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Grandes relatos
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Libro electrónico155 páginas2 horas

Grandes relatos

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Cuatro relatos, cuatro historias, cuatro mundos. De la mano del genial Mohamed Bouzitoune, en una prosa descarnada y contundente, pasamos revista a cuatro universos donde nada es lo que parece. Con el relato «El fin del mundo», desde la misteriosa India, hasta la sabiduría mística popular, tan profunda como la más encumbrada de las filosofías clásicas, donde se menciona la opinión particular, sobre el fin del mundo, tiene un sabio popular «Dunia la Sensible» es una frase en la crónica de una familia musulmana en Egipto, mostrando las contradicciones de una cultura tan alejada de la occidental, pero tan lógicamente para ellos mismos. En «Un novio para Samantha Gardner», nos relata una historia peculiar de amor completamente atípica y alejada de los cánones habituales, donde el suspenso juega un papel prioritario. La historia de una refinada señorita en busca del amor verdadero. «Todos los caminos conducen al tesoro», describimos la lucha por la superación personal de un joven que se pierde en su abuelo, el timón de su vida; Cómo hacer para superar la pérdida. Una colección de relatos para pasar horas diferentes en mundos y sociedades tan diversos como cada uno de los capítulos de la obra.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 feb 2019
ISBN9781386451709
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    Grandes relatos - mohamed bouzitoune

    GRANDES RELATOS

    Mohamed Bouzitoune

    A la maestra Patricia Garay, mi musa inspiradora en estos complejos aconteceres.

    «La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos»

    Antonio Machado

    «La sensibilidad levanta una barrera que no puede salvar la inteligencia»

    Azorín

    «Amar no es mirarse el uno al otro sino más bien mirar ambos en la misma dirección»

    Antoine de Saint-Exupéry

    «Cuando los abuelos entran por la puerta, la disciplina vuela por la ventana»

    Ogden Nash

    El ruido de un beso no es tan fuerte como el de un cañon, pero su eco dura más, mucho más. Ningún amor es más verdadero que aquel que muere

    No revelado.

    Viena, 6 de febrero de 1972

    ––––––––

    PRIMERA PARTE

    El laberinto del psiquiatra

    Las notas del cisne de Lohengrin salían por los intersticios de la ventana de mi estudio y se apoderaban lentamente de todos los rincones. Wagner, como un río denso y acariciador, transcurría por mi alma. Sus notas exaltadas y apaciguadoras siempre fueron un paisaje dulcificante que rearmaba toda forma de angustia en la que por cualquier motivo, caía. Pero, esta vez no bastaba, sonaba como un paraíso lejano y ajeno. Me veía a mi mismo lejos, paseando por quien sabe donde. Al fondo de la calle, no muy lejos, se oía con una ronquera tenue el río Aar. El dibujo que tanto amaba de Adolf Wölfli me miraba como un inquisitorio  espejo gris. Yo, sentado en mi sofá, con los brazos encuadrando mi cabeza, pensaba, o más bien, no quería pensar en nada, o en nadie.

    No puedo mencionaros mi nombre, mi origen y, posiblemente, tampoco mi porvenir. Porque por más que lo haga carecería de veracidad. Todo ha cambiado para mí en tan poco tiempo de una manera inesperada y arrolladora. Al punto que yo, un psiquiatra avezado en su oficio y familiarizado con los más extraños delirios humanos, hoy, mi propia vida me parece el más inverosímil de todos.

    Mis años en los hospitales austríacos–los más intensos en mi vida–, se han transformado en estos últimos meses en un universo caótico y pleno de una lógica inquietante. ¿Me estoy volviendo loco? No sería raro en un psiquiatra, pero no es así, simplemente trato de ordenar el caos en el que se halla mi existencia. Es una paradoja, pero ahora que sé todo sobre mi pasado, mis progenitores, todo cuando encajaba perfectamente  en mi vida, ahora  es un laberinto y hoy es cuando menos sé de mi, mucho menos lo que voy a hacer en el futuro. No sé, simplemente no lo sé. Dejadme narrarles cómo llegué hasta este punto.

    Hasta mis trece años mi existencia era normal. vivía por la comuna del Mittelland, en un barrio tranquilo de Berna, llamado Gäbelbach. Tenía unos padres cariñosos, un hogar cómodo y pacífico, amigos en el barrio y me conocían casi todos los vecinos. Mi padre se llamaba Klaus Hüttler era notario, y mi madre. Ada Strauss maestra de un kindergarten. No eran diferentes de la mayoría de familias burguesas suizas: besos de bienvenida o despedida, abrazos y regalos en los cumpleaños o luego de alguna tonta actuación escolar en el colegio. Estaba acostumbrado a pedir poco, pues mis padres parecían adelantarse a mis deseos.

    Solían mimarme, pero en realidad ahora que los evalúo desde otra perspectiva, me parece que eran un poco serviles en su cariño. Recuerdo con afecto especial aquellos paseos de sábado en la tarde por las arcadas de la ciudad vieja, hasta la catedral de Münster, las feria de la Cebolla, que no nos la perdíamos ningún agosto. 

    Mi padre parecía algo soso en su trato, a veces incluso algo tonto, pero yo lo quería así, con esa formalidad gastada de funcionario. Mi madre, en cambio, creo que me tenía un amor sincero. Parecía leer en mis ojos cuando estaba triste o con algún conflicto, incluso cuando le mentía. Sus abrazos fueron siempre un refugio irrefutable ante cualquier sandez o miedo irracional mío. Nunca me hablaba de mis primeros años, de aquellas emociones maternales que tienes sobre los primeros pasos o las primeras palabras, u otras anécdotas familiares que siempre llenan esos primeros años de inexperiencia maternal. Solo sonreía y decía: siempre fuiste un niño angelical y curioso, como ahora...  Yo quedaba con aquella respuesta vaga a la que no acompañaba ninguna imagen mía tampoco. No me recordaba a mi mismo como un crío pequeño, excepto por algunas pesadillas muy raras que solían aparecer en mi mente. Eran estallidos llenos de resplandor y que parecían ensordecerme, pese a que no oía imaginariamente ningún sonido. Pero en esos sueños esporádicos no veía sino sombras desvaneciéndose, volando o cayendo a abismos oscuros. A veces los trataba de identificar con alguna fiesta nocturna llena de fuegos de artificio, como esas que realizan en algunos pueblos del sur.

    Todo espejo era objeto de absurdas preguntas  mías. Parecía armarse una realidad paralela en aquella imagen virtual a la que, al intentar palparla, sólo tenía la frialdad de un vidrio inexistente, poblado sólo de imágenes reflejadas confusas. Hacía morisquetas en ellos, gesticulaba, me movía y creía ver a un símil mío... que estaba ahí, al frente o dentro mío. Cuando estaba sin sueño recordaba en mi lecho aquellas imágenes y acababa soñando con ellas, completamente disparatadas. Me sentía solo y no entendía porque no había tenido hermanos, o hermanas. Al preguntar sobre ello, notaba cierto rubor en mi madre e inquietud en mi padre. Asumía cierta adustez al decir: "hijo, no nos fue fácil ser padres, y al tener a ti, tu madre estuvo muy enferma, quizá por ello no quisimos arriesgar su vida, discúlpanos, además no te preocupes los hijos únicos, como nosotros somos más mimados, y además, no compartimos con nadie­..." Eso era lo que menos me gustaba oír de aquella recurrente y tierna cantaleta. Nada me hubiera gustado más que tener un hermano con quien ser cómplice o adversario. Nunca se los dije pero, cierta vez pregunté a herr Singer, nuestro médico familiar, amigo de infancia de mi padre, que atendió a mi familia siempre. Le pregunté con esa inocencia pícara que tenemos los niños: ¿Estuvo grave mi madre cuando me tuvo? Ante aquella pregunta el ingenuo médico afirmó que mi madre, no tuvo nunca nada,  aparte de algunos resfríos. ¡Una salud de hierro!, decía. Yo, sólo sonreía, alguno mentía. Pero, eso no importaba nada, yo tenía muchos amigos entre los chavales del barrio y del colegio e hicimos cuanta travesura se nos ocurrió. Rara vez fui castigado por ello, excepto cuando entramos con Gunther y Ralph en la capilla del colegio por la ventana y nos robamos unas velas, pero eso es historia de críos. 

    Consideraba a mi familia de una posición económica holgada, aunque no podría decir que eran ricos. Percibía, sin embargo algunas contradicciones entre los ingresos económicos de mis padres y el colegio Herberststrasse en Salem, donde estudiaba. Era uno de los colegios más caros y privilegiados de la ciudad y las familias de mis compañeros de clase, las más pudientes de la sociedad  bernesa. Allí la educación era harto rígida y sólo se hablaba en alemán. Solía organizarse actividades extraescolares escenificando obras de teatro medievales de origen pangermánico. Las exigencias pecuniarias también eran considerables.  Yo trataba de explicar esa aparente contradicción entre la educación que recibía y la relativa liberalidad de mi casa, entre la holgada modestia de mis padres y lo dispendioso de los gastos escolares. Ante cualquier observación mía al respecto, me explicaban que eso no era problema, que cualquier gasto que pareciera ser una carga extra, la hacían por mi bien. Además, siempre aparecía la explicación a muchas cosas: la herencia de mi abuelo vienés.

    Era uno de los pocos  que iba y venía de clases en los viejos tranvías urbanos  de Bernmobil, y ello no me causaba ningún problema, excepto por algunas eventuales ironías de mis compañeros que se trasportaban en lujosos automóviles.

    La primera impresión que quebró mi esquema doméstico cotidiano fue poco después que cumplí trece años. Fue un día en que retorné a mi casa más temprano que de costumbre. Al entrar a mi casa, la puerta estaba semiabierta e ingresé despreocupado. Mi padre estaba en el pasillo del fondo ocupado en una acalorada conversación telefónica, por el tono de su voz hablaba con algún empleado o funcionario...

    – Esto no puede ser, señor, ¿Vos creéis que nosotros tenemos una fábrica de dinero? Ya son dos meses que se ha retrasado el depósito de su banco. La escuela del muchacho nos cuesta muy caro, y últimamente nos exigen pagos extras para uso del gimnasio y las visitas que realizan. Entended, yo soy sólo un simple notario con un salario humilde y ...–alguien contestaba del otro lado de la línea con frases tranquilizantes.

    –Está bien, está bien, pero que no pase de dos días, recordad nuestro compromiso. –colgó el teléfono y al verme parado cerca suyo, cambió su expresión y trató de disimular su enojo, dándome explicaciones innecesarias sobre un supuesto cliente suyo que lo atosigaba con un trámite pendiente.

    Lo saludé como de costumbre y, al llegar a mi habitación, empecé a divagar sobre lo que había oído o creído oír. ¿Por qué mi padre hablaba de mí como de "el muchacho"?, ¿quién y por qué le pagaba por mis estudios?, ¿qué compromiso existía entre un empleado de un banco y mi padre? ¿Tenían algo que ver aquellos sobres que recibíamos sin falta los primeros días de cada mes? Conforme las preguntas me inundaban sentí un vago desasosiego. Traté de realizar mis tareas escolares habituales y olvidarme de esta inquietante situación que  empezó a perturbarme.

    Pasaron los días y el incidente pasó a ser un recuerdo insignificante, sin embargo, mis juegos con los espejos empezaron a adquirir otro sentido. Conseguí una foto del matrimonio de mis padres y la puse en la cómoda, junto a mi espejo. Sin querer miraba con mayor detenimiento los rasgos de mi padre y los de mi madre. Ciertos detalles como sus ojos, sus narices y hasta sus poses. Aquella fotografía no me bastó u empecé a  revisaba algunos álbumes fotográficos familiares con detenimiento y, ¡qué casualidad! no habían fotografías mías anteriores a mis tres años. En las fotos de mis padres de sus primeros años de matrimonio siempre estaban solos, y la primera foto que teníamos juntos era en un  andén de una estación ferroviaria. No era la estación Zofingen de Berna.

    Según ellos, había nacido en septiembre de 1939, en el pueblo de mi abuelo: Linz, en Viena. La boda de mis padres, aquella breve estancia vienesa y los detalles de mi nacimiento jamás me fueron mencionados en sus pormenores. Supuestamente se habían casado en Berna y pasaron un año en Viena, junto con mi abuelo. Sonrisas tontas y acciones evasivas mencionando niñerías.  Cuando les interrogaba directamente sobre ello su respuesta sonaba superficial. Las fotografías de bebé se las había llevado mi abuelo y  aquella que conservamos de la estación en nuestra sala, cuando lo despedimos, nos mostraba sólo a los tres. Qué raro, él no estaba en la foto. Jamás insistí, pensé que eran líos de familia.

    Mi madre tenían los cabellos rubios, los ojos de párpados entornados y los iris oscuros, su nariz pequeña y respingada, sus labios carnosos y finos. Mi padre también era de cabellos castaños claros y un poco calvo, en cambio tenía ojos alargados y negros, su nariz ancha que

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