Bronwyn y el monstruo de cuatro cabezas
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El 18 de mayo del 2018 Albert, Tamara, Bea y Dani iniciaron un encierro, en una solitaria casa de una aldea de Lleida, con el objetivo de invocar una historia a ocho manos, en homenaje a todos los casos de caza de brujas que asolaron la región en los siglos pasados. Las normas eran claras: quedaba totalmente prohibido utilizar material escrito fuera de la casa, no habría acceso a internet ni comunicación con el exterior, se turnarían a escribir en tan solo dos ordenadores portátiles y, pasara lo que pasara, terminarían la novela en los tres días y tres noches de aquel fin de semana de mayo. Una vez iniciado el ritual, descubrieron que tal vez lo que estaban construyendo con sus cuatro cabezas había trascendido el texto para atravesar sus vidas; pero ya era demasiado tarde, no había marcha atrás, el libro debía ser concluido.
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Bronwyn y el monstruo de cuatro cabezas - Tamara Romero
Bronwyn y el monstruo de cuatro cabezas
Barcelona, abril 2019
Copyright © Manuela Buriel, Albert Kadmon,
Tamara Romero, Beatriz García
ISBN de la ed. impresa: 978-1091885011
Todos los derechos reservados. Quedan prohibidos, sin la autorización escrita del titular del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra. Si necesita reproducir algún fragmento de esta obra, póngase en contacto con las autoras.
El 18 de mayo del 2018 Albert, Tamara, Bea y Dani iniciaron un encierro, en una solitaria casa de una aldea de Lleida, con el objetivo de invocar una historia a ocho manos, en homenaje a todos los casos de caza de brujas que asolaron la región en los siglos pasados. Las normas eran claras: quedaba totalmente prohibido utilizar material escrito fuera de la casa, no habría acceso a internet ni comunicación con el exterior, se turnarían a escribir en tan solo dos ordenadores portátiles y, pasara lo que pasara, terminarían la novela en los tres días y tres noches de aquel fin de semana de mayo. Una vez iniciado el ritual, descubrieron que tal vez lo que estaban construyendo con sus cuatro cabezas había trascendido el texto para atravesar sus vidas; pero ya era demasiado tarde, no había marcha atrás, el libro debía ser concluido.
La que llamo Bronwyn es el centro del
lugar" que,
dentro de la muerte, se prepara para resucitar;
es lo que renace eternamente"
Aforismos del No Mundo, Juan Eduardo Cirlot
1. EL PLAN FRUSTRADO DE BRONWYN
Retirarte de la civilización para concentrarte en tus íntimos rituales y que la civilización venga salvajemente a perturbarlos.
Bronwyn observó con inquietud la llegada del grupo a la casa. Justo el día en que pensaba ir a cavar en el jardín para verter más extracto de clamidia gris y recolectar de nuevo algunos frutos. Eran cuatro: dos hombres y dos mujeres, y descargaban bolsas del coche con comida para un regimiento. Eso indicaba que se quedarían más días de la cuenta. Desde su propia ventana podía ver claramente la ristra de anomalías que crecía en el huerto. Eran como albaricoques de color azul eléctrico. ¿Cuánto tiempo tardarían esos domingueros en darse cuenta de que aquellos frutos eran aberraciones pecaminosas?
Cuando una de las mujeres miró en su dirección, corrió la cortina a toda velocidad y retrocedió de nuevo hasta la confortable penumbra de su casa de piedra. El color de su pelo era exactamente el mismo que el de los albaricoques —había decidido llamarlos así—, así que pensó que era imposible que en cuanto la vieran no la asociaran con las plantas que estaban creciendo en el jardín. Para ser exactos, los fetos allí plantados no se convirtieron en plantas hasta que Bronwyn destiló el extracto de clamidia y lo esparció por encima como si fuera el más exquisito de los abonos. Descubrió la receta setecientos años atrás, en la época en que se vio obligada a refugiarse en un convento de hermanas clarisas cuya madre superiora le transmitió los ingredientes con los que hacer germinar amapolas, higueras, jazmines o granadas de los fetos en descomposición.
Desde que había plantado los embriones, hacía unos seis meses, nadie había ido a la casa vecina. Lo lógico hubiera sido trasplantarlos a su propio huerto, pero tampoco se sentía cómoda con la idea de desenterrarlos. Había unos doce; doce personas que nunca existirían pero de las que ahora brotaban albaricoques azules que recogía con toda solemnidad cada mes y medio. Ahora la situación se había complicado: por un mal planteamiento logístico estaban en el huerto del vecino, junto a una casa que creía abandonada y que, al parecer, aquel fin de semana, había cobrado vida. En el ámbito rural los límites de la propiedad son mucho más difusos que en la ciudad.
Bronwyn volvió a dejar el cesto junto a la puerta, encendió la tele y se entretuvo un rato con las noticias. Una avioneta se había estrellado en la isla de Cuba. Siguió el recuento de fallecidos. Había doce víctimas mortales, uno de ellos un viejísimo y famoso trompetista que justo al finalizar el concierto de la noche anterior anunció al público que se retiraba de los escenarios tras más de medio siglo. Las artes adivinatorias se alcanzan fácilmente si uno acumula suficiente pasado, pensó. Y como activada por el aleteo de una mariposa, la imagen de un músico de jazz negro que conoció en Nueva Orleans durante el verano del Katrina le asaltó. Los recuerdos de aquel fatal año 2005 en que voló hasta la ciudad de Luisiana en busca de jazz y vampiros y encontró un huracán en ciernes se arremolinaron en su cabeza. Señales de una catástrofe que no debió pasar por alto: tan solo bajarse del avión, un bebé estornudó frente al rostro de su padre llenándole los ojos de mocos color esmeralda. Era de esperar que su estancia en la ciudad en ningún caso sería plácida. A partir de ese momento, se dedicó exclusivamente a esperar el desastre y a lamentarse por ello como una de esas jóvenes neuróticas. La consecuencia natural de vivir eternamente.
El calor fue otro de los signos anunciadores del desastre. No era su intensidad lo que alertó a Bronwyn, sino las geometrías de ese calor. La bruja había conocido muchos tipos de ardores, pero ninguno con ese trazado triangular. El aire estaba lleno de vértices punzantes que perlaban la nuca y las ingles de un sudor espeso. También le llamó la atención, a lo largo de esas tres semanas que precedieron la tormenta, el comportamiento de los perros callejeros: Nueva Orleans no es una ciudad humana, nunca lo ha sido; es una urbe de canes. Las primitivas calles y edificaciones las construyeron perros de la ancestral tribu Chua, ganándole terreno a la desembocadura del ancho río. Solo después llegó el hombre, como los pájaros acuden a desvalijar el grano en los campos de maíz; los perros no habían previsto ningún ‘espanta-humanos’ de paja y su ciudad resultó invadida en pocos años. Los primeros llegaron por tierra y al tiempo soldados desde más allá del océano la hicieron suya. Aun así, a día de hoy, la ciudad sigue perteneciendo a los perros, a aquellos que la transitan día y noche, mirando a los ojos de los peatones y odiando las ruedas de los tranvías.
En sus primeros días de visita en Nueva Orleans, Bronwyn descubrió que esa comunidad perruna abandonaba su furia habitual para convertirse en bondadosos conciudadanos. Vio cómo paseaban con los lomos pegados y dormían abrazando sus cuellos. Con los humanos también fomentaron su amistad; se restregaban contra las piernas de los transeúntes o lamían las manos de aquellos que esperaban el autobús. Nada bueno podía significar esa repentina misericordia de los perros hacia sus invasores. También vio a una chica sacar medio cuerpo por la ventanilla de un coche y arrastrar su larga cabellera por el asfalto, un joven con dientes plateados que escupía al cielo para luego recoger con su boca el escupitajo y una casa ocupada por una decena de punkis, probablemente vampiros, con la palabra DOG garabateada en la fachada, con las letras vueltas del revés invitando en realidad a leer GOD.
Pero entre todos aquellos signos, el definitivo se le reveló tres días antes del huracán. Estaba durmiendo bajo el banco de un parque, arropada por media docena de sucios perros, cuando el sonido de una trompeta que llegaba desde un club cercano la despertó. En el club no había más que dos clientas recostadas en la barra, un camarero que sacaba brillo a los vasos y un trompetista tocando en un diminuto escenario; vestía de uniforme y su piel era de esa negrura extrema que alcanza el azulado. A Bronwyn le pareció que el aire que surgía de la trompeta, igual que el calor de aquellos días, se trenzaba formando triángulos. Pensó que tal vez el calor se le había colado en los pulmones al músico o que era su trompeta la que había moldeado el aire de Nueva Orleans en forma de escultura cubista. Y entonces supo que él traería la desgracia a aquella ciudad.
El anciano vestido de militar terminó de tocar, bajó del escenario y salió del club sin despedirse de nadie. Bronwyn fue tras él, lo siguió un buen rato hasta que, al doblar una esquina, el trompetista se detuvo y volviéndose, le dijo: Hace tiempo que vendí mi alma al demonio en un cruce de caminos, así que a mí no me engañas, bruja. Dime, ¿qué quieres?
. Bronwyn se echó a reír nerviosamente y los gatos maullaron al compás de su risa, y los vecinos empezaron a encender las luces de sus casas y a maldecir a los gatos. La había reconocido. La denunciaría. Acabaría siendo sacrificada como todas las brujas que son descubiertas y luego ajusticiadas por los buenos ciudadanos cuya piedad es tan falsa como su democracia y su respeto a la diversidad.
—Hagamos un trato —dijo el músico—, encuentra a mi Ylenia y no te acabarán friendo en la silla eléctrica, bruja. Se me desapareció hace siete meses, y aún la busco.
A Bronwyn ese me
no le gustó nada. ¿Era ella acaso algo suyo? Y ese tipo, A.J. Goole, con el nombre bordado en las solapas de su estúpido uniforme verde caqui, como si fuera un colegial o un viejo con demencia y temiera perderse cuando era aquella Ylenia la que lo había hecho. Y aposta. Porque nadie desaparece por accidente, menos una mujer; las mujeres tienen el don de la bilocación y también se evaporan cuando no se las mira. El trompetista crujió sus nudillos rítmicamente e hinchó sus enormes mejillas de Louis Armstrong y una clave de sol se escapó de sus labios. Y eso que había luna llena.
—¿Y bien? —dijo impaciente.
—¿Y bien qué? —contestó Bronwyn, imaginando que apretaba con sus huesudos dedos el redondo cogote del músico hasta hacer brotar de