La tarde había caído sobre nosotros, tan despacio, tan ajena al paso del tiempo, que casi no nos dimos cuenta que nos había envuelto. Un espeso manto de humedad que lo impregnaba todo, tan denso que parecía aceite, se empeñaba en deslizarse y cubrir obstinadamente cada trocito de suelo, o de piel, o de todo aquello hasta donde alcanzaba mi vista. La luz dorada y ocre creaba un ambiente mágico, misterioso, que parecía el preludio de algo especial por acontecer y nos mantenía en tensión… rayos de luz a media intensidad que se colaban entre los huecos de las paredes de la cabaña mal construida, entre los que veíamos danzar miles de pequeñas motas de polvo sosteniéndose en el aire…
El calor era sofocante a pesar de que entraba la noche, y junto a la densa humedad y los intensos aromas procedentes de hierbas y aceites que se quemaban en los incensarios, nos hacía sudar hasta caer extenuados. Tan solo dirigir la mirada hacia el fuego o las antorchas que abundaban en la estancia, me producía dolor en los ojos, en la piel, incluso en los dedos de las manos que ponía delante de mi cara a modo de pantalla; era una extraña combinación de calor seco procedente del fuego y las antorchas y por otra parte, un calor sofocante y húmedo del aire que se dejaba caer sobre nosotros.
Y el sonido. La música. No podía faltar la música en esta ceremonia. Creo que me hubiese abandonado a un sueño extraño, a un agotamiento desconocido hasta ese momento si, al menos, el crepitar del fuego hubiese sido el único sonido. Incluso los ruidos y gritos de los pájaros, o el ruido del batir de las alas y el crujido de las ramas, o el entrechocar de miles de picos, que durante la mañana me hacían sentir increíblemente pequeño ante un despliegue semejante de grandeza, de libertad, hubiese sido soportable para abandonarme a ese sueño. Pero