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Derrotero
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Libro electrónico179 páginas2 horas

Derrotero

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Cuatro defensores ambientales latinoamericanos asisten a una convención en Lago Agrio, un pueblo de la Amazonía ecuatoriana. Provienen de distintas geografías y culturas, todas arrasadas por el extractivismo. Desesperados por la infructuosa lucha pacífica, deciden pasar a la acción directa e inician un periplo alucinado por los ríos amazónicos que los conducirá hasta Perú y conllevará el sabotaje, la huida y el riesgo, pero sobre todo la observación y el aprendizaje.
Derrotero es el relato conmovedor de un encuentro reflexivo y sensitivo con la selva y las personas que siempre la han habitado.
Novela, testimonio y crónica se mezclan en este libro único que nos revela la belleza natural y humana de un territorio trágicamente explotado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 may 2022
ISBN9789874063090
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    Derrotero - Antonio Sánchez Gómez

    Destripar a la boa

    1º de octubre, martes

    Bus hacia el Oriente. Nueve horas para alcanzar la región de Sucumbíos desde Quito, ideales para que la inquietud mental oscile entre la paranoia y la euforia. Rememoro la llamada de Bruno. Con los dramáticos paisajes del páramo tras la ventana, resuenan sus palabras insistiendo en explorar nuevas sendas, más directas, y mis respuestas recelosas. Hay otros compañeros en esto, terminó con la conversación, también están yendo para Lago Agrio.

    De repente circulamos rodeados por una tupida floresta. No me he percatado de transición alguna. ¿Han llegado a intercalarse los ecosistemas, mezclándose abrojos y helechos, el amarillo con el verde? ¿O se ha pasado de la tundra andina a este vergel como de una secuencia a la siguiente? Mi grado de incertidumbre, sin embargo, no varía. No sosiega adentrarse en estas regiones sin saber cuándo regresará uno a casa. Claro que ¿a qué casa?

    La recapitulación vital ayuda a disipar dudas. Y a dormir.

    Me despierta el anuncio del conductor. Ha habido un derrumbe. La curva prolongada sobre el barranco permite ver la ringlera de autobuses y camiones cisterna detenidos, las rocas en la carretera. Cuando al fin pasamos por el lugar del desprendimiento, los operarios aún empujan piedras ladera abajo con desgana. Por el piedemonte ascienden las nieblas surgidas de la confluencia del frío de las montañas y la humedad de la selva. Largas y finas gargantas chorrean por las paredes de piedra. En el fondo del desfiladero se avistan esqueletos oxidados de vehículos.

    La vegetación se abigarra en la hondonada, y la flora comienza a devorar la carretera por ambos lados. Desde la vaguada se ve ahora el imponente volcán y los pasajeros se llaman, se pegan a las ventanas, señalando la columna de humo que se eleva desde el cráter y baña en ceniza la montaña del Reventador. Mientras, entre la espesura ha aparecido intermitente el negro del oleoducto. La serpiente metálica anuncia que nos adentramos en el Sucumbíos pionero, petrolero y fronterizo.

    La selva fue la que sucumbió acá frente a las retroexcavadoras; el frondoso palmeral de moretes que era Lago Agrio ante los buldóceres. Los norteamericanos colonizaron estos parajes con determinación, impelidos a adueñarse de toda tierra que encubriera crudo, como legitimados por reminiscencias del destino manifiesto. Después de todo, ocupaban un territorio despoblado, sin propietarios. No tuvieron que comprar fincas ni expropiar parcelas. Solo después de desforestar, abrir trochas y asentar campamentos, descubrieron que la selva estaba habitada.

    Los cofanes, por su parte, debieron sentir curiosidad ante el derrumbe de la arbolada. Los helicópteros que aterrizaban en sus territorios los desconcertarían; los temblores de la tierra provocados por las explosiones de sondeo los pondrían en guardia. Posiblemente, empezarían a identificar la irrupción con las invasiones de curas y caucheros de las viejas historias. Para cuando quisieron reaccionar ante la ocupación, el petróleo ya brotaba y sus comunidades estaban cercadas por carreteras, tuberías y plataformas.

    Llueve tenaz cuando el bus estaciona en un terraplén paralelo a la carretera; media hora de parada. Los entumecidos pasajeros buscamos refugio bajo el techo de hojas de palma de la venta. Me siento con un cevichocho en uno de los bancos corridos. Hay wifi y aprovecho para leer sobre Lago Agrio en el celular. Según la Lonely Planet, «la capital de Sucumbíos es tristemente célebre por su peligrosidad y sus pocos encantos. Las agencias de viaje saben de la inseguridad de esta ciudad amazónica y actúan en consecuencia recogiendo casi de inmediato a quien se quiera adentrar en la selva. Lo mejor es evitar pasar tiempo innecesariamente en la ciudad o deambulando más allá de los lugares designados para la recogida». Norteamericanos constatando su obra exterior.

    Ya anochece al reanudar la marcha. Tres operarios de pozos petroleros salen de la nada, los monos de trabajo renegridos, y suben a la carrera al bus.

    La aparición de fincas desenmaraña la fronda y la serpiente infinita ya no nos abandona, culebreando en el llano para hundirse luego en los Andes y reaparecer henchida de crudo en la costa. La lluvia cae sobre el caliente ofidio arrancándole un vapor que se funde con la bruma.

    Lago Agrio, al fin, se diluye tras los cristales empañados. Edificios de dos plantas a medio construir y dispuestos en cuadras rectangulares. La composición geométrica del pueblo habla de su breve historia: nacido al albur del auge petrolero, creció rápido al absorber a los llegados de las secas regiones del Sur atraídos por la ilusionante bonanza. Con cada hallazgo de un nuevo pozo brotaba otra oleada de colonos. Mientras, los ingenieros de la Texaco trazaban las calles, distribuyendo las casas a ambos lados del oleoducto. Porque no solo el petróleo manaba de la compañía. También la ley, la administración y la organización de la ciudad. La concesión que la junta militar le otorgó eximía a la petrolera de cualquier responsabilidad y a la propia dictadura de obligaciones con respecto a la población que acá se asentó. Un incesto de cuarenta años entre Estado y Corporación que preñó el aire de impunidad. Aún hoy, el Estado parece ausente.

    El bus tiene su parada final sobre la Avenida Petrolera, frente al hotel Oro Negro. El olor a tierra mojada no camufla el del gasoil en el ambiente. La falta de desagües forma charcos en la calzada; la exigua iluminación impide verlos.

    Entro embarrado al hotel.

    2 de octubre, miércoles

    El ventilador de techo no funciona. Sin ventana al exterior, entre el calor, los mosquitos y la humedad, solo he conseguido dormir horas después de acostarme. Al despertar noto las punzadas del hambre.

    La recepción y el comedor comparten espacio. La conserje me espera con la carta tendida, escucha indolente, casi sonriendo, mis quejas por el ventilador y me recomienda el desayuno petrolero, el más autóctono, dice. Lo pido y engullo sin decoro. En el último bocado de plátano triturado me viene un pescozón a la nuca. Bom dia! Bruno me rodea y se sienta enfrente arrastrando innecesariamente la silla, siempre ostentoso. Espesa y rizada pelambrera negra, escuálido, puro caboclo. Acerca su cara a mi oreja, nervioso y expansivo, ¿Listo para la rumba?

    El sol ya se pega a la piel a estas horas. Lago Agrio se presenta inundado de luz, los talleres de soldadura y las vulcanizadoras añaden calor a sus calles. El centro muestra una actividad afanada y tumultuosa, difícil de sortear: puestos de arepas, chanchos ahumándose en cruz, voceadores de comercios con altoparlantes y prensadores de caña de azúcar. Ambulamos por una galería de tiendas buscando la sombra bajo los portales. De las columnas cuelgan carteles de aspirantes a alcalde y rótulos de médicos cirujanos. Las viviendas se suceden perfectamente delineadas, sometidas al rigor urbanístico de la ciudad de guarnición. Arquitectura sencilla; el amarillo, verde o azul de las paredes como único ornamento.

    Bruno me va contando las vicisitudes de su viaje desde Brasil. Al remontar una perpendicular de la Avenida Petrolera, el asfalto se convierte en trocha de ripio y al poco en pura vereda de tierra. Nos cruzamos con operarios embutidos en monos de diferentes colores, según su pertenencia a la Exxon, Shell o YPF. Llegando a donde se celebran las jornadas, el camino se llena de gallinas desertoras de chacras anejas a las precarias casas. Uno de esos patios desaliñados precede también a la sede de la Unión de Afectados por Texaco. Caras conocidas de anteriores citas de la Red Transamazónica, colegas de organizaciones nacionales, compañeros, incipientes y veteranos, de lucha. Bruno saluda jovialmente, a dos manos, tan rápido que no alcanza a notar la renuencia en algunas respuestas.

    La asociación que acoge el encuentro se constituyó después de aflorar la ruina ocultada por la Texaco. Durante las décadas que explotaron los pozos, vertían las aguas de formación en cientos de hoyos que taparon con ramajes. Un método mucho más barato que tratar esos residuos. Solo que, por debajo de los fosos, la tierra absorbía el crudo, pues ni con lona los aislaron. Por arriba, las lluvias los desbordaban y la brea discurría por esteros y quebradas hasta los ríos.

    Del subrepticio crimen solo se supo cuando la petrolera abandonó el país y se pudo acceder a los terrenos donde operaba. Para entonces, hacía tiempo que los cultivos nacían muertos, los peces habían desaparecido, envenenados, y un cáncer pandémico reinaba en Sucumbíos. La Texaco consiguió mantener soterrado el desastre hasta su huida, evitando que declararan la zona catastrófica y que evacuaran a una población que ya relacionaba las desgracias sobrevenidas con el petróleo y ahora no lo llamaba oro negro, sino la sangre del diablo. Aún hoy, nadie ha limpiado esos agujeros y el crudo continúa coagulado en la tierra, enlutando Sucumbíos.

    Las charlas se desarrollan en la azotea de las oficinas, cubierta a medias por un techo de calamita. Inaugura la jornada la exposición del abogado Fajardo, que nos pone al día del proceso judicial contra la petrolera. Bruno se la pasa intentando llamar la atención de una chica de rasgos cobrizos sentada tres filas por delante, pero solo consigue suscitar miradas de reproche a su alrededor. Tras veinte años de pleitos, la Texaco, rebautizada como Chevron, fue condenada por todas las instancias ecuatorianas a una indemnización de miles de millones de dólares para reparar el daño. Ya refugiada en Estados Unidos, la transnacional no pagó ni un sucre.

    Durante el receso flota un dejo de impotencia en el ambiente. Muchos sabíamos de la victoria judicial, pero ignorábamos que no se hubiera ejecutado. Estoy conversando con un compañero de Quito cuando Bruno se interpone entre los dos, con la chica agarrada del hombro:

    Héctor, te presento a Oriana Zárate, guiña el ojo, otra enrolada.

    De momento solo informada, la muchacha le desprende la mano y me estrecha la propia, un gusto, dice con difuso acento serrano, ¿A qué organización pertenecés vos?

    Defensa de Dulcepamba, contesto nervioso.

    Ah, mirá vos, yo soy bióloga allá en Vallegrande, Bolivia.

    Vamos a continuar, un organizador pasa alineando nuevamente las sillas.

    Comemos luego los tres, toca hablar, se despide Bruno, aunándonos en un abrazo.

    El abogado platica ahora sobre los casos cotidianos en los que trabaja. La compañía Estatal heredó las ajadas instalaciones de la evadida texana, y para qué repararlas. Los derrames en las obsoletas líneas de flujo son continuos. La gente de la Estatal visita a los dueños de las fincas afectadas, los invitan a firmar una renuncia a emprender acciones legales a cambio de indemnizaciones irrisorias. Si no aceptan, en la segunda visita se hacen acompañar de un sicario bien conocido en el pueblo, que se queda ahí paradito, nomás, mudo como una piedra. Al abogado le cuesta encontrar denunciantes.

    Contrariados por lo escuchado, penitenciamos los tres bajo el sol del mediodía, confiando en el poder redentor de los menús que por dos dólares se ofertan en las inmediaciones. Caemos en un comedor atestado, muchas de sus mesas ocupadas por asistentes a las jornadas. Almorzar en Lago Agrio requiere de un acto de fe. Más que elegir, uno descarta platos según los cancerígenos que les suponga. El pescado rechazado de plano. Las verduras también, intoxicadas por los gases quemados en los pozos. Aun así, Oriana, que dice ser vegetariana, pide menestra. Yo, encebollado, como si el chancho que lleva no se hubiera pasado la vida comiendo esos cultivos.

    Bruno le da vueltas a su jugo. Esperamos al compañero Lucindo Piaguaje que llega mañana ¡y pilas!, dice.

    ¿Así, nomás?, inclina la cabeza Oriana.

    ¿Y qué más?, le espeta Bruno.

    Me reconozco en las dudas de Oriana y me siento culpable por el alivio de la identificación.

    Volvemos, ya tarde, a las charlas. Ante mí se desarrolla un debate mil veces reproducido en mi mente.

    Ahora mismo hay un taller de cosmovisión postmoderna dentro, Bruno señala las oficinas, ¿qué vamos a sacar de ahí?

    De ahí nada, frunce las cejas Oriana, pero esta mañana se han explicado éxitos.

    ¿Y de qué sirvieron? La Texaco se fue, no pagaron, están en su rancho de Texas riéndose de todos, aspavienta Bruno. ¿Cuántos años llevamos en esto? Ustedes como yo. ¿Cuántos documentos, instrumentos, monitoreos, alertas tempranas? ¿Y para qué? ¿Qué hemos conseguido, aparte de enterrar compañeros?

    ¡Precisamente!, contesta rápido Oriana. Lo que proponés puede criminalizar la lucha. Estigmatizar incluso a los asesinados. Hay que seguir resistiendo.

    Para resistir tenemos que existir, Oriana, replica Bruno, nosotros no declaramos esta guerra, pero la libramos a la defensiva, suspira. El presidente de mi país dijo que defensores y líderes sociales son bandas de criminales. Después

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