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Fotos robadas
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Libro electrónico286 páginas4 horas

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Información de este libro electrónico

Dominique Fabre una vez más nos hace transitar por los rastros melancólicos de sus héroes comunes. Si bien sus obras dan cuenta de la diversidad de la melancolía, no se trata necesariamente de textos desencantados. Sus héroes son gentes sencillas, sinceras, que en la vorágine de la modernidad desatada, a través de sus gestos van desatando destellos de esperanza en las manifestaciones de dulzura, empatía, fraternidad y amistad que acompañan el afán por construir días mejores.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento14 dic 2016
ISBN9789560006394
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    Fotos robadas - Dominique Fabre

    Dominique Fabre

    Fotos robadas

    Traducción de Nicolás Slachevsky

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2015

    ISBN Impreso: 978-956-00-0639-4

    ISBN Digital: 978-956-00-0871-8

    «Esta obra, publicada en el marco del Programa Regional de Ayuda

    a la Coedición Jules Supervielle, contó con el apoyo de las Delegaciones

    Regionales francesas de Cooperación para el Cono Sur y los Países Andinos».

    Portada: Fotografía de Nicolás Slachevsky

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Parte I

    Ella estaba ahí en la penumbra, como si hubiera sido intencionadamente. Habría que tener astucia para escapar al azar, a nuestros antiguos amores. Se veía débil, pero protegida por esa penumbra, si se puede decir, porque ahí donde nos encontrábamos estaba todo el ruido de los autos, la luz roja y la gente en la vereda que caminaba hacia el metro. Y luego todas esas personas que hablaban solas con su celular o consigo mismas sin parar. No había cambiado, tuve esa impresión al instante. Tenía esa dulzura un poco apagada que recordaba. ¿Estás apurada?, estuve a punto de preguntarle, como si fuéramos vecinos de piso y nos habláramos más o menos todos los días. ¿Cuánto tiempo habíamos pasado sin hablarnos? Su cabello era negro, espeso; tenía la misma piel lechosa de siempre y la misma sonrisa. Sus uñas no estaban carcomidas, como antes. Su pequeña cicatriz en el mentón, que a veces recorría con la uña antes de ponerse a leer. Levantó su cabeza hacia mí para dejar que la besara. Aún tenía esa bella sonrisa. He tenido muchas pequeñas desgracias en mi vida. Las pequeñas desgracias, por dolorosas que sean, permiten sin embargo ir avanzando. No son de ese otro género de desgracia que te deja mudo y te impide hablar durante años, a veces la vida entera.

    –Me alegro de verte, murmuré. O al menos así lo recuerdo.

    Murmuré porque eso era algo que, sin duda, años antes habría deseado que sucediera. Cuestión de tiempo, de la geografía de las calles que se cruzan, de pasos que no se hicieron en el mismo momento, en el mismo sentido.

    –Jean. Yo también. Estaba segura de que nos encontraríamos algún día. Me preguntaba con frecuencia…

    Tenía una voz soñadora hacia el final. La piel blanquísima, por el farol al que nos habíamos acercado para vernos mejor, sin darnos cuenta, como insectos. La imagen es idiota, evidentemente. Pienso que nunca abandonó la idea de una carrera sobre el escenario. Me retuvo del antebrazo con el aire de estar calculando algo, sin dejar de sonreír. Mi madre decía: «sus ojos devoraban su figura». Ya no recuerdo de quién hablaba entonces, ¿de una amiga suya en un hospital de los suburbios, quizás? No pensé enseguida en proponerle ir por un trago. Seguramente no tendría tiempo. Nunca había tenido tiempo para mí. Yo ya no le guardaba rencor, y esa era una cosa hasta extraña a fin de cuentas, que nunca comprendí realmente. ¿Cómo entender que las personas que nos fueron tan cercanas con el tiempo no nos inspiren más que gentileza? ¿Que las más grandes rabietas te hagan sonreír como si se tratara de una vieja historia belga, o de un chiste entre colegas de oficina, tan usado que se guarda para contárselo al más nuevo? Era otoño en la esquina de la calle Rivoli. Un buen tiempo ha pasado desde ese primer encuentro. La palabra reencuentros ya no conviene.

    Para ir a tomarnos algo eligió la brasserie Zimmer, prefería evitar el Sarah Bernhardt. La gente ya mayor, los turistas, la vuelta un poco pomposa de los garzones, y el recepcionista del lugar pidiéndote esperar antes de instalarte en alguna mesa. Luego, el modo en que quiso cambiar de puesto, tomar asiento cerca del muro. La silla muy pesada y, después, mi modo de apagar el celular en el bolsillo de mi impermeable, sin siquiera sacarlo. Si solo hubiese dependido de mí, en ese momento preciso en el que nos encontramos, calle Rivoli y después del té que nos tomamos en ese bar, habríamos podido partir juntos y creo que lo habría dejado todo. Dejarlo todo. La expresión es graciosa porque en realidad no es cierta. Nunca se deja todo, ni nada, en realidad. Ya no recuerdo de qué hablamos. La observaba. ¿La conocía tanto como creía, finalmente? Ella jugaba a la que no recordaba, como si la cosa no hubiese sido tan importante. Sin embargo, un poco después, ya en mi casa, recordé

    las discusiones, los gritos, ruidos de platos quebrados. Durante un tiempo me causó gracia repetirme cuánto me habían traumado los platos volando. Me habría escapado a la Patagonia si alguien me hubiese explicado cómo se hacía. Los tipos a los que les había hablado me miraban con aire afectado; muchos habían pasado por eso en su familia, es parte de las cosas que la gente espera de una vida. En un momento, ya no sé de qué hablábamos, puso sus dos codos sobre la mesa de la brasserie. La gente alrededor nuestro. Las conversaciones tan previsibles por las que ya creemos haber dado la vuelta entera, cada cual habiéndolas escuchado una y otra vez. Y, sin embargo, como una verdad que se deforma a fuerza de ser repetida, o una mentira que pudiera quizás convertirse en otra cosa que ella misma, no podemos dejar de decirlas, esperando que sean ciertas, o casi.

    –¿Qué hacías por estos lados?

    Miró hacia el salón por un breve momento. Me gustó verla hacer así, como si después de un largo eclipse volviera sobre la escena para una última vuelta sobre la pista. Las luces brillaban con fuerza, probablemente por mis lentes. Se volvió hacia mí sin responder, pensé que no había escuchado la pregunta.

    –Ya habíamos estado juntos acá, ¿te acuerdas?

    Yo no tenía ningún recuerdo. Lo debe haber notado en mi cara.

    –Sí, una mañana, después de haber pasado la noche en casa de Élise, ¿no te acuerdas?

    Nunca supe qué es lo que hacía en el barrio de la calle Rivoli ese día. Había envejecido bien. Su cabello era más largo ahora. Lo había llevado corto durante un largo tiempo, y según ella era esa la razón de por qué lo tenía tan espeso. Remarcaba con rímel sus ojos claros, le era extraño volver a encontrarse ahí conmigo. Pidió un té y yo también, aunque en realidad yo no tenía ganas de nada. Sí, entonces volvíamos de la casa de Élise y de su exmarido. Habíamos tomado el metro y ella se había peleado nuevamente con los fiscalizadores, ¿te acuerdas? Sonreí. Tenía un don para hacerse detener por todo el mundo cuando teníamos veinte años. La policía, los turistas que buscaban su camino, los vagabundos del barrio.

    –¿Has sabido de ellos?

    Tenía pequeñas arrugas alrededor de los ojos, como patas de gallo. Me recordó a mi madre a fines de los años setenta: pasaba el dedo ahí donde hubiese querido que desaparecieran y soñaba operarse en una clínica. Traía un viejo vestido rosado, y cosía junto a sus amigas las telas que compraba cerca del Sacré-Coeur. Me acuerdo de eso. Me habían propuesto que las acompañara al mercado Saint-Pierre. Yo había tomado fotos. A veces me acuerdo de ellas cuando el tren se detiene por Pont-Cardinet, bajo el paseo de Batignolles.

    –No, no mucho. La última vez que Élise llamó, tardé en contestarle. Debe habérselo tomado mal, sonrió como si hubiese sido una niñería de las de antes. Sin embargo ya todos pasamos los cincuenta años. ¿Y Thierry?

    –Tuvo problemas en los negocios. Creo que ahora le va mejor.

    Bajó la cabeza e hizo girar la cuchara en el té, que el garzón nos había servido descuidadamente, como si temiera quemarse. ¿Quieres mi azúcar? ¿Tu azúcar? Me reí, me había costado entender. No, gracias. La pregunta me trajo otras cosas a la memoria.

    De la gente que hemos conocido guardamos tesoros. Ellos no saben que nos los han dado, y nosotros mismos lo ignoramos la mayor parte del tiempo. Nathalie se había divorciado por segunda vez y desde hacía tres años vivía con Orson. Sí, rió, así mismo, como Orson Welles. Pero no es americano. Tiene un pasaporte inglés y uno luxemburgués, su madre era rusa. La madre murió, en todo caso. Nos quedamos en silencio: al lado de nosotros, dos mujeres hablaban de sus problemas familiares, de sus dificultades para realizarse en su profesión y lo demás, y luego de sus hijos. Parecía como si recitaran una lección bien aprendida; entre ellas no se escuchaban realmente. Se había echado sobre la banca roja de la brasserie Zimmer. Ya no quedaba nada que decirse, quizás, una vez que terminamos el té. Me pidió que le hablara de mí, pero yo me inhibí. Sus ojos parecían querer darme coraje, como si lo necesitara. Miramos juntos hacia el salón. La gente parecía no darse cuenta. Las mujeres que conversaban se habían ido. Entonces le conté un poco de mí; no todo. No, la foto, ya se había acabado. No, estoy solo. No tenía ganas de decirle nada. Simplemente quedarme así sentado con ella. En el salón, cosa interesante, habían sobre todo garzones con camisa blanca y pantalones negros, una agitación un poco inútil, como si entre ellos no dejaran de medirse de una extraña manera. ¿Y tú, ahora, dónde vives? Acá, vivía en Neuilly, en el gran departamento. Su madre estaba en un asilo en Bretaña. La cabeza se le iba, pero aún no había olvidado la esperanza de salir un día, cuando estuviera mejor. Desde el asilo, que le costaba un ojo de la cara, su madre podía, estar cerca del mar en cinco minutos. Orson le ayudaba a pagar.

    Ya no somos los mismos con el tiempo. No nos reconocemos sino a medias, pero esa otra mitad se nos escapa totalmente. Ella seguía a Orson, había dejado de trabajar y vivía la mayor parte del tiempo en Londres. Ya no conocía casi a nadie cuando venía por acá. Por la misma razón estaba contenta de verme, si no sentiría como si más de cuarenta años de su vida hubieran pasado sin dejar ningún rastro en la ciudad ni en la memoria de las otras personas. Le asustaba perder la cabeza con la vejez, como su madre.

    –No te preocupes, se salta una generación.

    –Si tan solo pudiera ser cierto, murmuró.

    Sus manos eran delgadas. Tomaba la taza de té vacía como si aún estuviera caliente. Antes, mucho tiempo atrás, yo tomaba sus manos para entibiarlas; salimos juntos algunas veces, una corta historia para divertirse. Yo nunca fui friolento, más bien le temo al calor. Son verdades sin importancia, no me conciernen más que a mí y no tienen ningún interés para nadie más. La gente piensa en sus padres, a veces, cuando quisieran que alguien los escuchara decir ese tipo de cosas con condescendencia. Pero luego, cuando ya no es posible, se repiten a sí mismos, y eso significa que pronto dejaremos de avanzar. Buscó la hora con los ojos. Yo miré mi reloj, y sin saber por qué, saqué mi celular para volver a prenderlo. Se puso a evocar otra vez los recuerdos comunes con Élise, cuando nos pasábamos tanto tiempo juntos. Ya no recordaba tan bien como ella, a decir verdad. Ambas habían crecido juntas en Neuilly. Su mechón de pelo sobre su ojo derecho.

    –De hecho, cambió de número. ¿Lo tienes? ¿Lo quieres?

    Me sonrió, los garzones del Zimmer seguían representando su comedia. Caminaban a grandes zancadas como en una competencia. Los cigarros de la gente que fumaba en la vereda, justo adelante; sí, iba a estar una semana más acá. Tenía asuntos que arreglar por su madre, ¿debía conservar el departamento? Cuestiones de tutelaje que la llenaban de angustia, gracias. ¿Tienes con qué anotar? Sacó su celular e hizo una mueca de alegría. Sacó una agenda de cuero negro, con un pequeño lápiz calzado en el aro del cierre. ¿Desde cuándo compraba agendas como esa? Me dio el nuevo número de Élise. Guardó el lápiz en la agenda. Se echó nuevamente en el asiento. Tenía varios brazaletes en la muñeca, siete, como una especie de semanario. Me acordé vagamente, sin quererlo, de que ya había visto esos brazaletes, ¿era acaso en la muñeca de mi madre? Miró alrededor suyo.

    –¿Tienes libre alguna de estas tardes?

    –Claro, sí, cuando quieras.

    Bajó la cabeza sonriéndome jovialmente. Me di cuenta de que recordaba hasta el número de su madre, en Neuilly. ¿Lo había cambiado quizás?

    –¿Sigues trabajando en la misma empresa?

    –Sí.

    Se puso a reír.

    –Veo que hablas tanto como siempre.

    Sonreí.

    No suelo hablar mucho, eso es un hecho. Incluso puedo pasarme días enteros sin tener nada que decir o nadie a quien decírselo. Le hablo a mi sombra, hablo en la calle Rome, cuando paso a tomarme un trago antes de tomar el tren, hablo a lo largo de las vías en bajada de la estación Saint-Lazare. Hago discursos idiotas e, incluso, sucede que le digo cosas al espejo en el baño. Aun si vivo solo, hago como si representara un papel, salvo que no hay nadie para darme la réplica, ninguna indicación para la puesta en escena. Se levantó para ir al baño. Moví la mesa para dejarla salir, me dio las gracias. Mi corazón aún podía palpitar a veces. Pero todo iba tan rápido. Cuando ya se había ido, traté de decirme en mi cabeza que nada de eso tenía sentido. Toda una vida había pasado para ella y para mí, para nosotros todos. Más tarde, la misma noche, o bien al día siguiente, me dije que no había sido un azar. Si me la había encontrado era por un proyecto preciso, un deseo en la vida de otro, en el espíritu de otro. Regresó con su bolso en la mano, como una bandolera. Estaba más flaca que en mi recuerdo. Hay gente a la que se ve sonreír en la calle, decirte cosas en lugares públicos; otras personas que no dan su cara, su cuerpo, más que en una cama casi azul, a la fuerza.

    –Bueno, ¿vamos?

    Nos relajamos de cierto modo, ella y yo, no nos dijimos nada. Iba a llamar a Élise luego, y en algunos días más se reencontraría con Orson en Londres. Habría preferido que fuera de ese modo probablemente, y que más tarde volvieran a la superficie los recuerdos no tan viejos de mi vida, recuerdos de colores más vivos, nunca sepia. Habría preferido decir que sí, me habría alegrado tener nuevas suyas, nuevas de ti, pero tú sabes, la vida, con el tiempo.

    Dejé que me adelantara, empujé la puerta de la brasserie que ella no lograba abrir. En la vereda, nos pusimos un poco de lado, en un rincón. Bueno, estamos destinados a vernos de nuevo, dije, sería una pena si no. Sí, voy a ver con Élise, te llamo. Me sonrió. Había vuelto a pintar sus labios en los baños del Zimmer: su rouge estaba remarcado con negro en los contornos. Me pregunté cómo sería besar una boca como la suya. Me mantuvo delante suyo para darme el beso de despedida, como si quisiera remarcar nuestra diferencia de altura para llevarse todo eso al barrio de Londres donde vivía.

    –¿Por dónde te vas? Yo voy a tomar un taxi.

    –Voy a caminar un poco, vuelvo hacia mi casa.

    –Bueno… Jean. Nos llamamos pronto, ¿prometido?

    Cruzó la calle sin esperar respuesta, hacia la fuente de Châtelet y la estación de taxis. Encontró uno enseguida. Cuando subió, me di una media vuelta siguiéndola con los ojos y partí, despidiéndome con la mano. Ciao, Nathalie. A veces ocurre que las despedidas compran el todo, son los episodios que mejor se recuerdan. Luego, porque no podemos vivir solo de despedidas, volvemos a poner pie sobre nuestras vidas en el lugar en el que estamos.

    Estaba contento de haberla visto. No atravesé el Sena; estaba oscuro. Me fui hacia Beaubourg y me detuve en la plaza. Me senté sobre un cuadrado de cemento donde a veces caricaturistas bastante dudosos esperan a los turistas. Ahora no había casi nadie. ¿Estábamos a martes? No suelo llenar regularmente mi agenda. A veces me permite marcar las citas con gente, las cosas hechas, las películas, los libros leídos. Otras, solo me detengo en los nombres de los santos en el calendario, intento buscar alguna fecha de cumpleaños. Me ocurre también ocuparla para hacer la lista de compras cuando estoy en la oficina. La soledad ha cambiado mucho desde que tenemos computadores. Bordeé el tribunal, por la île de la Cité. Hojas muertas, viejas ya. Volví un poco sobre el camino, hacia Beaubourg de nuevo. Ya era de noche cuando llegué a mi casa. Tenía ganas de volver a verla; tanto tiempo que había pasado. ¡Habíamos sido tan cercanos alguna vez! A veces, sentirse lejos de aquellos a los que se ama puede herir o hacerte sentir bien. Tomé el RER¹ hasta Auber, y luego el tren en la estación Saint-Lazare. Si nos dábamos cita, era por ahí que habríamos de juntarnos. Estaba seguro de que a ella también le gustaría, y a Élise.

    La gente del tren es casi toda más joven que yo ahora. Me siento bien desde que lo constaté. A veces, me paro delante del vidrio e intento considerar con ojo frío la extensión de los desgastes. Esos cambios superan el simple paso del tiempo, a mi parecer. Mi cabeza debe haber pasado por lugares indecibles para ponerme una cara así. Me digo estupideces, hay que saber que no significan nada de nada. El encuentro probablemente era la última vez. En todo caso, aún me quedan varios años para saberlo. La última vez fue con Élise. Ya no recuerdo por qué teníamos que juntarnos en el hotel entonces. ¿Thierry comenzaba a sospechar algo? Nunca lo supe. Yo estaba contento en todo caso, ese día, cerca del Luxembourg. Estaba contento de haber pasado toda una noche con ella y sentir que estaba ahí, que había pasado uno de los momentos más bellos de mi vida. Élise, con la cabeza sobre la almohada, fumando uno de esos cigarros finos que se consumen tan lentamente.

    –Anda, Jean.

    Prefería quedarse una hora ahí, sola. Nos habíamos dicho adiós de una manera que no debiera siquiera haber dejado para ilusión. ¿Quizás ella ya lo sabía? En todo caso, me acuerdo del gran sentimiento de alegría, como una especie de fiebre, mientras atravesaba el jardín de Luxembourg. Sabía que no tendría muchos días como ese. Luego, como una página llena de nuestra agenda, resurge más seguido cuanto más se la hojea, pero luego el año pasa y entonces se acabó. No nacimos con la última lluvia.

    *

    **

    Esperé la llamada de Nathalie desde el instante en que puse la llave en la puerta, llegando a mi casa. No estaba desilusionado. Quizás nunca hubiese dado señales de vida si no nos hubiésemos encontrado así por azar. Intenté verla en mi cabeza, dibujarla con los ojos cerrados. Pero no lo lograba. Varias veces la había capturado en fotos, años atrás. Ahora no lo conseguía. No se me venían más que los brazaletes en el puño, su paso apurado regresando del baño en la brasserie Zimmer. Su mechón sobre el ojo derecho. Me fui a acostar casi de inmediato, cuando normalmente espero a la mitad de la noche para recostarme, pues hace años que tengo problemas para dormir.

    Desde que vivo solo, los fantasmas se sienten libres para visitarme, sobre todo durante la noche. Me he puesto maniático. Ellos tampoco tienen que cambiar nada en el salón ni cerrar mal la llave de agua en el baño. Esa noche hice un poco de aseo en la casa, mientras recordaba. ¿Qué queda de nuestros antiguos amores, con los que enriquecemos la memoria? Me divorcié de una mujer de la que poco recuerdo tras quince años de vida en común. No podíamos tener hijos. Un día sin más nos convertimos en extraños el uno al otro. Habíamos iniciado los trámites para una adopción, comenzado juntos ese recorrido del combatiente. Era la expresión que se usaba, el «recorrido del combatiente». Visitas, exámenes, experticias. Al mismo tiempo, seguíamos yendo al hospital, para intentarlo. Hélène llevaba una carrera importante en una caja de seguros. El hijo que no tendríamos, ni siquiera adoptado, comenzó a ocupar todo el espacio, y poco después empecé a volver tarde, dejé de ser aquel que espera, la noche, en la casa. Me acosté con mujeres por placer, y también soñando con una puerta de salida. Mi exmujer, Hélène, se encontró a un tipo en un seminario, el director jurídico de otra filial de su grupo. Era viudo, su mujer había muerto en un accidente de auto. Me dio pena no tener ese hijo que había ocupado tanto nuestra vida en común. Me dio rabia la tierra entera, y luego, finalmente, llegado a la edad en la que la gente habla de los hijos que tuvieron, lo mucho que aún les aportan, incluso ausentes, me doy cuenta de que si con alguien me enoja toda esta historia, es conmigo mismo. Con Élise también. La amé con pasión en esa época, las pocas veces que nos vimos. Luego, recordé amistades más antiguas, el tiempo de nosotros, ella y yo. El lazo era tan sostenido entre la joven Nathalie de Neuilly y la burguesa un poco beatnik que ahora vivía con Orson. Después de mi divorcio, volví a Asnières, que jamás me desilusionó. Paseé a un niño muerto por las calles, el domingo. Me inscribí en un club deportivo al lado de la Puerta de Asniéres, estuve un año. Tuve citas, y de vez en cuando, la mayoría divorciadas, me hablaban de sus preocupaciones por sus hijos o sus ex, que continuaban haciéndoles la vida imposible a la distancia, sin llegar a la hora los domingos en la noche, sin pagar la pensión. Soy un tipo bueno para escuchar, la mayor parte del tiempo. Élise casi nunca me habló de su hija. En toda mi vida jamás olvidé a Élise.

    Dejé de estar resentido con mi exmujer y su obsesión por la maternidad cuando quedó embarazada de su segundo marido, Jean-Pierre. Los jóvenes padres habían pasado los cuarenta años; ella es un poco mayor que él. No recuerdo el nombre del niño, que vi dos o tres veces. Ella se veía resplandeciente y cansada. Lloré solo como un idiota en la calle Anatole-France, al salir de la clínica. Me costó un montón encontrar mi scooter. Aún tomaba fotos para una alcaldía de la periferia en la época. Luego sentí alegría por ella, por ellos. Recordé también el departamento de su madre, no lejos de donde yo vivía. Nathalie, Élise y yo estábamos todos en la periferia oeste, relativamente cerca de París. Su madre: a Nathalie le había costado hablar de ella en la brasserie de Châtelet. Crucé su mirada perdida, de súbito, cuando evocó la enfermedad en la que se debatía. ¿O quizás había dejado de pelear? Iba seguido cuando Élise y ella eran estudiantes, y yo ya no realmente. Tomaba muchas fotos que luego vendía a diestra y siniestra, y animaba el club de fotos de la MJC²de Levallois. Era en el bulevar de Inkermann, la planta baja de una gran casa reconstruida. Un bus iba directo de su casa al departamento de Élise, o más bien de sus padres. Apreciaba a su madre, que pasaba su tiempo cumpliendo metas fumando cigarros Craven A. Los guardaba en una caja de plata que dejaba encima de un velador donde apilaba los diarios: el Nouvel Observateur, L’Express, Marie Claire. Era distinto que en mi casa. ¡Qué jóvenes éramos entonces! Esos recuerdos hacen parte de un tesoro desconocido. No se buscan, ellos mismos vienen a veces a abrirse ante tus ojos, y en el momento en que todo lo que contiene esa caja va a aclararse, ¡zas!, el arenero³. Jamás pensé que aquello iría a cambiar nuevamente mi vida, verdaderamente.

    *

    **

    Al día siguiente tomé el tren para la estación Saint-Lazare. ¿Por qué recuerdo tan bien esos pocos días? A veces, en la vida, las viejas historias se amparan del fondo. No dura mucho, y me gustaría creer que los bellos días de otoño no van a cesar jamás. Entonces trabajo mucho; eso me ayuda a vivir solo: ocurre que me piden que vuelva a ir el sábado, a cambio de un día feriado en la semana. Hace tres años, un tipo de mi edad fue despedido; intentaron que se fuera fastidiándolo, pero el tipo se mantuvo, tuvieron que sacarlo por razones económicas. Se llama Alain Martinet. Tiene uno de esos apellidos que parecen extraídos de un gran anuario por un tipo sospechoso en busca de anonimato. No intentó encontrar otro trabajo. De hecho había

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