Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Lágrimas de nieve: De humanos y monstruos
Lágrimas de nieve: De humanos y monstruos
Lágrimas de nieve: De humanos y monstruos
Libro electrónico602 páginas9 horas

Lágrimas de nieve: De humanos y monstruos

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Difícil es para la sombra escoger entre luz y oscuridad.

En Lágrimas de nieve seguimos la historia de un joven exorcista londinense apellidado Steinsson, y de misterioso nombre.

Un huérfano de las calles de Whitechapel que encontró su salvación entre los muros que ocultan las siniestras sombras de la Iglesia anglicana. En el inicio de su veintena, tras sobrevivir el frío invierno de 1890, el sacerdote descubrirá los secretos de su organización y sus oscuras tramas. Sin motivo alguno para continuar con su vida, su única obsesión es descubrir quién fue su madre, cómo murió y si realmente lo hizo. Las manos entre las sombras de la sociedad victoriana buscarán que su mente, inquieta y sagaz, se ocupe de otros quehaceres.

Esa es la razón de que el padre Steinsson sea enviado a una difícil misión a las exóticas y lejanas tierras de la India. Allí deberá realizar el exorcismo de un peligroso demonio que aterra la región. Inconsciente de su destino, entenderá que todos los caminos se cruzan, entretejidos, por un sino invisible. Su obsesión por su pasado verá la luz en los lugares más inesperados. En ese viaje descubrirá no solo la diferencia entre los individuos que moran en oriente y occidente, sino que su cometido le ayudará a entender algo más. Una reflexión sobre la distancia que existe entre el vínculo que separa a humanos y a monstruos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento4 sept 2018
ISBN9788417483913
Lágrimas de nieve: De humanos y monstruos
Autor

Jaume Anton Maldonado

Nacido en Barcelona en 1992, rara avis de vocación, se graduó en Traducción e Interpretación por la Universidad Autónoma de Barcelona. Aficionado a la lectura antes de cumplir su primer lustro, creció rodeado de libros e historias, pues vivía al lado de la biblioteca local. A los diez años, tras su primer taller literario, decidió enfocarse en la soñada vocación con su primera novela. Pasados cinco años, funda el grupo Imaginari Nòmada de jóvenes escritores de Barcelona. Con dicho grupo siguió investigando y desarrollando técnicas y estudios de narratología. Tras años de trabajo y estudio publica en 2017 su primera novela, Lágrimas de Nieve, cuyas primeras palabras nacieron en Londres, ciudad donde el protagonista comienza su historia. Después de este viaje de autoconocimiento y desarrollo personal al norte del Támesis y gracias al apoyo de quienes le acompañaron en el camino, nos inicia, como presentación, en sus trabajos versados en fantasía, ficción en remotos tiempos y una pincelada de realidad oscura.

Relacionado con Lágrimas de nieve

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Lágrimas de nieve

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Lágrimas de nieve - Jaume Anton Maldonado

    Prólogo

    Sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del reino de la muerte no prevalecerán contra ella.

    Mateo 16:18

    Y bajo la promesa de que veríamos en la última luz las puertas del paraíso, nos levantamos. Sabíamos, pues, bien adoctrinados quedábamos, que, si la espada era nuestra vida, también lo sería la muerte. Mas seguimos sin demora ni duda alguna el sendero de las enseñanzas. Cuando sentíamos el peso de la estola posarse en nuestros hombros, comenzaba nuestro viaje. Aquellos primeros pasos hacia el oscuro mundo de luz que nos rodeaba era lo único que sabíamos. Aquella era nuestra realidad.

    Habíamos nacido en la oscuridad del mundo y nuestras manos, callosas y mordidas por el frío, se arrastraban sangrantes por la piedra para conseguir abrazarse a la ardiente luz que desde el cielo nos guiaba. Éramos humildes señores para nada dueños de nuestro camino. Seguíamos las palabras de una luz lejana que susurraba líricas profetizadas sobre el destino que acaecería. No sabíamos nada más. No sabíamos más.

    Desconocedores del mundo y sus ingeniosas e intrincadas naturalezas, vagábamos por sus caminos inescrutables sin saber a dónde ir, guiándonos por la fe en que unas invisibles manos níveas nos acercarían a donde aquellos afectados por la ponzoña y la vileza nos necesitaran. Como doctores de lo extraño, acudíamos a los lugares que nos eran mandados, nos apartábamos de la humareda de la ciudad para visitar campos, prados, caseríos, castillos y lejanos lares. Vivíamos con ocultos quehaceres, secretos enseres y turbios porvenires; aquella era nuestra vida, la única que conocíamos. Probablemente, la única que jamás veríamos. Una llena de secretos, caminos en la sombra, rodeado de energúmenos con máscaras y falsas sonrisas. Nuestra vida. Los encargados de adentrarnos en las tinieblas para proteger en la luz a aquellos beneficiarios de la palabra del Señor que acostumbraban a aparentar un semblante beato, inmaculado, escondiendo un interior mefistofélico podrido y perverso. Aquellos santos devotos de la lujuria, la perversidad y la nocturnidad eran a los que debíamos proteger. A los intolerantes, a los celosos, a los envidiosos, a los iracundos, a los glotones, a los pervertidos, a los humanos. Y mientras ellos disfrutaban de la luz del sol, de los beneficios de nuestras obras, nosotros trabajábamos en las sombras tejiendo su realidad.

    ¿Pero qué era ese tejido que llamábamos realidad? ¿Acaso era algo ficticio o algo palpable? Estaba acostumbrado a recorrer en la nocturnidad las lúgubres venas infecciosas de la ciudad, esquivando las iluminadas arterias principales y callejeando por los capilares peor entretejidos de la urbe. En esos lares dejados de la mano de Dios uno podía observar todas las inmundicias que no recibían la sacrosanta visita de los cielos y su señor. Se suponía que el deber de las personas que caminaban conmigo en los perdidos senderos del mundo servía a la misma causa, a la misma gente. Cuando observaba el universo de humo y acero que las generaciones previas habían creado no podía dejar de preguntarme: ¿hacia dónde avanzábamos? ¿Eran el vapor y el acero la defensa contra aquello que nos asustaba o contra aquello que queríamos conseguir? ¿Era ese el camino? No podía saberlo, pero las dudas surgían al ver la otra cara del mundo que las personas que recorrían calles diferentes a las que pisaba no podían ver, quizás es que no podían ver. Podría ser que siempre hubieran estado allí pero nunca se hubieran dignado a mirar. Tal vez, porque no supieran dónde mirar o porque ya se hubieran olvidado de cómo hacerlo. Esa era la posibilidad que veía más probable y, sin duda, la que más podía llegarme a asustar.

    Cuando mis piernas me llevaban por las oscuras vías que mi discreto y repudiado oficio comportaba, veía cómo era el todo en realidad. No solo la realidad del mundo, sino la realidad de aquellos que habitaban más allá. Algo que, reconozco, no tenían todos los compañeros de gremio que deambulaban por los peligrosos senderos que nos tocaba recorrer día a día o, mejor dicho, noche a noche. Cada vez que la luna se alzaba en el horizonte para dejar descansar al astro rey, empezaba el cambio. Todas aquellas historias y fabulas que contaban a los niños antes de acostarse eran los resúmenes e informes que yo reportaba antes de acostarme. Mas para ellos eran solo historias, mi propia realidad, la única. Meros cuentos de hadas grabados en la piel. No eran bulos, no eran patrañas o habladurías de algún charlatán. Cuando la luna alzada me devolvía la mirada y yo me encaminaba, encomendado, a mi trabajo, todo cambiaba; ella me miraba y yo, bajo su luz, abandonaba el mundo humano. Atrás quedaba el seguro terreno del día; ahora, entraba a uno diferente. Un infinito donde todas aquellas criaturas hacedoras de terrores y pánico en las mentes de adultos e infantes se volvían el pan de cada día. Al final del este terminaba la pesadilla, solo para que con la noche mi hábito y estola cayeran sobre mis hombros para volver a empezar de nuevo. Decir adiós al luminoso conocido y dar la bienvenida a la tétrica realidad. Algunos lo llamaban el Otro Mundo, el otro lado, el más allá, el mundo de los espíritus, de los fantasmas, de los caídos o de los muertos. Para mí, solo eran términos antitéticos de la cruda realidad. Decía adiós al mundo humano para adentrarme en el mundo de los monstruos.

    Capítulo 1

    La casa encantada

    El guante de cuero dio buena cuenta del barro que quedaba sobre la hombrera de la sotana. Un gesto medido, acostumbrado, y la mano volvió a su posición a la barra de madera para asirse con seguridad. Odiaba los viajes en esos antiguos carromatos, tirados por un solo caballo, que traqueteaban durante todo el camino tropezando con piedras y socavones de la no pavimentada calzada que todavía quedaba por recorrer. Calculaba que, al menos todavía, estarían una hora y poco serpenteando por los caminos rodeados de verdes planicies hasta llegar a la hacienda de Warks, que era mi destino. Me preguntaba si la fermosa tierra del bardo de Avon había lucido igual de bella que ahora, con todos los excrementos de caballos alrededor y el cargamento de verduras que había quedado volcado sobre el camino que habían pasado hacía cinco minutos.

    —Y, óigame, padre —dijo la exageradamente carrasposa garganta protegida por un cuello lleno de arrugas.

    Esa parte era la que más me molestaba. Tener que confraternizar con todos aquellos que me acompañaban, de alguna manera u otra, en el viaje. No es que el oficio fuera muy agradable, pero aquello era lo que más detestaba. El contacto con el resto del mundo era toda una ciencia sin descubrir para mí. ¿Cómo podía comportarse con tanta normalidad el resto de humanos? Eso, eso, no lo sabía. Yo solo intentaba imitar, en la medida de lo posible, los comportamientos que había aprendido, por excesiva repetición, en el mundo que me rodeaba. Aun y así, parecía que, a veces, no era suficiente. No lo era. Había intentado mantener un semblante serio, de religioso experimentado y poco hablador. Sin embargo, aquel granjero que había aceptado llevarme por algunos peniques y el brillo oculto de un chelín como promesa del final de destino tenía ganas de hablar. ¡Y vaya si tenía ganas de hablar! Solo me había salvado de su cháchara al fingir que rezaba un padrenuestro, cosa que, reconozco, no hacía desde mucho tiempo atrás.

    —Dígame, buen señor, ¿qué desea? —pregunté con educación y amabilidad, quizás, excesivas.

    —Estaba yo pensando —dijo, rascándose la cabeza—. ¿Por qué usted no lleva eso al pescuezo?

    —¿Eso al pescuezo?

    —Sí, hombre, sí, eso, eso —insistía, girando y desviando la vista del camino, soltando las riendas, y señalando al cuello.

    —¿Eso? —Entiendo. Una descripción magnífica de lo que creía que se refería a mi alzacuellos.

    La gente tenía la manía de fijarse en los más ínfimos detalles para hacer sus molestas preguntas. Algo que, con sinceridad, detestaba. No me gustaba que la gente se quedara mirando o preguntara cosas sobre mí. Era algo que sucedía con asiduidad. Al fin y al cabo, todo mi cabello que llevaba algo más corto y por encima de los hombros, destacaba. No lo suficiente como para hacerme una coleta, pero lo suficiente para que ondeara ante los rápidos pasos de una persecución. Mas no era la forma en lo que la gente más se fijaba, sino en el más puro blanco color de su tonalidad. Con una cabellera tan notoria, a uno le era difícil pasar desapercibido.

    —Se refiere a…

    —Eso, claro, hombre —dijo él, riendo y girándose a mirar a la carretera al ver que se había retirado demasiado a la derecha—. Usted, sí que se lo sabe.

    Suspiré. No sabía muy bien cómo tratar con la mayoría de personas; ese granjero hablador no era una clara diferencia. Podía entender, eso sí, que su vida de granjero fuera monótona y que la promesa de unas monedas le hubiera sacado de su campo y ahora, olvidándose del premio y solo disfrutando del cambio en su monotonía, le entrara la flojera y las ganas de hablar de lo que fuera. Pese a ello, detestaba tener que mantener la compostura con la gente a mi alrededor.

    —No llevo alzacuellos porque no soy sacerdote.

    —Ah —dijo de pronto el granjero—. Es usted uno de esos seminararios.

    —¿Seminaristas?

    —Lo mismo, lo mismo —rio con socarrona gracia.

    —No, no, para nada —dije sin importancia—. Trabajo para la iglesia, pero no soy un sacerdote, todavía. Por eso no llevo alzacuellos.

    Era mentira. Sí tenía un alzacuello. Recién comprado, aunque no por mí. Y estaba en mi habitación, en Londres, a muchas millas de allí. La razón de que no lo portara era una mezcla entre haberlo olvidado y haberlo querido olvidar. Por la segunda parte, odiaba el rozar de esa prenda sobre mi cuello, no me gustaba nada. En cuanto a la primera parte, bueno, digamos que no me había levantado con buen pie. Después de haber abandonado un onírico palacio de pesadillas, había tenido que volar de mi lecho para vestirme y bajar por la ventana de la habitación para interceptar un carruaje en uno de los callejones y correr hacia una de las salidas que había indicadas en el mapa para dirigirme a Luton. Había dormido por el camino y, al despertar, había tomado prestado otro caballo para recorrer cierta distancia por la noche. Al pasar Old Wolverton, había encontrado a aquel buen señor que había decidido llevarme. Ese proceso había durado bastantes horas y, ahora que se acercaba el final del segundo día de viaje y ya empezaba a atardecer, el sol se despedía del día junto a mis ganas de seguir hablando con el animado granjero que, aburrido, decidía así conmigo pasar el tiempo.

    —¿Y de dónde viene?

    —De Londres.

    —Uh, pero eso es mucho camino. Tan duro. Hace mucho tiempo que no piso por allá. ¿Está bien?

    —Perfecto —musité, entrecerrando los ojos aprovechando que no miraba.

    —Mi primo, Regis, vive allí. Tiene una pequeña granja en Old Ford.

    —Excelente…

    —Solíamos ir allí durante los veranos cuando el frío pasaba y…

    Siguió hablando, pero no puedo recordar toda la historia de su primo, su mujer, la mujer que había encontrado su primo, mientras estaba de fiesta, y toda la historia. No me interesaba. Desconecté. Pese a ello, él no lo notó y siguió hablando, mientras yo echaba una cabezadita sin poder dormirme del todo debido al traqueteo del carro. Todo era tranquilidad con el blanco ruido de fondo de su voz cuando una pregunta me sacó de mi ensimismamiento.

    —¿Y qué hay con ese guante? —preguntó el granjero, interesado—. ¿Se ha hecho usted daño?

    —Una quemadura.

    —¡Oh!, rezo por que se le cure —dijo, aunque dudaba que supiera rezar en demasía.

    —Dudo que se cure —respondí, inclinándome sobre el asiento—. Me la quemó el mismo diablo.

    El granjero se sorprendió, asustado, y se santiguó ante el nombramiento del Anticristo. Quizás me había pasado en mis funciones de sacerdote. Tampoco me importaba, no es que fuera un sacerdote de verdad, aunque me hubieran ordenado como tal. En el fondo, creía que todo aquello por lo que había pasado en la antigua iglesia en la que incluso me habían santiguado era un mero proceso administrativo por parte del clero; no era algo en lo que de verdad guardaran devoción y firmeza espiritual.

    Con la tontería, pude conseguir que se callara un rato y siguiéramos el camino hacia el nocturno horizonte. Eso me relajó y, tras bostezar un par de veces seguidas, caí en un agradable sueñecito que me acompañó a lo largo del viaje.

    —Padre, ya estamos. —No era ningún padre.

    —Gracias, buen señor —respondí con gracia, mientras bajaba del carruaje y llevaba conmigo el pequeño macuto con el material necesario.

    No creía que lo fuese a necesitar, pues, leída la carta donde se me citaba en la mansión en un perdido bosque de Warwickshire, entendía que mi atención no era debido a la gravedad del problema, sino a la gravedad que afectaba a la cantidad de dinero que los bolsillos de mis clientes tenían. Por esa razón, entendí que un llamamiento de un exorcista como yo, para un caso donde ni siquiera nadie había resultado herido, no iba a necesitar mucho. Por suerte, esos viajes eran tranquilos, sin incidentes; acción y recompensa. También cabía decir que muchos de estos acababan por dejarme perdido en el tedio y aburrido de la vida que ninguno sabía a dónde dirigir o qué hacer con ella.

    —Ya estamos —volvió a repetir, mirándome de pies a cabeza.

    —¡Oh!, claro, disculpe, buen hombre —dije, olvidando que ese hombre, aparte de aburrirme con las historias de su primo, cuñado y mujer, lo había hecho todo por el dinero, como un buen samaritano inglés.

    Alcancé la bolsa de monedas que portaba bajo la negra sotana y cogí los peniques que le debía y alguno de más y se los puse en la mano. Él siguió esperando con el brillo de la codicia en sus ojos.

    —¿No me había prometido usted un…?

    —Ya va, ya va —respondí, volviendo a mirar en la bolsa.

    En un comportamiento recosido había un chelín brillante y reluciente al que sacaba brillo todos los meses. Noté el estriado canto con la mano derecha y lo levanté para mirarlo; el granjero se lo quedó mirando también. Era una moneda de 1879, con la faz de la reina Victoria de joven en una cara y la corona sobre la ornamentada guirnalda en la otra. Era mi moneda de la suerte. Pues aquella moneda y aquel año habían sido lo que lo había hecho cambiar todo.

    —Esa ya me va bien. —Más quisieras, pobretón. No esta.

    Volví a buscar en la bolsa y saqué otro muy similar. La reina no parecía tener la misma edad en la cara de la moneda, era once años más antigua y en el reverso de la moneda se podía apreciar el tacto del escudo de armas y la inscripción de la Nobilísima Orden de la Jarretera: Honi soit qui mal y pense.

    —Que la vergüenza caiga sobre aquel que piense mal de ello —pensé, recordando las lecciones de lenguas que había tomado junto al padre Ernesto. Tanto latín, francés e inglés antiguo no debían ser tan útiles como esperaba.

    —¿Esta sí?

    —Esta sí —dije mientras la lanzaba con el pulgar al aire para que cayera en la mano del granjero que la recibía como agua de mayo—. Buen día tenga, señor.

    —Y usted, padre —repitió él, guiñándome un ojo, mientras daba media vuelta y se alejaba por el camino que habíamos tomado, mientras yo me encaminaba al pequeño camino separado que daba a la reja de la entrada a la propiedad.

    Con la oscuridad creciente que amenazaba con devorar todo el terreno, no podía ver nada, así que dejé que mis pies siguieran el adoquinado camino evitando los arbustos hasta el mal iluminado porche donde una mujer me esperaba con un recatado vestido azulado sin muchos ornamentos.

    —Usted debe ser el padre Anthony —dijo ella, inclinándose para saludarme, mientras me invitaba a entrar.

    Ya en el porche, dudé un momento. ¿Anthony? ¡Oh, claro!, se me había olvidado. Ese era el nombre de hoy. Estaba claro que, por nuestra propia seguridad, los exorcistas nunca dábamos nuestro nombre real. Algunos usaban tanto los otros nombres que se acostumbraban a ser llamados padres y se olvidaban de su propio nombre. No algo que me hubiera ocurrido, pero que veía curioso en la idiotez y parsimonia de mi orden. Eran casos extraños que debían verse por todo el país, aunque era mejor no acostumbrarse ni apegarse mucho a ninguno de los nuevos nombres. Por alguna razón que se me escapaba, quizás por el amor o recuerdo a mi propio nombre que había dejado mi madre de recuerdo en mí, no podía olvidarme del mío, pero tampoco solía acordarme de los nuevos.

    —Claro —respondí algo cohibido—. Usted debe ser la señorita Elizabeth, ¿me equivoco?

    Ella rio con una sonrisa traviesa y me sonrió bajo la luz de las lámparas de aceite del porche, podía apreciarse su juventud y que no haría mucho que acababa de casarse, si lo había hecho.

    —No soy mi madre, padre Anthony, yo soy Claire —respondió ella coqueta—. ¿Le parezco tan mayor?

    —Por supuesto que no, señorita. —Me apiadé de mi error y le correspondí con algún cumplido que se me ocurrió en el mismo momento debido a la obligada improvisación.

    —Gracias —respondió ella, invitándome a pasar—. Mi madre ya se ha acostado, pero le puedo ofrecer algo de compañía y comida caliente en la cocina. ¿Ha cenado ya?

    —No. —Diablos, se me había olvidado por completo. ¿Cómo podía olvidarme de algo tan necesario para la continuación de mi existencia?—. Aunque me encantaría.

    —Acompáñeme. —Me siguió y me acompañó por la lujosa mansión que presentaba unas escalinatas en el hall principal que subían a las habitaciones superiores.

    La casa se vela francamente impresionante desde fuera, pese a la nocturnidad que ocultaba casi todos sus caros y decorados detalles. Por dentro era igual de impresionante. La cara moqueta de la entrada que subía la escalera, la ornamentada balaustrada que acompañaba a la escalera con los abrillantados y cincelados pasamanos. El reloj de pie a la izquierda de la entrada era grande y alargado, de madera de roble, con decorados de líneas sobre la plana superficie que formaban cuadradas y rectangulares molduras en armoniosas formas. Sobre ella las agujas se habían parado sobre las tres como si alguien la hubiera detenido en esa hora específica, lo cual era extraño, pues los que habían comprado el reloj habían sido suficientemente supersticiosos para comprar uno que no se mostrara con la letra unus seguida de la quinque, que simbolizaba la resta de la cifra de valor uno a la cifra de valor cinco, sino que repetía la cifra uno cuatro veces para mostrar el número cuatro en cifras romanas. Algunas veces, junto a las historias de Carlos v o la superstición de Júpiter, me preguntaba para qué me servían tantos conocimientos que no podía poner en práctica. Pero había algo extraño en aquella casa de supersticiosos. Las tres era la hora en la que se decía que los espíritus y los demonios vagaban, junto a la oscuridad, hasta la salida del sol. El reloj se había parado en aquella hora y nadie parecía haberse dado cuenta de que, pese a ese hecho, el resto de agujas se movía y el péndulo seguía escuchándose. Quizás, ese matiz sonoro y el hecho de que las doncellas y señoras del caserío no se fijarían mucho contribuían a que el reloj siguiera averiado. Sin embargo, algo me decía que no estaba averiado y era una de las razones para que yo hubiera acudido aquel día a aquella casa a ofrecer los servicios de su gremio.

    —Seguro que le gustará este pastel de carne que ha preparado nuestra doncella —dijo, mientras abría las puertas de la cocina—. Debe de estar hambriento después de todo ese viaje. ¿No preferirá también un té?

    —No diría que no, señorita —agradecí, entrando en la cocina.

    —¿Algo más que le pueda ofrecer, padre?

    Nuestras miradas se cruzaron durante un breve instante. Una chispa y lo único bueno de la profesión.

    —¿Sabe? —le susurré, mientras ella sonreía—. Realmente no soy sacerdote.

    Capítulo 2

    La llamada del fantasma de Warwickshire

    Era una de las pocas cosas a criticar de mi trabajo. Toda era tétrico, lúgubre y funesto. No había ni un rayo de luz, solo oscuridad. Dejé el calor y la lumbre de la habitación de Claire, entrecerrando la puerta, y me dispuse a subir al desván donde, aquella mañana, una de las doncellas de Elizabeth había preparado un pequeño colchón para mí. Con una sola manta, entendí que aquella noche iba a pasar frío, al verme alejado de la agradable alcoba del segundo piso. Aquel era mi fantástico trabajo, debía hacerlo, al fin y al cabo, por tal razón me pagaban.

    Cuando cerré la puerta y subí las escaleras que subían al desván, observé el lugar con detenimiento. No había ningún signo de que la puerta hubiera sido forzada, ninguna marca en las escaleras ni tampoco en las inmediaciones de la entrada. Cogí la lámpara de aceite que me habían dejado al lado del lecho y, tras prenderla, iluminé el angosto desván. Estaba situado en la zona oeste de la casa, por lo que el tejado caía hacia la izquierda dejando muy poco espacio para estar de pie a poco más de cuatro pasos del catre. Había algunos armarios con telarañas y, para mi gusto, demasiado poco atendidos en temas de limpieza. Ninguna marca que indicara que aquí se hubiera escondido nada peligroso. Hice las comprobaciones necesarias por si acaso y me retiré a buscar mi lugar para dormir. Aún recordaba la carta que habían recibido hacía algunos días atrás. La apresurada letra recargada de trazos circulares y alargados de la señora Elizabeth me contaba que habían encontrado al Diablo en su desván. Que Belcebú, señor de los demonios, se hallaba atormentando su hogar. Temeroso de que el príncipe de la oscuridad descansara cómodamente fumando opio en la planta superior, me dirigí a su mansión con la esperanza de enfrentar al señor de las tinieblas. O, al menos, eso es lo que remití en la respuesta. Tampoco es que tuviera ganas. Ese era uno de los problemas que nos encontrábamos los exorcistas en nuestro oficio. La gente exageraba tanto sus problemas que nunca podías saber qué te podías encontrar.

    —¿Cuándo aprenderán? —suspiré antes de acostarme en el colchón.

    Estaba claro que no me encontraba frente al inminente ataque de un demonio ni mayor ni menor. Nada iba a coartar mi libertad para dormir a pierna suelta hasta la mañana siguiente. En el peor de los casos, si Elizabeth decía la verdad y los ruidos extraños que habría oído y exagerado solo eran eso, se trataría de algún espíritu tratando de llamar la atención. No algo que, sinceramente, fuera a preocuparme. Al fin y al cabo, ¿qué era un fantasma para un exorcista?

    —Buenas noches —susurré a cualquier fantasmagórico acompañante de aquella velada.

    Y, cansado del viaje y la agotadora charla del granjero, mis ojos vencieron al cansancio y se dieron al sueño de Morfeo durante unas cuantas horas. Sabía que tenía una pausa para descansar, pues la medianoche había pasado hacía relativamente poco. Eso significaba que, al menos, podría dormir dos horas del tirón, si es que no había calculado mal mis tiempos.

    En mis sueños no me visitó ninguna aparición; solo recuerdos del pasado. Una mezcla compleja de terror, melancolía y derroche de sentimientos que cada vez me eran menos necesarios. Ira, impotencia, dolor, apariciones de viejos recuerdos que quería olvidar y un terrible error que se cerniría sobre mi futuro con una dolorosa marca de la que nunca me podría olvidar.

    No fue así. Tal y como había predicho por los primeros indicios de la casa, pude escuchar el sonoro eco del reloj de pie que se hallaba en el vestíbulo, incluso desde el desván. Eran las tres de la madrugada, mis ojos se habían abierto alertados por una presencia en el desván, no una de agradable olor y más confortante presencia como la soltera señorita Claire, sino una nauseabunda presencia que flotaba cerca de la manta que cubría mi cuerpo, acercándose más y más.

    —Muerte… —susurró la nívea figura, posándose sobre mi manta—. Muerte es lo que les espera a aquellos que quieren perturbar la paz de la mansión de la familia…

    —Disculpa —dije, bostezando sin querer del todo interrumpirle—. ¿Tienes para mucho, o es el discurso estándar que das a todos los inquilinos de este cuchitril?

    La etérea efigie se elevó con un rostro anonadado, como si no pudiera creer lo que acababa de ver. Su faz estaba pegada a su cara de la misma manera que lo estaría su cadáver, era traslúcido, sus facciones se podían entrever en los reflejos de la ligera y suave luz que emanaba de él. La barba quedaba pegada a la huesuda cara y los ojos, hundidos en las cuencas, miraban con atención e interés a la par que desaprobación ante mis comentarios quizás algo poco sutiles para alguien que llevaba tanto tiempo en el mundo de los muertos. Vestía una túnica que se le pegaba a la esquelética silueta. Eso, o un sudario algo ajado que ahora le venía grande, no acababa de decidirme. Allí estaba la poseída aparición sobre mi lecho, mostrando su más aterradora cara para intentar ver la mía, desfigurada por el terror. Qué chasco se iba a llevar el pobre, en el fondo me sabía incluso mal.

    —Humano insensato —masculló molesto el fantasma—, voy a devorarte y a torturarte por osar entrar en mis aposentos.

    Me paré un segundo, analizando su frase y dejando entrever la extrañeza de su enunciado en mi cara.

    —Disculpa la pregunta, señor… —Paré para ver si él continuaba.

    —Henry es mi nombre, si eso preguntas, estúpido mortal.

    —Sí, eso, bueno, Henry, verás —intenté decir lo más educadamente posible—. Solo quería saber, ¿cómo planeas devorarme y luego torturarme? ¿No debería ser al revés?

    —¿Osas burlarte del gran Henry de la casa de…?

    —Es decir —continué sin prestarle atención—. Mírate, estás en los huesos. Ni tan siquiera sé si tienes estómago, ¿cómo planeas devorarme?

    El fantasma se paró de golpe, airado y, sobre todo, confuso por la actuación de alguien tan joven.

    —Deberías temerme, mortal —anunció con un eco aterrador en su voz.

    —Debería, sin duda, no te falta razón. No obstante, son las tres de la madrugada, es tarde, necesito dormir un poco, porque mañana tengo un irritante viaje de vuelta a Londres, no sé cómo serían los caminos en tu época; en la mía están llenos de piedras y habladoras personas. Y sí, no me gusta nadie que hable más que yo, así que, si no te importa, me echaré un rato. —Me volteé en las finas sábanas tapándome con la gruesa y ajada manta—. Hablaremos de esto mañana.

    —¿Cómo osas? —gritó el fantasma—. Jamás en mis cincuenta años de muerte he visto…

    —¿Solo cincuenta años? —pregunté medio balbuceando tras un bostezo—. ¡Qué jovencito, sir Henry! ¿No debería estar asustando gente a estas horas?

    —Te arrepentirás de esto —dijo, marchándose. El fantasma voló por la habitación, preparado para escapar. Entonces, se detuvo de golpe, mudo, mientras solo se escuchaba una pequeña risa por mi parte—. ¿Qué has hecho, mortal? —preguntó el fantasma iracundo—. ¿Quién eres?

    —He decorado el lugar —mencioné sin importancia—. Algunas piedras por aquí, un círculo de sal, un bloqueo espiritual en el techo y en el suelo. Nada que no pueda romper un fantasma de calidad, pero claro…

    —¿Quién eres?

    —Hoy soy Anthony, no recuerdo el apellido, y soy un exorcista.

    El semblante del anciano cambió ante la perspectiva de lo que eso significaba. Su enojo y su furia hicieron temblar ligeramente las vigas del edificio y crujir la madera del suelo.

    —¿Crees que voy a dejarme vencerme por un sacerdote de tres al cuarto?

    —Deja de hacer eso —dije, volviéndome a tapar—. Eres incapaz de hacer nada más que eso. No puedes siquiera derribar el desván. No soy un novato, buen hombre, y no eres mi primer fantasma.

    —No sabes lo que dices, muchacho, no sabes quién soy —dijo mientras sus mofletes se inflaban con aire malhumorado—. He hecho huir a numerosos caballeros, hice chirriar sus armaduras, los hice correr tras sus espavoridos caballos y…

    —¿Dónde he oído eso? —me pregunté, intentando hacer memoria—.¿Seguro que esa frase es tuya? —El fantasma pareció enrojecer, si es que un cadáver flotante y traslúcido podía hacer tal cosa—. ¿Os da por leer mucha literatura ahora en la muerte, señor Henry?

    El fantasma intentó volver a salir de la paupérrima alcoba, se volvió a encontrar con la fuerte barrera espiritual que había dejado. Podría romperla si tuviera más fuerza, mas el poder y la presión que él ejercía en este plano de la existencia no era suficiente fuerte. La barrera era interplanar, es decir, se encontraba en el camino de nuestra dimensión, la de los vivos y la dimensión de los fantasmas, o, al menos, eso me habían enseñado. Como se encontraba a mitad de camino, bloqueaba ambos pasos y la etérea figura no podría escapar en ninguno de los dos planos, ni volviéndose etéreo ni formándose en el plano de lo vivos. Esa era una de las pequeñas herramientas con las que contaba mi gremio, por suerte, y había sido de las más útiles incluso en esa situación.

    —Buenas noches.

    Era la suerte de no tener problemas para dormir: estaba tan acostumbrado a ver espíritus y fantasmas desde pequeño que no me era extraño tenerlos alrededor. Desde niño había crecido con ellos, viéndolo como algo normal, no algo a lo que temer, sino de lo que cuidarme. Por esa razón, podía dormir en paz sabiendo que un fantasma inofensivo rondaba mi cama con la única dañina posibilidad de soltar improperios sobre mi persona y helarme la punta de los dedos de los pies que sobresalieran de la manta con su gélido aliento de muerte.

    Esa fue la razón de que no me molestara. Se quedó allí esperando, en un rincón. Para él, que había abandonado hacía medio siglo el terreno de los vivos, el tiempo no significaba nada. Nosotros podíamos medirlo y lo necesitábamos con cada vez más urgencia en la sociedad, pues todo volvíase más y más rápido conforme el metal avanzaba en la industria de la mejora de nuestras vidas. Todo conformábase en base a la rapidez de los humanos, sus acciones e incluso sus pensamientos y relaciones. Todo se basaba en la velocidad de un recurso que no nos era infinito. Esa era la razón, nuestra muerte, el fin de los días, lo que nos apremiaba a hacer las grandes cosas que en nuestra era se creaban. No solo grandes edificios, puentes, los nuevos vehículos que abandonaban el pasado, las locomotoras y barcos de vapor, sino también maravillas menos apreciadas y, a su vez, más complejas. Así nacían sinfonías, inquietantes y reveladoras novelas, partituras sin acabar, bailes, danzas, obras. Maravillosos retazos de vida que dejábamos para las siguientes generaciones como un recuerdo, como una huella de nuestra vida, pues eso era lo único que nos importaba. Como nuestra vida estaba destinada a terminarse, ese miedo se convertía en aquello que nos impulsaba hacia delante, a realizar cualquier cosa, fuera lo que fuera. No había nada por imposible cuando nuestro miedo a morir se interponía en nuestra meta. La prisa, el apresurarnos, eso era algo que Henry no conocía. El tiempo se había detenido para él en el mismo momento en que su reloj se había congelado para siempre en la suave comodidad de su catre y sus sábanas de piel. Para él ya nada existía de la misma manera. No había tiempo, pues tenía todo el que quisiera. Podía imaginar su no vida pasar, sin contemplar las primaveras como algo más que el ir y venir de los interminables días, el sufrimiento constante de no saber cuándo su estado iba a cambiar. El mismo miedo, quizás, que el de los humanos, salvo que nosotros sollozábamos al pensar en la muerte mientras que para él sería lo único que podía salvarle. Pensar en descansar en tierra santa junto a la naturaleza que le había acompañado toda la vida, descansar bajo las briznas de hierba que plácidamente crecerían sobre su cabeza, no tener nada más que escuchar que el paso del infinito en su plano. La existencia de esa duda fue la que le hizo esperar, sentado en el ventanal del desván del que ahora no podía escapar.

    Cuando me levanté y mis ojos se abrieron para contemplar los primeros rayos del amanecer que entraban por el ventanal a través de la vaporosa figura de Henry, él me miraba quieto y mudo. Solo me observaba, sin hacer nada más, con una mirada pesarosa y tranquila. Yo me reincorporé y le miré también, largamente, esperando a que él fuera el primero en hablar.

    —Buenos días, mortal.

    —Buenos días, fantasma.

    —Buenos días, Anthony —se corrigió, carraspeando en silencio sepulcral que había mantenido durante toda la noche.

    —Dime, Henry, te he visto muy pensativo esta noche.

    El fantasma asintió. Lo había estado de verdad. Cierto era que nunca había recibido tantas visitas como presumía. Quizás, ni la mitad. Tampoco había asustado a gente ni había causado tanto revuelo, excepto sacar de quicio a la señora Elizabeth a la que había martirizado más por aburrimiento que por la sed de sangre que la madre creía innata en él. Durante aquella noche en la que solo el viento había movido las hojas y las puntas de las copas de los tilos silvestres, se perdía el aullido del viento del este que rugía entre los diversos robles albares de la región. Ante el cómodo panorama de la gélida noche de enero, frío que él no podía ni podría jamás sentir, había dedicado su mente a sus recuerdos del pasado y a pensar en el interminable futuro que se le venía encima, pues era una dura decisión que tomar.

    Yo, por mi parte, había dormido con tranquilidad hasta que el cálido saludo del sol me había despertado. Cabía decir que estaba teniendo muchos despertares agradables en calidad de luz aquel mes, más de lo que estaba acostumbrado. Y, por suerte, aunque no deseara llamar al mal tiempo, había llovido bastante y con algunas tormentas, nada de nieve se había presentado en el lugar, cosa que agradecía. Odiaba la nieve, era algo de lo que uno no parecía poder escaparse en este país. Por suerte, empezaban a tener pequeños períodos de sol bajo los que refugiarse, algo consolador en los gélidos meses de invierno.

    —Me lo he pensado mejor.

    Me paré, confundido, parecía que el fantasma sí que había estado reflexionando sobre algo.

    —Dime, ¿qué es?

    El fantasma se acercó flotando y se sentó al borde del colchón, mirándome con sus vidriosos ojos cuyo color no podía distinguirse. Parecía tener tanto sufrimiento que contar que no sabía por dónde empezar. Sin embargo, no pareció que quisiera alargarse en el tema, pues abrevió con voz sombría.

    —No quiero seguir en esta situación —dijo con pena—. Me aborrece, me equivoqué. Por eso he estado pensando, exorcista, ¿puedes hacer que todo esto termine?

    Me quedé asombrado por la sinceridad de sus ojos y sus palabras. Algo que no me esperaba. Normalmente, todos mis anteriores casos se resistían, aunque no tuvieran nada que hacer contra las barreras y los sellos que ya había dispuesto en la habitación. Él había sido más sincero y se había rendido sin ninguna inútil e impráctica solución. Tampoco es que pudiera hacer mucho, algunos podían incordiar más de lo que este lo había hecho. Por suerte, no era el caso y todo podía resolverse de una manera más pacífica.

    —Puedo.

    —Al fin y al cabo, es para lo que has venido —rio con amargura—. Para eliminarme…

    —Mi misión no es eliminar a nadie. Mi misión es que dejes de causar mal a esta casa y a esta familia.

    —¿Es eso cierto? —preguntó confundido—. ¿Qué harás entonces?

    —Un exorcismo —dije simplemente, mirándole a los ojos—. Solo eso, para lo que se me ha pagado.

    —¿Qué me pasará? —preguntó con cierto temblor en su labio—. ¿Dolerá?

    —No creo que puedas ya sentir dolor.

    —Sí miedo —respondió él, dejándose caer hasta el suelo por las sábanas—. Temor y tedio, las dos cosas que más me acompañan en estos lúgubres días.

    —Puedo quitarte eso.

    —¿A dónde iré? —preguntó, aferrándose a su etéreo cuerpo—. ¿Lo sabes?

    —Desgraciadamente, no puedo decírtelo —suspiré—. No porque así lo desee, sino porque no lo sé. Y te estoy siendo sincero. En la orden me enseñaron que el proceso libera las almas errantes y las envía hacia el cielo. No obstante, de igual manera que tú, desde la muerte, sabes tanto o más que yo sobre el más allá, yo tampoco sé del cielo y del infierno. Jamás los he experimentado ni visto, no sé qué queda allá fuera, o allá arriba, o allá abajo. No sé más que la teoría.

    —Pensé que eso lo habrías estudiado —se mofó a media voz sin pretender ser ofensivo.

    —Y lo he estudiado, eso no quiere decir que me crea todo lo que me dicen. —Sonreí con él, agradecido de que mi maestro tampoco me oyera decir tales palabras—. Pues si te he de ser sincero, de lo único que estoy seguro es de lo inevitable que es la muerte y el plano que ahora habitas, pues eso es algo que he podido constatar desde que tengo memoria.

    —Envíame, pues, a donde sea que tenga que ir, acepto mi destino —dijo resuelto—. No deseo quedarme más en esta fría tortura donde no puedo beber, comer o hablar con mis seres queridos. Sin su compañía, sin los pequeños placeres de la vida, ¿qué me queda en la muerte? Solo libros y amaneceres. No es suficiente. Quizás fue cobarde mi decisión de quedarme por el miedo y la desesperación. Espero estar haciendo lo correcto.

    Asentí mientras sacaba mi cruz y pronunciaba la retahíla adecuada para ejecutar el exorcismo propio para enviar al fantasma con lo que mis maestros llamaban Dios. Dibujé una cruz con el propio instrumento y observé cómo su materia ilusoria se iba desvaneciendo mientras sus ojos se perdían en el infinito y su sonrisa quedaba conmigo.

    —Solo puedo asegurarte, señor Henry, que el sitio al que ahora vas, para bien o para mal, es totalmente distinto a este.

    —Veo la luz, exorcista, puedo ver algo más allá —dijo, emocionado, mientras su cuerpo se desvanecía y el resto empezaba a desaparecer— ¿Crees que será hermoso mi siguiente lugar?

    —Si es el cielo, sin duda, o eso dicen.

    —Espero que sea bello —dijo, mientras desaparecía con su última sonrisa traslúcida entre los rayos de sol que entraban por la ventana—. Eso espero.

    —Yo también lo espero, Henry, yo también lo espero…

    Capítulo 3

    Sueños del pasado

    Como otras muchas noches ocurría, cada vez menos frecuente pero aún presente, el mismo sueño se repetía. Mi cabeza descansaba sobre una mullida almohada pensando que aguantaría durante toda la larga noche y, entonces, el sonido de una campana tañendo con fuerza repiqueteaba en mi cabeza y todo volvía a empezar. En esos momentos, todos los sueños dulces que pudiera estar teniendo se acababan. De hecho, no tenía siquiera por qué empezar la noche con ese recuerdo, pero siempre volvía. Recordaba una campana que resonaba en mi interior y entonces el sueño cambiaba. Las agradables compañías desaparecían, las aventuras se torcían, los vergeles que mi mente creaba en su interior se veían envueltos en la más oscura y perversa paranoia. Y envuelto en esa oscuridad, me perdía.

    Esa noche no era diferente. Estaba soñando con el agradable rato que Claire me había brindado bajo la luz de las velas: algún que otro beso, alguna caricia, algún reproche y el calor de su piel bajo mis manos. Pero, entonces, sin quererlo, me había vuelto a encontrar vestido en el portal. Extrañado, había intentado abrir la puerta, mas la tarea me resultaba imposible. A cada paso que daba, el pasillo se alargaba y me encontraba un poco más alejado del brillo del candil que prendía sobre la mesa de la alcoba y cuyo reflejo era visible bajo la puerta. La campana sonaba y el pasillo se alargaba más y más en la oscuridad, perdiéndose para siempre, mientras las tinieblas me envolvían como una tela hilada con la misma oscuridad del infierno. Perdido en la lobreguez de mi nuevo onírico hogar, lo único que escuchaba era la campana.

    Tras la terrible tenebrosidad que me esperaba tras aquel irritante sonido siempre venía lo más horripilante de todo. Un gesto de bondad atroz, un acto comedido de villano, una misericordia perdida en la perversidad divina del destino, un regalo. El último que esperaba y por el que todo el mundo se aferraba a la vida, aunque esta fuera un ardiente infierno que soportar segundo a segundo hasta la fría calma de la muerte. La esperanza.

    —Esperanza… —Sonaba en mi cabeza.

    Eso era lo que más odiaba del sueño que me envolvía en el tañido de la campana. La esperanza. El bondadoso gesto que me acurrucaba en unos brazos níveos y delicados, de piel suave y cálido sentimiento. Unos que me abrazaban en la más infinita ternura que creía nunca haber conocido o de los cuales mi mente no guardaba recuerdos conscientes de los que disfrutar fuera de mis sueños. Nunca recordaba esos momentos cuando abandonaba las tierras de Morfeo y despertaba. Nunca lo hacía y eso era algo que me mortificaba en los primeros y últimos momentos de la vigilia.

    Perdido en la ternura del abrazo, me sentía cómodo, tranquilo, como uno debía sentirse en el paraíso. No pensaba en nada más; quizás, porque tampoco importaba, o porque tampoco buscaba que me importara. Me sentía drogado en aquella benevolente actitud de amor compasionado que busca solo ser entregado sin egoísmo alguno. En esa clase de amor que uno busca toda la vida sacrificando todo lo que se tiene a mano y que yo, sin interés o quizás dando por perdida la posibilidad, ya no creía posible en mí. Había pasado toda mi vida buscando quizás sentirme igual de bien que en aquellos recuerdos. Lástima que esos momentos de felicidad solo me duraran los primeros segundos antes de que los rayos del astro rey me devolvieran a mi realidad de negrura, oscuros quehaceres y mi hogar pasado por agua.

    Ese era el único amparo en el que mi mente descansaba. E, incluso siendo un refugio, era algo más temporal de lo que podía desear, puesto que lo sentía como ninguna otra maravilla que yo pudiera desear o siquiera imaginar. No puedo describir lo necesarios que eran para mí esos segundos en aquellos brazos que pasaban en un abrir y cerrar de ojos. Tras unos momentos, el cauce volvía a su lugar muy deprisa, como si no hubiera existido durante eterno instante y ahora tuviera que aprovechar todo lo que no había dejado pasar. Comportábase como un niño que deja olvidado su juguete y lo reencuentra tras una grata sorpresa, como el hambriento vagabundo que recibe una comida caliente y deja tan limpio el plato que el metal reluce como nuevo. Aquel malcriado me arrancaba de los brazos de la que creía la única mujer querida, y entonces la campana sonaba y el tiempo me devolvía a la funesta normalidad.

    Un grito. Era lo único que escuchaba tras la campana. Un grito desgarrador que conseguía recordar incluso despierto. No sabía de dónde provenía; quizás, no quisiera saberlo, pero no podía distinguir nada de él excepto que expresaba toda la pena y cólera del mundo en el mismo tono. Un grito que no era de terror, un grito que no era de miedo. Un grito de impotencia, de ira, de rabia, de dolor. Un alarido lleno de sentimientos que impactaban con fuerza sobre mi conciencia. Yo bramaba dolorido como un animal ensartado por certera saeta entre la profunda espesura del bosque de mi oniria. Notaba el grito en mi piel, lo escuchaba en mi cabeza y lo sentía cincelar en mi corazón. Quedaba para siempre conmigo. Y cuando la voz dejaba de retumbar en mi cabeza, el silencio sepulcral que lo precedía siempre me dejaba helado y asustado. Congelado, gélido, como mi corazón: así me sentía. Esa frialdad era momentánea, puesto que la calorina, más allá de la ventana que se abría a mi infierno personal, tronaba con fuerza en mi ser. El abrasador aliento del futuro me abrazaba sin pasión y despreocupadamente. Quemaba mi piel y calcinaba mis sentimientos.

    Ardor, dolor y lágrimas evaporadas por el intenso sentimiento que se rompía ante la campana. No había descanso para los condenados como yo. No podía haberlo. Y el frío me abandonaba para dar paso al sofocante y abrasante recuerdo mezclado con el inconfundible olor a carne humana a punto de carbonizarse por completo. Recordaba, segundo a segundo, cómo las ampollas se formaban y estallaban mientras la piel se agrietaba, se rompía y se volvía cada vez más negra. Ese era el color que predominaba en la extremidad abandonada por el alivio del bondadoso recuerdo. Y en esa memoria de dolor extremo y sufrimiento me encontraba, bañado en un sollozo interminable y unas lágrimas que no conseguían enfriar el ardor que sentía por debajo de la piel, en el interior de los huesos. El plato perfecto para el sufrimiento inmisericorde que el destino me había regalado a edad

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1