Tiempo roto: Tempo rachado
Por Margot Chamorro
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Sigue viva entre nosotros la memoria de la Guerra Civil, y también la de los largos y crueles años de la postguerra; una época gris y amarga, sobre todo para quienes tuvieron que ver cómo sus ideales quedaban aplastados. Ese es el tiempo roto del que se nos habla en este emotivo libro. Visto a través de los ojos de Margot Chamorro, una niña nacida entre los vencidos, es un relato testimonial que, con su apasionada sinceridad, nos llega directamente al corazón.
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Tiempo roto - Margot Chamorro
TIEMPO ROTO
Tempo rachado
MARGOT CHAMORRO
Traducción y notas:
Emma Rodríguez Chamorro
Tiempo roto
Primera edición, 2019,
del original Tempo rachado,
publicado en 1999
© Margot Chamorro
De la traducción y las notas:
© Emma Rodríguez Chamorro
Diseño de portada:
© Sandra Delgado
Imágenes interiores:
© Archivo familiar y © Archivo Fotográfico Pacheco, Ayuntamiento de Vigo
© Editorial Ménades, 2019
www.menadeseditorial.com
ISBN: 978-84-121285-1-2
Nota de la traductora
Siempre recordaré aquellas tardes de verano en el parque de Castrelos, haciendo corro con mis primas entorno a mi tía Margot.
Cuando yo era una niña, mi tía, la autora de estos relatos, además de leernos a Federico García Lorca y a Bertol Brecht, solía contarnos historias de su infancia, de aquel tiempo roto, de antes de la guerra y de después de la guerra. Del hambre, del cine, del chambo...Por eso siento aquellos años tan cercanos, como si también yo los hubiera vivido, y me conmueven tanto las imágenes de aquel tiempo.
En la película española Para que no me olvides, de Patricia Ferreira, el protagonista le comenta a su novia las historias de la guerra que le había transmitido su abuelo (interpretado por Fernando Fernán Gómez), de las que la novia no tenía ni idea.
Me di cuenta entonces de que, durante todo el franquismo, en la mayoría de las casas de los vencedores nunca se hablaba de la guerra. No así en las de los vencidos, siempre en voz baja, y recordando que aquello no podía decirse fuera.
Siendo niña animé a mi tía a que pusiese por escrito aquellas historias que nos contaba, y a los catorce años, cuando fui a una academia a aprender a escribir a máquina, le mecanografié el primer manuscrito de estas narraciones.
Todavía tuvieron que pasar algunos años, y morirse Franco, para que finalmente se publicase el libro en gallego.
Ahora, con esta traducción, quiero dedicarle un homenaje a mi tía Margot y a toda aquella generación, para que no las olvidemos, y para que tampoco nuestras hijas las olviden.
Emma Rodríguez Chamorro
TIEMPO ROTO
Tempo rachado
Dame tu mano. Juntos vamos a recorrer el camino de mi infancia. Me gustaría que esto que te voy a contar fuese como un libro de estampas, y que al pasarlas una a una pudieras formarte una idea de cómo éramos los niños de entonces. Aquellos niños que aprendimos a cantar el «Cara al sol», con aquello de... volverá a reír la primavera, cuando teníamos por delante un tiempo de invierno tan largo...
1
La casa de la abuela
Mi abuela vivía en el campo que estaba junto al Castillo de San Sebastián, del lado de arriba del Callejón. Por abajo, el camino se hacía más corto y no había que subir tanta cuesta.
Después de pasar la calle de la Herrería ya se veía un trozo del campo, pero todavía quedaba por andar el camino estrecho y mal empedrado, con casas pequeñas a un lado y un muro de piedra cubierto de hiedra y silvas al otro.
Si dejaba un poco sin andar y me metía por el lado de detrás de la casa de la abuela, me encontraba con el Callejón. El Callejón era pequeño, apenas un trozo de tierra cenagosa en el que se alzaban como viejos espantajos las casuchas que cobijaban a un montón de gente.
Los niños del Callejón eran los niños más pobres de los alrededores. No se dedicaban a pedir, pero robaban pescado en la Ribera y al anochecer iban a por el rancho del cuartel. Salían de las casas como conejos y ni de pequeños ni de mayores pisaban la escuela. Vestían cualquier cosa y andaban descalzos. El Manoliño, el nieto mayor de la Marañas, todavía seguía durmiendo en la cuna, y contaba su abuela que, como el maldito rapaz no hacía más que crecer, le faltaba cuna y le sobraban piernas.
Allí todo era como en el teatro, como si las casas fueran de cartón y las gentes comediantes. Detrás de esa fiesta andaba el tío Trelles, con las manos y la cara siempre llenas de herrumbre y el pelo, blanco como la nieve, saliéndole en penachos por los agujeros de la boina. Arreglando hierros, golpeaba de continuo en el yunque, subiendo y bajando el martillo. La Fanica, sentada en la puerta de la casa, se peinaba el largo cabello, y a su lado el Monchiño, con la barriga al aire, tomaba el sol y se hurgaba en la nariz. Chaquetón venía con un jarro lleno de vino tinto en la mano, y la mujer de las estacas bajaba con ellas debajo de cada brazo dejando dos surcos paralelos en el suelo, mientras en su cabeza se balanceaba una tina de ropa ya seca. Alegrando el suelo con el color de las plumas y la pincelada carmesí de las crestas se movían despacio las gallinas, y el gallo, a menudo, bailaba saltando entre ellas.
Cuando los rapaces venían con el pescado de la Ribera, dejaban en casa el cacharro y el gancho y salían a jugar. A mí me gustaba muchísimo mirarlos. Con la nariz aplastada contra el cristal de la ventana, los veía ir y venir cogiendo cosas con las que preparar el campamento: trozos de saco, papeles y hojas para arder en la hoguera, palos para hacer las espadas y unos gorros que algunas veces eran medias enfundadas hasta las orejas con el colgajo del pie volando al viento; o bien los hacían con hojas de los árboles; y cuando iban a coger tiras de hojalata a la Metalúrgica, hacían unos con los que incluso parecían guerreros de verdad.
En el cerro ponían el campamento, clavaban las cañas