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La noche y la música: Matthew Scudder
La noche y la música: Matthew Scudder
La noche y la música: Matthew Scudder
Libro electrónico268 páginas5 horas

La noche y la música: Matthew Scudder

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«Me encanta la serie sobre Matthew Scudder, y me encantan los cuentos…y ésta es la colección completa de los cuentos protagonizados por Scudder. Uno de los grandes de todos los tiempos es "A la luz de la madrugada", ganador del Premio Edgar Allan Poe.»
–Otto Penzler, Los Angeles Times, Los diez libros más deseados del 2011

«Mi favorito, creo, es el cuento que lleva el título de la colección, "La noche y la música", donde Matt y su esposa Elaine se encuentran platicando y escuchando música en varios lugares en su barrio de Nueva York. Este cuento es tan elegante y evocativo que me recuerda los relatos breves de Irwin Shaw…»
–James Reasoner, Rough Edges

Lawrence Block ha escrito 17 novelas protagonizadas por Matthew Scudder, las cuales han conquistado corazones de lectores en el mundo entero, y de paso un tropel de trofeos, incluyendo el Premio Edgar Allan Poe (EUA), el Shamus (EUA), el Philip Marlowe (Alemania) y el Halcón Maltés (Japón). Y Matthew Scudder es en gran medida el responsable de los galardones a la carrera artística que le han sido otorgados a Block: el Premio Gran Maestro (Mystery Writers of America), el Premio The Eye (Private Eye Writers of America) y el Puñal de Diamante Cartier (UK Crime Writers Association, Reino Unido).

Pero Scudder es también la estrella en muchos relatos cortos, y aquí están todos, empezando por un par de novelas breves de finales de los años 70 («Salió por la ventana» y «Una vela para la vagabunda»), continuando con «A la luz de la madrugada» (Premio Edgar Allan Poe) y «El Misericordioso Ángel de la Muerte» (Premio Shamus), hasta culminar con «Una última noche en Grogan's», un cuento conmovedor y elegíaco que nunca antes se había publicado. Las narraciones breves mantuvieron viva a la serie en varias ocasiones cuando la corriente de las novelas se vio interrumpida, y los cuentos llevaron a Scudder por diferentes caminos y nos mostraron regiones de su mundo que no aparecen en los mapas.

Algunos de estos cuentos aparecieron en revistas, tales como Alfred Hitchcock, Ellery Queen y Playboy. El microrrelato que le da su título a la colección, "La noche y la música", fue escrito para un festival de jazz en la Ciudad de Nueva York; otro, "Mick Ballou mirando la pantalla en blanco", ha aparecido sólo en forma de texto para un folleto de edición limitada. Y el cuento final, donde Matt y Elaine están sentados ante una mesa junto con Mick y Kristin Ballou, dentro de un bar cerrado en el barrio conocido como «la Cocina del Infierno», aparece por vez primera en este volumen.
Varios de estos cuentos echan una mirada hacia atrás desde el tiempo en que fueron escritos, pues Scudder narra acontecimientos ocurridos durante su vida anterior, cuando era policía y compañero del legendario Vince Mahaffey, un detective del Departamento de Policía de Nueva York que vivía una vida doble. En «Buscando a David» Matt y Elaine están de vacaciones en Florencia, donde se topan con un hombre al que Matt arrestara décadas atrás; ahora por fin Matt descubre el motivo de un homicidio brutal.

Brian Koppelman, eminente cineasta, guionista y director («Hombre solitario», «Océano Trece», «Rounders») y gran fan de Matt Scudder, le ha añadido sabor al guiso con una introducción.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 jul 2018
ISBN9781386648567
La noche y la música: Matthew Scudder
Autor

Lawrence Block

Lawrence Block is one of the most widely recognized names in the mystery genre. He has been named a Grand Master of the Mystery Writers of America and is a four-time winner of the prestigious Edgar and Shamus Awards, as well as a recipient of prizes in France, Germany, and Japan. He received the Diamond Dagger from the British Crime Writers' Association—only the third American to be given this award. He is a prolific author, having written more than fifty books and numerous short stories, and is a devoted New Yorker and an enthusiastic global traveler.

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    La noche y la música - Lawrence Block

    Salió por la ventana


    Su último día fue igual que todos, sin nada especial. Se le notaba un poco nerviosa, preocupada por quién sabe qué, o tal vez por nada. Pero para Paula eso no era ninguna novedad.

    Como mesera, nunca fue la gran cosa durante los tres meses que trabajó en Armstrong's. Olvidaba algunos pedidos y confundía otros, y cuando querías pedir otra ronda de bebidas, o la cuenta, podías volverte loco en tus intentos de captar su atención. Algunos días pasaba todo su turno como un fantasma que atraviesa las paredes, como si hubiese perfeccionado alguna técnica arcana de proyección astral, mandando su mente a paseo, mientras que su cuerpo largo y flaco seguía sirviendo comida y bebida, y frotando con un trapo las mesas desocupadas.

    Pero ella hacía el esfuerzo. Como jodidos no iba a hacerlo. Siempre lograba clavarse una sonrisa sobre la cara. A veces era la sonrisa valerosa de un herido ambulante y en otras ocasiones la sonrisa crispada, de quijada apretada, que nace de un par de tabletas de anfetamina, pero ni modo, hay que conformarse con lo que haya, y un gesto así vale más que la ausencia total de sonrisas. Ella conocía de nombre a todos los clientes habituales de Armstrong's, y su saludo siempre te hacía sentir como que volvías a tu casa. Cuando no tienes otra casa que esa, aprecias ese tipo de cosas.

    Y si la carrera no era perfecta para ella, bueno, de seguro no era lo que ella había tenido en mente cuando llegó por primera vez a Nueva York. Nadie ambiciona llegar a ser mesera en un tendejón de licores en la Novena Avenida, así como nadie ambiciona llegar a ser un ex-policía que flota de mes en mes, aferrado a su bourbon y su cafecito. Grandeza de ese tipo nos la impone el destino. Cuando eres joven, como Paula Wittlauer, te aguantas y esperas, porque sabes que algún día las cosas se pondrán mejor. Cuando llegas a mi edad, simplemente esperas que no se pongan mucho peor.

    Ella trabajaba en el primer turno, de las doce del día a las ocho de la noche, de martes a sábado. Trina entraba a las seis, de manera que eran dos meseras durante las horas pico cuando todos llegan a comer. A las ocho Paula se iba a donde se iba y Trina seguía allí unas seis horas más, sirviendo tazas de café y copas de bourbon.

    El último día de Paula fue un jueves a finales de septiembre. El calor del verano empezaba a calmarse. Esa mañana había caído una lluvia refrescante y el sol no mostró la cara en todo el día. Llegué como a las cuatro de la tarde con una copia del Post y lo leí de pe a pa, mientras tomaba mi primera copa del día. A las ocho de la noche, yo estaba hablando con dos enfermeras del Hospital Roosevelt, que tenían ganas de hablar mal de un cirujano residente que se creía el mesías. Estaba yo haciendo ruidos de empatía y solidaridad, cuando Paula pasó junto a nuestra mesa y me dio las buenas noches.

    Le dije–: Buenas a ti, chiquilla. –¿Levanté la mirada? ¿Nos sonreímos? Demonios, no me acuerdo.

    –Nos vemos mañana, Matt.

    –Bueno –dije– si Dios quiere.

    Pero según las evidencias no quiso. Justin cerró el tendejón como a las tres de la madrugada, y yo me fui a mi hotel, a la vuelta de la esquina. No pasó mucho tiempo antes de que el café y el bourbon se cancelaran el uno al otro. Me metí a la cama y me dormí.

    Mi hotel queda en la Calle Cincuenta y Siete, entre la Octava Avenida y la Novena. Está del lado norte de la cuadra; mi ventana mira al sur, del lado de la calle. Desde la ventana puedo ver el World Trade Center, en la punta de Manhattan.

    También puedo ver el edificio de Paula. Queda del otro lado de la Calle Cincuenta y Siete, unos noventa metros más al este, un edificio alto y estrecho, de muchos pisos, que de haber estado directamente enfrente me hubiera bloqueado la vista del Trade Center.

    Ella vivía en el piso diecisiete. Un poco después de las cuatro, salió por la ventana. El arco de su caída la llevó más allá de la acera, de manera que aterrizó en plena calle, a unos cuantos centímetros de la acera, golpeando el asfalto entre dos autos estacionados.

    En la clase de física de la preparatoria, te enseñan que los cuerpos en caída libre tienen una aceleración de 9.8 metros por segundo cuadrado. Así que Paula habrá caído aproximadamente 9.8 metros durante el primer segundo, otros 19.6 metros durante el segundo segundo, y otros 29.4 metros durante el tercer segundo. Puesto que cayó desde una altura de 60 metros, me parece que no pasó más de cuatro segundos en el acto de caer.

    Seguramente el tiempo le pareció mucho más largo.

    Me levanté como a las diez, diez y media. Cuando me detuve en la recepción para recoger mi correo, Vinnie me dijo que había habido una saltadora del otro lado de la calle, durante la noche. –Una damisela –dijo, palabra que ya no se usa mucho. –Salió toda desnuda. Así puedes morirte de frío.

    Me le quedé mirando.

    –Aterrizó en la calle, por poco y le pega al Cadillac de alguien. ¿Te gustaría encontrarte con tal adorno en el cofre de tu coche? Me pregunto si la aseguradora pagaría por algo así. ¿Podríamos decir que es un acto de Dios?

    Salió de detrás de su escritorio y caminó conmigo hasta la puerta. –Allí –dijo apuntando con el dedo–, la camioneta de la floristería está tapando el punto donde dio el ranazo. De todas maneras no se ve nada. La recogieron con espátula y esponja y luego echaron agua a manguerazos para limpiar todo. Cuando llegué aquí al trabajo ya no quedaba ni una señal.

    –¿Quién fue?

    –Quién sabe.

    Yo tenía otras cosas qué hacer esa mañana, y mientras las hacía pensaba en la saltadora. Los saltadores no son raros, y por lo general cometen el acto en las horas que preceden a la madrugada. Se dice que son las horas más oscuras.

    Poco después del mediodía pasé por Armstrong's y entré para tomar un trago rápido. Me puse de pie ante la barra y miré a mi alrededor para saludar a Paula, pero ella no estaba allí. En su lugar estaba una pelirroja rechoncha llamada Rita.

    Dean estaba detrás de la barra, y le pregunté dónde estaba Paula. –¿Se está saltando la escuela hoy?

    –¿No te has enterado?

    –¿De qué? ¿La despidió Jimmy?

    Movió la cabeza para decir que no, y antes de que yo hiciera otra adivinanza, me lo contó.

    Me tomé mi bebida. Tenía cita para discutir algo con alguien, pero de repente ya no me importaba. Eché una moneda de a diez céntimos en el teléfono, cancelé la cita, y regresé por otro trago. Mi mano temblaba un poco cuando levanté el vaso, pero cuando lo bajé ya estaba más firme.

    Crucé la Novena Avenida y me senté un rato dentro de la catedral, Saint Paul's. Diez minutos, o veinte, algo así. Prendí una vela para Paula y algunas velas más, para otros muertos, y me estuve allí pensando sobre la vida y la muerte y las ventanas altas. Durante la época en que estaba separándome de las fuerzas policiacas, descubrí que las iglesias son lugares muy buenos para ese tipo de cosas.

    Después de un rato caminé hasta el edificio de ella y me detuve enfrente de él, sobre el pavimento. La camioneta de la floristería se había ido, y examiné la calle, donde había aterrizado Paula. Como me lo había asegurado Vinnie, no quedaba una señal de lo ocurrido. Eché la cabeza para atrás y miré hacia arriba, preguntándome de cuál ventana habría caído, y luego miré hacia abajo, al pavimento, y luego otra vez hacia arriba, y de repente me dio vértigo y la cabeza me daba vueltas. Mientras tanto logré captar la atención del portero de edificio, y él salió a la acera, ansioso de hablar sobre su reciente inquilina. Era un hombre negro, más o menos de mi edad, y parecía tan orgulloso de su uniforme como el tipo en el cartel de reclutamiento de la Marina. El uniforme no estaba mal, era en tonos de marrón, con charreteras y relucientes botones de bronce.

    –Qué cosa tan terrible –dijo–. Una joven así, con toda la vida por delante.

    –¿La conocía usted bien?

    Negó con la cabeza. –Siempre me brindaba una sonrisa, siempre me saludaba, siempre me llamaba por mi nombre. Siempre andaba de prisa, entraba a la carrera, salía otra vez a la carrera. Uno pensaría que no tenía ni un problema en el mundo. Pero nunca se sabe.

    –Nunca.

    –Ella vivía en el piso diecisiete. Yo no viviría tan arriba ni aunque me dieran el apartamento gratis.

    –¿Le molestan las alturas?

    No sé si oyó la pregunta. –Yo vivo en el primer piso sobre la planta baja, subo por las escaleras –dijo–, así me gusta. Nada de elevador y nada, nada de ventanas altas. –Su rostro se ensombreció y al parecer estaba a punto de añadir algo, pero en ese momento una persona empezó a meterse en la entrada de su edificio, y él se movió para interceptarla. Yo miré de nuevo hacia arriba, tratando de contar las ventanas hasta el piso diecisiete, pero volvió a darme vértigo y desistí.

    –¿Es usted Matthew Scudder?

    Levanté la vista. La chica que me lo había preguntado era muy joven, con cabello castaño, lacio y largo, y enormes ojos color café. Tenía una cara abierta e indefensa, y le temblaba el labio inferior. Dije que yo era Matthew Scudder y señalé una silla frente a la mía. Permaneció de pie.

    –Soy Ruth Wittlauer –dijo.

    No entendí el significado del nombre hasta que ella añadió–: La hermana de Paula. –Entonces asentí con la cabeza y la escudriñé, buscando señas de un parecido de familia. Si las había, no logré encontrarlas. Eran las diez de la noche, Paula Wittlauer llevaba dieciocho horas de muerta, y su hermana estaba parada frente a mí, mirándome con esperanza, y en su rostro había una curiosa mezcla de decisión e incertidumbre.

    Dije –: Lo siento. ¿Quiere sentarse? ¿Y quiere algo de beber?

    –No bebo.

    –¿Un café?

    –He estado tomando café todo el día. Estoy temblorosa de tanto maldito café. ¿Es necesario ordenar algo aquí?

    Estaba realmente nerviosa. Le dije –: No, claro que no. No hace falta que ordene nada. –Intercepté la mirada de Trina y le hice señales de que no se acercara. Ella hizo señal de comprender, y nos dejó en paz. Yo tomé mi café a pequeños sorbos y observé a Ruth Wittlauer por encima del borde de la taza.

    –Usted conoció a mi hermana, Sr. Scudder.

    –De manera superficial, como un cliente conoce a una mesera.

    –La policía dice que se suicidó.

    –¿Y usted no lo cree?

    –Yo sé que no es verdad.

    Mientras ella hablaba, yo observaba sus ojos, y estaba dispuesto a creer que ella estaba convencida de lo que decía. Ella no creía que Paula hubiese salido por la ventana por su propia voluntad, no lo creía ni por un instante. Claro que eso no implicaba que tuviera razón.

    –¿Qué piensa que sucedió?

    –La asesinaron. –Lo dijo con toda calma–. Yo sé que la asesinaron. Creo que sé quién fue.

    –¿Quién?

    –Cary McCloud.

    –No lo conozco.

    –Pero puede haber sido otra persona –continuó. Encendió un cigarrillo y fumó en silencio durante un rato–. Estoy bastante segura que fue Cary.

    –¿Por qué?

    –Vivían juntos. –Frunció el ceño, como reconociendo que la cohabitación no es gran evidencia de asesinato–. Es capaz de hacerlo –dijo con cuidado–, por eso creo que fue él. No creo que una persona cualquiera sea capaz de matar a alguien. En el calor del momento, sí, supongo que la gente pierde los estribos, pero hacerlo deliberadamente y arrojar a alguien por una…por una…así nada más, arrojar a alguien por una . . .

    Posé mi mano sobre la suya. Sus manos eran largas, de huesos menudos, y su piel se sentía fresca y seca. Pensé que iba a llorar, o a perder el control, o algo, pero no lo hizo. Sólo que no iba a ser posible para ella pronunciar la palabra «ventana», y se iba a atorar cada vez que lo intentara.

    –¿Qué dice la policía?

    –Que fue suicidio. Dicen que ella se mató –chupó su cigarrillo–. Pero es que no la conocen, jamás la conocieron. Si Paula hubiera querido matarse, se hubiera tragado unas píldoras. Le gustaban las píldoras.

    –Me figuraba que le gustaban los estimulantes.

    –Estimulantes, tranquilizantes, metacualonas, barbitúricos. Y además le entraba a la marihuana y le gustaba beber. –Bajó la vista. Mi mano estaba aún encima de la suya, ella miró nuestras manos y yo retiré la mía–. Yo no hago ninguna de esas cosas. Tomo café, ese es mi único vicio, y ni siquiera tomo mucho, porque me pone nerviosa. Por eso estoy nerviosa esta noche, por el café, y no…por todo esto.

    –Está bien.

    –Ella tenía veinticuatro años, y yo tengo veinte. Soy la hermana chiquita, la hermanita convencional, sólo que así es como ella quería que fuera. Ella hacía todas esas cosas y luego venía y me decía que no las hiciera, que eso era una mala escena. Creo que ella me mantuvo en el camino recto. Realmente creo que fue así. No tanto por lo que me decía, sino porque yo veía su manera de vivir y cómo la afectaba, y yo no quería eso para mí. Me parecía una locura lo que ella hacía de sí misma, pero al mismo tiempo creo que la adoraba, siempre fue mi heroína. Yo la quería, Dios mío, la quería de a de veras, apenas me estoy dando cuenta de cómo la quería, y ahora está muerta y ése la mató. Yo sé que él la mató, simplemente lo sé.

    Después de un rato le pregunté qué quería que yo hiciera.

    –Usted es detective.

    –No en un sentido oficial. He sido policía.

    –¿Podría…descubrir lo que sucedió?

    –No lo sé.

    –Traté de hablar con la policía. Era como hablar con la pared. No puedo dar la espalda, dejarlo todo sin hacer nada. ¿Me entiende?

    –Creo que sí. ¿Y si investigo el asunto y sigue pareciendo suicidio?

    –No se mató.

    –Bueno, supongamos que al final de mis pesquisas pienso que sí se mató.

    Lo pensó. –De todas maneras yo no estaría obligada a creerlo.

    –Así es. Todos podemos escoger lo que creemos.

    –Tengo algo de dinero. –Colocó su bolso sobre la mesa. –Soy la hermana convencional, trabajo en una oficina, ahorro. Traigo quinientos dólares.

    –Eso es demasiado para traerlo cargando en este barrio.

    –¿Es suficiente para contratarlo?

    Yo no quería aceptar su dinero. Ella tenía quinientos dólares, más una hermana muerta, y no por despedirse del dinero iba a recobrar a su hermana. Yo hubiera trabajado gratis, pero eso no sería bueno, porque entonces ni ella ni yo tomaríamos el asunto con suficiente seriedad. Además tengo que pagar la renta y a mantener mis dos hijos, y encima está lo que cobra Armstrong por el café y el bourbon. Acepté cuatro billetes de a cincuenta dólares y le dije que haría todo lo posible por ganármelos.

    Después de que Paula Wittlauer golpeó el pavimento, un carro blanco y negro del Distrito Dieciocho captó la alarma y se hizo cargo del caso. Uno de los policías en ese carro era un tipo apellidado Guzik. No lo había conocido cuando yo estaba en la fuerza, pero nos habíamos encontrado más adelante. No me agradaba, y me parece que yo tampoco le agradaba a él, pero era razonablemente honrado y al parecer competente. Lo llamé por teléfono al día siguiente y lo invité a almorzar.

    Nos dimos cita en un restorán italiano en la Calle Cincuenta y Siete. Pidió carne de ternera con pimientos y dos vasos de vino tinto. Yo no tenía hambre, pero me obligué a comer un bistec pequeño.

    Entre mordida y mordida de ternera, dijo–: La hermanita, ¿eh? Hablé con ella, ¿sabes? Es tan limpiecita y bonita que te rompería el alma si se lo permitieras. Y por supuesto, no quiere creer que su querida hermana cometió el acto holandés. Le pregunté si era católica, porque en ese caso hay complicación religiosa, pero dijo que no se trataba de eso. De todas maneras, los sacerdotes por lo general no se ponen muy estrictos, son los mejores especialistas en torcer las leyes. Demonios, tienen dos mil años de práctica, son expertos. Yo también adopté esa actitud, le dije «Mire, hay tantas píldoras allí. Digamos que su hermana se tomó unas cuantas pildoritas, con un poquitín de vino, y luego se fumó un poquitín de marihuana, y luego se acercó a la ventana para respirar aire fresco. Se mareó un poco, y tal vez perdió el conocimiento un rato, y yo digo que jamás se ha dado cuenta de lo que le pasó.» Porque no hay cuestión de seguro de vida, Matt, así que si la hermanita quiere pensar que fue accidente, yo no le voy a gritar «suicidio» al oído. Pero eso es lo que dice el expediente.

    –¿Ya lo cerraron?

    –Seguro. No queda ninguna duda.

    –La hermana piensa que fue asesinato.

    Asintió con la cabeza. –Cuéntame algo nuevo. Dice que un tal McCloud mató a su hermana. McCloud es el amante. El problema es que él estaba en un club nocturno en la esquina de la Cincuenta y Tres y la Doce, más o menos a esa hora, cuando la hermana se echó el brinco de paracaidista sin paracaídas.

    –¿Eso está confirmado?

    Se encogió de hombros. –Bueno, casi. El tipo entró y salió del club, tuvo tiempo para ir al apartamento de la mujer y luego regresar al club. Pero tenemos el asunto de la puerta.

    –¿Cuál asunto?

    –¿No te lo dijo? El apartamento de Paula Wittlauer estaba cerrado con llave y la cadena de seguridad estaba puesta. El conserje vino con su llave y abrió la cerradura, pero tuvimos que mandarlo al sótano a buscar un cortacadenas para quitar la cadena de seguridad. La cadena sólo puede colocarse desde adentro. Con la cadena puesta, la puerta se puede abrir sólo unos cuantos centímetros, así que una de dos: o la Wittlauer se lanzó solita por la ventana, o el Hombre de Plástico se escurrió por esa puerta sin quitar la cadena.

    –O el asesino se quedó dentro del apartamento.

    –¿Eh?

    –¿Buscaron en el interior del apartamento, después de que el conserje cortó la cadena?

    –Echamos un vistazo, claro que sí. Había una ventana abierta, había una pila de ropa junto a la ventana. Ya sabes que salió encuerada, ¿verdad?

    –Ajá.

    –No había ningún asesino fornido agazapado tras los arbustos, si a eso te refieres.

    –¿Hurgaron bien por todo el lugar?

    –Cumplimos con nuestro trabajo, como debe ser.

    –Ajá. ¿Miraron debajo de la cama?

    –Era una cama de plataforma. No había espacio debajo.

    –¿Los clósets?

    Bebió un poco de vino, bajó la copa con fuerza y me miró con ira. –¿Qué demonios estás diciendo? ¿Tienes alguna razón para pensar que había alguien en el apartamento cuando entramos en él?

    –Sólo exploro las posibilidades.

    –Jesús. ¿De veras crees que alguien puede ser tan estúpido como para permanecer en el apartamento después de lanzar a la tipa para afuera? Ya llevaba como diez minutos allí, aplastada sobre la calle, antes de que llegáramos. Si alguien la asesinó, cosa que no ocurrió, pero de haber sido así, ese alguien ya podía andar bien lejos, casi en Tejas, a la hora que llegamos. ¿No le convendría eso, más que meterse al armario y esconderse detrás de los abrigos?

    –A menos que el asesino no quisiera pasar enfrente del portero.

    –Bueno, entonces todavía le queda todo el edificio para esconderse. Ese portero en la puerta de entrada es el único personal de seguridad en todo el edificio, ¿de qué sirve un maldito portero? Y supongamos que se esconde en el apartamento y da la casualidad de que lo vemos. Entonces, ¿dónde está? Con una soga al cuello, así es como está.

    –Sólo que no lo vieron.

    –Porque no estaba allí, y cuando yo empiece a ver hombrecitos que no están allí, entrego mis papeles y renuncio como policía.

    Sus palabras traían un reto escondido. Yo había renunciado a la fuerza policiaca, aunque no veía hombrecitos. Una noche, unos cuantos años antes, interrumpí un asalto a una cantina y salí a la calle a corretear al par de tipos que habían matado al cantinero. Me salió un tiro desviado y murió una niña, y después

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