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Linden Hills
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Libro electrónico427 páginas7 horas

Linden Hills

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En una novela resonante que toma como modelo el «Infierno» de Dante, Gloria Naylor revela la verdad sobre el sueño americano: que el precio del éxito bien puede ser un viaje hasta el círculo más bajo del infierno.

Con sus casas de exhibición, elegantes jardines y otros alardes de riqueza, Linden Hills no se diferencia de otras comunidades negras adineradas. Pero residir en esta comunidad es una prueba indiscutible de haberlo «logrado». Aunque nadie conoce cuáles son las cualificaciones exactas, todos saben que solo determinadas personas pueden vivir allí y que quieren estar entre ellas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 feb 2024
ISBN9788410200173
Linden Hills
Autor

Gloria Naylor

Gloria Naylor (1950–2016) grew up in New York City. She received her bachelor of arts in English from Brooklyn College and her master of arts in Afro-American Studies from Yale University. Her first novel, The Women of Brewster Place, won the National Book Award. She is also the author of Linden Hills, Mama Day, Bailey's Cafe, The Men of Brewster Place, and the fictionalized memoir 1996.  

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    Linden Hills - Gloria Naylor

    19 DE DICIEMBRE

    El centro de la avenida Wayne estaba compuesto por cinco bloques en el extremo norte que albergaban una biblioteca, una lavandería, un supermercado y dos colmados, uno de los cuales ofrecía mejor género de marihuana que de aceitunas a granel y vendía boletos cuando la parada de taxis estaba cerrada. Había tres tiendas de licores y tres iglesias con vidrieras en la fachada, y el Tabernáculo de los Santos lindaba con la Bodega Barata de Harry. Aquí y allá, el paisaje estaba salpicado por pequeñas oficinas inmobiliarias cuyos escaparates polvorientos mostraban carteles hechos a mano que anunciaban apartamentos con jardín en Linden Hills. Sin embargo, los apartamentos que ofrecían en realidad, a firma de contrato, estaban situados justo enfrente de la avenida Wayne, sin los jardines ni el esmerado cuidado que exhibían antaño, cuando los blancos vivían allí. Esos edificios de apartamentos eran el enclave de quienes, cargados de esperanzas, habían huido de los sectores más abarrotados de Putney Wayne y los callejones de Brewster Place. Ahora sentían de un modo terrible que vivían en los suburbios, pues tenían dos árboles llenos de cicatrices a cada extremo de la casa y podían divisar Linden Hills desde las ventanas traseras. El Instituto Wayne de enseñanza secundaria, con su amplio patio asfaltado, sus pistas de balonmano y sus aros de baloncesto, ocupaba un bloque entero en la parte más cercana de la avenida.

    Willie y Lester se acercaron por la acera del patio. Willie había cruzado la avenida desde una de las tiendas de licores, y venía con un pequeño paquete marrón metido en el bolsillo del fino chaquetón azul.

    —Hola, Mierda.

    —Hola, Blanco.

    Willie dejó la mano izquierda en el aire con la palma hacia arriba y sonrió a Lester.

    —A la izquierda.

    Lester le devolvió la sonrisa, golpeó con una mano enguantada sobre la de Willie y luego puso la palma derecha encima.

    —A la derecha.

    El ritual culminó con la mano derecha de Willie, y luego ambos levantaron los brazos: «Píllala si está bien hecha». Cuatro manos formando dos puños. Los chicos se echaron a reír.

    Llevaban saludándose de ese modo desde la época en que iban juntos a la escuela, frente a la cual se habían encontrado ese día. Los dos se habían graduado, Lester en el Instituto Spring Vale, donde acabó el bachillerato, y Willie en la calle. Sin embargo, se habían hecho inseparables durante los primeros años de secundaria, y fue entonces cuando hallaron sus apodos y su deseo de ser poetas. Willie K. Mason era tan negro que los niños le decían que si se volvía solo un matiz más oscuro, ya no le quedaría más remedio que virar hacia el otro lado. ¿Acaso el hielo no se enfriaba hasta ponerse caliente? Y cuando el carbón ardía, se convertía en cenizas, de modo que si Willie se oscurecía un poco más, se volvería blanco. Así lo creyó Willie durante un tiempo, y se pasó un verano entero en camiseta de manga larga y un enorme sombrero de ala ancha. Le aterrorizaba pensar que tal vez un día despertaría siendo blanco, porque entonces su madre lo echaría de casa a patadas y las chicas no volverían a permitirle ni un solo beso. Así fue como el niño más oscuro del Instituto Wayne empezó a conocerse con el nombre de Willie el Blanco. En segundo se hizo amigo de Lester Tilson tras ayudarlo en una pelea con un niño de cuarto que lo había llamado «mierda de bebé» por el tono de su piel, entre lechoso y amarillento. El niño abultaba el doble que él y recibió la intrusión de Willie de buen grado, pues así no se dejó los nudillos con los puñetazos y solo tuvo que golpear la cabeza de Willie contra la mandíbula de Lester. Cuando ambos se levantaron del suelo con las narices chorreando y las camisetas empapadas de sangre, Willie dijo al otro niño:

    —Habrá más leña si vuelves a llamarlo mierda de bebé. No es ningún bebé.

    —Pues lo parece. Dile que se ponga un pañal en la cara.

    Lester estaba dispuesto a reanudar la pelea, pero Willie sintió que ya era hora de llegar a un acuerdo:

    —Mira, no quiero que mi amigo te parta la cara ahora mismo. Llámalo Mierda y ya está. Dejémoslo así.

    Logró convencer a Lester de que Mierda era un buen apodo. Hay que echarle imaginación… Mierda. Un taco de todas todas por el que nadie iba a tener problemas con el director o con quien fuera: si es su nombre, es su nombre. ¿Qué podían hacer los profesores al respecto? Lester no estaba muy convencido de la lógica de Willie, pero sabía que se metería en un buen lío si seguía volviendo a casa con la camisa sucia y rota. Puesto que su madre era conocida por tener un gancho de derecha peor que cualquier chico de Wayne —incluso los de cuarto—, dejó las cosas como estaban.

    Pasaron tercero y cuarto juntos intercambiando cromos de baloncesto, discos de Smokey Robinson de cuarenta y cinco r. p. m. y mentiras sobre sus respectivas conquistas entre las chicas con caderas apretadas de Wayne, conocidas en la época por no dejarse hasta la boda, o al menos hasta la universidad, porque entonces, si se quedaban embarazadas, sería de un hombre con título. Willie mostró a Lester su primer condón con la esperanza de que, aunque solo fueran ciertas la mitad de las historias que Lester le contaba, este pudiera enseñarle a manejar los secretos de ese pequeño disco de goma con manos tan expertas que, entonces, Willie pudiese convencer a los demás de que tal vez algunas de sus propias historias no eran mentira.

    —Venga, Mierda, póntelo.

    Lester se quedó mirando aquella tetina floja de plástico tan perplejo como su amigo.

    —Paso, tío.

    —Anda, venga. Solo una vez. Es que tengo a esa tía a punto de caramelo, pero le da miedo quedarse preñada. Todas las otras veces que lo hice fue a pelo, pero esta no quiere si no me pongo condón.

    Con el corazón martilleándole el pecho, Lester lo agarró tratando de que las manos no le temblaran. Lo examinó despacio mientras Willie esperaba con los ojos clavados en cada uno de sus movimientos. Al final, Lester sacudió la cabeza con aversión.

    —Tío, es demasiado pequeño. No podría meterla ahí.

    —¿En serio? —Willie miró a su amigo con un nuevo respeto—. Bueno, pero se estira.

    —Me da igual, no es mi talla. No tiene sentido romper un buen condón.

    —Dios, lo tuyo debe de ser importante —dijo Willie mientras desplegaba el tubo elástico con cuidado hasta alcanzar el tope: veintidós centímetros.

    Por su parte, Lester había mostrado a Willie sus primeros poemas un día que estaban estudiando para un examen de Geometría en su casa del Primer Arco. Lester levantó la vista varias veces hacia la cabeza oscura y enredada de Willie, inclinada sobre una hoja llena de borrones de triángulos y rectas. Con gesto nervioso, tanteó los papeles sueltos amontonados al final del libro de texto con la esperanza de reunir, por fin, el valor suficiente para sacarlos de ahí.

    —Blanco.

    —¿Sí?

    —Bueno, nada. —Lester suspiró y volvió a hundir la cabeza en el libro. Escribir poemas era cosa de maricas entre la gente con quien se juntaban, a menos que fuera algo sobre el culo de paraguas abierto de la señorita Thatcher, o quizá para una tarjeta de San Valentín; eso podía pasar siempre que la chica destinataria valiera la pena; pero toda esa basura sobre flores y puestas de sol y de cómo a veces le seguía asustando un poco la oscuridad, o de las ganas que tenía de crecer para parecerse a Malcolm X, su personaje favorito de la historia; o de cómo se sentía mirando el cuerpo fuerte y musculoso de Hank Aaron cuando se giraba manejando el bate de béisbol… Joder, no quería que Willie pensara que era maricón ni nada de eso.

    —Blanco.

    —Oye, deja de darme la brasa si no es algo importante. Creo que esta vez voy a ganar a la vieja Thatcher. Mañana, en el examen, puedo demostrar que la distancia más corta entre dos puntos no es una recta.

    —Toma. —Lester le plantó los papeles en la cara—. Lee. —El aire que se le había quedado dentro, en suspenso, le quemaba mientras Willie alisaba las hojas arrugadas y empezaba a leer. Entonces vio que las comisuras de los labios se le alzaban un poco, como en un parpadeo.

    —Si te ríes, te juro por Dios que pego un salto y te pateo el culo, y si se lo dices a alguien en el instituto, diré que eres un mentiroso, Willie Blanco, y… y volveré a patearte el culo. Puedo contigo y con casi cualquier otro tío de la clase menos con Spoon, pero porque pelea sucio. ¡Dame eso ahora mismo!

    Willie mantuvo las hojas con los poemas lejos del alcance de Lester.

    —Eh, tío, tranquilo, que son muy buenos.

    Lester enrojeció de placer, pero, aun así, la idea de enseñarlos seguía siendo impensable. Entonces sería maricón de verdad. Se pasó la lengua por los dientes.

    —Anda ya… No son nada…

    —En serio, Mierda. Debes de haberte pasado horas con ellos.

    —Dos segundos como mucho. Menos de lo que tardas en echar un meo.

    —Pues yo tardo mucho más en escribir los míos, y no son tan buenos.

    —¿Ah, sí? —Lester sintió cómo se le relajaban los músculos de la cara, pero no bajó la guardia—. ¡Venga ya! Nunca te he visto escribir ni un poema, ni siquiera sobre la señorita Thatcher.

    —Yo tampoco te he visto nunca, y mira todo esto.

    Lester no iba a dejarse atrapar tan fácilmente.

    —Bueno, pero entonces, ¿dónde están? Venga, vamos a tu casa y me los enseñas.

    —No puedes leerlos, Mierda.

    —Ya me lo imaginaba.

    —No, es que no están escritos. Están todos aquí. —Willie se señaló la cabeza—. Ya sabes cómo es mi casa. No tengo un cuarto para mí solo como tú. Si mis hermanos me vieran escribiendo poemas, me llamarían marica, y luego todo el instituto se enteraría y tendría que pelearme cada día para poder llegar a casa. Ya sabes, la mayoría de los tíos piensan que eres una nenaza si te gustan estas cosas.

    —Lo sé —asintió Lester—. Pero no puedes estar siempre preocupado por esos perdedores. ¿De qué van los tuyos?

    Así fue como Willie empezó a recitar a Lester versos crudos y agitados sobre un lugar llamado Bedford-Stuyvesant de Nueva York, que Lester supuso que se parecía mucho a Putney Wayne. Cubos de basura con los que jugar al escondite. Borrachos que demostraban su sabiduría. Willie prosiguió: cómo era oír a tu padre pegando a tu madre y a qué se parecían las lágrimas que le corrían por la cara. Aunque Willie no había visto muchas flores ni puestas de sol en su vida, a veces también seguía asustándose en la oscuridad. Y una vez había tenido la misma sensación incontrolable mirando los muslos de un centro de los Knicks que cuando tocó a la guapísima Janie Benson.

    Entonces, Lester rebuscó bajo el colchón y sacó más papeles arrugados que, según dijo, debía esconder de su hermana mayor, más rastrera que una serpiente y que una vez le había leído el diario, el cual, aunque estaba lleno de mentiras, le había valido una buena tunda de su madre. Olvidada ya la Geometría, se pasaron horas en la habitación de Lester, recitándose versos que ayudaban a encauzar el caos y las confusiones de su mundo a los catorce años. Se habían hecho amigos sangrando por la nariz, pero dar voz a los espacios amoratados del corazón los convirtió en hermanos.

    Willie dejó el instituto al terminar cuarto. Dijo que allí nadie podría enseñarle nada más. Sabía leer, escribir y razonar. A partir de ahí, todo era propaganda. Ya era libre para leer los libros importantes para él, no para los profesores de mentes rancias. Y si quería escribir sobre la vida, tenía que estar donde la hubiera, entre la gente.

    Lester continuó en el instituto y se graduó porque su madre le juró que prefería verlo muerto a que abandonara los estudios, aunque, hiciera lo que hiciera, iba a acabar así. Sin embargo, Lester llegó a la conclusión de que Willie había hecho lo correcto, aunque él pudiera publicar sus poemas en la revista literaria de la escuela. Así, todas las lágrimas, las amenazas y los pétreos silencios de su madre no lograron convencerlo de que se matriculara en la universidad. ¿Acaso no quería ser algo más que el zángano de su padre muerto? Era el único chico que no iba a la universidad. Lester le contestó que Kiswana Browne no había terminado la carrera, y que su padre difícilmente podía ser un zángano, ¿o no tenían la mejor casa del Primer Arco? La hija de los Browne era una perturbada mental, cosa que todo el mundo sabía. Se agujereaba la nariz, se ponía nombres paganos y se había ido a vivir a algún barrio pobre de Brewster Place. Lester, en cambio, poseía todas sus facultades mentales. ¿No quería ir a la universidad y convertirse en un gran poeta? Ahí es donde Lester atrapó a su madre. Exacto: sería poeta, y para escribir buena poesía, tenía que estar con la gente, y no encerrado entre muros de piedra de seis metros de alto. La señora Tilson levantó las manos al cielo. Era el hijo de su padre y tenía que aceptarlo. Su abuela, esa taimada yaya Tilson, tendría que haberse muerto mucho antes de corromper el cerebro del niño, como había corrompido antes el de su padre. Y la señora Tilson no se perdonaría nunca haber dejado que aquella chusma, Willie Mason, entrara en su casa y ejerciera esa influencia sobre su hijo, cuando seguro que ella era la única en Linden Hills en tratarlo como a una persona. Lester apenas recordaba que su madre hubiera tratado a Willie bajo esa misma consideración, pero como, al parecer, había dejado de fastidiarlo con el rollo de la universidad, decidió que las cosas, de momento, estaban bien así.

    Entonces, Lester siguió el ejemplo de Willie y empezó a recitar poemas en cafés, librerías y el parque de la ciudad. Ambos subsistían a base de trabajillos extraños porque no podían vivir de su obra. Y Willie ni siquiera podía embolsarse los cinco dólares ocasionales que Lester obtenía al publicar un poema en los periódicos locales, porque nunca escribía los suyos. Siguió con la costumbre de componer estrofas en la mente hasta llegar a tener un repertorio de cientos de ellas. Decía que su propósito era ser como el gran poeta esclavo Jupiter Hammon, que memorizó miles de versos porque no sabía leer. Willie creía que haber llegado a la secundaria era una desventaja terrible, había ido demasiado lejos, pues ahora sabía leer a la perfección. Las palabras escritas amodorraban la mente, y, puesto que la mayoría las habían escrito hombres blancos, eran un veneno indiscutible.

    Con el paso de los años, Willie cada vez buscaba menos trabajo. Se volvió un asiduo de la avenida Wayne, donde tenía alquilada una habitación, y era fácil verlo por ahí bebiendo vino y fumando porros con otros jóvenes negros cansados, como él, de buscar trabajo o bien de encontrarlo. Cuando estaba lo bastante borracho, dejaba a un lado el lenguaje de la calle y fascinaba a todos con sus largos recitales en perfectos pentámetros yámbicos sobre el estado de la sociedad estadounidense. Así, Willie se ganó el respeto de la avenida Wayne porque era un tío «profundo», pero ya se acercaba el final del año y los vientos helados habían recluido a la audiencia de Willie en sus respectivos hogares. Ahora se veía obligado a hablar consigo mismo, y sus reflexiones lo inquietaban. Tenía veinte años y el último trabajo había sido junto a un chico de doce que siempre venía del colegio. ¿Sería ese su destino a los treinta o los cuarenta? ¿Qué diferencia suponía poder disponer los ingredientes de una caja de cereales profiriendo heroicos dísticos mientras los metía en una bolsa para llevárselos a alguien que esperaba en algún coche? Con esa clase de trabajos, se veía congelado en el tiempo, incapaz de convertirse en un hombre —pues sería un chico con canas—. También solía pensar en Linden Hills y en todo lo que ofrecía, y preguntarse si acaso podría haber otro camino.

    Ahora lo pensó de nuevo al mirar a Lester, que, al menos, había terminado el instituto y heredaría una casa en el Primer Arco.

    —¿Qué pasa tío, qué te cuentas? —dijo Willie.

    —Hace frío, pero se está bien. Te vi salir del Tabernáculo…, ¿has estado rezando?

    —Ah. —Willie pateó el hielo de la acera para que no se le metiese en las suelas de los zapatos—. Sí, fui a lo de Harry a pedirle unas gotas de fuego para el café. En esta época del año, el brandy es lo único que te hace entrar en calor. En Navidad, las tías no quieren saber nada de los tíos que no pueden hacerles regalos.

    —Sí, ya sé lo que quieres decir.

    —¿De verdad, Mierda? —Willie empezó a escudriñarlo.

    —Pues claro. —Lester frunció el ceño—. Oye, que yo tampoco tengo trabajo. En esta época la fábrica despide a un montón de gente.

    —Pues vaya trapitos más guapos llevas en las manos y los pies. —Willie señaló con la cabeza los gruesos guantes de gamuza y las botas vaqueras de Lester.

    —¿Estos? —Lester se quitó los guantes y empezó a pisotear el suelo como si quisiera desprenderse de las botas—. Son regalos de Navidad adelantados de mi madre y mi hermana. Me dijeron que mejor me los daban ahora, con este frío polar, ya que yo soy un puto inútil que no puede comprarse nada para evitar la congelación. Bonita manera de felicitar las Navidades, ¿eh?

    —Al menos tienes a alguien que se preocupa por si te congelas. Debe de estar bien tener una familia en Linden Hills capaz de permitirse estas cosas.

    Lester se dispuso a replicar, pero luego se quedó mirando a Willie.

    —Eh, venga, tío… Déjalo ya. No doy crédito, mi héroe hablando así… Blanco, no le des más importancia, todo es pura apariencia. ¿Ves lo que te regalamos? Pues a ver lo que nos regalas tú ahora, ingrato de mierda. Cuando me dieron todo esto, luego se pusieron a rezar para que me escocieran las manos cada vez que se me ocurriera ponérmelo. Y créeme, si yo fuera mejor persona y no hiciera tanto frío, habría dejado toda esta basura debajo del árbol de espumillón y jesusitos.

    Willie permaneció en silencio mientras embutía las manos en los bolsillos.

    —Entiendo lo que quieres decir, desde luego —prosiguió Lester—: yo aquí temblando bajo el chaquetón y con unos zapatos de suela de papel y el hijo de su madre diciéndome que ojalá pudiera hacer ascos a las botas y los guantes. Pero te digo una cosa, Willie, cada vez que me los pongo, es un tormento, porque queda menos de una semana para Navidad y no tengo dinero para comprarles un regalo caro. Ya sabes cómo son estas tías. Más vale que no les lleve un perfume barato ni una polvera. O Chanel o nada. Y como no tengo pasta para Chanel, va a ser que nada. Pero nada de nada. Así queda claro que soy un inepto y ellas, un año más, se salen con la suya y me lo restriegan por la cara. Feliz Navidad, cariño.

    Willie suspiró.

    —Sí, supongo que tienes razón.

    —No tienes nada que suponer, ¿por qué…?

    —¡Eh, vosotros dos! ¿No tenéis bastante frío? Venga, ¿por qué no os echáis unos versos, aunque sea entre vosotros? —El hombre que los llamaba apareció con una joven agarrada del brazo, con el cuerpo un poco ladeado hacia él para calentarse, pues el fino abrigo beis poco podía

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