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Abaddón y otros cuentos siniestros
Abaddón y otros cuentos siniestros
Abaddón y otros cuentos siniestros
Libro electrónico220 páginas3 horas

Abaddón y otros cuentos siniestros

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Tomar el último metro de la noche, pasar unos días en la playa, rentar ese apartamento cuyo alquiler parece tan tentador, o desvelarse cuidando el jardín son actividades en apariencia inofensivas y banales, pero que implican unos riesgos desusados en aquellas ocasiones en que las cosas no son exactamente lo que parecen. Los protagonistas de los nueve relatos incluidos en "Abaddón y otros cuentos siniestros" aprenden esto de la peor manera posible, cuando dentro de lo rutinario y predecible de sus existencias irrumpe sin avisar y sin dar explicaciones lo inesperado, lo mágico y lo sobrenatural. La victima puede ser cualquiera: el inquilino desesperado por encontrar alojamiento, un médico residente que tiene que atender un caso atípico, el trío de maleantes que tiene la mala idea de entrar a robar donde deben o la señora cincuentona a la que la vida se le da vuelta de improviso. Todos ellos hubiera preferido quedarse en el día antes, pero por alguna razón difícil de dilucidar, este parece ser el único milagro que nunca sucede.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jul 2018
ISBN9780463701546
Abaddón y otros cuentos siniestros
Autor

Javier Garrido Boquete

ACERCA DEL AUTORNacido en Caracas en 1964.Médico graduado en la UCV. Pediatra e Intensivista Pediatra.1989: Primer Premio del II Concurso de Narrativa “Miguel de Unamuno” del ICIV. Cuento: “Máscaras”.1989: II Premio del VIII Concurso de Cuentos “Lola de Fuenmayor”. Cuento “Problema digestivo”.1990: II Premio del IX Concurso de Cuentos “Lola de Fuenmayor”. Cuento “Lectura interrumpida”.1990: Primer Premio, mención Narrativa, en el Primer Concurso Literario “Simón Bolívar” (Juan Griego). Libro de cuentos “Viernes”.1991: Primer Premio, mención Narrativa, en el Concurso Literario de FONDENE (Nueva Esparta). Libro de cuentos: “La muñeca descalza”.1992: Ganador en Mención Narrativa del Concurso Municipal de Literatura de la Alcaldía de Porlamar. Libro de cuentos: “Invitación a la danza”.2017- Mención en el II Concurso de Cuentos “Salvador Garmendia”.Publicaciones:Viernes (cuentos). Fondo Editorial “Santiago Mariño”. Porlamar, 1991.La muñeca descalza (cuentos). Colección Madreperla, Porlamar, 1992.

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    Abaddón y otros cuentos siniestros - Javier Garrido Boquete

    ABADDÓN

    En el entresueño oí que alguien me llamaba.

    Escucha —me dijo— soy tu Arcángel de Luz, y he venido a guiarte a Su Reino. Allí es siempre de noche, hay fuentes cristalinas que murmuran sin pausa, y el aire es tan ligero que no se siente al respirar. Allí, el banquete siempre está servido y el más humilde de los siervos no es indigno de discutir con Aristóteles. Allí, veinte mil coros angélicos loan sin cesar la Gloria del Creador. ¡Mira!: mi propio esplendor es solo un ínfimo presagio de los prodigios que allí conocerás.

    Entonces abrí los ojos y lo miré: el rostro de mi arcángel de luz era un mero pedazo de carne, recorrido de gusanos, y no tenía ojos.

    TRAS LAS DUNAS

    Domingo por la tarde

    Vistas en persona, la cadena de dunas que ceñía la playa por el sur le resultó mucho menos impresionante que en las imágenes de la publicidad. En la agencia de viajes le habían mostrado fotografías en las que lucían inmensas, magnificas, mayestáticas; en el mundo real resultó que apenas si levantaban poco más de un par de metros por sobre la línea de la costa. De todas maneras, la blancura harinosa de la arena hacia un bello contraste contra el azul del mar y el azul del cielo, por lo que no llegó en verdad a decepcionarse.

    —¿Qué hay del otro lado?

    —Para allá solo queda la salina, patrón.

    —¿Se puede visitar? ¿A quién le pertenece?

    —Que yo sepa, a nadie, mi jefe. Lleva no sé cuántos años abandonada. O al menos, eso es lo que he oído. Creo que por allá arriba hay una alambrada y un camino, pero ni idea de cómo estará eso ahorita. Entre el salitre y la arena deben habérselos comido. Tampoco me parece que sea un sitio muy bueno para pasear.

    —¿Y eso por qué?

    —De cuando en cuando alguien se llega hasta allá, pero luego regresa quejándose del plaguero y de la hediondez. Yo siempre les advierto que es mejor quedarse de este lado.

    El encargado, un moreno cuarentón, retaco y barrigudo, con bigotillo a lo Jorge Negrete, lo ayudó a sacar el resto del equipaje del maletero del Aveo, y a cruzarlo desde el aparcamiento hasta la cabaña. La de ellos era la número 8, la última de la derecha, pintada, como todas las demás, de amarillo y blanco. Mientras arrastraba la última maleta se fijó en que el escueto estacionamiento se encontraba repleto: había una Terios verde, un Corolla, una Ford Explorer, un Yaris, una Chery Orinoco con un guardabarros abollado y el faro roto, un arcaico Fiat Uno y una ostentosa Toyota 4 Runner blanca, la única realmente nueva y flamante.

    —Por lo visto, está todo ocupado —opinó, felicitándose a sí mismo por no haberle prestado oídos a los agoreros que le advertían de la locura que era pasar toda una semana en la playa tan fuera de temporada y en aquel lugar perdido.

    —Hoy al menos, sí, mi jefe.

    Hasta mucho más tarde no llegaría a captar las siniestras resonancias de aquel hoy al menos.

    —¡Venga! Ya está listo. ¿Algo más en que pueda ayudarlo, patrón?

    Al abrir la puerta se encontraron con que Julia escrutaba con ojo crítico el arcaico televisor de tubo, la limpieza del fregadero y los desconchados de la nevera. Desde la playa llegaba música a un volumen ensordecedor.

    —No, supongo que no. Creo que por ahora estamos bien. ¿Siempre hay tanto ruido por aquí?

    —Esos son los muchachos de la 3. Son familia de los dueños, así que vienen casi todas las semanas y siempre hacen su fiesta antes de regresarse. Pero más tardecito se serenan: es la condición que les pusieron. Despreocúpese, que a la noche nadie los va a molestar.

    —Parece que el wifi tampoco funciona —los interrumpió Julia, tras terminar de comprobar las hornillas de la cocina: tres de las cuatro parecían estar bien.

    —Se lo quedo debiendo, mi señora. Hace meses que se descompuso el internet, y los de la compañía de teléfonos nunca terminan de venir a acomodarlo.

    Ante la perspectiva de pasarse toda una semana sin conexión, Román pareció entre aturdido y desolado.

    —Pero en la agencia me aseguraron… Pero bueno, eso tampoco es tan grave en verdad. Quiero decir que…

    —El aire acondicionado enfría bien, pero por favor no dejen abiertas las puertas ni las ventanas, porque se sobrecarga. La luz se va de vez cuando, una o dos veces al día, casi siempre en la noche después de las ocho. No se asusten: tenemos planta, pero generalmente tarda en arrancar, y no soporta los aires. El agua no suele ser problema, pero eviten malgastarla, pues por tubería solo nos llega cada quince días…

    —Está bien. Queda entendido.

    —Cualquier duda, me encuentran en la portería. Es el ranchito azul con techo de asbesto al lado de la reja de entrada. Si ven la bicicleta junto a la puerta, seguro que allí encuentran a su servidor, Justo Domingo Pacheco, siempre a la orden.

    —¡Casi lo olvidaba! En verdad le tengo una pregunta más: ¿hay algún lugar cerca donde podamos comprar víveres? Cuando veníamos me parece que pasamos por un caserío pintoresco... no recuerdo como se llama. ¿Habrá allí algún mercadito o abasto?

    —Menos mal que me preguntó mi patrón. Yo siempre pongo sobre aviso a la gente, pero hoy se me estaba pasando: ni se les ocurra pararse en esa cueva de ladrones. Si necesitan algo, vayan hasta la ciudad, se los recomiendo de todo corazón.

    —¿A la ciudad? ¡Pero son casi cincuenta kilómetros!

    —Y se lo juro, nunca, ¡créame, nunca! se arrepentirá de ese viaje. Ese pueblucho de mierda ¡y perdóneme la franqueza! habría que arrasarlo con bombas. ¡No tiene usted idea de lo que son capaces! ¡Son una manada de paletos ignorantes! ¡Un nido de asaltantes! ¡Unos ladrones! ¡Unos salvajes! ¡Unos crápulas! ¡Unos malditos que me robaron mi pickup! Una Chevrolet viejita pero que aún da de sí… ¡Matarlos es poco! ¡Los quemaría vivos a todos! ¡Y me quedo corto! Si usted supiera lo que…

    A Román comenzó a inquietarlo que las venas del cuello del señor Pacheco se estuvieran hinchando como serpientes bien cebadas. Parecía estar al borde de la sofocación o de la embolia.

    —¡Tranquilo, hombre! —procuró apaciguarlo—. ¡Si solo preguntaba! Ya se entendió su punto. Me queda bien claro que no conviene parar en el pueblo, así que ya nos la arreglaremos. Sin duda que…

    Cerró la puerta con alivio. Tras hacer lo mismo con las ventanas y encender el aire acondicionado, el ruido del exterior se hizo casi soportable. Entonces se dio cuenta de que Julia ya había bajado de la repisa la totalidad de la vajilla, incluidos vasos, platos y cubiertos, de algún lado había sacado una garrafa de cloro, y se dedicaba ahora a tallarlos minuciosamente uno a uno.

    —¿En verdad es eso necesario?

    —La verdad es que no, si solo aspiras a morirte a los treinta y siete años de una hepatitis fulminante, tétanos o fiebre tifoidea; te aseguro que yo y los niños seguiremos adelante y que te recordaremos siempre tal y como eres. Toda la vajilla está vuelta un asco, y la nevera ni te digo; no quiero ni imaginarme como estará el baño, pues aún no me he atrevido a entrar a detallarlo. Esta noche con toda seguridad las cucarachas nos comen vivos a todos.

    —Estás exagerando…

    —Para nada. Bien que te avisé que deberíamos traernos así fuera unos platos y cubiertos desechables.

    —Tampoco la idea es hacer una mudanza. Hay que ser prácticos a la hora de viajar.

    —Para ti ser práctico es no preocuparte por la salud de tus hijos, entre otras cosas.

    —Por cierto, ¿dónde se han metido?

    —Están en el cuarto, cambiándose. Supongo que querrán bañarse un rato en la playa.

    —¿No estarán demasiado cansados para eso? Yo estoy molido del viaje.

    Los mencionados aparecieron en ese momento: Lucía, una niña larguirucha de once años, enfundada en un traje de baño enterizo amarillo pollito, y Diego, un gordito de unos seis o siete, de expresión bovina y alelada, con el índice derecho perpetuamente insertado en la nariz.

    —¡No hay agua caliente! —se quejó la chica, en tono acusador.

    —¡Esa cama pica! —la secundó el pequeño.

    —¡Les avisé que no se subieran a las camas hasta que les pusiéramos las sábanas limpias! —estalló Julia—. ¡No tienen idea de quién se acostó ahí antes! ¿Cómo hay que hablarles para que entiendan?

    —¡Yo no me subí a la cama, mamá! —replicó Lucía, ofendida—. Fue él el que se montó…

    —¿Y no te he dicho que tienes que estar pendiente de lo que hace tu hermano?

    —¡Yo le dije y no me hizo caso!

    —¡Eso es mentira! —chilló el otro—. ¡Ella no me dijo nada!

    —¡Haya paz! —los interrumpió Román—. ¡Vinimos hasta acá para descansar unos días, no para ponernos a pelear! Hija, lo del agua caliente no tiene importancia: estamos en la playa, así que frío no va a hacer. Ahora mismo su mamá y yo sacudimos los colchones y tendemos las camas. Si quieren, pueden ir a bañarse un rato al mar.

    —¿Ellos solos? ¿Cómo se te ocurre?

    Al final lograron transarse en un laborioso acuerdo: los niños saldrían a la playa, pero solo podían llegar hasta la orilla y jugar en la arena, y no estaban autorizados a meterse en el agua hasta que sus padres se desocuparan. También les estaba permitido jugar con los demás chicos mientras no violaran esas condiciones, y además Lucía aceptaba (a regañadientes) no perder de vista a su hermano.

    Poner en condiciones la cabaña les llevó más tiempo del que se esperaban, y ya comenzaba a oscurecer cuando Román pudo bajar a la playa a acompañar a los niños, cargado de toallas y flotadores. Apenas si alcanzó el tiempo para que Diego se removiera la costra de arena con un chapuzón en el agua helada (Lucía ya estaba empapada, así que resultaba evidente que había hecho caso omiso de la prohibición de bañarse, pero la vio tan malhumorada que prefirió no insistir en esta infracción). Le dolió en el alma obligarlos a salirse del mar, pero intentó justificarse pensando que tendrían cinco días completos para hartarse del agua salada.

    Iban ya de regreso cuando se fijó en que los demás bañistas también comenzaban a retirarse: en la playa solo quedaban ya los jóvenes de los altavoces, y más lejos un cuarteto de barbudos jugando al dominó y fumando en un narguile.

    La cena fue frugal, puntuada por las quejas sobre los escasísimos canales de que disponía la televisión por cable, pero los niños cayeron rendidos casi enseguida después de comer. Misericordiosamente, a las ocho en punto cesó el estruendo de la música, tal y como lo había predicho el encargado.

    Hacia las diez, poco antes de acostarse, Román vio que los dueños de la Terios, que había resultado ser sus vecinos de la cabaña 7, cruzaban el aparcamiento con sus maletas.

    Lunes (madrugada)

    Antes del alba lo despertaron las voces.

    A pesar del cansancio no había logrado dormir con la profundidad que acostumbraba: algo tendría que ver lo incomodo del colchón, que alternaba áreas de una blandura informe y repelente con grumos semipétreos y diabólicos resortes. También influía la manera en que se habían distribuido en las dos camas matrimoniales: en una, Julia dormía con Lucía, y a él le había tocado hacerlo con Dieguito, que tenía la tendencia a ocupar todo el espacio posible y a dar puntapiés. Aunque al menos le quedaba el consuelo de que ya casi no mojara la cama.

    Se asomó a la ventana de atrás, pero desde allí apenas si podía ver la cabaña de al lado y un ángulo del aparcamiento, justamente aquel en que estaba estacionado su Aveo. Al parecer había mucho movimiento en el conjunto: se oían risas, una voz aguardentosa que cantaba y rumor de rodadas; después, el estrépito de las puertas de un automóvil al cerrarse, el mugido del motor y de pronto lo deslumbró una ráfaga luminosa que barrió las cabañas y la palmeras e derecha a izquierda y enseguida de izquierda a derecha antes de desaparecer y volver a quedar todo en silencio.

    Le dio un vistazo al reloj y vio que apenas pasaban unos minutos de las tres de la madrugada.  Era evidente que alguno de sus vecinos había decidido tomar carretera temprano, y sospechó, quien sabe por qué, que se trataba de los libaneses de la 4 Runner blanca.

    Volvió a la habitación. Diego había aprovechado su ausencia para colocarse en diagonal en el medio de la cama y para arrojar todas las almohadas y cobijas al suelo. Desplazó cuidadosamente sus pies para hacerse un hueco en el borde del colchón.

    Esta vez se quedó dormido sin notarlo.

    Lunes: hacia las 8 a.m.

    Lo despertó un rayo de sol que se filtraba entre el marco de la ventana y el borde de la cortina y que le caía directamente sobre los ojos. Olía a café.

    Diego y Lucía continuaban dormidos, pero ya Julia se había levantado y trasteaba en la cocina.

    —Hola. ¿Qué tal dormiste? —la saludó, pero como ella siguió batiendo los huevos sin inmutarse prefirió salir al porche tras servirse una taza de la greca.

    Todo estaba tranquilo y silencioso: en la franja de arena no había nadie, y apenas si se oía el rumor del oleaje y del viento. La verdad sea dicha, le pareció que todo estaba demasiado tranquilo y silencioso, y eso hizo que los pelos de la nuca se le erizaran. También descubrió con disgusto que el mar, que la tarde anterior era de un azul intenso, exhibía ahora un deprimente y enfermizo tono agrisado. ¿Sería por la hora?

    En realidad, si se oía algo más: desde algún punto a su derecha, tras la fila de cabañas, le llegaba un bisbiseo raspante, rítmico; al final lo reconoció como el ruido de una escoba arañando el pavimento. Aún con la taza en la mano giró la esquina del edificio y vio al encargado ocupado en barrer el brocal bajo la atenta vigilancia de un gozque tuerto y esquelético, de pelambrera amarilla carcomida de llagas y lamparones. También notó algo más, muy a su pesar: que el aparcamiento se encontraba ahora prácticamente vacío. Solo quedaban su Aveo y dos puestos más allá, el Corolla vinotinto con placas de alquiler.

    —Buenos días. ¿Ese perrito es suyo? Ayer no lo ví por aquí.

    —Buen día mi jefe. Es mío a la hora de darle de comer, pero el resto del tiempo parece que no. Pitágoras tenía como quince días desaparecido, y ya pensaba que no lo volvía a ver más nunca.

    —¿Se llama Pitágoras?

    —Exacto. Como el gran general romano. Usted seguro que lo ha oído nombrar.

    —Claro, claro… ese mismo, sin duda. Y, por cierto, veo que a la gente como que le gusta madrugar. Todo el mundo salió a primera hora.

    —Pues después de pasar el fin de semana les conviene salir temprano: es mucha la carretera que tienen que mamarse desde aquí para regresar. Más bien es raro que no se hayan ido todos desde ayer mismo.

    —¿Pero están idos de verdad? Yo lo que suponía es que la gente habría salido a dar una vuelta, a visitar los alrededores...

    —¡Qué va! Para nada. Por lo general fuera de temporada las personas solo se vienen por el fin de semana. Nunca se quedan más.

    —¿Entre semana no reciben visitantes?

    —Casi ninguno. Casi nunca.

    —¿No viene nadie hoy?

    —La verdad no sé, ni creo. No me han avisado. Por entre semana esto suele estar muy solo, y al final la gente se aburre. No es que haya variedad de actividades en la zona.

    —¡Dios!

    —Véale el lado bueno: van a tener la playa prácticamente para ustedes todos estos días.

    —¿Los dueños del Corolla también se van? ¿Quiénes son? —preguntó desconsolado.

    —¿Esos? —Las venas del cuello comenzaron a inflársele otra vez—. ¿Esos? Mejor no me pregunte. Son extranjeros. Y eso no es lo peor —mientras hablaba, el semblante se le iba poniendo púrpura—: son unos pervertidos, unos depravados, unos crápulas, unos afeminados, ¡unos maricones, para decirlo como es! ¡Eso es lo que son! Y perdóneme usted la sinceridad y la mala palabra. Si por mí fuera, ya los hubiera quemado vivos. ¡Se lo juro por mi madrecita! Hay cosas que no se pueden aceptar, y macho con macho es una de ellas. ¡Me da asco el solo pensarlo!

    Román recordó que la tarde anterior había visto a una pareja de hombretones jóvenes, rubios, atléticos y muy bronceados descansando y fumando en sus tumbonas cerca de la orilla; uno

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