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La posada fuera del tiempo y otras historias (Selección)
La posada fuera del tiempo y otras historias (Selección)
La posada fuera del tiempo y otras historias (Selección)
Libro electrónico344 páginas5 horas

La posada fuera del tiempo y otras historias (Selección)

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¿Te atreves a traspasar el umbral de la puerta que lleva a una realidad diferente?

Cinco relatos introducen al lector en los territorios de una realidad extraordinaria. Dos de ellos tienen como protagonista el tiempo: la posibilidad de su abolición en un omniabarcante ahora, en medio de un mundo que declina y la inquietante transposición espaciotemporal entre dos universos paralelos, uno de los cuales reserva terribles sucesos.

Otro es una distopía. En ella nos asomamos a un mundo donde las innovaciones que provienen tanto de la ingeniería social como de la biológica han creado una realidad con aspectos en verdad aterradores.

El cuarto es una especie de western psíquico que nos sumerge en un universo donde la agresión llega con la velocidad y el sigilo del pensamiento y la muerte, de un modo silencioso y sin dejar huellas.

El último es una historiade epifanía, desencadenada con la aparición de un fenómeno en apariencia natural que tiene como protagonista a un pueblo entero.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento2 oct 2020
ISBN9788418203732
La posada fuera del tiempo y otras historias (Selección)
Autor

Javier Ignacio Sánchez Almazán

Javier Ignacio Sánchez Almazán nació en Madrid en 1957. La naturaleza, los viajes, la lectura y la escritura son cuatro de sus pasiones. La primera le llevó a estudiar Ciencias Biológicas y a trabajar en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, donde es, desde 2006, es conservador de la Colección de Invertebrados. Aquí ha desarrollado su interés por la investigación histórica relacionada con la institución, fruto del cual son tres libros, publicados en 2009, 2012 y 2016, y algunos artículos. Los viajes le han deparado muchas satisfacciones y un variado aprendizaje en su recorrido por lugares muy diferentes, que van desde el sur de la India, Indonesia y la isla Reunión a Kenia, Ecuador y diversas partes de Europa, entre ellas, Noruega, la Toscana, el Languedoc, Flandes, Suiza, Praga o Dresde. En lo que se refiere a la lectura, sus intereses son muy variados: historia, ciencia, filosofía, literatura o ensayo. Dentro de este campo, las historias fantásticas han ocupado siempre un lugar muy especial para él. El autor ha publicado hasta hoy un libro de narraciones, El viejo, el búho y el niño de la cometa y otros relatos, y una novela, Beduino en la ciudad, y tiene escritos algunos más, aún inéditos.

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    La posada fuera del tiempo y otras historias (Selección) - Javier Ignacio Sánchez Almazán

    La posada fuera del tiempo y otras historias (Selección)

    Javier Ignacio Sánchez Almazán

    La posada fuera del tiempo y otras historias (Selección)

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418203329

    ISBN eBook: 9788418203732

    © del texto:

    Javier Ignacio Sánchez Almazán

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A todas aquellas personas

    que me han hecho amar la literatura

    Prólogo

    Este libro es, por motivos editoriales, una selección de cinco historias, de las ocho que componen la obra. Los relatos que contiene entran de lleno, como su título anticipa, en el territorio de la literatura fantástica. En relación con el título, el autor pensó en un principio que el de Historias desde el umbral sería muy apropiado, pues uno se interna en todas ellas desde esa línea, sutil pero distinguible, que da paso a una realidad diferente o, si se quiere, a un aspecto extraordinario de la realidad. Desistió de dicho título al saber que ya había otra obra publicada con uno semejante, por lo que optó por darle el del relato que encabeza el libro.

    El tiempo es el eje de dos de las historias. La posibilidad de su abolición en una de ellas configura un escenario atemporal del que el protagonista empieza a cobrar conciencia cuando su propio mundo se enfrenta a un final cataclísmico. En la otra se asiste a una inquietante transposición espaciotemporal entre dos universos paralelos, uno de los cuales reserva terribles sucesos.

    Otra es una distopía a la que podríamos denominar sociogenética. En ella las innovaciones que provienen tanto de la ingeniería social como de la biológica han creado un mundo con aspectos en verdad aterradores. A uno de ellos, singularmente siniestro, se enfrentará un día, de una forma fortuita, un hasta entonces confiado y conformista ciudadano.

    Hay asimismo en el libro una historia que podría denominarse «wéstern psíquico» que nos sumerge en un universo de posibilidades casi tan ilimitadas como inquietantes. Un universo donde la agresión puede llegar con la velocidad y el sigilo del pensamiento y la muerte, de un modo silencioso y sin dejar huellas.

    Cierra la obra una historia de epifanía, la cual se desarrolla como consecuencia de la aparición de un fenómeno extraordinario, en apariencia natural, que tiene como protagonista a un pueblo entero y que afectará, de un modo u otro, a todos sus habitantes.

    Predominan en estas narraciones los héroes individuales, considerando como héroe a aquel personaje que hace frente a una situación insólita que exige de él sus mejores recursos para afrontarla, pues en ello le va la vida o la cordura. En uno de los relatos es un grupo, una comunidad entera, el que afrontará el reto, lo que hará que la vida de todos se transforme de un modo radical.

    El autor

    Madrid, diciembre de 2019

    La posada

    fuera del tiempo

    El viajero lleva días recorriendo una tierra áspera, descarnada. Marcha por un páramo pajizo e inhóspito. Vigilan en la lejanía negruzcos pitones montañosos de dimensiones ciclópeas. A veces le asaltan pensamientos extraños. Nacen en estratos subterráneos de su mente, acaso conectados con realidades tan primarias que escapan a toda racionalización.

    Anteayer se fue echando la bruma. Una bruma lechosa y densa que bajaba de las montañas y se iba pegando a la tierra como un denso ovillo fibroso. En las últimas horas la visibilidad se ha reducido notablemente. Una nebulosidad láctea que a ratos se tiñe de ceniza. Eso es todo y no hay más.

    «Así no es posible orientarse. Estoy sin referencias. Parece que la nada me fuera a tragar. Sigo andando. Procuro conservar una trayectoria recta, pero sé que no es posible en las condiciones actuales. A cada poco me viene el recuerdo de mi tierra. ¿Por qué pienso ahora en ella? Mi tierra. Qué extraño posesivo. ¿Qué habrá sido de todo aquello?».

    Ver cómo el mundo donde uno vive se viene abajo sin remedio es un espectáculo doloroso. El derrumbe de aquellos días se propaga en imágenes de demolición por sus recuerdos. La memoria, piensa el viajero, siempre criba y magnifica. Deforma, esquematiza, añade o esconde. La neblina lechosa que le rodea parece ahora introducirse en él. Por ello se aferra a sus imágenes.

    Rememora lo rápido que dieron en cambiar las cosas. Hace tiempo que renunció a saber cómo empezó todo. Causas hubo muchas, sí, pero ninguna decisiva. Ninguna irremediable. Los valores por los que tantos habían luchado y muchos habían muerto, subvertidos en el espacio de una generación. Cualquier continuidad entre una época y otra, quebrada, como si una falla ciclópea hubiera irrumpido de golpe separando los tiempos. Una gigantesca resquebrajadura que volvería a unos náufragos y a otros, huérfanos. El viajero recuerda cómo la vida fue instalándose en una serie interminable de excusas, envueltas en la apatía y el cinismo.

    Las máscaras. Cada uno con la suya. Nadie era quien decía ser. Elegir bien la máscara y ser coherente con ella. Eso era lo decisivo. Recuerda sus dudas. Hubo momentos en que él también deseó una máscara que le librase de la exclusión. Pero no había persistencia en sus intentos. Renegaba del esfuerzo, para él bastardo, que era preciso hacer para mantener la farsa.

    Los recuerdos muerden al viajero. Hay veces que la memoria es una llaga, una herida punzante. O un magma que todo lo licúa. Camina por instinto. Sigue perdido, encerrado en el muro de niebla. También extraviado, errabundo por los corredores de la memoria.

    Las últimas resistencias. Se desplomaron cuando Nebo murió. Él era ya su único amigo. Todo lo que le ligaba a aquel mundo agónico. Después sólo fue un náufrago.

    En cuanto pudo se marchó de allí. Acaso fue una equivocación. Tal vez debería haberse quedado y esperar. Quizás detrás de tanta confusión y oscuridad, de tanta vileza, llegaría volteando otra ola distinta. Algunos decían que ese caos era el indicio de un orden nuevo, un orden mejor que había comenzado a insinuarse en ciertos territorios marginales, a despecho de tantas señales disolutorias. ¿Cómo saber si hizo lo correcto?

    La pérdida de Nebo no dejó elección. Todo se precipitó con aquel accidente. Tuvo que ser él. Tan joven. Tan lleno de proyectos y de talento. Un agudo espectador de la disolución que, sin embargo, era capaz de mantener el coraje y la integridad. Los dos, decididos a abandonar esa podredumbre que era atmósfera común sin que nadie pareciese reparar en ella. Después de esa pérdida no había ya nada que lo ligase a ese mundo agonizante. Y se marchó.

    Hay una edad en la que lo ya vivido empieza a pesar como un sedimento geológico y amenaza con sepultarnos. Hay una edad en la que el paso del tiempo comienza a hacerse acuciante y uno ha de intentar realizar sus sueños más queridos o renunciar a ellos definitivamente. Ése era su momento. Y escogió.

    El viajero se para a descansar y a comer algo. Apenas le quedan provisiones, así que da cuenta con rapidez de una parte de lo poco que tiene y se pone de nuevo en camino.

    Pronto se echará la noche. No le inquieta especialmente. Una larga práctica de marchas en solitario, enfrentándose a las situaciones más dispares, atravesando todos los parajes imaginables, ha hecho de él un viajero curtido. Incluso un tanto temerario.

    *

    Cuando ya parecía que le aguardaba una noche a la intemperie, envuelto por ese sudario de nieblas, el camino ha comenzado a ascender. La bruma ha ido quedando a sus espaldas, con el efecto de una bajamar. Las estrellas traspasan la atmósfera nocturna con el temblor de sus luces. Le agrada volver a contemplarlas.

    Unos metros más allá, en un recodo algo elevado del empinado sendero a cuyos bordes se agolpan matorrales desgalichados y ásperos, ve alzarse un edificio. La fachada aparece como claveteada de luces amarillentas. El tejado a dos aguas. Los balcones. Las paredes de madera. Todo le confiere una apariencia de albergue de montaña. El encuentro no puede ser más oportuno.

    Detenido ante la puerta. La visión de las cálidas luces que surgen del interior le reconforta. Echa mano a la aldaba, singularmente grande, y llama. Espera.

    No tardan en abrir. Ante él, un individuo regordete, de rostro rubicundo. Sus ojos, azules, de mirada vivaz, penetrante, con un fondo de firme serenidad en ellos. Se establecen los primeros contactos. El saludo. La exploración visual. Todo ese cúmulo de sensaciones que se suceden en una fracción de segundo al encontrarse con un extraño.

    «Este hombre. Me pregunto qué edad tendrá. Así, de pronto, me ha parecido casi un anciano. Me estrecha la mano con energía. La misma energía que muestra ahora su rostro, que de pronto se ve mucho más joven».

    Durante unos instantes la mirada del viajero queda presa de esos efectos cambiantes de la fisonomía del hombre. Un parpadeo y ya está ahí esa transformación. La confusión le domina.

    «El nombre del lugar. La Posada de la Quietud. Así dice el hombre que se llama este sitio. Promete tranquilidad. Puede que también aburrimiento. Ya veremos. El hombre me trata con cordialidad, casi con confianza. Ahora me parece un amable anciano. ¿Qué le pasa a su rostro? ¿O son mis ojos que empiezan a ver visiones, debilitados por el cansancio? Hay una habitación para mí. Eso dice. Es como si hubiera estado esperando mi llegada. ¿Por qué pienso esto? Sólo me garantiza ocuparla por tres noches. Ese tiempo. Me parece más que suficiente. Lo justo para reponer fuerzas. Las comodidades excesivas. Son un peligro para un nómada. A estas alturas no puedo ceder a ellas».

    El hombre mira divertido al viajero. A éste le invade la impresión de que asiste al desarrollo de sus pensamientos. De nuevo el chispeo en los ojos de su anfitrión atrae su interés. Ese fulgor azul que emana de ellos retiene su mirada como si fuera una fuerza física. Su rostro parece variar otra vez. Mantiene lo esencial de sus rasgos, pero ahora son otra vez los de alguien mucho más joven. Al viajero le invade una extraña desazón.

    —¿Se encuentra bien? Sin duda debe de estar fatigado.

    La pregunta y el posterior comentario del hombre le sacan de sus impresiones. Cree advertir un cierto tono de ironía en su voz. No sabe qué pensar. Quizás esa niebla le haya afectado y sea presa de extrañas figuraciones. Vuelve a contemplar la faz de un anciano cordial. Le pide al viajero que le siga a la habitación. Hasta se ofrece a cargar su macuto, a lo cual, cortés pero muy firmemente, el recién llegado se niega.

    El pasillo es largo y ancho. Está cubierto hasta mitad de pared por una madera brillante, pulida, como acabada de barnizar. A un lado y a otro se suceden aparadores y pequeños muebles. El viajero piensa que son muebles de gran calidad, impropios de una posada de camino. Cuelgan en las paredes muchos cuadros. Hay óleos. También acuarelas. Unos representan paisajes de montaña. Otros semejan escenas oníricas. Algunas tienen algo de místicas.

    Al viajero todos esos cuadros le parecen propios de maestros, hasta donde le es posible evaluar. No son reproducciones, de eso está bien seguro aunque sin saber por qué. Su vista se fija en una de las pinturas. Se detiene ante ella. Es una especie de flor alargada de un bellísimo tono lapislázuli. La componen dos pétalos verticales y almendrados que se unen por los extremos y van formando en su parte media una estrecha abertura. En el centro de los pétalos se entrevé una estilizada y graciosa silueta femenina. Una figura sencilla pero que irradia fuerza. La mente del viajero se llena de símbolos a la vista de esa imagen. Piensa en una mandorla. Luego en una vulva. Ahora en un pasadizo. Una entrada. La puerta a otro mundo. Tanto como la propia belleza de la composición le atrae la certeza de que ha visto ese cuadro —ese mismo, no una copia u otro parecido— en alguna parte.

    El hombre se ha detenido también y contempla al viajero. Enseguida echan a andar de nuevo. Llegan ante la habitación. Así se lo indica el hombre al tiempo que abre la puerta. Una luz ámbar ilumina el cuarto.

    «Este lugar. No puede ser más acogedor. Cuidado. Mi instinto de viajero me previene. Vigila cualquier apego excesivo. Eres un nómada. No puedes ceder a esos sentimientos. Presiento que tres días aquí pueden ser muy largos. Toda una eternidad».

    El pensamiento de la eternidad captura de golpe su cerebro. Es tan intenso que le sobreviene una especie de vértigo.

    —Descanse usted sin cuidado. Cuando decida salir a cenar, tire de ese cordón.

    El hombre indica un largo cordón dorado, trenzado en espiga, que cuelga cerca de la cabecera de la cama.

    —Alguien acudirá y le acompañará a usted hasta el comedor, donde su cena estará dispuesta.

    Va a preguntar por el precio de la habitación. Por alguna razón la idea, apenas formada en su mente, le parece irrelevante. Se impone de golpe en el viajero la certeza de que aquí el dinero no tiene la menor importancia. Le parece chocante semejante certeza.

    El hombre le deja ya. La puerta se cierra tras él sin producir el menor ruido. Cae de repente en la cuenta de que en toda la posada reina ese mismo silencio. Un silencio sin resquicios, compacto. Siente como si estuviera metido en alguna campana aislante que dejase fuera todo sonido. O como si se hallara en una región submarina.

    Vuelve a contemplar el cuarto. La madera está por todas partes. Frente a él, una amplia cama con testero calado. Está cubierta por una especie de edredón de rombos blancos y ocres. Próxima a la ventana, que queda a su derecha, una mesa que le parece de haya. Junto a la mesa, una silla del mismo material. Las contraventanas interiores son de una madera particularmente bella que forma aguas rojizas. Están semiabiertas y sólo dejan ver la persiana, echada hasta abajo.

    Sus ojos recorren la habitación con avidez. Un par de lámparas, como bulbos resplandecientes, hacen flotar sus luces, de una tenue tonalidad ámbar, difundiendo por el cuarto una tierna calidez. Se aviva dentro de él una corriente de nostalgia. La cualidad tan cálida de la luz y la vista de todos esos enseres, tan pulcra, tan ordenadamente dispuestos, crean un remedo de atmósfera hogareña. Siente que hay algo perverso en ese cuidado del detalle que parece hecho a propósito para suscitar tales sentimientos. El hogar. El viajero pensaba que, después de tanto tiempo, había dejado de tener significado para él esa palabra. Sin embargo, el recuerdo del hogar que un día fue suyo remueve sus emociones. Lo hace con una violencia que le sorprende. Siente que el primer asalto a su integridad de nómada ha comenzado.

    *

    El comedor. El viajero ocupa una mesa individual redonda, donde han ido depositando hasta media docena de platos. Humeante en un bol de mediano tamaño, una especie de crema. La prueba. Sabe a verduras, sin que reconozca en ella ninguna en concreto. Al lado, un plato de estofado. La carne tiene un aspecto tierno y jugoso. Está acompañada de una guarnición de zanahorias picadas, guisantes, tiras de cebolla y pequeñas coles. La visión de ese plato extrae de su memoria escenas que creía ya perdidas. Por un instante vuelve a desplegar su vuelo la nostalgia. Más allá, un espetón con tacos de pescado. Un pastel de calabaza. Calabacines rellenos. Una fuente de entremeses. El viajero, enfrentado al cabo de tanto tiempo a semejante opulencia culinaria, va admirando las diferentes texturas de los entremeses. Las vetas blanquirrosadas del jamón cocido, de una cualidad casi marmórea. Las vírgulas de un rosa pardusco y las lunetas de límpida blancura en medio de la carne pálidamente rosácea de la mortadela. Las islas de un color gris perla y ocre que se alternan en un par de rodajas que recuerdan al jabalí trufado…

    Se llena el vaso de un vino espeso, de un tono rubí, que pronto hace pasar por su garganta. Hacía tanto que no bebía vino. En los últimos tiempos el viajero ha atravesado muchas tierras que desconocen la vid. Ha visitado pueblos que ignoran lo que es alegrarse y calentarse el cuerpo con el jugo de su fruto. Y también otros donde rige para esa bebida una estricta prohibición. Le han parecido pueblos tristes, incultos, bárbaros.

    «La comida. Es excelente. Una cena verdaderamente opípara. Después de tantas privaciones, malcomiendo aquí y allá, ayunando cuando no me queda otra, esto es un festín de primera. Tanta abundancia me confunde. Esta posada. Todo en ella es de un lujo, no sé, desmedido. No pienses. Disfruta de todo esto mientras puedas».

    Enfrente de él ocupa otra mesa individual un anciano. Su pelo es blanco, parece hecho de algodón. Sus espesas y lanosas cejas muestran también una blancura inmaculada. De nuevo esa mirada vívida e inquisitiva, esta vez de un tono gris violáceo, que el viajero ya ha visto en el hombre rubicundo que le recibió a su llegada y que —se dice el viajero— parece ser una marca de la casa.

    «Ese viejo. Al cruzarse nuestras miradas, se sonríe. Su rostro. A poco me pongo a observarlo, parece desdibujarse. Otra sensación que empieza a serme familiar».

    El hombre levanta su vaso de vino. Brinda por los viajes. Luego se bebe de un trago el contenido. Vuelve a llenar el vaso. A continuación, otro brindis. Esta vez por la posada. No espera a que el viajero le acompañe.

    «Caray, el viejo, no parece que necesite demasiadas excusas para beber. Ha vaciado en su gaznate el segundo vaso tan rápido como el primero. Ahora vuelve a llenarlo. Esta vez brinda por el misterio. A este brindis me sumo gustoso».

    —Esta posada —dice el hombre al acabar su libación— es un lugar singular, privilegiado. Ya se irá usted dando cuenta. Desde aquí puede asomarse uno a los misterios de la vida sin riesgo.

    Al viajero le parece notar una cierta cualidad de insistencia en estas dos últimas palabras. Mientras le escucha duda de que un misterio carente de riesgo merezca la pena.

    El hombre se queda mirando al viajero. Es una mirada directa, penetrante. Al viajero le parece que pocas veces ha visto una forma de mirar igual. Se dice que es como si hubiera oído su pensamiento. Le hace sentir transparente. Como si ningún rincón de su intimidad quedase a salvo de sus ojos escrutadores. No es una sensación incómoda, después de todo. Piensa que es como desnudarse ante un médico. El viajero se sonríe ante la comparación.

    —¿Cuál es para usted el mayor de los misterios?

    La pregunta del hombre le llega tan directa como su mirada. Su rostro ha rejuvenecido ahora. El viajero ha sido testigo de esa indiscutible transformación. Es como si por debajo de su faz otra hubiese aflorado. Otra de un tiempo anterior que hubiera emergido de golpe para alcanzar ese presente que ambos comparten. Esos pensamientos se suceden en él como si fuese otro quien los pensase. De repente vuelve a su cabeza la cuestión planteada por el hombre.

    «¿El mayor de los misterios? ¿La muerte, quizás?», se contesta a sí mismo. Nunca le han gustado las preguntas tan directas. Le retrotraen a la infancia, a la escuela, cuando el maestro sacaba a decir la lección y podía someter a cualquiera a un feroz, impertinente interrogatorio público. Había algo paralizante en esa forma de interrogar. ¿Cómo podía obtenerse una prueba del conocimiento de alguien de ese modo?

    «El viejo te pregunta por misterios. Misterios. ¿Cuál puede ser más grande que la muerte? Tal vez la vida. La vida misma. El sentido de existir, suponiendo que la existencia tenga un sentido».

    El viajero piensa que hace tiempo que los pensadores más respetados de su tierra desistieron de buscar un sentido a la existencia. Pero desde entonces todo se volvió más ramplón, más falso.

    «Misterios. Tal vez el amor. Sí, ése sí es un buen enigma. La mirada del viejo. Sigue puesta en mí. Espera una respuesta. No me apetece demasiado entablar conversación. Está siguiendo mis pensamientos con todo detalle. Estoy convencido de ello. No sé cómo pero lo hace».

    —Venga, diga usted algo. Misterios hay muchos.

    —Hum… Bueno… Pues, por ejemplo, la muerte.

    —Sí, sin duda la muerte es un buen misterio. Vamos, alguno más.

    —La vida… El porqué estamos aquí… El amor… Dios…

    El hombre se echa a reír. Repite «Dios» varias veces. El viajero se dice que puede que sea ateo. En la tierra de la que viene el concepto de Dios ha producido incontables exaltados. Violentos vociferantes que, con el nombre de Dios como garrote, la han emprendido a golpes en todas las épocas con quienes no compartían sus creencias. Algunos de los mayores suplicios se han ideado invocando al Sumo Hacedor. El viajero recuerda algo que alguien dijo hace ya tiempo: «Las ideas grandes sólo caben en espíritus grandes, en los espíritus mezquinos no producen sino fanatismo». Por otra parte, en los últimos tiempos habían ido surgiendo en su mundo toda una legión de pensadores que con igual vehemencia que los creyentes negaban la existencia de Dios.

    —Oh, Dios…, Dios… —sigue diciendo el viejo—. Para que un misterio sea tal debe haber algo en él que podamos percibir, observar, aunque sea de un modo borroso, fragmentario. El misterio, para existir, exige alguien que sea testigo de él. Pero Dios…, Dios sería el Todo. El Todo y lo Único. Lo Inefable. Lo que está más allá de toda observación y todo testigo. Dejemos a Dios para otra ocasión, si le parece. Como misterio hoy le propongo el tiempo.

    El viajero se queda pensativo. El motivo de la reflexión cae en su cerebro con el peso de una piedra en un estanque y, como ésta, crea sus perturbaciones.

    «El tiempo. Buen motivo, sí, viejo. Los filósofos de mi tierra han estado debatiendo durante siglos sobre él. Después los sustituyeron en esa labor los científicos. Y el tiempo ha seguido siendo un enigma. El hombre no me quita los ojos de encima. Lo mismo espera que empiece a disertar sobre el tema».

    —¿Cuál diría usted, joven, que es el fundamento del tiempo?

    Una cuestión más. El viajero piensa que, a ese paso, la cena no va a terminar nunca. Esos ojos grises del anciano. Siente que se introducen en su cerebro como si le clavaran sendos alfileres. En ese momento reflejan una rara sabiduría.

    —¿El fundamento del tiempo, dice? Bien… Me parece que el cambio. Sin cambio el tiempo no sería posible. Si algo permaneciera exactamente igual siempre no podría medirse en él el tiempo.

    —Cambio, eso es. Cambio, sí, transformación. Ése es el fundamento del tiempo. El paso de un estado a otro marca el tiempo. O, más bien, eso mismo es el tiempo.

    El viajero piensa que no es ésa, precisamente, una discusión apropiada para mantener en medio de una copiosa cena. Y, además, bien regada con un buen caldo.

    «Este hombre. No sé dónde me quiere llevar con sus razonamientos. Mal que bien intentaré seguirlos. Hace mucho que no llevo lo que se dice una vida social. He perdido habilidad para los debates. Me aturden. Ahora parece que no tengo escapatoria».

    —Suponga que pudieran concentrarse en un único instante de percepción todos los cambios posibles que admite un cuerpo, un ente cualquiera, de modo que el proceso íntegro de éste, con los diversos estados por los que pasa, virtualmente casi infinitos, pudiera percibirse con una perfecta simultaneidad. De momento no se preocupe usted por tratar de entender los problemas físicos y metafísicos derivados de un modo de percibir semejante. Ahora tan sólo piense que tal percepción es posible. ¿Qué ocurriría?

    De nuevo, la pregunta directa, disparada como una saeta. El viajero, atrapado por las especulaciones que le plantea ese viejo filósofo.

    —Pues, supongo que en ese caso el tiempo habría dejado de existir.

    —Exacto, ya que la sucesión de los cambios no sería percibida como tal, uno detrás de otro, sino como un presente que hace que todos ellos comparezcan a la vez. Digo presente por aludir a una referencia conocida, pero en realidad tampoco cabría hablar de presente como tal.

    Dado que el debate parece insoslayable, el viajero se atreve a lanzar un pensamiento.

    —Sería algo parecido al eterno-ahora del que hablaron algunas filosofías antiguas y al que se han referido los místicos.

    —Ha mencionado usted un interesante concepto: el de eternidad. La eternidad sería, propiamente, la abolición del tiempo. ¿Cree posible algo así?

    El viajero le mira un tanto receloso. En otro tiempo pensó a veces en la eternidad. Al final siempre le acometía una tragantada de vértigo. Una especie de mareo transcendente que le revolvía hasta lo más íntimo.

    —No sé si la eternidad es posible. Cuando me he puesto a considerarla, invariablemente he sentido una especie de ahogo… metafísico, por decirlo de alguna manera.

    —Eso es porque al imaginar la eternidad proyecta usted un concepto temporal. Es algo parecido a esperar un siguiente ahora tras este ahora y luego otro ahora y otro y otro, sin que la sucesión tenga nunca fin. Pero eso, señor mío, sigue siendo un encadenamiento temporal, no la eternidad. Podría decirse que la eternidad es la conciencia en la que todo se hace simultáneo, presente, de una forma completa, cabal, perfecta, sin resquicios. Todo revelación, sin sombra de ocultamiento. Lo que para una percepción sujeta al tiempo se presenta como un despliegue secuencial de los acontecimientos, de las cosas, para una percepción atemporal se mostraría como un todo simultáneo. Sería la plenitud absoluta. La creatividad desplegada de golpe en todas sus potencialidades, de manera ilimitada.

    «Aquí necesito un trago. Hum. De nuevo el calor del vino en mi garganta. El paladeo de su cuerpo espeso. La fresca sensación de su paso por la boca. El trago. Parece que me da ánimos. Los necesitaré».

    El hombre sonríe, al viajero se le antoja que con cierta condescendencia. Trata de enfocar su rostro, de fijarlo en una única fisonomía. Sus rasgos se le desdoblan ligeramente. Piensa que en ese momento puede muy bien ser un efecto de la bebida.

    Vienen con el postre. Le traen un par de pastelillos de moka y nata y una naranja confitada. El viajero no había pedido nada. Tampoco esa copa que le sirven ahora. Licor de cerezas, le dicen. Se lo encarecen especialmente. Un bienestar animal va esponjando al viajero. Tanto deleite empieza a alarmarle.

    —Decíamos, pues, que la eternidad es la conciencia perfecta de lo simultáneo, en la que todo es presente.

    El hombre le pide al viajero, sonriendo, que no se impaciente. Le promete dejarle disfrutar de su postre sin volver a meterse en honduras metafísicas. Apura de nuevo un vaso de vino y dice, con voz fresca, clara y firme, que una conciencia de lo simultáneo está lejos de ser el objeto de una pura discusión teórica. Afirma que es algo posible y señala que, de hecho, él mismo es testigo de su existencia.

    —No, espere, déjeme que siga. La prueba de que existe es este lugar donde usted se encuentra, que no en vano se llama Posada de la Quietud. Es decir, habría que precisar lo de lugar. Más bien se trata de un estado, pero no quiero complicar más la cosa.

    —Perdón, ¿está usted afirmando que este lugar es la prueba de que la eternidad existe? Disculpe, me parece que no le entiendo. No tocaré mi licor hasta que

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