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La hermandad Huntsville
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Libro electrónico376 páginas3 horas

La hermandad Huntsville

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Información de este libro electrónico

Mientras camina por el interior del túnel de la Alcazaba, un escueto WhatsApp de alguien que no tiene en sus contactos le anuncia a David que el que fue su mejor amigo desde la infancia, Julián, al que hace años que no ve, ha muerto. Entonces el tiempo hace una contracción hacia atrás y lo traslada a un famoso internado de Málaga en el que Julián y David pasaron unos años junto a otros amigos. ¿Qué lazos indestructibles y qué pactos secretos hicieron cuando estaban juntos los miembros de la Hermandad de Huntsville? ¿Qué terrible experiencia les ocurrió a los cinco que unió aún más a David y a Julián? ¿Qué pudo suceder después para que estos dos amigos inseparables se enfrentaran y dejaran de verse de forma repentina? Durante el trayecto hacia el tanatorio, David recibe una llamada que lo transporta aún más al pasado. Se trata de María José, una mujer, que también estuvo muy unida a Julián, a la que amó con toda su alma y de la que no sabía nada desde que ella lo abandonó diez años atrás. Cuando llega al tanatorio a velar el cadáver de Julián y se reencuentra con María José, comienzan a hablar de Julián y, paulatinamente, se van dando cuenta de que ha podido existir algo extraño en su muerte. Envueltos por la nostalgia, por la tristeza y por el miedo, al salir del tanatorio, deciden visitar la casa donde Julián ha vivido los últimos meses, precisamente donde ha aparecido sin vida y muy cerca del lugar donde a los miembros de la hermandad les ocurrió algo en su juventud que les cambió la vida para siempre.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 abr 2021
ISBN9788418453779
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    La hermandad Huntsville - J. Francisco Guerrero López

    J. Francisco Guerrero López

    La Hermandad de Huntsville

    © J. Francisco Guerrero López

    Autor: J. Francisco Guerrero López

    Título: La Hermandad de Huntsville

    Maquetación y diseño de portada: J. Cobos

    Retrato del autor: Juan Antonio Herrera Fernández

    Edita: Promotora Cultural Malagueña

    Coordina: Ediciones del Genal

    Colabora: Librerías Proteo y Prometeo

    ISBN: 978-84-18453-77-9

    Málaga, 2021

    J. Francisco Guerrero López

    nació en Torre del Mar (Málaga) y es profesor de la Universidad de Málaga.

    Es autor de varias novelas, Francis Dei, (Cuadernos de Parasol, 1986); Ojalá nos despierte la lluvia (Ed. Aljibe, 2000); El baile de las abejas (Ed. Aljibe, 2003); El puente de los Alemanes (Ed. Aljibe, 2010) y El doble de Picasso (Ed. Aljibe, 2013). Ha escrito un par de relatos: Te amo, probablemente (1991, Cuadernos de Parasol) y Waltraud o el misterioso crimen de la calle Canalejas (2005, revista Ballix).

    Ha escrito el guion de algunos vídeos educativos como: Entropía, desorden indiferenciado (1987, Centro de Tecnología de la imagen) o Neotenia (1993; Centro de Tecnología de la Imagen de Málaga), y ha realizado los cortometrajes Etnógrafo on the road (1991, Centro de Tecnología de la Imagen) y ¿Hoy é miéncole? (2002, Producciones Vídeo-Sur).

    En su faceta profesional ha escrito varios ensayos, relacionados con el ámbito de la atención a la diversidad: Diario de campo; Estudio sobre los inadaptados (Ed. Aljibe, 1991); Introducción a la investigación etnográfica en Educación Especial (Ed. Amarú, 1992); Nuevas Perspectivas en la Educación e Integración de los niños con síndrome de Down (Ed. Paidós, 1993) y El drama pirandelliano de una disciplina en busca de identidad (Colección Debate, 1995). Ha coordinado otros ensayos como Caminando hacia el siglo XXI: la integración escolar (1992, Servicio Publicaciones Universidad de Málaga); Lecturas sobre integración escolar y social(Ed. Paidós, 1992,); Creatividad, ingenio e hiperconcentración: las ventajas de ser hiperactivo (Ed. Aljibe, 2006); La pizarra mágica; una historia diferente de la educación (Ed.Aljibe, 2004,) y El lado oculto del

    tdah

    en la edad adulta (Ed. Aljibe, 2014). Junto a otros autores ha escrito: La educación y la actividad física en las personas con síndrome de Down (Ed. Aljibe, 2006) y El hombre que recogía monedas con la boca. Una aproximación diferente al autismo (Ed. Aljibe, 2017).

    A mi amigo Rafael Segovia Pérez, que vivió siempre

    en el lado más salvaje de la vida.

    In memoriam

    A todas las personas que, en algún momento de sus vidas,

    estuvieron en el colegio San José de Campillos,

    especialmente a Fernando Barceló Miró

    y a José Luis Rico García.

    A mi prima Toñi Guerrero, que siempre conservó

    su belleza y la sonrisa en sus labios aún cuando

    la enfermedad la consumió y devoró finalmente.

    A mi perro Platón, con la esperanza

    de que sepa perdonarme que no estuve

    a su lado en el último ciclo de su existencia.

    Nota del autor

    Aunque mi estancia en el colegio de San José de Campillos fue muy breve, fue la mejor, con diferencia, de los casi nueve años que estuve interno en diversos colegios, todos ellos religiosos —excepto Campillos—.

    Es cierto que en Campillos se recurría, a veces, al castigo, pero siempre estaba relacionado con alguna gamberrada. No era algo arbitrario y sistemático; había una causa y un efecto. Y no siempre nuestras acciones, a veces vandálicas, recibían un castigo.

    En cualquier caso, siempre han permanecido con entrañable cariño en mi memoria, los amigos con los que coincidí durante el corto período de tiempo que permanecí en ese centro. Y he de confesar también que, con frecuencia, he recordado con admiración y nostalgia, a los profesores, a los inspectores, al médico, al conductor de la furgoneta, a las limpiadoras, a los búhos, al personal de la cocina y al fundador y primer director de ese internado.

    Me gustaría recordar que este texto que sigue a continuación no es un libro de memorias ni un libro histórico sobre el centro sino una novela; un universo de ficción que no está necesariamente sujeto a las reglas de la verosimilitud sino al mundo de la fantasía. En ese sentido, cualquier parecido con la realidad, en lo concerniente a Campillos, en esta novela, es pura coincidencia, salvo acontecimientos puntuales y algunos personajes y motes aislados.

    Antes de terminar esta breve nota, quiero agradecer a doña Lucía Romero Franco, actual directora del colegio San José de Campillos, la disponibilidad y amabilidad con la que ha permitido el uso de la foto sobre el colegio que encabeza esta nota.

    Todavía me parece ver a mi pequeña personilla en la habitación apenas iluminada, sentado, con la cabeza entre las manos y escuchando la dolorosa melodía (…) y estudiando. Me veo también con los libros cerrados a mi lado y oyendo a través de aquella música los ruidos habituales de mi casa, o el soplar del viento en la llanura (…) y sintiéndome muy triste y muy solo. Me veo metiéndome en la cama, entre todos aquellos lechos solitarios, y sentándome en ella a llorar de deseo por una palabra cariñosa (…). Y luego, a la mañana, me veo bajando la escalera y mirando a través de un tragaluz que la ilumina, la campana de la escuela, suspendida en lo alto, con la veleta encima y pensando en cuándo sonará…

    Charles Dickens. David Copperfield (1850). Primera parte. Capítulo V, Me alejan del hogar, página 48. Biblioteca Dominio Público.

    1. ALCATRAZ

    Parecía que estábamos presos en Alcatraz, esa legendaria roca rodeada de las aguas heladas de la bahía de San Francisco.

    Alcatraz, querido Julián, esa prisión flanqueada por escarpados acantilados donde el mar se retuerce salvaje y donde abundan los nidos de las aves marinas. Aunque, en nuestra Alcatraz, lo más parecido a una formación rocosa era aquel cerro ondulado que veíamos desde los patios, había mañanas en las que una espesa niebla rodeaba nuestro internado, igual que la niebla envuelve a toda la bahía de San Francisco y solo se ve la parte superior de las enormes torres de color naranja del Golden Gate.

    En Alcatraz los presos llevaban uniformes azules y deambulaban sin rumbo por el patio. ¿Te acuerdas Julián de que nosotros también llevábamos nuestros trajes? ¿Y recuerdas cuando caminábamos de un extremo a otro de los patios como esas fieras que se desplazan desesperadas por el interior de sus jaulas?

    Qué aspecto tan ridículo teníamos con aquellos guardapolvos marrones, esa especie de babero sucio y con los bolsillos llenos de agujeros quemados por las colillas encendidas que nos tiraban mientras alguien, riéndose, preguntaba cerca de nosotros: «¿Arde París?».

    ¿Recuerdas, Julián, a los presos que se escaparon de Alcatraz? ¿Te acuerdas de Frank Morris y de los hermanos John y Clarence Anglin?

    Eran nuestros ídolos y nos sabíamos de memoria cómo habían estado planificando la huida; durante un año analizaron todas las posibilidades intentando ver cuáles eran las partes más vulnerables de aquella fortaleza. Descubrieron que las celdas de la Roca tenían una pared muy débil justo al lado de los conductos de la ventilación, así que, con cucharas y tenedores, cogidos pacientemente durante meses del comedor, fueron ampliando el conducto hasta que por la abertura —disimulada cada día con un cartón— pudieron realizar varias tentativas de huida antes de su evasión definitiva.

    En el mayor de los secretos, fabricaron cabezas con papel, jabón, pinturas y yeso. Finalmente, les injertaron cabellos humanos recogidos de la barbería y lograron que el parecido con sus rostros fuese asombroso.

    ¿Te acuerdas de qué manera nos impresionó ver las fotografías de esas cabezas? ¿Y recuerdas que construyeron una balsa con impermeables que fueron guardando durante semanas y que también fabricaron unos toscos chalecos salvavidas?

    ¿Y cómo olvidarnos de la noche del 11 de junio de 1962? Esa noche, los hermanos Anglin y Morris salieron por la salida de la respiración y llegaron a la azotea, luego bajaron por las cañerías y saltaron varias tapias. A los pocos minutos ya se encontraban en la orilla de la playa y con un acordeón inflaron la balsa. Nunca supimos a qué hora exacta se lanzaron con la balsa a la bahía, pero lo que sí sabíamos es que si salieron antes de las 23:00 horas no hubieran podido sobrevivir por las fuertes corrientes marinas que se producen en esas aguas gélidas y que la marejada hubiera alejado de forma irremisible su pequeña embarcación, adentrándola en el océano.

    Nosotros siempre tuvimos la esperanza de que los fugados hubieran observado el ritmo de las corrientes y de que supieran que, saliendo entre las 23:00 y las 12:00 horas, una de esas corrientes marinas los llevaría directamente cerca de la tierra, a una pequeña bahía al norte del puente del Golden Gate que quizá contemplaron, desde el mar, emergiendo de la niebla.

    Los fugados tenían un cociente intelectual bastante alto y es posible que un detalle como el de las corrientes no les hubiera pasado desapercibido, ¿no crees, Julián? Pero, por una razón o por otra, nunca más se supo de ellos, ni se encontraron sus cadáveres, aunque en la isla de El Ángel, a solo unos pocos kilómetros de la orilla de la que habían partido, se hallaron restos de la balsa y, flotando en la bahía, algo de dinero y papeles con direcciones de amigos de los presos.

    Nosotros nunca creímos la versión oficial que decía que se habían ahogado. Según dijo la policía, en julio, la tripulación de un barco noruego manifestó haber avistado un cadáver en descomposición con el mono azul que se usaba en la Roca. Pero nosotros pensábamos que, si se hubieran ahogado, ¿porqué tantos años después, seguía existiendo una orden de búsqueda y captura sobre ellos?

    No solamente tú y yo estábamos convencidos de que esa escapada de leyenda tuvo éxito, sino que ningún miembro de la Hermandad de Huntsville dudaba de que esos presos legendarios lograron arribar a la costa y que llevaban una vida normal con identidades falsas y con el aspecto físico cambiado por la edad.

    ¿Te acuerdas de aquel sábado en el que vimos en la sala de la televisión del internado un documental sobre las prisiones de EE. UU.? A partir de ese momento ya nunca más nos sentimos en Alcatraz sino en Huntsville.

    No sé si te llegan mis pensamientos y recuerdos a ese mundo donde se supone que estás, pero es posible, que alguna parte de tu consciencia se acuerde de ese gigantesco sistema penitenciario mucho más parecido a nuestro internado que la roca de Alcatraz.

    Cómo recuerdo, querido amigo ausente, lo que tantas veces comentábamos todos los miembros de la hermandad sobre las similitudes de esa prisión, situada en un pueblo cercano a Houston, con nuestro colegio.

    La mitad del pueblo donde estaba esa cárcel del estado de Texas vivía de ella, y los presos criaban una granja de pollos de los que se alimentaban. Muchas personas del pueblo donde se encontraba nuestro colegio también subsistían gracias a él, y cerca del mismo existía aquella granja de aves que tú decías que eran la evolución de los dinosaurios, cuando devorábamos los pollos procedentes de esa granja, en las comidas. En nuestro Huntsville, al igual que en el auténtico, había unas instalaciones donde almacenaban alimentos para el ganado, una granja de cerdos y una fábrica de embutidos.

    Desde donde estás, si es que te hallas en algún lugar, ¿hueles aún a los excrementos de las aves como también hacían los presos de la auténtica Huntsville? ¿Todavía te llega el pesado gorgoteo de los pavos y el sonido de los gallos cacareando al amanecer? ¿Te llega todavía ese olor a pimentón y a carne cruda cociéndose?

    Nunca pudimos olvidar el internado, ni siquiera años después de haberlo abandonado, ¿verdad, Julián? Seguro que te estás sonriendo, enarcando una ceja, recordando la estancia en nuestro Huntsville.

    Sí, ya sé que éramos niños conflictivos y que por eso nos llevaron a ese colegio con aspecto de colonia penitenciaria, tan parecida a Huntsville, que en nuestro internado también aullaban varios tipos de sirenas preparándonos para el zafarrancho de combate. Incluso, escuchábamos, a veces, nuestros nombres y apellidos por la amenazadora megafonía de los patios convocándonos ante el director-alcaide.

    ¿Y recuerdas aquellas hostias que nos pegaban los inspectores y el pavor que le teníamos al director, aquel hombre que tanto respetábamos, tan alto, con esas manos tan enormes y esas espaldas tan anchas? ¿Te acuerdas de cuando gritabas «¡ahí viene el Sheriff!» al escuchar cómo se acercaba patrullando en su vespino?

    ¿Y te acuerdas de aquellos celadores que se quedaban a dormir en el colegio a los que llamábamos los búhos? ¿Y te acuerdas del Cabezón, aquel búho que espantaba a los murciélagos cada noche?

    No sé si en la prisión de Huntsville había nidos de pájaros como en Alcatraz, ni si se posaban los gorriones heridos en las ventanas de las celdas, pero algunas noches entraban murciélagos desorientados en nuestros barracones, ¿lo recuerdas, Julián?

    No tengo ni idea de en qué mundo estás ahora, pero puede que, desde ese lugar, rememores el vuelo sin sentido de aquellos murciélagos —tan extraviados como nosotros en el internado—, que se aventuraban a sobrevolar ese cielo silencioso y oscuro que envolvía el colegio como una asfixiante cúpula de la que queríamos huir.

    ¿Recuerdas cuando descubrimos que el Cabezón formaba parte de la red de espionaje del colegio?

    Qué pronto percibimos que, al igual que en Huntsville, el director-alcaide tenía a su servicio un eficiente sistema de indagación. De una forma calculada nos daban confianza y luego nos preguntaban cosas anodinas que poco a poco iban concretándose en información fidedigna. Era una especie de interrogatorio encubierto. A las pocas horas el Sheriff lo sabía todo. Y más de una vez tuvimos que ir a declarar a su despacho para someternos a un interrogatorio con aquel hombre que tanto nos imponía y que estaba dotado con aquella voz de ultratumba que nos intimidaba.

    2. STALAG LUFT III

    Oye, Julián, ¿sabes qué recuerdos me trae ahora mi memoria? La noche en la que nos fugamos de Huntsville.

    No hace falta encontrar un desencadenante para que un grupo de inquietos y rebeldes adolescentes se escapen de un internado con un régimen tan severo, ¿verdad, querido camarada? No sé, el ansia de libertad, la necesidad de aventura o la increíble fuerza que nos daba la sensación de pertenecer a un grupo tan cohesionado, en el que todos nos considerábamos como hermanos.

    En aquella época no había internet pero en la biblioteca del colegio, si se sabía buscar, uno podía encontrar todo tipo de información sobre fugas de cárceles. Todos los miembros de la hermandad nos pusimos a leer compulsivamente. Estudiamos todas las fugas famosas de la historia que encontramos en aquellas estanterías de madera que casi llegaban al techo, ¿lo recuerdas? Por supuesto que lo primero que buscamos —después de leer sobre Alcatraz— fue si algún preso se había fugado alguna vez de Huntsville pero en aquellas siete prisiones que forman ese complejo penitenciario de Texas no encontramos nada que pudiera parecerse a una fuga exitosa, aunque sí hallamos una multitud de escabrosos detalles sobre los métodos utilizados en las ejecuciones que de forma semanal se hacían en la prisión y bastantes datos sobre diversos motines.

    ¿Te acuerdas de que, cuando más desmoralizados estábamos con las lecturas de tantos motines sofocados y de tantos intentos de fuga fallidos, al fin descubrimos una huida que nos impresionó y que nos animó a toda la hermandad a iniciar nuestra rocambolesca fuga?

    Fue aquella película, Julián. ¿Recuerdas aquella película? Se llamaba La gran evasión. Nuestra idea de la fuga no solamente estaba influida por la huida de Alcatraz, sino que se había visto reforzada, especialmente, porque todos los miembros de la hermandad habíamos visto en el cine del pueblo donde se encontraba nuestro colegio una reposición de la película La gran evasión, mientras engullíamos en la penumbra, como una plaga de roedores hambrientos, pipas de girasol. Nos quedamos pegados a aquellas sucias butacas viendo esa película protagonizada por Steve McQueen que narraba la huida real de setenta y seis aviadores aliados que se encontraban prisioneros en el campo de concentración nazi Stalag Luft III en Polonia.

    Cómo disfrutamos con esa película. ¿Recuerdas que nos sentíamos como héroes que iban a participar en algo grandioso?

    ¿Te acuerdas de que tú y yo habíamos leído la historia real y se la contamos al resto de la hermandad al salir del cine? Fue después de comprar cigarrillos de la marca Bisonte y también 1X2 en aquel estanco regentado por aquellas dos mujeres tan ancianas. Hicimos un corrillo en la puerta de un bar de tapas y hablando en voz baja les contamos a Quique, Santi y Mike la auténtica vida del comandante Roger Bushell, alias Big X, el jefe de la evasión y líder de una organización secreta llamada Organización X, que se había especializado en protagonizar huidas de los aviadores capturados y encerrados en diversos campos. Para los miembros de esa organización se había diseñado especialmente ese campo de concentración de máxima seguridad y a prueba de fugas. El coronel nazi al mando decía que de allí era imposible escaparse y había dispuesto que los mejores guardianes fuesen seleccionados para vigilar ese campo. Pero estos presos, miembros de las fuerzas aéreas aliadas, eran también expertos en escaparse y muchos ellos, comandados por Bushell, ya habían intentado fugarse de otros campos.

    La fuga de ese campo fue una proeza: participaron más de doscientos presos que durante cerca de un año dieron veinticinco mil paseos con los bolsillos llenos de arena para ir soltándola poco a poco. Excavaron tres túneles y optaron por escaparse por el túnel que bautizaron con el nombre de Harry. En la madrugada del 24 al 25 de marzo de 1944 salieron por debajo de la estufa del barracón 104. Tuvieron algunos problemas porque el túnel terminaba unos metros antes del bosque. Ese error de cálculo demoró mucho la huida. Pero aún peor fue que la tierra, al salir, estaba congelada y eso retardó más de lo previsto los movimientos.

    ¿Recuerdas cómo nos entristecía el destino de esos setenta y seis prisioneros que lograron salir del túnel? Uno a uno, fueron capturados casi todos. Algunos de ellos, ya muy lejos de las instalaciones y cerca de la frontera con otros países. Incumpliendo la Convención de Ginebra, ejecutaron con frialdad a cincuenta de los que se habían fugado. Entre ellos se encontraba Bushell, a quien asesinaron mientras lo trasladaban. Tan solo tres prisioneros lograron huir, y a los veintitrés que no asesinaron los enviaron de nuevo a campos de presos. Uno de los pilotos que acabó siendo acribillado, Charles Hall, había dejado escrito en su celda antes de huir por el túnel: «Nosotros, que vamos a morir, os saludamos».

    Esa frase nos impactó a todos, ¿lo recuerdas?, y en los días siguientes tú, Quique, Santi, Mike y yo investigamos la procedencia de esa expresión buscando infructuosamente en la biblioteca del colegio. Alguien nos dijo que la frase la había pronunciado algún romano y leímos todo lo que cayó en nuestras manos sobre los romanos, pero no encontramos nada referente a esa frase. Preguntamos al Herodoto, como llamábamos al profesor de Historia, que se sorprendió de nuestro afán repentino por adquirir conocimientos.

    Este hombre bajito, con gafas de seminarista y siempre tan elegante era una enciclopedia andante, y fue quien nos aclaró el origen de la frase. Al parecer, provenía de una biografía que un autor latino llamado Suetonio había escrito sobre la vida de varios emperadores de Roma. La legendaria expresión fue pronunciada en el año 52 d. C. ante el emperador Claudio por unos presos que iban a combatir en uno de esos espectáculos en los que se reproducía una batalla naval en las aguas del lago Fucino. Según nuestro profesor, cuando Claudio escuchó aquello de «Salve, Cesar, los que van a morir te saludan», este respondió impasible «O quizás no». ¿Te acuerdas, Julián?

    3. TRES DESTELLOS DE LINTERNA

    Permanecen nítidamente grabados entre los pliegues de mi cerebro los meses que estuvimos planificando nuestra propia fuga, guardando el máximo secreto, en el comedor, a la hora del desayuno, en el almuerzo y en la cena. Querido Julián, ¿recuerdas cómo nos comunicábamos en clave entre los miembros de la Hermandad de Huntsville cuando nos miraban otros compañeros o los inspectores? ¿Recuerdas las anotaciones que nos escribíamos y que nos pasábamos en los recorridos por los patios? ¿Te acuerdas de los planos que confeccionábamos sobre nuestros destinos posibles cuando nos escapásemos del internado?

    Uno de esos hipotéticos destinos era Ibiza, ¿te acuerdas? Tendríamos que llegar a Valencia escondidos en un barco que hubiese zarpado de Málaga, y desde allí colarnos en otro que fuera rumbo a Ibiza. La responsabilidad de planificar la operación recayó en mí porque la hermandad sabía que, algunas veces, durante las vacaciones, yo había ido al puerto de Málaga con la intención de fugarme en el primer barco en el que pudiese colarme. Mi padre era capitán de la marina mercante y propietario de un barco, y yo estaba familiarizado con el puerto y con los buques. Así que era cuestión de subirme discretamente por la pasarela, saltar a la cubierta de alguno, ocultarme en las bodegas y viajar de polizón. Pero nunca me pude acercar demasiado porque me lo impidieron los vigilantes, los «guardianes», como los llamaba mi padre.

    El guardián del barco de mi padre era además el cocinero. Toda una autoridad en el barco, al que los doce o trece marinos que trabajaban en él llamaban don José. En cuanto el barco atracaba en el puerto después de sus largas travesías, don José dejaba de ser el cocinero y se convertía en el guardián. Gracias a esos guardianes, tuve suerte de no lograr subir a ninguno de los cargueros con banderas de lejanos países que esperaban en las aguas verdosas de los muelles de Málaga. No sé que hubiera sido de mí si, con trece o catorce años, alguien tan inseguro y vulnerable como yo hubiese subido a una de esas grandes embarcaciones.

    Seguimos valorando la idea y, finalmente, descartamos un destino tan complicado para nosotros como Ibiza porque, como tú decías, Julián, no era lo mismo que uno de nosotros se metiera de polizón en un barco que los cinco. Y te hicimos caso. Para aquella aventura infantil en la que estaba a punto de embarcarme confiaba en ti. Eras un líder nato que transmitía seguridad.

    Otro destino en el que pensamos era una comuna en Almería que Santi conocía porque una vez lo pararon unas extranjeras mientras hacía autostop, y le habían hablado de que vivían en una comunidad donde todo el mundo iba desnudo y practicaban el amor libre. Desde ese momento, querido Julián, te quedaste con esa expresión, amor libre, que formaba parte de tu más profundo diccionario mental, y usabas siempre en tus conversaciones con las mujeres.

    Una vez más, Julián, nos convenciste de que esa idea, aunque muy atrayente por las mujeres, era también descabellada. Éramos menores de edad, nos gustaba la aventura y el riesgo, pero no teníamos tanto valor como el que creíamos tener.

    Fue Quique, ¿lo recuerdas?, quien propuso que fuéramos más realistas y, dada su pasión por el rock, que había contagiado a toda la hermandad, nos convenció para ir a un concierto que algunas de las grandes bandas de rock iban a dar en la plaza de toros de Marbella. Esta vez te pareció un destino perfecto.

    Como el resto de la hermandad, yo había descubierto que el rock me subía el ánimo y seguía todos los conciertos que podía en la radio y constantemente le pedía dinero a mi padre para comprarme discos de Deep Purple, Yes, The Who, Led Zeppelin, Jethro Tull, Uriah Heep, Pink Floyd, Black Sabbath, Cream o los Rolling Stones. Aquel concierto en Marbella iba a ser nuestro rito de iniciación en un evento multitudinario musical, aunque sabíamos por compañeros del internado mayores que nosotros, que asistir a un concierto de rock en esos años en los que aún vivíamos en los estertores finales de una dictadura, era algo tan transgresor en este país que solían terminar con la policía arrojando botes de humo y disparando pelotas de goma. En toda Europa y EE. UU., la juventud disfrutaba en los conciertos y aquí era una actividad casi subversiva.

    Un argumento que a todos nos pareció propio del nuevo destino en el que se iba a introducir nuestra existencia, era que, según había leído Quique, el concierto iba a celebrarse el 12 de junio por la noche, por lo que tendríamos que fugarnos el 11 de Junio de noche, justamente el mismo día y aproximadamente a la misma hora en la que se fugaron John y Clarence Anglin y Frank Morris de la prisión de Alcatraz. Decidimos que ese iba a ser el día apropiado y que llegaríamos andando a Marbella. Después del concierto, ya veríamos que hacíamos.

    Planificamos la huida como si fuéramos auténticos presidiarios. Sabíamos que todas las fugas de nuestro colegio habían fracasado porque en cuanto se habían dado cuenta se había iniciado una auténtica cacería de los huidos y en pocas horas habían sido capturados. También sabíamos que a un alumno que logró escaparse lo habían secuestrado en un piso dos pederastas y nos llegaron rumores de que lo habían estado violando hasta que logró saltar por una ventana. La Hermandad de Huntsville no podía fallar, así que planificamos concienzudamente nuestra huida.

    Asesorados por Santi, nuestro experto en aventuras campestres y montañismo, convinimos que el punto de más fácil acceso para salir del colegio era un lateral de los muros que lo rodeaban. Eran muy altos, pero en una de sus esquinas tenía unos salientes de ladrillo por donde no sería difícil ir agarrándose hasta llegar a lo alto, y luego bajar por el otro lado, ya fuera del colegio. En los entrenamientos previos a la huida cada uno de nosotros se fue turnando para subirlo, como si estuviéramos jugando, para no despertar sospechas. Repetimos la escalada varias veces, y aunque no estaba exento de peligro y treparlo era más complejo y duro de lo que pensábamos, todos lo hicimos con éxito.

    El fin de semana anterior a la fuga compramos linternas potentes y unos mapas. Calculamos que tan solo había unos ochenta kilómetros desde el colegio hasta Marbella. Pusimos nuestros relojes en hora y dejamos preparadas en las taquillas las mochilas que solíamos llevarnos a las excursiones con las linternas que habíamos comprado, con ropa que había seleccionado Santi y con nueces, galletas, tabletas de chocolate y cantimploras. Cuando ya estaba todo listo, Santi nos aconsejo añadir ropa impermeable como si fuéramos a subir a una cordillera lluviosa. No sospechábamos, en ese momento, que nos iba a hacer tanta falta. ¿Recuerdas, Julián, que yo introduje en mi mochila un libro de poemas de Walt Witman —Hojas de Hierba— y una armónica, aunque no sabía tocarla?

    Según lo planeado, el mismo día de la huida por la mañana, cogí unas barritas de tiza antes de comenzar las clases con el profesor de latín —don Miguel—, que era el docente más ingenuo y de más edad que teníamos. Se trataba de un individuo enjuto, desaliñado, con unos cabellos blancos que dejaban ver varias calvas sobre su cabeza, y con unas gafas de carey demasiado grandes para su rostro cadavérico, por eso le llamabámos el Muerto. Quizá por la cercanía de su jubilación o por el cansancio y escepticismo que albergaba sobre nuestra educación, a veces se quedaba dormido en su mesa en plena clase mientras esperaba que recitaramos en latín la égloga primera de las Bucólicas de Virgilio. Me acuerdo de tu mirada y de tu risa disimulada cuando me puse las barritas de tiza mojada en los sobacos porque nos habían dicho que eso daría unos síntomas parecidos a la fiebre. Después, me puse a toser compulsivamente, a tiritar y a delirar en clase diciendo tonterías por una supuesta fiebre. Interpreté tan bien el papel de enfermo que don Miguel el Muerto se levantó de su silla, me agarró del brazo y comenzó a preguntarme muy preocupado y balbuceante:

    —¿Qué te pasa niño, qué te pasa?

    —Creo que tengo ff… fiebre… me siento muy mal. Me parece que he cogido la ggr… gripe —le contesté tartamudeando.

    —Vete a la enfermería corriendo —me ordenó moviendo la cabeza de un lado a otro.

    Tuve suerte, porque en ese momento en la enfermería no había ningún alumno encamado, porque no estaba el médico y porque el enfermero que lo sustituía era muy joven e inexperto. Me puso el termómetro asintiendo con la cabeza sin decir nada, con lo que quedaba claro que me daba la razón en el diagnóstico: a mi organismo le había entrado un virus de gripe repentino que llevaba asociado una elevada fiebre.

    Pero el plan estuvo a punto de fracasar. Puede que por la sugestión o por el efecto de las tizas, el caso es que, de pronto, me sentí realmente mal. Me puse a carraspear y toser nerviosamente, esta vez de verdad, y de forma descontrolada. El enfermero me hizo beber un repugnante jarabe, me puso una dolorosa inyección —algo con lo que no contaba— y me hizo tomar un analgésico y un sobre de antibiótico granulado más repugnante aún que el

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