Rebelde
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Rebelde - Waldo Parra Pizarro
autor
PARTE I
EL COLEGIO
«Escuché que había un acorde secreto
que David tocaba y agradaba al Señor
Pero a ti no te interesa la música ¿verdad?»
(Hallelujah, Songs of love and hate,
Leonard Cohen, 1984)
1
UNA REUNIÓN INESPERADA
Me encontraba cenando en mi casa particular. El invierno ya se había instalado en la ciudad, y el frío descansaba en los techos de las casas, transformando su color en blanca y helada escarcha. Ya era de noche, aproximadamente las 22:15 horas, y estaba disfrutando de unas buenas pastas italianas con una sabrosa salsa de tomate y un poco de aceite de oliva. Se trataba de un gusto que había adquirido con nombre y apellido, luego de probar un paquete de spaguettis Divella de fabricación napolitana que había dejado un amigo bachicha en un departamento que le había arrendado durante los meses de verano. Efectivamente, este conocido era originario de Pistoia, a unos cuarenta y ocho minutos de la ciudad de Florencia, en la región de la Toscana, al centro-norte de la península italiana, que había tomado en arriendo este departamento que yo tenía, para venir con su señora a Sudamérica durante los meses de verano, y así poder estar con su hijo que trabajaba en Santiago. Por supuesto, era inevitable agregar a la cena una buena copa de vino tinto Las Mulas Carmenare de la viña Miguel Torres; una excelente recomendación de otro buen amigo.
Recién había terminado de comer, y me disponía a probar un exquisito brownie con helado de vainilla que mantenía en el refrigerador de mi cocina, y que era imposible seguir conservándolo por más tiempo, sin que ese placer culpable continuara insinuándome que terminara con él de una buena vez, cuando una llamada comenzó a sonar en mi IPhone 5, que se encontraba en el living principal. Era el Blues, un clásico ringtone de todo smartphone, que sonaba y sonaba una y otra vez entremedio de la música que retumbaba en mi parlante Voombox Party 20W - Silver 20W de Divoom, conectado a mi iPad, suficiente para escuchar la excelente versión de «Never gonna leave this bed», del grupo norteamericano pop-rock Maroon 5.
–¡Ya voy, ya voy!, exclamé, como si quien me llamaba pudiera escucharme.
Tomé el celular -antes ya había bajado el volumen del parlante-, pero el teléfono no identificó el número de quien llamaba; igualmente contesté, apresuradamente:
–Hola, ¿quién habla?, pregunté intrigado.
–Hola, dijo una voz desconocida; el senador Navarro le va a hablar.
–¿Quién dice usted que me llama?, interrogué a mi interlocutor.
No alcancé a decir nada más. Hubo un silencio de un par de segundos, y luego, entre unos ruidos algo ensordecedores se escuchó una voz pastosa y amigable, que me era muy conocida.
–Compañero, ¿cómo estás? Tanto tiempo sin hablarte.
Efectivamente, se trataba de Alejandro Navarro, a quien no veía personalmente hacía ya varios años; solo había sabido de él por algunas notas que había visto en la prensa escrita o por las noticias de la televisión. Me agradaba mucho el éxito que había tenido durante estos años: de diputado había pasado a ser senador de la República, superando todos los pronósticos oficiales, y obteniendo siempre primera mayoría. En alguna medida, lo sentía como un triunfo personal. Un trabajo de años, que finalmente veía sus frutos. Aunque no me identificaba, necesariamente, con sus ideas políticas, había algo que nadie podía negar, y era su enorme capacidad para trabajar y salir adelante. Era un político perseverante y honesto; atributos que hoy en día estaban casi extinguidos. Inmediatamente, contesté mi smartphone y dije:
–Querido amigo, ¿cómo estás?, ¿cómo va todo?, respondí en tono afable.
–Aquí estamos, compañero, me dijo, intentando seguir luchando por este país y su gente.
–Muy bien, me parece, contesté. Y dime, ¿a qué se debe esta llamada? ¿En qué puedo ser útil?
–Necesito que hablemos, ¿es posible que vengas a un restaurant en el que estoy cenando en este momento?
–¿En este momento?, pregunté con incredulidad.
–Sí, en este momento, compañero. Te espero, en media hora.
–De acuerdo, ahí estaré.
No lo pensé dos veces. Si Alejandro necesitaba hablar conmigo, era por algo importante. Guardé el postre, nuevamente, en el refrigerador, tomé mi chaqueta y las llaves de mi jeep todoterreno 4x4, un Land Rover Defender, de 2016, transmisión de seis velocidades con caja transfer de dos velocidades, quizá el último en su especie, pues el fabricante había decidido no seguir produciéndolos más; era un clásico que siempre había querido tener, pues me recordaba mi niñez, cuando viví con mi familia en la ciudad de Punta Arenas, donde llegaban estos autos –tan necesarios para esa región austral– a través del Puerto Libre que existía en Magallanes, a partir de la ansiada Ley N°12.008 que concedió libertad aduanera a toda la región; y me dirigí, raudamente, hacia el centro de la ciudad.
***
El restaurant El Siciliano es uno muy bueno que quedaba en el Barrio Bellavista, un centro gastronómico muy cercano a la llamada Plaza Italia. Ahí se encontraba Alejandro reunido con un grupo de cuatro personas que eran sus asesores más cercanos. Un garzón del lugar me abrió la puerta y entré. Busqué con la vista la mesa en que se hallaba el senador, hasta que lo ubiqué. No había mucha gente a esa hora. El reloj de mi iPhone 5 decía que eran las 22:54 horas. Me había demorado casi cuarenta y cinco minutos en llegar.
–Compañero, por favor, dijo Alejandro y se puso de pie para saludarme.
–¿Cómo estás, Alejandro? Tanto tiempo. ¿Cómo va todo?
–Aquí me ves, en la lucha compañero, alimentando a la tropa, y rió de buena gana. La verdad es que con mucha cosas; ya sabes, la vida de un político nunca se detiene, agregó casi orgulloso.
–Sobre todo para uno tan hiperquinético como usted, señor senador.
Alejandro hizo una mueca y sonrió. Todavía mantenía esa cara de cabro chico, cuando era diputado aunque ahora le había agregado una melena canosa estilo rockstar que lo hacía verse más venerable; como todo buen político donde los años no pasaban en vano.
–Senador, ¿qué va a elegir de postre?, dijo un garzón que se había acercado a la mesa.
Alejandro me miró y con cara de cómplice dijo:
–¿Te quieres servir algo?, me preguntó.
Recordé que había tenido que guardar, una vez más, mi exquisito brownie con helado de vainilla, así que acepté de inmediato; luego de saludar a los demás comensales, me senté.
–Caballeros, dijo Alejandro, no sé si deba presentarles a este señor; de seguro ustedes todos ya lo conocen. Me refiero al conocido escritor y autor de la famosa saga Católicos & Revolucionarios.
–Por supuesto, dijo uno de los asesores. Usted junto a Francisco Gasset, Jorge Becerra y otros más conforman un grupo de nuevos escritores que se han dedicado a escribir sobre el lado «B» de la historia, ¿no es verdad?
–Así es, aunque todo ha sido una enorme y fantástica coincidencia. No escribí mi novela sabiendo que otros estaban haciendo lo mismo. Ha sido, como les digo, un círculo virtuoso que a veces suele trazar el destino.
–Bienvenido, dijeron los demás.
–¿No les dije que conocía a un famoso escritor?, insistió Alejandro.
–Por favor, no es para tanto.
–No sea tan modesto, mi amigo. He sido testigo de tu éxito, y ese es uno de los motivo de tu presencia hoy acá.
Quedé intrigado con lo que había dicho el senador y pensé que era el momento de hacer la pregunta de rigor:
–Bueno, Alejandro, dime, ¿de qué se trata?
El honorable parlamentario se tomó unos segundos para responder. No sabía si porque estaba comenzando a devorar su copa de helado o porque quería reflexionar bien las palabras que iba a pronunciar; seguramente era lo primero, pero quería pensar que era lo segundo. Entonces, luego de saborear su última cucharada, Alejandro dijo:
–Mi querido amigo, quiero que usted escriba mi historia.
***
Ahí me encontraba con Alejandro Navarro, un político que no dejaba indiferente a nadie. Para algunos era un oportunista; para otros, un redentor. Para mí, un hombre público que trabajaba las veinticuatro horas del día. Y eso, por supuesto debería tener consecuencias. Escribir acerca de su vida no era algo que pudiese hacerse de la noche a la mañana. ¿Cuál sería el sentido de hacerlo ahora? ¿No sería mejor esperar algunos años más?, reflexioné con cierta ironía mientras me tomaba la barbilla con mi mano diestra.
–Estoy lanzando mi candidatura presidencial, reveló en la mesa en la que estaba junto a sus asesores.
Bueno, ahora la petición resultaba más entendible; necesitaba un libro biográfico que resumiera brevemente su vida, de manera de entregarlo en cualquier reunión que se organizara de ahí para adelante.
–La verdad es que pensé en ti, mi amigo, me confidenció, porque creo que tú eres la persona indicada para escribir mi historia.
Luego agregó:
–Requiero alguien que escriba todo lo que ha sucedido conmigo durante estos años; pero que lo haga no para complacerme, sino con un grado de objetividad que nadie pueda cuestionar. En realidad, tú y yo somos muy distintos, nuestras realidades difieren absolutamente, en todo sentido, pero estoy seguro que, justamente, esa es la mejor garantía de que tu trabajo será todo lo imparcial y ecuánime que sea necesario. Para mí sería muy fácil pedirle a uno de mis asesores que escriba algo sobre mí; es algo que cualquiera podría hacer, pero nadie tiene las condiciones que tiene tú, mi amigo. Tú escribes con la pasión y la prosa lírica más elogiada de este último tiempo. Y eso, compañero, no se compra en ningún supermercado. Es algo que se tiene o no se tiene. Y esa es tu virtud; tu marca registrada.
–No lo sé, Alejandro, dije en voz alta. Permíteme pensarlo con más calma.
–Por supuesto. Tómate todo el tiempo del mundo, expresó el senador, sinceramente.
–Déjame reflexionarlo con mi almohada. Te daré una respuesta en un par de días.
–Muy bien, compañero; estaré esperando esa llamada.
***
Pasados los dos días que me tomé para decidir si escribiría o no el libro que el senador me había solicitado, lo llamé por teléfono y le di mi respuesta. Después de una pausa algo solemne, dije:
–De acuerdo, Alejandro; escribiré el libro que me pides, pero es sin condiciones. No quiero que me requieras que haga nada en particular. Será mi visión de las cosas. No voy a exagerar ni disminuir ningún asunto. Si no te sirve como panfleto publicitario, no será mi problema. Y necesito, al menos, seis meses para dedicarme a escribir, también será indispensable entrevistar gente y revisar información.
–Mi amigo, todo lo que me pidas, lo tendrás y más. Déjalo por mi cuenta.
No sabía muy bien en el lío que me estaba metiendo, pero publicar este libro resultaba ser un bonito y novedoso desafío. Nunca había escrito sobre la vida de un político contemporáneo. Sería una crónica o algo semejante. Bueno, como fuese, había que poner manos a la obra. Tendría que elaborar un itinerario rápidamente, y si era posible, debería viajar a regiones para conversar con algunas personas que consideraba relevantes para el relato que quería contar.
Iba a invertir los próximos meses del año en escribir este libro de mi amigo, junto con las típicas actividades que suelen tener los escritores: muchas sesiones de firmas, charlas en colegios y universidades, y el típico trabajo de marketing que te organiza cualquier editorial que se precie de tal. Recién solo hace unos meses había publicado la segunda entrega de mi saga, y el tomo estaba rotando en las distintas librerías del país. Así que, tendría que lidiar con todo eso.
2
AGUSTINAS CON MORANDÉ
Mi reloj marcaba las 15:21 horas, cuando esperaba a mi entrevistado, y los sonidos de la calle llegaban a mis oídos como turbas violentas que intentaban sacar de mis entrañas la tranquilidad de mis pensamientos. Se trataba de un antiguo reloj Kenneth Cole, de correa de cuero negra, de diseño rectangular y con punteros de vértices fosforescentes, que por alguna razón, siempre lo miraban mucho. No sabía si era porque lo encontraban pintoresco o porque, decididamente, me lo querían arrebatar. En fin, ahí estaba aguardando a mi requerido invitado. Y en la ciudad de Santiago las cosas no acostumbraban a ser tan diferentes que en cualquier otra ciudad capital. En efecto, aun habiendo estado en las calles de las principales urbes del mundo, con sus edificios emblemáticos y sus historias, tan diversas como disímiles, los ruidos solían ser los mismos. Una mezcla de bocinazos, motores de combustión interna que explotaban en cada aceleración, chillidos de frenazos, conversaciones y algunos gritos, que siempre se esmeraban en deleitar negativamente mis oídos.
En otros tiempos, habría sacado un cigarro o un chicle para pasar los minutos que me quedaban hasta encontrarme con mi convidado, pero ahora, con las prohibiciones a la salud que, generalmente, uno mismo se autoimpone, ni el uno ni el otro eran objetos que trajera en mis bolsillos. Nunca fui adicto a la nicotina, pero en mis años de estudiante universitario, un cigarro vaya que me ayudaba a superar mi timidez al iniciar una conversación o al preparar el examen final de algún curso. En cuanto a los chicles, debo reconocer que, debido a un hábito un tanto ansioso de mi madre, adopté una verdadera adicción a los doublemint de Wrigley´s, sobre todo ese típico paquete alargado de cinco sticks de goma sabor a menta, de los que me traía, al menos, un par de paquetes Twin Box Pack de 40 packages, cada vez que podía desde Estados Unidos, el país de la goma de mascar.
En fin, como sea, quizá hoy todo eso esté demás. Nada puede ser más adictivo que un smartphone en manos de un usuario. Y aunque mi viejo y desgastado iPhone 5 ya tenía su pantalla resquebrajada por el par de años de intenso uso al que lo había sometido –y ya un año es prácticamente un siglo para este tipo de artilugios–, podría decirse que, entre mi cuenta de Twitter y mis grupos de WhatsApp, ya era suficiente para gastar el tiempo que me quedaba antes de comenzar mi programada reunión.
Me encontraba en medio de la ciudad de Santiago de Chile, la capital de la república, y en tiempos coloniales, la capital del reino. Santiago tenía ese aire medio europeo que cruzaba por las calles del downtown; lo que los santiaguinos llamaban el Barrio Cívico. Sin embargo, una similitud con los bulevares de Madrid de los años treinta, con un tufillo medio estatizante me venía irremediablemente a la mente, a pesar de los ruidos de la calle, –si fuera alguna ciudad de la antigua Europa del Este, podríamos denominarla una nubecilla algo soviética–, con algunas figuras seudo nacionalsocialistas rondando por ahí, como aquel cóndor imperial que reposaba en el dintel de un compacto y bien encuadrado edificio que se encontraba ubicado por la vereda oriente de calle Teatinos, entre Huérfanos y Agustinas.
El punto de reunión era la esquina de calle Agustinas con Morandé, que era la españolización del apellido del ciudadano francés avecindado en la ciudad, Jean François Bridan de la Morigandais, un capitán de caballería y tesorero de la antigua Bula de la Santa Cruzada, una forma de contribución voluntaria para la iglesia católica que perduró hasta mediados del siglo XX. Es decir, un señor que estuvo bien con dios y con el diablo. En cuanto a la calle Agustinas, de todas las del centro de la ciudad, era la que siempre me había gustado