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Bisturí
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Libro electrónico169 páginas2 horas

Bisturí

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Tras la creciente preocupación de una enfermedad, el padre de Santiago consulta al doctor Mansano y se somete a procedimientos médicos que a la postre terminan con su vida. Santiago, decidido a vengar la muerte de su padre, asesina al doctor Mansano. Aunque sus acciones fueron cuidadosas, Santiago se ve obligado a huir. En su viaje, conocemos los pensamientos que cruzan su mente y las pequeñas acciones que tiene que hacer para no ser descubierto. Con la ayuda de su madre, amigos y familiares, logra pasar desapercibido, pero en su regreso a casa, descubre que todo lo que cree conocer es, en realidad, una mentira. 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 ene 2023
ISBN9786071676498

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    Bisturí - Rogelio Guedea Noriega

    I

    LAS PIERNAS del doctor Mansano, a quien había asesinado aquella mañana, no cabían en la pequeña cajuela de mi Gol blanco. Pese a que era un hombre pequeño, me di cuenta de que sus piernas estaban desproporcionadas a su cuerpo, eran largas y anchas, como si se tratara en realidad de un enano. Las doblé hacia dentro y las plegué una contra la otra, dejando los pies hacia afuera. Cerré la cajuela con un poco de trabajo (pues el tronco, con las piernas dobladas hacia abajo, había quedado un poco abultado) y conduje hacia el río Salado, a la altura de Piscila, para deshacerme del cuerpo. Hacía un calor demencial y me escurría el sudor por los mofletes; también la camiseta —que suelo usar debajo de la camisa— la traía ensopada. No sé por qué se me ocurrió tirar el cuerpo en el río Salado y no en el canal que pasa por detrás de la antigua estación de ferrocarril, supongo que porque el edificio, aun cuando tiene décadas abandonado, no deja de dar la impresión de estar lleno de mirones y de impuntuales pasajeros. Además, era más fácil alejarme de la ciudad que intentar pasar desapercibido entre sus calles. Pese a que en uno de los semáforos donde me vi obligado a hacer alto se detuvo una patrulla de la policía municipal a un lado mío, tuve suerte de no generar ningún tipo de sospecha. Es más, hasta me di el lujo de levantarle la mano a los oficiales, quienes me respondieron el saludo de la misma manera. Arranqué y seguí el camino por el bulevar Rey Colimán, pasé la glorieta de El Costeño y seguí derecho rumbo a Tepames. Una vez que entré en la línea de moteles de paso, me sentí por fin a salvo. Sabía que de ahí en adelante todo iba a ser pan comido, por eso incluso bajé la velocidad y encendí la radio. Los cerros, a lo lejos, se veían verdes por tanta lluvia que había estado cayendo en las últimas semanas, y en las praderas pastaban caballos y vacas muy gordas. Por un instante llegué a olvidar al hijo de perra que traía bien muerto en la cajuela y me imaginé más bien que iba a uno de los jaripeos organizados por el comisariado de Tinajas, adonde solían ir mujeres que parecían naranjas de tan jugosas. A la altura de la curva que ingresa a Piscila titubeé entre seguir el camino o desviarme por una brecha que conducía al río. Como continuar sobre la carretera me implicaría bordear un sinfín de curvas sin posibilidad de un acotamiento que me permitiera deshacerme de la carga que llevaba encima, mejor tomé la decisión de reducir abruptamente la velocidad y optar por el camino de terracería. Temí que alguna de las muchas piedras filosas y pequeñas que me iba encontrando en la avanzada fuera a pincharme una llanta, pero confié en que eran nuevas y, además, por la velocidad con la que conducía, podía fácilmente esquivarlas. El camino era ciertamente como una culebra, se torcía en empinada a la busca del agua y estaba bordeado de árboles de grandes frondas, matojos que crecían desproporcionadamente y flores de colores intensos, cuya belleza lograba imponerse en medio de tanta calamidad. Sin saber muy bien su procedencia, se escuchaba cerca o lejos el canto de chachalacas y de mirlos, y si uno prestaba más atención era posible escuchar el murmullo de los pobladores del pueblo más próximo. Llegué al borde del río y descendí del auto. Volteé hacia arriba y hacia abajo del cauce, inspeccioné la playa de arena al otro lado del banco de nenúfares para cerciorarme de que todo estaba despejado y después volví al volante. Eché en reversa e ingresé en una especie de cajón de estacionamiento que se había abierto paso entre la maleza, lo que me permitía encubrir —aunque fuera ilusoriamente— la maniobra que estaba por ejecutar. Descendí otra vez del auto, y fue en ese momento en que, por primera vez, sentí miedo, aunque no tanto; en realidad, las manos me temblaban y me inquietaba un ardor caliente en la nuca. Abrí la cajuela y vi el cuerpo del doctor Mansano, todo aguado e inerte, despigmentado de la piel, todavía con la sangre fresca sobre las dos grandes heridas del cuello, donde le había realizado los cortes con el bisturí. Tenía tanta rabia contra esa masa de carne gelatinosa que todavía me di el gusto de darle cinco puñetazos en el rostro y tres más en el abdomen. Hijo de perra, dije con las quijadas atrancadas, sin poder contenerme. Y luego le escupí. Acto seguido atenacé uno de sus brazos y lo jalé hacia afuera, apoyando mi pie contra una esquina de la defensa. Me di cuenta de que estaba más pesado de lo que creía. Jalé más fuerte y el bulto dio de sí, logrando subir medio cuerpo sobre la base de la cajuela. Lo cogí del otro brazo y lo jalé en la forma en que uno rueda una llanta o una pelota. El mazacote cayó sobre la maleza, bocabajo, con los brazos flácidos, dejando ver por encima de la nuca el cabello cuajado en sangre. De pronto escuché un ruido de pasos que se acercaban dando traspiés contra las piedras y alcé la cabeza para averiguar de qué se trataba, pero no advertí nada. Entonces me incliné y extraje de su bolsa trasera del pantalón la cartera, una cartera de piel color marrón que contenía un buen fajo de billetes. Posteriormente, lo tomé de una presilla y lo ladeé, introduje mi mano en la bolsa delantera del pantalón y saqué el celular, un iPhone de modelo reciente, negro, que me introduje también en el bolsillo delantero del pantalón. En un principio me negué a hacerme de su cadena de oro, gruesa, troquelada, pero luego entendí que podría necesitarla y se la quité de un tirón, guardándomela en la misma bolsa en la que momentos antes había introducido el teléfono celular. A pesar de que el sol me estaba quemando la mollera, todavía pude arrancar a tirones un puñado de matojos y se los eché encima al difunto, hasta conseguir camuflarlo bajo los mogotes de maleza. Luego de que terminé la faena, cerré la cajuela y subí al auto. El río apareció, en toda su plenitud, al fondo del murallón. Se deslizaba apacible por entre las piedras, como si no tuviera ninguna prisa de llegar al mar. Me habría gustado quedarme ahí contemplándolo toda la tarde o zambullirme en sus aguas cristalinas y luego descansar recostado sobre una piedra bajo el sol, pero dadas las circunstancias hubiera sido un despropósito, por eso es que encendí el motor y presioné lentamente el acelerador. Cuando descendí del pequeño montículo y giré a la izquierda para subir de nuevo la empinada, vi a un hombre delgado y descamisado en cuclillas justo donde hacía ángulo el cauce del río. Estaba mirando en mi dirección, casi podría decir que fijamente a mis ojos. Aunque su presencia me sobrecogió, logré permanecer imperturbable. Seguí avanzando y al pasar junto a él le levanté la mirada, como saludándolo. El hombre no se inmutó. Por el espejo retrovisor me pude dar cuenta de que siguió el trayecto de mi auto hasta que desaparecí de su vista en la primera curva.

    II

    NO RECUERDO exactamente cuándo empezó mi padre con sus problemas intestinales, pero guardo memoria de aquella noche en la que llegó de su despacho y le dijo a mi madre que tenía varios días con un raro malestar en el recto. Al final de la cena no tuvo reserva —pese a que estábamos mi hermana y yo presentes— para explicar los pormenores de su dolencia. Sentía un bulto en la zona rectal, como una piedra redonda de tamaño inusual que le bloqueara el trayecto hacia el ano. No siento dolor, pero sí un malestar que no había tenido antes, acotó. Mi hermana y yo nos quedamos un poco sorprendidos por el comentario de mi padre. Aunque era un hombre que no tenía pelos en la lengua, para los asuntos íntimos solía ser más bien discreto, sobre todo por respeto a mi pequeña hermana, a quien, debido a su trastorno de ansiedad, protegía incluso del sereno. Mi madre le dijo que lo mejor era que viera a un especialista; ella sabía de uno que parecía que se había hecho de un buen nombre en los últimos meses. Mi padre farfulló cualquier cosa, queriendo demostrar con ello que no lo creía para tanto. Mi madre, como siempre, no insistió; cauta, desvió la mirada hacia el tazón de miel y agregó a su té de manzanilla con anís una cucharadita del néctar. Se hizo un silencio tenso de unos segundos antes de que mi padre se llevara a la boca la copa de vino tinto y mi madre le preguntara a mi hermana que si le apetecía otra quesadilla de flor de calabaza, a lo que mi hermana contestó que sí con un movimiento de cabeza. Como entre mi padre y yo se había fundado desde mi primera infancia una relación más bien de camaradería (no sólo era el primogénito, sino el segundo hombre de la casa después de él), no tuve reticencia en enfatizarle que hiciera caso a lo aconsejado por mi madre. No te hagas el valiente, pelón, dije, usando el mote con el que me dirigía a él afectivamente a fin de mitigar un poco mi intromisión. Mi padre regresó la copa de vino tinto a la mesa y, con la vista puesta sobre su trozo de carne, dijo: Ya veremos. Mi madre volvió de la estufa con la quesadilla de flor de calabaza y, luego de ponerla sobre el plato de mi hermana, le advirtió que tuviera cuidado porque todavía estaba caliente. Mi hermana sopló por encima de la quesadilla uniendo sus frágiles labios como si fuera a dar un beso y después la tanteó con la yema de los dedos para cerciorarse de que ya era comestible. La delicadeza de mi hermana era de las cosas que más me sobrecogían en la vida; nunca había visto a una niña tan dulce como ella, y yo creía que había nacido para que yo la protegiera de todo aquello que hubiera también cobrado vida para su perjuicio. A pesar de que tan sólo tenía doce años, sus modales eran los de una mujer que se hubiera educado en las mejores escuelas y proviniera de una cuna de familia real. No se parecía a mi madre porque mi madre tenía un lado rústico que en ocasiones me incordiaba. Y menos a mi padre, más bien hosco e irascible, aunque hábil de inteligencia y de astucia. Mi hermana mordió la quesadilla y observó cómo mi padre vaciaba en su copa las últimas gotas del vino tinto. Como el ambiente seguía un poco tenso, vi oportuno compartirles a todos que había quedado entre los primeros lugares de aprovechamiento esta última parcial y aparecía una foto mía, tomada durante mi concierto de guitarra en Guanajuato, en el mural a la entrada del Conservatorio, junto al resto de los compañeros afortunados. Mi madre aprovechó el giro que había tomado la conversación para felicitarme y agregar que era importante que decidiéramos lo del viaje a Paracho lo antes posible, no quería que una semana antes de la próxima examinación estuviéramos corriendo. Si bien a mi guitarra debía reducirle un poco el puente a fin de facilitarme la pisada de las cuerdas, en realidad el viaje a Paracho me parecía insufrible, y más considerando que a mi padre le gustaba viajar por la carretera libre, esto con el argumento de que ofrecía más bellos paisajes y lugares en los que podíamos parar a estirar las piernas. En realidad, no entendía muy bien qué de lo dicho por mi madre había irritado a mi padre de esa manera. A lo largo de los años me he podido dar cuenta de que en las parejas se establece una especie de código paralelo que nada tiene que ver con el lenguaje usado para comunicarse con los hijos, y ese código secreto, desde que tuve memoria, era notorio entre mis padres. Quizá por eso, bastaba con que mi madre mirara de un modo inusual o alargara la comisura de sus labios más de lo habitual, para que mi padre enfureciera. O viceversa. Eran lenguajes que respondían a sucesos desconocidos para mi hermana y para mí, una realidad que subyacía debajo de nuestros pies sin darnos cuenta, aunque camináramos todos los días sobre ella. Cuando mi madre empezó a guardar en el refrigerador en pequeños contenedores de cristal los restos de la cena, mi padre se incorporó y se aproximó a ella. Inclinó la cabeza, cubriendo medio cuerpo con la hoja de la puerta abierta, y algo le dijo a mi madre al oído. Me di cuenta de que eso que le había dicho no había sido nada agradable porque mi madre dio algunos pasos hacia atrás, movió la cabeza como negando algo y fue al fregadero, donde arrojó las cáscaras de la naranja que momentos antes había deglutido. Le vi una mueca en el rostro que no tenía antes de abrir el frigorífico. Mi padre no la siguió. Como había cumplido con su cometido, cerró con ligera brusquedad la puerta del armatoste y se dirigió a su habitación. Antes de ingresar, mi padre se tentaleó dos veces el bajo vientre y, acto seguido, se presionó la zona anal, como si quisiera introducirse algún objeto que se le hubiese salido de adentro. Mi madre arrojó al fregadero, no sin cierta ira, la toallita húmeda azul con la que solía limpiar el pretil de la cocina y fue al baño de visitas, ubicado a unos pasos de la puerta principal, justo en el otro extremo de la casa. Ni siquiera se detuvo a mirarnos cuando cruzó junto a la mesa donde aún permanecíamos sentados mi hermana y yo. Mi pequeña hermana me miró y sonrió, con sus labios nerviosos y los ojos muy abiertos. En respuesta, extendí la mano y le acaricié el pelo. ¿No te lavas los dientes?, pregunté. , dijo. Muy bien, que ya es un poco tarde y mañana hay clases. , repitió.

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