuatro euros, así que poco tiempo después, con el bolsillo de su camisa exhibiendo ya su habitual deformación y ahora sin un destino prefijado, recorría las calles con ritmo pausado.
Soltero por vocación y falta de alternativas, a nadie debía ni daba explicaciones, así que muchas noches de insomnio las consumía paseando tranquilamente por la ciudad. Esos horarios extravagantes, añadidos a su profesión, eran motivo habitual de chistes verdes y bromas chuscas entre los vecinos del barrio y lo cierto era que, más allá de las leyendas urbanas al respecto, su condición de butanero le permitía coquetear a diario, aunque solo fuera con sus dos incipientes hernias discales.
Al rato, vio pasar por una lejana intersección las luces azules de un coche de la pasma,