Crónicas de un muerto: Entre dos mundos
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La búsqueda de respuestas es una decisión que nos llevará al despertar.
Les invito a hacer un viaje misterioso al otro lado.
Juan Bardo, al ocaso, vaga por el cementerio, y al alba regresa a su sepulcro.
De seres celestiales y espectros aprende.
Entrelazando la vida y la muerte nos narra su historia.
El destino del cuerpo y del alma sus experiencias nos enseñarán.
Prepara los oídos de tu alma.
Henry López Jiménez
Henry López Jiménez nació en 1958 en Costa Rica. Estudió Psicología en la Universidad de Costa Rica y se especializó en adicciones a drogas en la Universidad de Saint Marys en San Antonio Texas (USA). Publicó Adicciones: su dimensión oculta y Manual del corazón partido. En proceso de publicación Ciencia, método y psicoterapia. En su proceso de búsqueda ha incursionado en temáticas filosóficas, religiosas, metafísicas, místicas y esotéricas. Crónicas de un muerto es por sí misma una reconciliación entre el conocimiento, vivencias personales y la experiencia adquirida durante treinta y cinco años de trabajo en psicoterapia.
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Crónicas de un muerto - Henry López Jiménez
POEMA DEL BARDO: Preámbulo poético de Crónicas de un muerto -entre dos mundos-
Henry López Jiménez
El bardo lloró
El bardo murió
y todo lo que era acabó.
La historia del Bardo
es la crónica de un muerto
que, aunque sea extraño
un muerto llegó a contar
Entre escándalo y gritos de hospital
una mala noticia recibió
un hombre de blanco se la dijo
y toda su vida cambió
Rabia e ira pasaron por su mente
pero nada se podía ya hacer
y sin más remedio latente
el Bardo lo tuvo que aceptar
Perdido en el bullicio de la calle,
un extraño amigo llegó a encontrar,
y como presagio del día
la muerte le vino a recordar
Embrutecido por el licor
historias de otros pudo observar
y como vampiro al amanecer
a su cueva tuvo que regresar
Un día una voz amiga
lo invitó a compartir su dolor
y en un grupo de iguales
el Bardo acabó
En el grupo de dolientes
todos sus historias contarían
compartiendo sin remedio
una angustia mortal
Una monja, un irreverente y un intelectual
en ese lugar encontró,
recibiéndolo con cariño
un patético círculo mortal
Perdido en su locura
y agotado de pensar
en ese tétrico grupo
aliento fue a encontrar
El Bardo lloró
el bardo murió
y todo lo que era acabó
Pasaron los días y semanas
entendiendo su dilema fatal
que le quitaría absolutamente todo
incluyendo su cuerpo mortal
Viajes hacia arriba, y viajes hacia abajo
en sueños remontó,
a conocer a seres raros
que desafiaron su razón
Ávido de entendimiento
temas de muerte fue a explorar
sin hallar entre las letras
la respuesta que quería encontrar
Una mañana despertó
con mucha incomodidad
entendiendo que su vida
enfilaba hacia el final
En la noche tuvo un sueño
donde a un niño vio jugar,
pero pronto despertó
en una guerra fatal
Canciones en el grupo
hablaban del juicio final
donde todo hombre muere
sin importar lo que pudo amalgamar
Cochina muerte le recordó
el libro de Liborio el Santo escritor
que en la página diecisiete
dice que tierra somos al final
Canciones tristes y de muerte
Sor Esperanza les hizo escuchar
no entendiendo el grupo
qué fin ella quería lograr
Esculapio el filósofo
en tono críptico explicó
que al cielo o al infierno
todos vamos a parar
Sor a los Sagrados Testamentos se apegó
y Rocky impetuoso preguntó:
"¿Qué pasa con el ateo?
¿Acaso al infierno va a parar?"
El enigma del alma y espíritu
el Bardo quiso explorar
a lo que Esculapio en soda de mercado
con simpleza le quiso explicar
Asuntos espirituales y enigmas de la muerte
Platón y Aristóteles quisieron entender
pero el eterno dilema
persiste sin resolver
Cansado en la noche
el Bardo se durmió
cayendo en abismo oscuro
en penumbra acabó
Universo sin estrellas
y una silla de piedra pudo ver
en ella perdido y solitario
a Cara de pescado fue a encontrar
Cocodrilos en la noche
lo persiguieron sin cesar
siendo esto un presagio
de su inevitable final
En una de las sesiones
Sor un poema les leyó,
La Gran Miseria humana
el alma de todos conmovió
El tema del poema
es de un hombre que mató
a su siempre dulce amada
que desde la tumba le habló
Vanidad de vanidades
El Bardo Eclesiastés leyó
y, con profundo asombro,
mucha cosa descubrió
Enseñanza o moraleja
todos debemos aceptar,
que el que de la luz se aleja,
oscuro es su final
Sobre cielo, infierno o purgatorio
todos querían saber
y como siempre Esculapio
con paciencia les habló
La Divina comedia
Esculapio relató
el viaje que el poeta Dante
por esos lugares realizó
Ya el final se acerca
y el Bardo lo presiente,
preparándose de muchas formas
entiende que nada es permanente
El primer toque de la muerte
un domingo aconteció
y el Bardo sábanas blancas
de rojo las tiñó
El cuarto toque de la muerte
el telón al Bardo le cerró
y en último suspiro
a un oscuro remolino avocó
Desde lo profundo de la tumba
todo es vacuo y silencioso,
la tierra cubre la eterna fosa
de donde nadie nunca regresa
Viajando en un oscuro universo
incontable luz de estrellas pudo ver
en esa danza fastuosa y misteriosa
en un éxtasis fue a caer
Del encantamiento fue sacado
cuando una explosión lo alertó
con furia sin piedad fue arrastrado
apareciendo en un aposento sepulcral
Sin saber dónde se encontraba
su curiosidad se despertó
saltos daba sin sentido
hasta que de ella de repente salió
A un extraño cementerio fue a parar
quedando absorto y consternado
sus ojos aterrorizados vieron
lo que ahora les voy a relatar…
Primera parte: El final y la llegada al otro lado
«En los años de 1990 en Costa Rica, Centroamérica. Juan es un individuo que hace frente a la muerte en una sala de hospital. En esos últimos trágicos momentos, será testigo de su propia agonía y muerte. Dentro del terror que solo él siente, contempla su cuerpo inerte en la tumba y experimenta la transición de su alma al otro lado, donde, envuelto en la confusión, se observa a sí mismo dentro de esta. Después, emerge solo para enfrentar lo que encontrará en el otro lado».
Capítulo 1. El primer toque de la muerte
Eran las cinco y media de la tarde de un domingo cualquiera. Yo estaba tirado en una cama en el hospital. Ya casi no sentía los dolores, mientras que mi mente luchaba por mantener cualquier posible migaja de energía y lucidez. Sabía que esas eran las últimas horas de mi vida y, aunque conocía con certeza mi destino, me aferraba con desesperación a todo lo que me mantuviera en contacto con los vivos.
Capítulo 2. El segundo toque de la muerte
Ese domingo era tan especial: la luz del sol era brillante, el aire fresco y los rayos anaranjados, como hilos de plata y oro, entraban a través de las rendijas de la ventana. Y yo, mientras tanto, deseaba agarrarlos y apropiarme de ellos, al igual que lo hacen las plantas para dar vida a sus raíces. Todos esos detalles me hicieron sentir que ese era el atardecer más maravilloso que podía existir. La tortura de los ruidos de los motores y las bocinas de los automóviles eran como música para mis oídos.
Envidiaba a las enfermeras, quienes con despreocupación desempeñaban su rutinario trabajo. Al conserje que limpiaba el pasadizo con aire aburrido y a los asistentes, quienes traían la comida a los pacientes: todo en ese momento era motivo de envidia, lo cual me generaba bruscos arrebatos de desesperación.
De repente, una enfermera se aproximó a mi cama con metálica frialdad y, con lo que sentí como un zarpazo, cerró la cortina que separaba a los vivos de los moribundos. Esto me generó una angustia mortal, pues me estaban enterrando en vida —sentí que todos a mi alrededor eran como buitres en espera de carroña— y yo no podía pedir ayuda a nadie.
Intenté gritar con todas mis fuerzas para decirles que no me abandonaran, que aún estaba ahí con ellos; pero nadie podía escuchar mis desesperadas palabras, que solo estaban en mi débil pensamiento.
Capítulo 3. El tercer toque de la muerte
Mis sentidos me abandonaban suavemente. Escuchaba las voces de los demás, pero casi no podía entenderlos. Con una mirada desvanecida, trataba de fijar cualquier objeto a mi alrededor, pero solo podía distinguir contornos sin detalles. Mi cuerpo comenzó a perder fuerza. No tenía energía ni para sostener una pluma con mi mano —aunque hiciera mi mejor esfuerzo—. Y la cabeza se me desgoznaba como a un muñeco de trapo. Tenía la sensación de hundirme en la cama o de ser aplastado por un gran peso. Sentía una incomodidad extraña. Los párpados se hacían pesados, casi imposibilitándome abrir y cerrar los ojos. Mi mente oscilaba entre la agitación y el delirio, lo que me provocaba una especie de pesada somnolencia. A veces, durante algunos breves momentos de lucidez, me preguntaba horrorizado cómo me estaba pasando esto a mí, sin embargo, nada de lo que pensaba hacía diferencia alguna.
Capítulo 4. El último toque de la muerte
Ya no podía ni mover levemente la lengua; los ojos se me humedecieron por última vez. La garganta se tornaba pegajosa y obstruida, lo cual me originaba una tremenda sed acompañada de un repugnante hedor a muerte proveniente de mis entrañas. Experimentaba, también, una leve sensación de calor y dolor que me tornaba impredeciblemente irritable y nervioso. El poco aire que podía respirar se sentía frío y seco, hacía que se me desvanecieran recuerdos y memorias, haciéndose muy difícil percibir cualquier detalle del exterior. Para mi garganta y mis pulmones, respirar era dificultoso, convirtiéndose esto en una penosa y débil maniobra. Aterrorizado, invoqué repetidamente el nombre de Dios, de la misma forma que un niño llama a su madre… Pero nada, absolutamente nada, lograba diferencia alguna. Con una forzada resignación, me abandoné y empecé a perder la conciencia del mundo exterior, volviéndose todo borroso.
Dentro de la oscuridad de mi mente aparecían imágenes sin ningún significado. De pronto, durante una última y lastimosa inhalación, mis ojos perdieron el brillo y sentí un vacío en el corazón… Pero ya no respiraba, no sentía dolor o miedo. Entonces, un suave y benevolente torbellino de oscuridad me alejó de todo.
Capítulo 5. Desde la tumba
Ya no escucho, pienso, ni siento: solo «la nada» en un vacío inconmensurable. La oscuridad no existe; no hay eco porque no hay por donde viaje el sonido. No hay odio, rencor, miedo ni felicidad, porque no existen emisor o destinatario. No existen emociones ni sentimientos. Pensar es inútil porque no hay quien lo piense. Y la soledad es solo un hueco dentro de otro de manera infinita.
Ahora ya no soy nada, y de la nada, nada se puede obtener, aprender o entender. Lo cierto es que ya no soy… y nunca seré.
—¿Qué vacío puede habitar un vacío?, ¿qué inexistencia puede crear existencia?
Ya no, no hay viaje. Se acabó. Ya no hay miedo. Los sollozos se apagaron, ya no los oigo. Nadie llora, nadie ríe, nadie maldice ni reclama. La tumba se tragó todo. La tierra hace su indigno trabajo y recobra lo que siempre fue suyo. Y quienes caminan sobre esta son solo retumbos sobre la tierra, no teniendo significado dentro del profundo e insondable vacío en una abismal oscuridad. Los que me amaron, odiaron o ignoraron se difuminaron en los ecos de la profundidad sobre la tierra que cubre la eterna fosa. Solo la vacuidad de un absoluto silencio y la negrura donde yace mi cuerpo inerte. Y todo aquello que era parte de mí se aleja; se aleja cada vez más, perdiéndose en la nada. Ya no sufren, ya no lloran, ya no hablan, no se escuchan. Ya no hay lucha, no hay nada. ¡Nada!
Capítulo 6. La transición
Viajaba en un universo de oscuridad y dentro de este podía ver a lo lejos tenues y secuenciales centelleos producidos por incontables explosiones. Sonaban como ecos de una tormenta muy lejana. No tenía miedo, al contrario, sentía una paz tranquilizadora al arrullo de la cuna de la negrura. En ese insondable lugar, «como danza de estrellas», aparecían y desaparecían los destellos. El sonido que creaban era misterioso e inimaginablemente fastuoso. Tan solo me abandoné y me dejé llevar por tal sublime quietud. Y en ese éxtasis me perdí.
De repente, salí de mi encantamiento y me puse en estado de alerta, cuando uno de los lejanos destellos explotó e hizo un sonido completamente diferente. Este se prolongó más que los anteriores. Iba incrementando de forma abrupta, convirtiéndose en otra explosión cada vez más grande y… ¡se expandía con rapidez hacia mí! El terror me invadió y no tenía forma de retroceder, parar o escapar. Yo viajaba, impelido irremediablemente hacia delante, y la explosión venía de forma abrupta sobre mí. El sonido era estruendoso. La intensidad de tal irradiante escaramuza se agigantaba inconcebiblemente cada segundo, aproximándose intempestivamente a mí, y solo tuve tiempo de cubrirme la cara con las manos por instinto para protegerme. Esa fuerza me golpeó, arrolló, sacudió y empujó con tanta violencia, que me hizo girar velozmente en círculos concéntricos que tiraban de mí hacia su centro. Pude ver que al final de ese remolino se abría una estrecha e iluminada abertura. Sin nada que poder hacer, fui engullido, estrujado y expulsado de forma abrupta. Entre tal confusión, solo me di cuenta de que era arrojado despiadadamente a gran velocidad contra una superficie. Antes de impactar contra el suelo, de nuevo cerré los ojos y coloqué instintivamente las manos sobre mi cabeza para protegerme; sin embargo, al contrario de lo que imaginaba, al golpear no sentí dolor alguno, aterricé con mucha suavidad.
Capítulo 7. La llegada al otro lado
A continuación, me puse lentamente de pie. Me sentía confundido, entumecido y amodorrado. Lo primero que observé a mi alrededor fueron cuatro muros blancos como de tres metros de largo por dos de ancho. ¡Era curioso! O no había techo, o no lo determiné en el momento. Las paredes eran de ladrillos rojizos con mortero gris. Su textura era irregular y el repello se notaba deteriorado. En el suelo pude observar tierra suelta, pedazos de tablas podridas con clavos herrumbrosos, algunos restos de tela negra y tiras blancas polvorientas.
Por una especie de curiosidad, posé mi mirada detenidamente en todos los detalles del suelo. Vi un leve destello de metal que brillaba. Escarbé con mis manos y pude extraer un anillo de oro y un reloj de pulsera. Le quité la suciedad al reloj y noté que no tenía agujas. Al limpiarlo, pude leer un nombre: «Juan», pero las iniciales que le seguían no eran legibles. Todavía consternado, me senté en un cúmulo de tierra y me recosté en la pared. Extrañamente, al observar con detalle el interior del aposento, este parecía no concordar con las dimensiones. En realidad, el espacio se sentía grande e ilimitado. No me sentí atrapado, más al contrario, el aposento me generaba una sensación de reposo y tranquilidad. Sentado ahí, sin nada que hacer, lo siguiente que llegó a mi mente fue preguntarme: «¿Quién soy yo?, ¿qué es este lugar y por qué estoy aquí?». Volví a mirar hacia arriba y no pude ver nada, solo había una neblina oscura. No sé cuánto tiempo pasó. No sentía incomodidad, hambre o sed. «¿Qué es este lugar? —me pregunté otra vez—. ¿Qué hago aquí?». Al pasar un tiempo que no pude determinar, llegué a la conclusión de que nada iba a ocurrir por más que esperara.
Entonces me puse de pie y, por alguna clase de instinto, salté como intentando salir. Después de muchos intentos y saltos, me embargó una sensación de ingravidez; y un inesperado empujón me propulsó hacia arriba —el cual percibí temporal y especialmente largo, impreciso e indefinido—. Con mis manos toqué un tope medio duro, pero gelatinoso. Con toda mi fuerza de voluntad traté de atravesarlo. Mis manos lograron penetrarlo con dificultad llegando al otro lado. Noté una abrasiva sensación, una presión y un hormigueo electrizante que me recorría todo el cuerpo, acompañado de una constante sensación de náuseas y repugnancia. Subí con mucho esfuerzo. Mi cabeza logró pasar a través de algo parecido a una barrera colágena verdusca. Una vez fuera hasta los hombros, mi cuerpo entero fue propulsado y eyectado por la fuerza de la misma barrera hacia el exterior. Cerré los ojos aterrorizado, como anticipándome a lo hórrido que me podía esperar al otro lado.
Segunda parte: el otro lado
«Juan, anticipándose al terror que va a sentir, abre los ojos por primera vez en un lugar desconocido. Lo primero que ve es una infinidad de tumbas blancas y figuras luminosas. Les pregunta quiénes eran, dónde y por qué se encuentra él en este lugar. Aterrorizado, pierde el control de sí mismo. Y un alma le brinda palabras de consuelo y calma. Creyendo estar en el infierno, un extraño e imponente ser
se le aparece. Juan siente un intenso terror. Impactado, escucha que él está muerto y el cuerpo es solo un artilugio. Ese ser
, llamado el heraldo, le aclara que lo más importante de todo es comprender que debe una ofrenda; la cual se debe pagar: Juan queda consternado sin comprender el mensaje».
Capítulo 8. Despertar en el otro lado
Abrí los ojos, medroso y espantado. ¡Lo primero que vi fue una infinidad de tumbas blancas! Mi cuerpo temblaba sin control. La oscuridad era absoluta; no obstante, se vislumbraban ligera y sutilmente sobre esta unas figuras luminiscentes. Embebido y absorto con semejante aparición, en esta, solo la tristeza y agonía veía brotar. Esto era… No lo podía creer, era como estar con el cuerpo dentro de una pesadilla, ¡todo parecía tan vívido y real! Eso me generaba aún más desesperación. Intenté despertar, pero seguía irremediablemente inmerso en el mismo lugar. Exhausto por tratar de salir de ahí, sin fuerza alguna. Haciendo un heroico acto de valor forzado y anteponiéndome a tal horror, despavorido, pregunté con voz entrecortada y suplicante:
—¿Qué es lo que me está pasando?, ¿dónde estoy?, ¿quiénes son ustedes?
Agudizando un sentido ausente, tres en una eran las figuras que observé en cada tumba. Sin tiempo para entender, al unísono contestaron con un insólito e incalificable sonido.
—Alma ya sin cuerpo, no te asustes ni te espantes. Lo que estás ahora viendo es lo que siempre estuvo oculto para protegerte de que el respeto a la vida le perdieras. Porque entiende esto ahora, esta solo fue un escenario. Es por eso que prohibido está saberlo por anticipado. Aquí reposamos inertes en el fondo del sepulcro y, como carne en descomposición, aún dolor sentimos hasta que los huesos en polvo se conviertan.
Con pesada y amarga tristeza siguieron diciendo:
—Aquí ya no existe rastro de orgullo ni residuos de vanidad. Hemos llorado y suplicado tanto que solo plegarias nos quedan por hacer. Somos lo mismo que tú eres ahora. Ya no somos lo que éramos. Tampoco somos lo que hubiésemos llegado a ser.
Con desasosiego, consternación y espanto por lo que ocurría, y sin nada que pudiera anticipar, el alba iluminó el lugar con sus primeros tenues rayos, y sin ningún miramiento, una bruma extraña tiró de mí como si yo fuese humo, introduciéndome al lugar de donde había emergido.
Capítulo 9. El diagnóstico
En esa escandalosa sala del hospital, los gritos de los niños se oían como chillidos. Me molestaba ese ambiente, lo aborrecía. Lo único que quería era salir de ese maldito lugar. Mujeres rodeaban el recinto y se enfrascaban en conversaciones simples y tontas. Hablaban tan fuerte que a kilómetros de distancia se les podía escuchar. La única razón de estar aquí no era más que la insistencia de un amigo, quien, con sus influencias, me logró conseguir ciertos privilegios para que uno de los mejores especialistas del país analizara mi caso; además de que solo aquí disponían de los equipos