Las Brujas del Tenayo: Leyendas de Tlalnepantla, #3
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¡Descubre el encanto y la magia de "Las Brujas del Tenayo"! En esta cautivadora leyenda infantil, dos brujas procedentes de tierras lejanas llegan a Tlalnepantla en el momento en que el Ferrocarril México Veracruz es fundado. Acompaña a estas misteriosas y divertidas brujas en su emocionante aventura mientras exploran un nuevo mundo lleno de sorpresas y encuentran amistades inesperadas.
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Las Brujas del Tenayo - Enrique García Guasco
Las Brujas del Tenayo
Leyendas de Tlalnepantla, Volume 3
Enrique García Guasco
Published by Arcana Intellego, 2020.
This is a work of fiction. Similarities to real people, places, or events are entirely coincidental.
LAS BRUJAS DEL TENAYO
First edition. July 10, 2020.
Copyright © 2020 Enrique García Guasco.
ISBN: 978-1393964841
Written by Enrique García Guasco.
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Las Brujas del Tenayo (Leyendas de Tlalnepantla, #3)
Cuenta la leyenda qué... cuando corría el año de 1899, y solo unos meses antes de que el cambio de siglo tuviera lugar en el mundo, una serie de eventos excepcionales tuvieron lugar en las cercanías del Tenayo, aquel es un cerro, que pertenecía al Distrito de Tlalnepantla y que había sido el sitio fundacional de la antigua ciudad de Tenayuca.
He escrito las siguientes páginas, en las que narro los extraños eventos de la historia de las Brujas de Besarabia, porque, durante largo tiempo he escuchado muchos relatos, he visto turbarse al grado de la desesperación la mirada de las personas que cuentan estos hechos, sobre ellos, muy pocos coinciden pero tanta gente los conoce, qué, tuve que entrevistarme con muchos de los ancianos del lugar, en general; me dijeron qué, esto pasaba cuando Tlalnepantla ya era una incipiente ciudad industrial, poco a poco, estas tierras iban transitando hacia un nuevo destino, muchos, dijeron qué, a ellos, les contaron esta leyenda, y así, las narraciones pasaron de sus padres e incluso de sus abuelos, quienes les expusieron, qué, en esos tiempos, muchos de sus antepasados entendieron, qué, su pueblo estaba destinado a ser un lugar populoso y lleno de ruido, humo y de personas que andaban como hormigas, de un lado para el otro, me dijeron qué, iba a dejar en el pasado esa atmósfera de tranquilidad y silencio, que se olvidaría de sus tierras de cultivo, y qué, muchas personas que no sabían los hechos del pueblo vivirían en este lugar y que habrían de contarlos a sus hijos y a sus nietos, y a los hijos de estos, para qué, los extraños eventos se supieran durante muchos siglos más, de no hacerlo, las palabras y los recuerdos se iban a desvanecer como la espuma del mar lo hace.
Sin embargo, Tlalnepantla, y sus alrededores, habían conservado durante muchos siglos, ese aire característico, ese olor que produce la suavidad de la tierra y la tersura del aire, con él se reconoce que hay paz y tranquilidad, el aire tenía una frescura y la brisa era de un sitio de provincia; una en donde se sembraba la buena tierra, y en sus campos, no solo se daban las flores de amapola, las lilias y las fucsias, también, se producían las cosechas de trigo, de cebada, de lechuga y algo de maíz que se erigía dándole un color verde y amarillo, también, se cultivaba la alfalfa y las zanahorias; y las manos de los hijos de aquella serena tierra, eran mujeres y hombres de bien, laboriosos y dedicados, ellos, a lo largo del tiempo, habían forjado los campos de cultivo que se extendían de norte a sur y de este a oeste. Desde después de la conquista, la pequeña fundación de Corpus Christi, había llegado a ser conocida como el granero de la Capital, así, siendo el lugar, donde se producía muy buena parte de la comida que se consumía, no solo in situ, sino a decenas de kilómetros a la redonda, le construyó, a esa villa, mucha fama y prestigio, con el pasar de los años, y, por ello, las personas, de generación en generación, le dedicaban sus vidas enteras a la siembra, amando, día a día, lo que hacían y consagrando cada una de las existencias a las labores de la tierra, y así, siguieron conservando, lo que desde los tiempos en que los franciscanos habían construido el convento se sabía, la fama de ser un sitio de paz y de gente buena.
Pero, en lo sucesivo a noviembre de 1888, cuando fue inaugurada la Estación de Pasajeros y Carga de Tlalnepantla, los trenes, se habían apoderado de la imaginación colectiva, todos enloquecían ante su majestuosidad y poder, y, desde entonces todo había cambiado, las enormes máquinas, que con su estruendo y la vibración que causaba en la tierra, impactaban a los que las veían; corrían por las vías como alocadas máquinas que transportaban las ideas, los deseos y almas de las personas, en esa época, empezaron a venir gente de tan lejos que nunca se habría pensado que llegaran hasta aquí, por ello, los comerciantes, cuando llevaban hasta Tlalnepantla, la mayoría, con grandes bultos en las espaldas y con mercancías que venían de sitios con nombres insólitos, en donde el sol era abrazador y las serpientes bailaban ritmos exóticos con las notas de la flauta de pan, otros de donde los hombres tenían doce dedos en las manos y otros doce en los pies, Europa, Asia, África, y los de esos lugares tenían sus historias y las contaban a los lugareños.
Los extranjeros, se combinaban con los tlalnepantlenses, a veces, los distinguían porque caminaban por las calles, con costales de yute y sacos de manta al hombro, ellos, visitaban las haciendas y les ofrecían platos, vasos, tazas y cubiertos de plata, luego, iban a los edificios del centro y allí vendían cobijas, cortinas y sábanas, a veces cuando los había, también, ofrecían vestidos y camisas, iban caminando hasta Santa Cecilia, allí, hacían trueques y comían tacos con los de allá, comerciaban con los que se encontraban por la calle hasta Tenayuca, e incluso, más al oriente; lo hacían todas las mañanas, desde que el sol apenas se asomaba y hasta bien entrada la tarde, cuando la noche, se apoderaba de las tierras y ya nadie más estaba en las calles.
En los sacos de manta que colgaban de los hombros de esos extranjeros, no solo iban llenos de mercancías, sino que eran parte de sus sueños y esperanzas, las cosas que trasladaban las vendían en abonos; por eso, era común que llevaran cuadernillos de unas cuantas hojas, con pastas de cartón delgado y carboncillos con los que apuntaban las cuentas de sus clientes. Así, los tlalnepantlenses, los veían ir y venir de arriba para abajo, de sol a sol, entremezclándose con los que aún hablaban el otomí y el náhuatl y siempre con una sonrisa en la boca. Con los años, fueron haciéndose menos notorios, quizás porque dejaron los sacos y establecieron diferentes tiendas en las calles del Centro.
Otros, que llegaron de destinos diversos, se les veía transitar por las calles sin mayor diferencia, pues tenían dos ojos y diez dedos en las manos; los franceses, por ejemplo, junto con los españoles, pusieron panaderías que abrían muy temprano y que hacían que el aire oliera a pan, pronto multiplicaron sus ventas, entonces, por las mañanas muy temprano en las panaderías grandes hacían bolillos y los entregaban en los localitos que habían abierto a las orillas de la hacienda de San Javier y de Tejavanes.
Los tlalnepantlenses, empezaron a realizar actividades diferentes a la labranza, unos se hicieron de animales de corral y vendían los cárnicos que producían, en el terreno, que con los años sería el rastro municipal, otros vendían fibras de henequén, cacerolas de barro, anafres y pocillos, para los que habían conocido esta ciudad años atrás, todo, les parecía, como un avispero lleno de insectos revoloteando. Las personas, hablaban unas con otras, muchas más gritaban, enumerando los productos que tenían a la venta, lo hacían para que se acercasen a comprarles las personas que transitaban por las calles, muchos de los que compraban, iban pescueceando
, miraban para todos lados y levantaban las cejas para encontrar lo que buscaban, los que eran mayores iban preguntando de puesto en puesto, dónde conseguir tal o cuál, así los vendedores y compradores intercambiaban todo tipo de mercancías.
Cuando las personas mayores solían recordar cómo habían pasado los años y qué significaba que todo hubiera cambiado tanto, concluían qué, Tlalnepantla, ya no era aquella llanura rural en medio de esa atmósfera de paz, del olor a tierra húmeda y de cultivos recién cosechados, tampoco, aquella fundación franciscana en medio de la nada, era lo que había sido, ahora, era una ciudad en ebullición, las personas llegaban y se avecindaban y de pronto ya eran comerciantes o ferrocarrileros, incluso, en dueños de talleres de cerámica o de fábricas de jabón y aceite de coco.
En las calles del Centro, los caballos que jalaban carruajes, carretas y pesados carros hechos para llevar cualquier clase de cosas se raspaban entre sí, los muchachos y jovencitas corrían por las calles y se reían, lo hacían, mientras hablaban del cinematógrafo del establo de la Hacienda del Dorado y llenaban las avenidas en donde se oía todo pero no se entendía nada y se apretujaban con los burros y las personas que compraban calabazas y naranjas, toda esta conglomeración inundaba las calles empedradas del centro; al mirar al cielo, me dijeron, ya no era de color azul, en cambio estaba lleno del denso humo negro que algunas fabricas que lo producían y lo liberaban hacia la inmensidad del aire; el humo se elevaba por entre el cielo y la tierra, y, los niños, corrían jugando con balones de cuero que pateaban y gritaban gol cuando las puertas de los zaguanes sonaban estruendosamente ante los impactos de los balones, los trompos bailaban en las polvosas banquetas, otros más, hacían suertes con el balero y los que más gustaban del baseball, llevaban la manopla a todos lados, decían que era para aflojarla y le ponían sebo o le escupían mientras iban a cumplir con los mandados, algunos, los más tranquilos que eran pocos, se tiraban en el piso de las banquetas y jugaban con las serpientes y escaleras.
Pero todo eso, fue en los días previos, a los negros acontecimientos que ensombrecieron las