«Desde luego, parece un juego, pero no hay nada mejor que ser un señor de aquellos que vieron mis abuelos»... Rodrigo Cuevas (Oviedo, 1985) canturrea el Amarraditos de María Dolores Pradera con una sidra en la mano. Su inconfundible bigote le da un aire viejuno que contrasta con sus atrevidos looks, una mirada pícara y ademanes elegantes; gestos que, como en la canción, tal vez no se estilan mucho. Por eso dice que hoy, «cuando la gente se quiere hacer la joven todo el rato», a él lo que le apetece es ser es un «señor de los de antes». «Aunque señora también me vale», apunta con una carcajada.
Rodrigo ha dejado por unos días su aldea de Asturias, Piloña, para viajar a Madrid, donde sus dos conciertos agotaron las entradas en horas. Este inclasificable artista, que mezcla el folclore tradicional con la música contemporánea, ha conseguido, en parte gracias al boca a oreja, que sus espectáculos conciten una inusitada atención. Además, su último álbum, ha sido reconocido con el Premio que a rockeros trasnochados, a familias que a señoras de pueblo. A todos, como buen animal de escenario, los pone a bailar. Con tonadas asturianas o reguetón pasando por el o el cuplé, Cuevas se ha convertido en epítome de la modernidad, ese término que aglutina cualquier cosa que no encaje en ninguna casilla. Aunque a su juicio, ser moderno es, sencillamente, «mirar sin prejuicios las cosas que vienen, las cosas nuevas, lo que va pasando».