1 Wigamba: El hacedor de zombis
Por Marcus van Epe
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Papa Wigamba, un ancestral maestro del vudú, decide aliarse con un científico en busca de la fórmula que convierta fácilmente a la gente común en zombi. El primer paso es atrapar a algunas víctimas para zombificarlas al modo tradicional y usarlas como conejillos de Indias. Después, todo puede suceder...
La lista de zombis va aumentando mientras este par parece que se saldrá con la suya, sin embargo nada es tan sencillo como lo esperaban, pues algunos se defenderán.
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1 Wigamba - Marcus van Epe
1 Wigamba
El hacedor de zombis
Marcus van Epe
Smashwords edition
Copyright: 12 Editorial AC / Alejandro Bernardo Volnié Abuásale - 2012
Cover design: COVALT | www.covalt.com.mx
Cover image: Ron Chapple | Dreamstime.com
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* * *
Nueva Alejandría
Un empleo sencillo
Sueño placentero
Un experimento fallido
Resurrección
La esencia animal
Dambala está de acuerdo
Transformación completa
Una nueva presa
Un viaje inesperado
* * *
Nueva Alejandría
Berenice debió bajar del autobús en Nueva Alejandría, no tuvo dinero para pagar un pasaje que la llevara más lejos. Al detenerse en esa pequeña población, escondida entre montañas cubiertas de pinos, el conductor la despidió con una sonrisa antes de cerrar la puerta a sus espaldas, como si hubiera adivinado que iba huyendo de casa y le deseara la mejor de las suertes.
El aire se sentía fresco a pesar de que había pasado el mediodía. El cielo azul intenso se salpicaba de nubes, blancas como bolas de algodón que hubieran ascendido flotando mágicamente hasta las alturas. Mientras fijaba la mirada en el autobús, que se alejaba remontando ruidosamente la cuesta para salir del pueblo, intuyó que la noche sería fría. Eso no convenía a sus planes. Apenas llevaba lo suficiente para pagarse un par de comidas, después no le quedaría un solo centavo. En el trayecto se le había ocurrido que podría dormir en el parque de no encontrar algo mejor, pero si la noche resultaba gélida como lo suponía, necesitaría resguardarse en algún sitio bajo techo.
En fin, lo primero es comer algo
, se dijo.
Sin dudarlo entró en la cafetería, que también servía de estación de autobuses; un establecimiento pequeño, como todo en ese sitio aislado, tan distinto de la gran ciudad de la que había salido apenas por la mañana.
En cuanto estuvo dentro se detuvo un instante frente a la barra para contemplar su reflejo en el espejo del fondo. Estoy hecha un asco
, pensó. Su cabellera castaña, que normalmente caía ondulada sobre sus hombros, seguía prendida en la cola de caballo floja que se hizo en el autobús antes de quedarse dormida, horas atrás. El maquillaje discreto de esa mañana estaba corrido, su blusa arrugada y la gruesa chamarra roja se abultaba ocultando las formas ligeras y gráciles de su cuerpo. Sabía que era atractiva y le gustaba verse bien. Los jeans entallados le sentaban de maravilla y los usaba por costumbre. A sus 16 años podía verse mayor cuando se esmeraba en aparentarlo, tan sólo era cuestión de dedicar un rato a su arreglo personal.
Pero esa tarde se veía mal, o al menos eso era lo que le parecía. A lo desaliñado de su rostro y su peinado se agregaba la infinidad de arrugas de la chamarra, huella inequívoca de haber cargado su pesada mochila al hombro por un buen rato.
Decidió primero entrar al baño. Necesitaba acicalarse un poco para mejorar su aspecto, porque debía conseguir un empleo sin demora, lo que fuera que le permitiera reunir algún dinero para seguir su camino tan pronto como fuera posible. Nueva Alejandría no podía ser más que una escala temporal en su camino, ni siquiera estaba suficientemente lejos de casa como para sentir que había dejado atrás los sinsabores de los que huía.
Al salir del baño lucía diferente. Ahora llevaba la chamarra roja en el brazo, lo que dejaba ver su cuerpo esbelto. Su cabello había adquirido la apariencia usual, recién cepillado y libre de la liga que lo había sujetado en una cola hasta poco antes, y el azul de sus ojos contrastaba con el negro del rímel en sus pestañas.
Se sentó en un gabinete que daba hacia el cristal de la calle y perdió la mirada en la lejanía, en las laderas verdes a todo esplendor que brillaban con los colores del verano. Le extrañó notar que era muy poco lo que se movía en ese lugar. No había pasado un solo auto desde su llegada.
—Hola —la tomó por sorpresa el saludo de la chica que atendía el lugar. No la había visto aproximarse—. ¿Qué va a ser? —preguntó con una sonrisa.
—¿Qué es lo más barato, pero que sea bastante? —repuso con cierta vergüenza.
—Ya veo —consintió la muchacha agrandando la sonrisa—. Supongo que el menú del día.
—Entonces el menú está bien —aceptó con cierto alivio. Por un momento pensó que se burlaría de ella por preguntar por lo más barato, como habría sucedido allá de donde venía, donde las chicas de su edad competían entre ellas y presumían de lo que tenían y a veces hasta de lo que no.
—Ahora vuelvo. Soy Dana —le dijo, y se dio la vuelta para perderse tras la barra.
Berenice la observó mientras se alejaba. Con sólo verla caminar comprendió que no podía ser de ahí. Se movía con el desparpajo de las mujeres de ciudad en los grandes centros comerciales. Imaginó que podría estar pasando por lo mismo que ella, trabajando de momento en ese lugar para reunir algún dinero y seguir su camino hacia sitios más interesantes. Se veía muy joven, quizá de su misma edad, a lo sumo un par de años mayor.
A solas en la mesa del café, los recuerdos recientes ocuparon sus pensamientos. Todo había sucedido tan rápido que le costaba comprender su situación. Apenas esa mañana había salido de casa, como siempre entre semana, aparentando que iba a la escuela, aunque sin desayunar porque tenía el estómago revuelto por la ansiedad. Pero sus intenciones poco se parecían a las de cualquier otro día. Sabía que no volvería, al menos no en un buen tiempo.
La relación con su padrastro llevaba mucho tiempo de ser tensa, quizá desde que cumplió diez años. Al principio, cuando su madre recién se casó con él, se aceptaron mutuamente e intentaron formar una familia. Su padre biológico, a quien conoció muy poco porque pasaba la mayor parte del tiempo en viajes de trabajo, murió cuando ella apenas había cumplido seis. Sus recuerdos de él eran escasos, no así el recuerdo del dolor y la soledad de su madre, que no volvió a sonreír en mucho tiempo. A decir verdad, no recordaba haberla visto alegre de nuevo hasta que inició su nueva relación, la que la llevó a casarse por segunda vez, en esta ocasión con el nefasto Ulises.
Ver a su madre sonreír de nueva cuenta funcionó al principio para que aceptara a Ulises, pero él tenía ideas que a ella no le sentaban. El hombre intentaba educarla dentro de un marco de disciplina excesiva a la que no estaba acostumbrada, y su madre rara vez intervenía cuando surgían conflictos.
La rebeldía de Berenice llegó al extremo el día que Ulises llegó a casa bebido, una tarde en que su mujer no estaba, e intentó