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Cuentos de colores, por mil y un autores
Cuentos de colores, por mil y un autores
Cuentos de colores, por mil y un autores
Libro electrónico269 páginas3 horas

Cuentos de colores, por mil y un autores

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Información de este libro electrónico

«Un pingüino en misión indagativa, el chico que descubre un planeta sobre su cabeza, la muñeca Memeta luchando contra la nada, un viaje alucinante en avión... Nos encontramos entre estas páginas con palabras y animales mágicos: topos, grajos, lagartijas, fénecs, caracales, un conjunto de insectos bailarines y hasta un marigato y un dracoburón. Tampoco faltan perros, leones, burritos, palomas y periquitos. Veintiséis relatos con los que vivir mil y una aventuras junto a personajes de dibujos animados, hadas, brujas, ángeles y chamanes, desde la sabana africana hasta alguna mansión encantada».

El pingüino Marcelino [Ana Hidalgo]
Mar y el criador de insectos [Alfredo Ferrero Yanini]
La imaginación está en el aire [Eva Ruiz]
El león que buscó el sol tras la luna azul [Miguel Ángel Maroto]
El burrito [Iliria]
Pipo [Gavalia]
A toda velocidad [prófugo]
Chico Avispa [Jaime Cantó]
Memeta y la nada [Nieves Muñoz de Lucas]
¡Devuélvemela, es mía! [Gisso]
Violeta [Estrella de mar]
La mansión Asher [P. J. Martínez]
Oscuridad en el bosque de hojas de luna [Ricardo Gomez]
Mal de amores con alas [Silvia Gabriela Vázquez]
Palabra de bruja [Yolanda Boada Queralt]
La caída de Tadso (o por qué los ángeles niños juegan al fútbol) [Jilguero]
Los sueños tienen alas [Camila Beltrame]
Matías [Liliana Noemí Bardessono]
Penélope [Ángela Piñar]
Las praderas del viento [Isma (Ismael Manzanares)]
De Brezos, Violetas y Alcornoques [Carmen Ruiz]
Rocanantial [David Pascual González]
Aovillarse [Yolanda Galve]
El secreto del agua [Ángel Cruz]
La bruja de Bosque Mágico [Hidel]
El mercado [Mercè]

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 mar 2017
ISBN9781370333721
Cuentos de colores, por mil y un autores
Autor

¡¡Ábrete libro

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    Cuentos de colores, por mil y un autores - ¡¡Ábrete libro

    CUENTOS DE COLORES, POR MIL Y UN AUTORES

    ¡¡Ábrete libro!!

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    Todos los derechos reservados.

    Copyright 2017 ©  los respectivos autores

    Primera edición:  2017

    Diseño de portada: Ángel Cruz Alcántara © 2017

    Edición a cargo de: Lucía Bartolomé

    Índice

    El pingüino Marcelino y el viaje ultramarino [Ana Hidalgo]

    Mar y el criador de insectos [Alfredo Ferrero Yanini]

    La imaginación está en el aire [Eva Ruiz]

    El león que buscó el sol tras la luna azul [Miguel Ángel Maroto]

    El burrito [Iliria]

    Pipo [Gavalia]

    A toda velocidad [prófugo]

    Chico Avispa [Jaime Cantó]

    Memeta y la nada [Nieves Muñoz de Lucas]

    ¡Devuélvemela, es mía! [Gisso]

    Violeta [Estrella de mar]

    La mansión Asher [P. J. Martínez]

    Oscuridad en el bosque de hojas de luna [Ricardo Gomez]

    Mal de amores con alas [Silvia Gabriela Vázquez]

    Palabra de bruja [Yolanda Boada Queralt]

    La caída de Tadso (o por qué los ángeles niños juegan al fútbol) [Jilguero]

    Los sueños tienen alas [Camila Beltrame]

    Matías [Liliana Noemí Bardessono]

    Penélope [Ángela Piñar]

    Las praderas del viento [Isma (Ismael Manzanares)]

    De Brezos, Violetas y Alcornoques [Carmen Ruiz]

    Rocanantial [David Pascual González]

    Aovillarse [Yolanda Galve]

    El secreto del agua [Ángel Cruz]

    La bruja de Bosque Mágico [Hidel]

    El mercado [Mercè Homar Mas]

    Agradecimientos

    A los foreros,

    por hacerlo posible

    El pingüino Marcelino  y el viaje ultramarino

    Ana Hidalgo

    La gallina Clementina salió a hacer la compra un día,

    pero pasaron dos meses y la chica no volvía.

    El pingüino Marcelino era su mejor amigo.

    Preguntó a toda la gente, incluidos los mendigos,

    y nadie supo decirle, ni siquiera adivinar,

    dónde estaría su amiga, así que la fue a buscar.

    Primero se fue al mercado, el lugar más concurrido.

    La pescadera le dijo «Clementina no ha venido»,

    el carnicero afirmó «Clementina no ha pasado»,

    el verdulero espetó «Clementina no ha llegado»

    y el pollero respondió, visiblemente enfadado,

    «¿Desde cuándo las gallinas devoran pollos asados?»

    Ya que no había rastro de su amiga la gallina,

    Marcelino la buscó más allá de la colina.

    Por los montes y los prados y los valles y los claros,

    Marcelino no paró hasta llegar al gran faro.

    El farero, una lechuza con una vista excelente,

    le dijo que hacía años que no se encontraba a gente.

    Nuestro valiente pingüino no lo dudó ni un momento

    y con decisión siguió un camino de cemento.

    El camino dirigía a un pueblecito vecino

    donde jamás en la vida habían visto un pingüino.

    Los vecinos murmuraban al paso de Marcelino,

    le seguían de reojo con miradas de asesino.

    «¿Ha visto usted por aquí a una gallina extranjera?»

    Le preguntó Marcelino a una parda carroñera.

    El buitre le contestó que él no hablaba con extraños

    y muy corriendo se fue, por si le hacía algún daño.

    Los vecinos se escondieron rápidamente en sus casas,

    dejando al pingüino solo en el centro de la plaza.

    Marcelino no entendía el miedo que despertaba,

    pues no podía volar y a saltitos caminaba.

    ¿Qué daño podía hacer a aquellas aves rapaces

    un pingüino con chaqué de una tienda de disfraces?

    Ya que no había en las calles ni la sombra de un plumero,

    decidió entrar en el bar y preguntar al camarero.

    El dueño del bar le supo responder muy cortésmente:

    «Puede ir hacia el castillo de la montaña de enfrente.

    Por su situación tan alta allá arriba en la colina

    puede que hayan divisado a su amiga la gallina».

    Marcelino dio las gracias y se fue en pos del castillo

    y el camarero rio pensando en aquel pardillo.

    Todo el mundo en el pueblucho sabía que aquel castillo

    tenía fantasmas y brujas y sangre entre los ladrillos.

    El dueño del bar quería deshacerse del extraño

    y a sabiendas le mandaba a aquel lugar tan huraño.

    Los vecinos, divertidos, elogiaron su cerebro.

    «Si es que no hay nadie más listo que la gente de este pueblo».

    Nuestro amigo Marcelino, sin ser consciente de esto

    caminaba esperanzado por los caminos propuestos.

    La vegetación pintaba cada vez más resecosa.

    Pedruscos, árboles muertos, cardos y alguna rosa

    con más espinas que pétalos y poco o nada olorosa.

    Y, de repente, el camino a la puerta tenebrosa.

    Dos veces llamó a la puerta y al ver que nadie le abrió

    empujó un poco la aldaba y a la oscuridad entró.

    Telarañas en los techos, candelabros polvorientos,

    cortinas negras perfectas para la bruja del cuento.

    Sus pasitos resonaban en el silencio absoluto

    y subió por la escalera y por su alfombra de luto.

    Una voz muy repentina dio un susto al buen Marcelino:

    «¿Quién es usted? Que yo sepa yo no he invitado a un pingüino».

    Marcelino se giró y vio a una mujer muy bella

    vestida con falda negra y un corsé de calaveras.

    Negros sus cabellos eran, con un corte a lo garçon.

    Todo hacía mucho juego con la siniestra mansión.

    «Perdone usted, señorita, es que he perdido a mi amiga

    y quería preguntarle si ha visto alguna gallina».

    «No salgo mucho de día, esto es una negativa,

    pero mandaré a mis guardias en misión indagativa».

    «No sabía que las brujas tuvieran guardia privada».

    «¡Qué bruja ni qué ocho cuartos! ¡Soy la princesa Apañada!»

    «Creía que las princesas llevaban vestidos rosas».

    «Eso en los cuentos antiguos, ya no van así las cosas.

    Yo soy heavy, gran lectora e ingeniera de caminos.

    Lo primero a regentar es nuestro propio destino.

    Como me has caído bien y como soy buena gente

    puedes quedarte conmigo hasta que a tu amiga encuentren».

    Y así pasaron los días, entre libros y cultura,

    hablando de narrativa y escuchando a Sepultura.

    Hasta que un día encontró, en paseo vespertino,

    a su amiga Clementina abrazada a un estornino.

    «¡Qué haces tú aquí, Clementina, pero si estabas perdida!»

    «No es verdad, me había ido de vacaciones a China».

    Resultó que Clementina, de golpe y sin avisar,

    se tomó unas vacaciones de unos meses a ultramar

    y conoció en el hotel a un pedazo de estornino

    que le robó el corazón, el pulmón y el intestino.

    Y después de unas semanas, como era de esperar,

    Clementina no quería a su casa regresar.

    A pesar de que es muy feo asustar a los amigos

    y que no hay que irse nunca sin haberse despedido,

    Marcelino y la princesa invitaron al castillo

    a gallina y estornino y sus pollos amarillos.

    Y entre risas y guitarras volvieron a comentar

    cuánto te ensancha la mente y qué bonito es viajar.

    ElpinguinoMarcelino

    Mar y el criador de insectos

    Alfredo Ferrero Yanini

    Don Paco era un criador de insectos. Ellos eran su pasión: los cuidaba, los alimentaba y los vendía como mascotas o para la alimentación de los andaluces y del resto de España. Al principio, claro, nadie quería saber nada de los insectos. «¡Comer bichos!, ¡qué idea loca!», decían. «¿Tenerlos de mascota? Ni hablar». No había manera de que nadie confiara en don Paco.

    Pero don Paco era persistente e incansable, seguía en su negocio aunque nadie fuera a su casa a comprar insectos. Con actitud tal, que los habitantes de aquel pueblo del interior de Cádiz acabaron creyendo que era un hombre raro y repugnante, diciendo que se comía los bichos en su granja porque era pobre y feo y que lo que ocurría es que no quería trabajar como los demás.

    Un día, una niña muy avispada se acercó a la granja de don Paco. Se llamaba Mar y como no se creía aquello que decían sus padres, que don Paco era asqueroso por vivir con insectos, decidió ir a visitarle. Tocó al timbre de la casa y al poco un hombre gigantesco se asomó, haciendo chirriar la puerta al abrirla. Aquel señor no olía mal, como decía la gente, ni tampoco era feo, pero sí muy alto y algo peludo.

    Don Paco le tendió la mano a Mar con una sonrisa. La mano de este hombre era tan grande que la de ella parecía de juguete en comparación. Al retirarla, Mar se tuvo que recolocar su reloj de pulsera de tanto que abarcaba aquella inmensa mano. Vestía un bonito vestido rojo con lunares negros y llevaba un coletero con una mariquita de plástico en él.

    Don Paco lucía una sonrisa permanente mientras le iba mostrando sus insectos: había moscas, mosquitos, abejas, avispas, hormigas, grillos y mariquitas. Y cuando Mar vio las mariquitas se agachó rápidamente para verlas mejor, con los ojos abiertos como platos. Y dijo don Paco:

    —¿Te gustan las mariquitas?

    —¡Mucho! —contestó Mar.

    —A los insectos les encanta la música. Las mariquitas se quedan quietas, pero los demás bichos bailan sin parar cuando les canto.

    —¡Anda ya! —Mar se reía, pero no se lo creía.

    —¿No me crees? —preguntó don Paco—. ¡Vas a ver!

    Y entonces don Paco entonó una canción con una voz grave y bonita:

    «¡A bailar, a bailar y a bailar! ¡Alegres sevillanas! ¡Todo el mundo a bailar y a bailar y a bailar y a bailar! ¡Ven conmigo a bailar!»

    Mientras don Paco cantaba, las avispas y las abejas volaban arriba y abajo, a la derecha y a la izquierda, ¡se volvían locas!

    Las moscas se frotaban las patas al ritmo de la música y movían las alas con aire flamenco.

    Los mosquitos eran un poco bobos y trataban de seguir el ritmo, pero los pobres eran incapaces.

    Los grillos, en cambio, eran muy inteligentes y bailaban en grupo, en círculo. Y el círculo verde que formaban era muy bonito.

    Las hormigas tenían algo de artistas, bailando en pareja, usando sus patitas delanteras para hacer bellos movimientos como los de las auténticas sevillanas.

    La canción terminó y los insectos pararon de bailar, cansados tras pasarlo bien.

    —¿Ahora me crees? —preguntó don Paco.

    —¡Sí! —contestó, contenta, tras el espectáculo—. Pero me dijo usted que las mariquitas se quedaban quietas y no es así. —Mar se llevó los dedos índices a su cabeza y añadió ladeándola—: ¡Movían sus antenitas siguiendo el ritmo de la canción!

    —¿De verdad? No me había percatado, Mar, gracias —Él esbozó una sonrisa y añadió—: Mira, si quieres puedes llevarte algunas mariquitas. Elige las que más te gusten.

    —Pero yo no tengo dinero para pagarle —respondió con voz triste.

    —Ni yo te lo pido. Mi negocio se va a la ruina, Mar. Nadie quiere mis bichos, ni regalados, y a nadie le gusta un criador de insectos. Pronto no podré alimentarlos. Prefiero darte algunos, si me prometes cuidarlos bien.

    Mar salió de la granja de don Paco con tres mariquitas: Elvira, Avenate y Canguelo. Elvira y Avenate tenían el caparazón rojo. Canguelo, en cambio, lo tenía de color naranja. Pero aun con las mariquitas, Mar estaba muy disgustada. A su modo de ver, era muy injusto que un hombre bueno como él fracasara. Tenía que ayudarlo.

    Mar empezó a tocar a las puertas del pueblo. Les contaba a todos cómo don Paco hacía bailar a los insectos, les hablaba de su voz bonita, movía su vestido imitando el salero de las moscas, hacía la coreografía de los grillos, cantaba ella misma la canción de don Paco y daba saltitos de entusiasmo. Pero los lugareños se mofaban de ella:

    —¡Está loca esta niña! —decían unos.

    —Si fueras mi hija te ibas a llevar una torta —decía otro hombre, muy malcarado.

    —¡Qué chica tan tonta, vaya padres tendrá! —exclamó riendo una señora mayor.

    No había manera, nadie la tomaba en serio. Estuvo toda la tarde de puerta en puerta, trabajando como una hormiga para nada. Y cuando se acercaba la noche, la madre de Mar la encontró y la agarró de sopetón mientras ella tocaba a una puerta más. La tomó del brazo con tanta fuerza que casi se le cae la cajita en la que llevaba a Elvira, Avenate y Canguelo. De la puerta surgió una mujer muy anciana y preguntó:

    —¿Qué es lo que ocurre?

    —Nada —contestó la madre—. Disculpe a mi hija, se lo ruego.

    —¡Ah, qué niña tan guapa! —exclamó la anciana, pellizcándole la mejilla—. ¿Cómo te llamas cielo?

    —Me llamo Mar —respondió intentando librarse del agarre de su madre.

    —¿Y qué querías contarme? —volvió a preguntar la anciana.

    —Vengo a hablarle de mi amigo don Paco, el criador de insectos que…

    La anciana resopló, poniendo mala cara. No la dejó acabar y cerró la puerta en sus narices diciendo que no quería saber nada de aquel hombre tan repugnante.

    —¡A casa! —dijo la madre enfadada tirando de ella—. ¡Vamos!

    En la casa Mar hizo lo mismo que había estado haciendo toda la tarde. Empezó a hablar de don Paco y de sus insectos. Los padres la escuchaban, mientras Mar explicaba las cosas moviéndose de un lado a otro. Ellos estaban preocupados, pues no les hacía ninguna gracia que su hija hubiera ido a la casa de un hombre tan raro.

    —¡Pero es un buen hombre! —exclamó ella.

    —Seguro que tiene la casa sucia, toda llena de bichos —respondió la madre.

    —No nos gusta que vayas a esa casa, Mar —dijo el padre.

    —¡Venid a conocerle, veréis que es una buena persona! —insistió Mar.

    Los padres se miraron el uno al otro. Al fin y al cabo, quizá valiese la pena ir si ello iba a calmarla, y acordaron que ellos irían a la granja del criador de insectos si Mar prometía no volver a ir sin permiso.

    La familia fue a la granja y allí conocieron a don Paco, que los recibió encantado, mostrándoles sus insectos y el amor que su corazón andaluz desprendía por ellos. Puso a los insectos a bailar de nuevo con esa voz tan magnífica y los padres vieron cómo los bichos se lo pasaban en grande. Tras ello, don Paco les invitó a comer algo y descubrieron a un cocinero excepcional. Se tomaron un gazpacho con unos tropezones que eran muy sabrosos. Y aunque al principio no estaban seguros, tras el primer bocado, se comieron el segundo con muchas más ganas.

    Los padres salieron de la casa y se unieron a Mar intentando convencer al pueblo de que don Paco era un buen hombre, serio y amable; y que era verdad que podía hacer bailar a los insectos. Poco a poco, los vecinos fueron convenciéndose y visitaron la granja, lo conocieron y comieron con él. Al final, todos reconocieron que ni don Paco ni sus bichos eran asquerosos. Y viendo la humanidad de don Paco, se aseguraron de apoyarle, atrayendo a la gente de otros pueblos, para ver el espectáculo del criador y sus bichos.

    Y fue así, gracias a Mar, que don Paco consiguió vivir feliz dedicándose a alimentar y cuidar a sus pequeños amigos. De este modo, con el tiempo, Andalucía se convirtió en la principal región española en la crianza de insectos.

    Maryelcriadordeinsectos

    La imaginación está en el aire

    Eva Ruiz

    «Que un lugar no esté en los mapas, no nos impide viajar a él.

    Para eso, tenemos la imaginación».

    La Vieja Hada

    «La Compañía IMAGINAIR anuncia la salida de su vuelo 7CHOCO7 con destino a la Bóveda Celeste. Rogamos a todos los pasajeros que se dirijan al tobogán de embarque señalado con una chocolatina gigante».

    Ana y Jens aceleraron el paso al escuchar la voz de llamada, con un gesto de sorpresa ante la extraña puerta de salida. Y es que este viaje no se parecía a ningún otro. Empezando por la megafonía, tarea encargada a una guacamaya de colores que recorría revoloteando los pasillos del aeropuerto para informar sobre las novedades del destino. La exótica portavoz dejaba caer una pluma amarilla sobre los pasajeros rezagados para llamar su atención, al tiempo que continuaba sus comunicados.

    «Recordamos que el vuelo 7CHOCO7 de la Compañía IMAGINAIR está reservado para los niños que viajan solos, o para todos los mayores que se sientan niños de corazón. Abstenerse aquellos que no crean en la magia de la fantasía porque no conseguirán despegar».

    —¡Mira, ahí está la chocolatina! —gritó Jens muy animado.

    —¡Es enorme! —exclamó Ana, con la boca tan abierta que le cabría un elefante.

    Y ambos emprendieron una carrera entre risas para ponerse en la fila que ya comenzaba a formarse.

    Para amenizar la espera, un mago vestido con uniforme de aviación y su «azafahada» ayudante, hacían juegos a los viajeros. En vez de chistera, utilizaba su gorra de piloto, de la que sacaba nubes blancas y gorditas que elevaba por encima de las cabezas, y con un movimiento de una pequeña torre de control mágica a modo de varita, hacía que se deshicieran convertidas en copos de nieve, ante el asombro general. Y además, extraía aviones de juguete de detrás de las orejas de sus espectadores... O introducía a la «azafahada» en una vieja maleta de cuero, cubierta de pegatinas de todos los países, y la hacía desaparecer provocando murmullos de admiración. Y así, entre truco y truco, llegó el turno del embarque para Ana y Jens.

    Una viejecita con aspecto de adivina se encontraba tras el mostrador, sujetando una bola de cristal entre las manos, con la misión de averiguar el nombre de todos los pasajeros. La guacamaya locutora, una vez terminada su misión, se posó en su hombro.

    —Vamos a ver —dijo la anciana concentrándose—. Dejadme pensar... Vosotros sois...

    —Yo me llamo...

    —¡No, no me digáis nada! —Interrumpió la adivina abriendo los ojos de golpe.

    —Madame Lunette... —susurró el pájaro.

    —¡Ni tú tampoco! ¡Que en vez de guacamaya, pareces un loro! ¿No estás todavía afónica, después de todo el día haciendo de megafonía? —comentó un tanto alterada—. Sólo necesito un poco de silencio... Ya, ya me va llegando la imagen... Je... Jes... No, no Jens... y A... Ana... ¡Eso es! Ana y Jens —confirmó muy orgullosa de su acierto—. Podéis pasar. La «azafahada» os entregará una onza de chocolate con el número de vuestro asiento.

    Y así fue como de un salto y propulsada por sus alas, la joven se elevó hasta el panel de chocolate para partir sus dulces tarjetas de embarque. Ya quedaban menos de la mitad.

    —Aquí tenéis, chicos: nubes 7 y 9 —indicó con la mejor de sus sonrisas la «azafahada», mientras les entregaba la porción de chocolate con su nombre y número de asiento grabado—. Ahora, sólo tenéis que lanzaros por ese tobogán y ¡llegaréis al avión volando! ¡Y no os la comáis hasta estar dentro del avión! ¡Feliz Viaje!

    Ana y Jens subieron por las escaleras del tobogán y en lo más

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