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Objetos malditos
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Libro electrónico75 páginas1 hora

Objetos malditos

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Unos prismáticos que son capaces de revelar a un ente invisible, una radio poseída por el fantasma de un asesino, una cinta que oculta un oscuro secreto o una guitarra que causa la muerte... Estos son solo algunos de los artefactos que aparecen en Objetos malditos, una recopilación de 12 cuentos de terror que te harán pensarlo dos veces antes de pasarte por las tiendas de segunda mano. Al fin y al cabo, uno no es consciente de las desgracias que una nueva posesión puede acarrear o la importancia que puede adquirir para nosotros algo tan insignificante como una tostadora o una figurita de porcelana.

Los relatos que aparecen en el libro:

Sangre por sangre
Miwt
Prismáticos
La caja de música
Radio fantasma
Amor constante más allá de la muerte
La voz
Pintalabios
La tostadora trágica
La tortuga sobre la flor
El anillo
Lobo

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 mar 2020
ISBN9780463037799
Objetos malditos
Autor

Desirée Jiménez

Nacida en Las Palmas de G.C. (España), reside en el Reino Unido desde 2013. Licenciada en Filología Hispánica, ha trabajado para empresas de videojuegos como SEGA y Rockstar Games. Ha sido publicada en España, México, Colombia, República Dominicana, Argentina, los Estados Unidos y el Reino Unido. Ha recibido varios premios y sus poemas, relatos y microcuentos aparecen en diversas revistas y antologías.

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    Objetos malditos - Desirée Jiménez

    OBJETOS MALDITOS

    Icono_Pen_Muy_Peq

    Primera edición: marzo, 2020

    © 2020, Desirée Jiménez. Todos los derechos reservados.

    Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito.

    Sangre por sangre

    Quizá si yo no hubiera insistido en ir a visitar a su padre, Antonio seguiría vivo. Nos conocimos a través de un amigo, en un espectáculo de flamenco. Él era bailaor. Yo nunca he sido aficionada a la danza pero su actuación me impresionó. Antonio, alto y moreno, a veces parecía flotar y otras veces parecía que iba a destruir la tarima. Yo lo invité a un café, él aceptó y sin saber muy bien cómo acabamos en la cama.

    Antonio era un hombre sencillo, encantador a su manera. Vivía en Granada desde joven pero había nacido en un pueblito sin importancia. La música le había gustado desde pequeño. Su madre, que murió cuando tenía él once años, solía cantarle todo el tiempo. Él intentó aprender a tocar pero Manolo, su padre, viendo que no se le daba bien, lo empujó hacia el baile y resultó que tenía talento. Su padre lo había apoyado mucho con el asunto de la danza y lo había mandado a estudiar a Granada, donde ahora se ganaba la vida. Yo solía reírme de él, diciendo que no era normal que un gitano no supiese tocar la guitarra. Antoñito me espetaba que lo único que sabía tocar yo eran las narices. 

    Llevábamos casi dos años saliendo cuando le pedí que me presentara a su familia. El pueblito de Antonio estaba apenas unas horas en coche y yo quería una especie de muestra de que lo nuestro era serio. Antonio rehusó al principio. Me dijo que a su padre no le gustaban las visitas, que no iba a querernos allí en el pueblo, que era un hombre de costumbres y lo íbamos a molestar. Me enfadé y, por hacerme el gusto, Antonio decidió que iríamos a verlo por sorpresa, incluso si no nos quedábamos a pasar la noche.

    Después de varias horas de trayecto, llegamos al pueblito de Antonio. La casa de su padre era grande y luminosa, con terreno para los animales. Antoñito me indicó que esperara en el coche, que primero él hablaría con su padre y le contaría que yo había venido con él. Era un hombre muy suyo y bastante disgustado estaría ya con que nos hubiéramos presentado allí sin avisar. Yo no lo entendí y estaba a punto de replicar cuando un hombre mayor pero con el cuerpo aún robusto, poderoso, dio unos toquecitos con el bastón en nuestra ventanilla. Era Manolo. 

    Antonio se bajó inmediatamente del coche e intercambiaron bruscamente unas palabras que no comprendí. Decidida, salí yo también y me situé frente a Manolo. 

    —Encantada, soy Sara, la novia de Antonio —dije, plantándole dos besos en las mejillas.

    Era evidente que Manolo no se alegraba de vernos. Le reprochó a Antonio varias veces que se hubiera presentado sin avisar, que ya sabía que este no era sitio para él, que por qué se había ido de Granada, que esperaba que no hubiera dejado el trabajo por ir a verlo. Sin embargo, se sintió obligado a dejarnos pasar y servirnos café. Mentiría si dijera que Manolo me causó una buena impresión. Era uno de esos hombres morenos, curtidos por el sol, alto y ancho. Las cejas pobladas y grises apenas dejaban entrever los ojillos oscuros. Llevaba consigo un bastón de madera pesado y tosco, tenía la camisa sudada y los pantalones llenos de tierra. Hablaba poco y con brusquedad. La casa, sin embargo, era una maravilla. Se notaba que a Antoñito no le había faltado de nada. En las estanterías pude distinguir algunas fotos de Carmen, su madre. Era una mujer muy guapa. Antonio se parecía más a ella, sobre todo en el rostro y en lo elegante de su figura, si bien era alto como su padre. Me repitieron la historia de que cantaba muy bien. De joven iba por los bares dando espectáculos y hasta se pensaba que iba a ser famosa, pero luego se casó con su padre y lo dejó. A Manolo se lo notó triste cuando pregunté por ella. La quería mucho, fue una tragedia perderla tan pronto. Antoñito cambió de tema de inmediato e intentó hablarle de mí, pero Manolo no mostró ningún interés. 

    Al cabo de tres o cuatro horas nos despedimos y Manolo rogó a Antonio que por favor nunca más volviera a presentarse sin avisar, que si quería verlo él iría a Granada como habían acordado. Antonio se disculpó, pensó que sería una sorpresa, argumentó que a mí me hacía ilusión conocer su pueblo. Parecía casi que nos estaba echando de allí. Nos metimos en el coche y nos despedimos. La visita me había dejado de mal humor. A los pocos minutos de transitar por la carretera, me dirigí a Antonio.

    —¿Qué pulga le pica a tu padre? ¿Es siempre así?

    —Te dije que no era buena idea…

    —¿Es mi culpa?

    Antonio resopló.

    —No te pongas así. Te dije que era un hombre muy suyo, no le gustan las visitas. Siempre ha sido así desde que se murió mi madre. Pero aunque no lo demuestre le hizo

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