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Genghis, Marco, Colón... y otros chicos del montón
Genghis, Marco, Colón... y otros chicos del montón
Genghis, Marco, Colón... y otros chicos del montón
Libro electrónico408 páginas5 horas

Genghis, Marco, Colón... y otros chicos del montón

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Una novela de viajes y aventuras con personajes reencarnados que te sorprenderá muy mucho

Marco Polo harto de su vida sedentaria y poco fructífera en Venecia decide dar un giro radical a su vida y se convierte por una mera casualidad en compañero de piso del mítico Genghis Khan en la Barcelona actual. Europa sigue inmersa en plena crisis económica y sin unas perspectivas laborales muy prometedoras. Es por ello que ambos deciden que es el momento de emprender un largo viaje atravesando gran parte del continente asiático hacia los lugares que les llevaron a la posteridad muchos siglos atrás, uno por conquistador y otro por comerciante/cronista.

Su objetivo es ver cómo esos países, sus culturas y religiones han cambiado y evolucionado a lo largo de esos últimos siglos. Un viaje complicado sobre todo debido al diferente, y a veces difícil, carácter de nuestros protagonistas. Por el camino se encontrarán con otros personajes universales y otros que aún no siendo tan conocidos han aportado su grano de arena, bueno o malo, al desarrollo de la historia de esos países. Entre ellos destaca Alejandro Magno persona con la que rivalizarán casi desde el principio del viaje por la búsqueda de un objeto muy peculiar que les puede cambiar su porvenir actual y volver a conseguir dar la fama que obtuvieron tiempo atrás.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 dic 2016
ISBN9788491128786
Genghis, Marco, Colón... y otros chicos del montón
Autor

Luis Matías

Luis Matías Hernández, conquense, licenciado en Bioquímica y doctor en Genética Vegetal. Debido y gracias a la inestabilidad laboral en ciencia, ha podido también desarrollar su otra faceta: el ser viajero empedernido, donde casi ha obtenido otro doctorado en viajes largos por el mundo, plasmado en diferentes exposiciones fotográficas y crónicas de viaje. De su último gran viaje por la Ruta de la Seda salió el caldo de cultivo de esta novela. Actualmente es investigador principal de Sequentia, donde investiga el misterioso, pero útil, mundo de los pelos de diferentes plantas medicinales. Es miembro fundador del grupo Big Van, científicos sobre ruedas,con los que ha publicado un par de libros donde se divulga ciencia de una manera muy pero que muy peculiar.

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    Vista previa del libro

    Genghis, Marco, Colón... y otros chicos del montón - Luis Matías

    Visiones

    Para descubrir la esencia de un país es necesario zambullirse en lo intrínseco del ser y del espíritu; y así las diferentes ópticas cambian según modificamos el prisma, siempre y cuando tu mente esté dispuesta a recibir con albedrío el novedoso proceso. La ilusión por explorar lo diverso que nos rodea es lógica. La inquietud nos hace vitales. Pero, cada uno investiga las múltiples cualidades del ser y de la materia a su manera: unos siguen los calculados pasos de guías turísticos visitando los monumentos más preciosistas o innovadores, dando un tour tele dirigido diseñado para satisfacer los sentidos con lo evidente de la materia; otros escudriñan entre los recovecos del lugar para extraer el alma, aunque para ello tengan que sumergirse en los abismos más inhóspitos aislados e incomodos. Es la diferencia entre viajar y hacer turismo: en la primera tú decides tu destino y en la segunda lo deciden por ti. Las conclusiones finales son evidentes: una está cargada de experiencias vitales y la otra de experiencias más artificiales. No quisiera condenar con ello la opción más cómoda sino ponderar la opción que se cultiva en este libro: una elección más innovadora cargada de satisfacciones, sorpresas y aventuras, que anhela bucear en la dualidad del ser adaptado a las circunstancias vitales de cada lugar.

    Con este texto pretendo guiar al lector en el brote de la aventura individual, liberando su mente para crear su propia fantasíaabstracta. Cada capítulo de este libro contiene su propia historia, pero no tiene por qué ser la historia ideal; esa historia es asunto de tu imaginación. Disfruta de las andanzas reales de este manuscrito generando las tuyas propias realizables en el ámbito del delirio temporal. Para empezar, me gustaría encontrar a las hadas que anidan en nuestra mente como busca el zahorí el agua en el campo, para que se sugestionen y leviten a la razón natural hacia espacios jamás explorados; allí comienza la idea en sí misma: tan perfecta como defectuosa, tan volátil como palpable, tan razonable como paradójica. El Mundo de lo Absurdo está ahí; ahora sólo tienes que acariciarlo. ¡Suerte!¿Decide la oruga su destino?; ¿decide la noche su día?; ¿decide la rosa su color?; ¿decide el tiempo su compás?; ¿decide la soledad su compañía?; ¿decide la luz su intensidad?; ¿decide el crédulo su sueño?; ¿decide el río su mar?; ¿decide el corazón su perdición?; ¿decide el sendero su final?; ¿decide la espada su enemigo?; ¿decide la fruta su sabor?; ¿decide el cielo sus estrellas? Y si los demás no decidieron, por qué he de decidir si voy o vengo. ¡Qué los hados decidan por mí!Nada es lo que parece

    A treinta grados a la sombra y con una humedad relativa asfixiante se puede llegar a cualquier lugar de la Tierra, por muy recóndito que se halle, pese a sudar la gota gorda. Con una mochila cargada de ilusiones, libertad innata y plena determinación, abría las distintas sendas que necesitaba mi constante inquietud. Choqué con tierras repletas de vegetación exuberante, captando sobre todo los múltiples sonidos de la naturaleza que chirriaban en mis tímpanos, y apartando todos mis miedos relativos desde una óptica banal. Te sientes, de repente, observado por innumerables ojos clavando su mirada en la tuya; y cuando giras e intentas resolver el enigma, un leve movimiento de alguna hoja produce una visión moribunda que, por sí misma, carece de todo sentido real. Cuando la percepción está sugestionada por el subconsciente estás capacitado para suponer cualquier realidad. Profundas selvas con miles de ecos sin divisar más cielo que el de tu cabeza, conducen a tu mente hasta un estado de alerta. El poblado, habitado únicamente por un brujo del lugar, estaba ubicado en el único claro que los frondosos árboles dejaban pasar la luz. El sabio hablaba un idioma local irreconocible, repleto de sonidos guturales acompañados por continuas gesticulaciones. Su aspecto era afable, y su sonrisa, aunque salpicada de marfiles y azabaches, te llenaba de paz; feliz, andaba ignorante del mundo occidental: caos global que tantos quebra deros de cabeza provoca a la mayoría de los humanos. Allí, las decisiones de los hombres de corbata y de las mujeres de peluquería no tienen repercusión, ni una sólida base; de hecho, sería incomprensible para su mente entender nuestro agitado mundo. Su enigma le da vitalidad: Desconozco lo que no comprendo por ser una elección natural; no saber implica no padecer.

    Entre inconcretas charlas y múltiples sonrisas la Luna empezaba a acompañarnos. Su claridad era extrema; la luz se colaba entre los escasos huecos de las plantas logrando diferentes figuras geométricas. La llamada de los distintos animales animaba nuestro espíritu salvaje. En una diminuta hoguera una liana se cocinaba lentamente. El vetusto mago, con mano de cachimba, puso toda su sabiduría en prepararla para iniciar un ex traño viaje.

    Después de expulsar todas las malas entrañas durante tres largas horas, comencé a sentir que era uno de ellos. Había oídohablar que las anacondas estaban capacitadas para engullir hombres de cien kilos. Pero el miedo quedó atrás: sentía lo queellos sentían. Ahora formaba parte de la noche y estaba dispuesto a conocerla.

    Un estridente sonido percibí a varios kilómetros. Le pedí consejo al mago y, con su visto bueno, corrí en busca del sonido. Nadé en riachuelos inmensos; atravesé muros de viento; apagué fuegos nacientes; coloreé mi piel con barros de colores; descendí por agrestes desfiladeros; y salté de rama en rama retando a la selva hasta que me encontré a la temida anaconda. Reptaba imponente sobre sus músculos y sacaba su lengua bífida bostezando, atrevida. La amenaza era evidente, pero mantuve la tensión óptima para quitarme rápidamente la mochila, abrir la condenada cremallera y sacar el libro de poemas de Miguel Hernández para recitarle algún verso; elegí ‘Nanas de la Cebolla’. Y así: La cebolla es escarcha cerrada y pobre. Escarcha de tus días y de mis noches. Hambre y cebolla, hielo negro y escarcha grande y redonda.... La anaconda empezó a tranquilizarse, a ponerse tierna con el poema, y se fue acomodando sobre mis rodillas para escuchar de cerca estos delicados versos. Contenta y reposada me propuso volver al furtivo lugar en el corazón de una gruta donde se crió, para conocer sus costumbres, su ambiente, sus quehaceres diarios… Me subí, sin pensar, sobre sus anchos lomos y empecé a volar raso: pasaba las chicanes sin tocar el freno y el paso por vuelta era impresionante. Sonaba a las mil maravillas en las marchas cortas y en las largas parecía tocar la Sinfónica de Viena. Surcaba a la velocidad de la luz por los estrechos caminos superando claramente el límite de velocidad sin importarnos la circulación de otros seres vivos. Detuvo su incansable marcha de repente ante la aparición del temido búho tordo. Nos miró fijamente retándonos con fuertes chirridos y lanzándonos un rejón de muerte cargado de miel. Nos pasó rozando, pero la miel enfangó la cola dejándonos inmóviles –¡menuda chorra!–. El búho tordo daba vueltas sobre sí mismo, mientras atizaba su pico contra las salientes ramas, jurando en arameo; movía la cabeza de arriba abajo balbuceando: Periquito bonito, periquito bonito. Mío, mío. Cogí la cuchara sopera y me lié como un loco a saborear la dulce miel a cucharazos. La anaconda aprovechó mi glotonería para dar medio brinco con dos tirabuzones y medio escapando de la provisional captura. Sacó su larga dolo entre su potente cuerpo. Cuando la victoria parecía el único final, sonó la campana y cada uno a su esquina. ¡No me lo podía creer; no habían pasado los tres minutos reglamentarios! Miré al árbitro y le dije cuatro cosas sobre su novia; me costó la expulsión. De repente, empezó a llover a cántaros y recordé que tenía ropa tendida. Me despedí del búho tordo con: Me he quedao con tu cara; y le di un fuerte abrazo a la anaconda por aquella ex periencia singular, deseándole suerte en el segundo envite.

    Corrí en dirección opuesta a la salida del Sol y me paré en una zona pantanosa con bípedos de tres cabezas, desde donde salían pompas de agua clara que transportaban peces de colores, sandías y melocotones. Me subí a una pompa para divisar desde lo más alto dónde estaba la cabaña del Mago de Oriente. A lo lejos vi una pequeña hoguera de sarmientos; entre delirios, veía arder el fuego mientras una fina capa de lluvia calaba el agua del riachuelo; el cual manaba de una pétrea roca, sonando ésta con sinfonía al caer a plomo desde el mismo cielo; peinaba el viento los cabellos salvajes de estos eternos bosques. La burbuja chocó con estos cabellos verdes, no obstante, en lugar de romperse empezó a desinflarse, dando vueltas sin control, cuan globo roto de un nene, para acabar aterrizando en el tejado de la cabaña.

    El Mago miró para arriba y me dijo:-Muchacho, bájate de ahí, que los peligros nocturnos ya pasaron. ¿Te sentó bien la liana, eh? –insinuó–. Te has tirado toda la noche en el tejado. Baja y desayuna de domingo, que te esperaun largo viaje –me pareció entenderle.

    -Pero si llevo toda la noche viajando –le dije yo.

    -Chiquillo, eso no es viajar; eso es fantasear –me respondió.

    A las almas libres, a los pipettos viajeros...

    Prólogo

    Se despertó un día cualquiera y exclamó: ‘Pero, ¿¡qué estoy haciendo aquí!?’. De este modo, miró por la ventana, observando con ojos despiertos cómo dormitaban en las bancadas de piedra los ya no tan jóvenes. Salió a palparlo y vio el deambular cabizbajo de los llamados a ser la élite. Dio media vuelta, y según entraba a casa cogió la chaqueta de los domingos, algo de ropa, tres mudas, el aseo y la camiseta de los conciertos. Lo tiró al petate, confiando en que se colocaran solos y dio un portazo. Caminó deprisa antes de volver sobre sus pasos. Tocó el pomo de la puerta, acarició su piel de roble y buscó la llave sin acierto hasta que, repentinamente, salió corriendo hasta el puerto: ‘Arrive derci, Venecia’.

    Allí había más máquinas que marineros. Puso los cinco sentidos en buscar un barco que partiera hacia el más allá. Todas las preguntas caían en saco roto hasta que un señor peinado como un muñeco de comunión y muy adornado con colgantes dorados, le dijo en voz baja que partiría un barco para Barcelona en unos dos días. Y que le vendrían bien dos manos para hacer y deshacer nudos. La única premisa es que se quedara por ahí; que no era un barco de recreo. Y lo hizo.

    Caminaba en pequeñas vueltas buscando quehaceres y procurándose escondites para las húmedas noches. Dos días mano sobre mano y oliendo a pescado hasta que a la tercera madrugada le tocaron el hombro y sin mover las cejas alguien preguntó:-¿De qué te escondes, joven?Apenas abrió los ojos le deslumbró el hombre bañado en oro y acertó a decir: ‘Voy a ver qué pasa. A encontrarme. A realizarme, si quieres’.

    -Y, ¿por qué no vuelas? –sugirió.

    puso abiertamente volar. Dio media vuelta, agarró la improvisada almohada y se arropó hasta la cabeza hasta que un guantazo le despertó de un brinco. No sé si le atizó con algún anillo pero le abrió media ceja.

    -¡Venga, para el barco! –exclamó–. Partimos ya: es la hora.

    No entendía bien por qué ese rey de oros le invitó a volar y luego le arreó con fuerza.

    Minutos después, aturdido, se sentó en la cubierta con las manos en la cara. Estremecido, se tocaba la ceja, machándose de sangre. A veces, incluso convulsionaba y se tiraba de los pelos.

    -Siento el despertar, caballero –dijo el hombre dorado– pero era el momento de partir. Me llamo Midas; gobernaré este barco; te traigo agua bendita.

    Tembloroso y agobiado por la brecha acercó su mano y solo tocó frío oro; incluso su mano tornó ligeramente dorada. Del apretón, por poco se la partió.

    -Yo me llamo Marco –dijo, con voz entrecortada.

    -¿Por qué estás así? –preguntó Midas.

    -Estoy muy mal. Por poco me desmonta. Creo que me estoy desangrando. Me duele todo. Me falta incluso el aire. Necesito un médico. Estoy pensando en abandonar –explicó Marco, entre sollozo y sollozo.

    -No tienes nada, te lo digo yo. Mi abuelo era especialista y tuercebotas. Y eso de toda la vida de Dios se cura con agua bendita. Hazme caso –sentenció, acariciándole el pelo.

    Vio soltar amarras con gesto irreflexivo. Se alejaban poco a poco de tierra y allí se veía apestando a sardinas, con una buena brecha, un bote de agua bendita y el rey de oros dirección Barcelona. Sujetó con fuerza el agua bendecida y rezó lo que supo: primero un Ave María que, después, repitió para cerrar con otro porque los nervios no le daban para más. Aprovechando que lante oficial, anduvo hasta la popa. Observaba una Venecia cada vez más lejana. Se lamentó e hizo varios aspavientos. Se hizo mil preguntas hasta que Midas le dio una voz para que elevara la vela del espináquer y fuera preparando algo de comer, que el tabaco le daba hambre. Y se liaron a carcajadas. Pasó el día arrinconado; y la noche... la noche la pasó llorando en su almohada de redes. Antes de irse a su camarote, el capitán dorado le ordenó remendar las redes y echarlas al agua al amanecer. Y lo hizo.

    Se levantó con las manos ensangrentadas y preparó café. Se sentó debajo del espináquer a esperar. Pasado el mediodía se levantaron como zombis y con hambre canina.

    -¿Has pescao? –preguntó el capitán.

    -No lo sé –contestó Marco.

    -¿Y qué haces ahí, parado? Recoge las redes –ordenó.

    -Nada, capitán. Ni una pieza. No había pescado en mi vida –respondió.

    -Tranquilo, que aprenderás, aunque no sé si en este viaje –reveló Midas, entre risotadas, a su segundo.

    Siguieron pasándose el cigarro al que llamaban puta, enocasiones trompeta que, por otra parte, era lo único que sabían hacer. Antes de echarse la siesta volvió a indicarle que echara las redes y, que en dos horas, las recogiera. Media docena de cangrejos y un pez muy feo fue el escaso botín. Lo expuso en cu bierta como si fuera un tesoro. Al despertarse Midas, le felicitó con dos contundentes palmadas en la espalda que, por poco, lo tiran por babor. Poco después, le mandó hacer la cena y plegar las velas por que olía a tormenta. Extrañado miró al mar y vio diáfano el reflejo de la luna en el agua. Un cielo lleno de pequeñas luces se colaba en su colchón de redes. Cerró los ojos cuando Midas asía el timón con fuerza. No había entrado en el primer sueño cuando el barco ya iba descontrolado de babor a estribor. El agua caía a cubos y el viento apenas dejaba quedarse quieto. El capitán dorado seguía rotundamente erguido y movía velozmente el timón enfrentando el oleaje de proa; parecía que subían montañas y bajaban precipicios. El capitán solo ordenaba a su segundo cuidar la bodega. Y a él... a él que achicara agua. Tras dos horas que parecieron doscientas, cesó la mar en arbolada. Quedaron rendidos sobre el agua que anegaba la cubierta. Enseguida les espabiló el alba y presenciaron atónitos los destrozos en el barco. No sé cómo seguía a flote, parecían preguntarse. A Midas solo le preocupaba cómo estaba la bodega.

    -Intacta, mi capitán –se escuchó de fondo.

    -Pues venga, hazte uno que estamos a menos de cincuenta millas náuticas. Y tú, Marco, echa las redes.

    -Pero, ¿qué redes? si quedan cuatro harapos... –contestóMarco.

    -!Lo que tengamos¡ –gritó–. Pero ya. En el crepúsculo atra caremos. Iza la vela mayor, o lo que quede –entre carcajadas, mientras le pasaba la puta a su segundo– que no quiero llegar muy tarde: me esperan a cenar.

    -Pero, si es un milagro que esto flote –masculló Marco.

    El día pasó con la misma rutina hasta que su segundo le indicó, con un gesto, que se acercara.

    -Toma, alíñale –sugirió el segundo mientras le pasaba la puta.

    -Pero, no fumo –le indicó Marco.

    -Dale una calada, que es mano de santo –le dijo Midas, alzando la voz, mientras le metía el enésimo meneo en la espalda.

    -¡Ea! –dijo Marco–, solo sea para que no me dé más golpetazos. Y le dio una calada.

    Tosió. Tosió una barbaridad hasta que de tres palmadas en la espalda a ritmo de San Blas acabó entrando el humo. Los dos hicieron una mueca de aprobación y sonrieron. Y empezó a reír a carcajadas. Parecía que se había tragado un muñeco chillón. Corrían esas putas que su segundo se liaba en un periquete. No comieron en todo el día. Pasaron las horas en un santiamén hasta que Midas voceó: ‘¡Tierra!’. Salió Marco corriendo hasta la proa, pero tropezó fatalmente con las roídas redes esparcidas por la cubierta. Se dio un golpazo contra el espináquer que le rompió la nariz. Se levantó con la cara ensangrentada, aplaudiendo, entre sonrisas: ‘Prepara el cubo del agua bendita, que me meto dentro. ¡Me meto! ¡Me meto! ¡Quita, que me meto!’.

    -Capitán, tierra. Por fin, tierra –gritó, entre carcajadas, mientras el capitán dorado y su segundo lloraban de risa. Apenas levantó la vista observó cómo se acercaba una gran lancha motora.

    -¡Hostia! –gritó mi capitán– es una patrullera de la Guardia Civil. Recoge las redes, Marco. Y di, di, di... que estabas pescando.

    Mientras Marco subía las redes, giró la cabeza y vio saltar por la borda al capitán de oro, siguiendo a su segundo.

    -¡Capitán, mi capitán! –chillaba Marco con la voz desgarrada–. ¿Dónde va usted por estribor? Estamos en Barcelona. Va usted al revés. Espere ahí, que le echo una boya y sube. Capitán, capitán, capitán...

    Fue apenas un Ave María, hasta que se sumergió junto a su segundo. El reflejo radiante se hacía pajizo hasta que un megáfono lo sacó de su asombro.

    -Alto. Alto a la Guardia Civil –se escuchaba repetidamente. Prepárese para el abordaje.

    Marco siguió mirando la zona del mar Mediterráneo por donde se había ido su capitán. No dejaba de preguntarse por qué se lanzó en dirección contraria, ahora que estaban a punto de atracar en Barcelona. De repente, giró la cabeza y observó cómo se acercaban media docena de agentes.

    -¿Es usted el capitán del barco, caballero? –preguntó uno de ellos.

    -No –contestó Marco–. Mi capitán se tiró por estribor con su segundo y se hundieron.

    -Pues, ¡qué raro!, porque no hemos visto nada –contestó el portavoz–. Y, ¿por dónde dice que se hundieron? –preguntó.

    -Ahí mismo. Ahora mismo –afirmó Marco, con las manos en la cabeza.

    -Agente Mozo, vaya y eche un vistazo –ordenó uno de ellos.

    -¿Y cómo se ha hecho usted eso, caballero? –seguía el portavoz indagando en los hechos.

    -Me caí. Varias veces –decía desatinado Marco.

    -Ya veo, ya veo... ¡Los papeles! Ve sacando los papeles. Llobet, sube al perro, que aquí huele a porro. Y el marinero lleva unos ojos que ole.

    -A mi segundo se le han caído estos papeles antes de tirarse –confesó Marco–. Aquí los tiene, agente.

    -Agente no, teniente coronel Rodrigáñez, joven –respondió, airado, el guardia civil–. ¿¡Se está cachondeando de mí?! Los papeles de la embarcación, copón. Fumado ya se ve que está –gri taba, mientras le quitaba el papel de fumar de las manos–. Sargento Puig, vaya y dígale a Llobet que suba también la chivata. ¿Es usted el único tripulante de lo que queda de nave?¿Desde dónde partieron? ¿Hace cuánto? ¿Qué hacía en el barco?¿Y qué lleva en la bodega? –le interrogaba el teniente coronel.

    -Sí, pero salimos tres. Desde Venecia. Soy veneciano. Hace unos tres días. No tengo ni idea. Pescar. La labor de vigilancia de la bodega era de mi segundo, teniente –argumentaba Marco.

    -Ya veo. Teniente-coronel para usted ¿Y esos ojos? –preguntó.

    -Son herencia de mi madre –dijo Marco–. Aunque mi familia...

    Le interrumpió el teniente-coronel de un sonoro alarido y media colleja.

    -Encima, cachondeo –refunfuñando, el teniente-coronel–.

    Siéntese ahí y no se le ocurra moverse.

    -¿Me pueden traer el agua bendita? –sugirió Marco.

    -Ahora mismo, en la pila bautismal. ¡No te jode!Mientras, el teniente-coronel Rodrigáñez cuchicheaba con los demás.

    -¡Mi teniente-coronel. Mi teniente-coronel!... Aquí hay por lo menos una tonelada de hachís –se escuchaba, a voces, desde la bodega.

    -Dile a Farré que le diga a Puig que le diga a Llobet que avise a puerto y que preparen todo el tinglado –ordenó el teniente-coronel.

    -¿Hachís? ¿Qué es hachís? ¿Tiene que ver con las putas que se liaban mi capitán y su segundo? ¿Es lo que da tanta risa? –preguntaba, intranquilo Marco.

    -¡Putas, también! –exclamó Rodrigáñez–. Llama a la central y dile a Oleguer que se presente en puerto. Está usted detenido –sentenció–. Le voy a leer los derechos y le esposaré. Vaya caminando hacia babor. Seguiremos en el cuartelillo.

    -Pero, ¡si no he hecho nada! –se lamentaba Marco, cabizbajo.

    -Eso lo he oído miles de veces –zanjó el teniente-coronel. Ya en el cuartelillo, a Marco lo bajaron directamente al calabozo. Y ahí estuvo solo toda la noche, arropado por unos chinches con algo de lana. A la mañana siguiente, le despertaron y le subieron a la sala de interrogatorios. Sentado, con mil picores,dolorido, ensangrentado y asustado, esperó unos minutos hasta que entró el capitán general, ‘Mano de Acero’ Belloch.

    Sin dar los buenos días, alzó la voz hasta el infinito.

    -Está usted en un buen lío, caballero. Tiene usted una gorda, pero que muy gorda, sobre sus espaldas. Se le acusa de tráfico de estupefacientes. Y no de cualquier tráfico sino de tráfico, tráfico.

    raba de dar golpes en la mesa.

    -Le aconsejo que sea usted sincero y nos diga quién le envió en ese barco con ese cargamento ingente de droga. Si colabora, le ayudaremos a reducir su pena de doce a ocho años de prisión. Hablaremos con el juez, si nos entrega al cabecilla. Será difícil, yendo usted solo, pero el fin justifica los medios. ¡Hable ya, joder, que me está poniendo de los nervios! Quiero nombres, quiero apellidos, quiero domicilios, quiero los nombres de los familiares y hasta cuándo van al váter o lo hacen con sus señoras. Lo quiero todo. ¡Y lo quiero ya!Cada vez que Marco intentaba abrir la boca el capitán general se la cerraba de un tortazo. Después de casi una hora de retahíla y más de media docena de hostias con centenares de collejas se sentó en la silla de enfrente y le ofreció un cigarro.

    -Gracias, pero no fumo –dijo Marco.

    -Bien empezamos –exclamó Belloch–. Si quieres le echamos chocolate, desgraciao.

    Se levantó y repitió durante otra hora más, que parecieron quinientas, los cargos, la condena, los nombres... Juraba en arameo y no paraba de intimidar.

    Volvió a sentarse y repitió la escena del cigarro. Marco lo agarró sin pensárselo dos veces, con miedo a que le recalcara los cargos y le pintara otra vez la cara.

    -¡Habla! –profirió el capitán.

    -Pues... yo quería venir a Barcelona debido a mi carácter intrépido y, recordando tiempos pasados, decidí hacerlo en barco. Fui al puerto de Venecia y allí me encontré a Midas, el que fue durante unos días mi capitán. Me enroló. Éramos tres. Yo me ocupaba de todo y dormía en cubierta. Una tormenta casi nos hace zozobrar si no es porque mi capitán estuvo muy acertado al timón. Mi capitán, que estaba lleno de oro, y su segundo, sobre todo, fual puerto de Barcelona, sin mediar palabra, y tras divisarles a ustedes en la patrullera ,decidieron lanzarse por estribor. Yo no entendía nada después de lo que habíamos pasado en el viaje. Al principio, pensaba que querían recorrer los últimos metros a nado. Pero, luego, advertí que por estribor se iba hacia Venecia de nuevo. Así que les lancé una boya, pero desaparecieron entre las aguas dejando una fina huella dorada casi imperceptible, debido al incipiente crepúsculo. En eso llegaron ustedes. Y, ahora, estoy aquí sentado fumando con usted, mi capitán.

    El capitán general puso las manos muy despacio sobre la mesa, se acercó lentamente a Marco y le arreó una hostia memorable que le tiró de la silla.

    -Vendré mañana y espero encontrarte más comunicativo y sincero –sentenció Belloch.

    Y salió dando un portazo, que por poco revienta los tímpanos de Marco.

    Marco fue conducido de nuevo a su calabozo. Allí, apenas podía respirar sin dejar de llorar. Era muy sugestionable ante el dolor y, sobre todo ante las heridas. Y, por más que pidiera un médico, o medicamento o agua bendita, caía en saco roto. Llegó la noche. Y durmió en el suelo sin la mantachinche.

    A la mañana siguiente tenía la sensación que le había atro pellado un camión. Tenía un hambre atroz. Su única esperanzaes que todo esto fuera un sueño hasta que bajó un guardia, abrió la chirriante celda y le ordenó que le acompañara a la sala de interrogatorios. Se lo hizo

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