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Memorias improbables de una bestia
Memorias improbables de una bestia
Memorias improbables de una bestia
Libro electrónico391 páginas6 horas

Memorias improbables de una bestia

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Solo con amor la vida tiene sentido.

Memorias improbables de una Bestia es una historia cruel. Y es también una historia real, motivo por el cual quizá sea aúnmás cruel. Este libro trata del odio, del mal, de los más bajos instintos del ser humano, de la ausencia de fronteras en la crueldadque somos capaces de expresar. Y de cómo ese odio, ese mal, esa crueldad, no está encerrada en monstruos sobrenaturales ni está aislada en unos cuantos perturbados mentales. Al contrario, está oculta en nuestra humana naturaleza, en mayor o menor grado, más cercao más lejos de la superficie, más o menos intensa o retorcida en cada uno de nosotros. Es una cuestión puramente circunstancial queese mal aparezca o permanezca oculto.

Escrito en primera persona, este libro narra la historia de Maria Mandel, una de las guardianas que más responsabilidad adquirió en el sistema de campos de concentración nazi. Desde su infancia y juventud y su paso porlos diferentes campos del sistema KL, hasta su captura por parte de los aliados una vez finalizada la guerra. Memorias improbables de una Bestia es una reconstrucción improbable en lo anecdótico, aunque muy probable en el fondo, de la vida de una mujer aparentemente normal, que le tocó vivir tiempos convulsos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 mar 2018
ISBN9788417335076
Memorias improbables de una bestia
Autor

Miguel Ángel Buenestado Grande

Miguel Ángel Buenestado Grande nació en Córdoba en 1978. Allí adquirió su formación académica, licenciándose en Administración y Dirección de Empresas, y comenzó una carrera profesional que poco tiene que ver con la literatura. Pero esta realidad siempre fue compatible con su verdadera pasión por el mundo de los libros. Comenzó a escribir con dieciocho años cuentos y relatos cortos, descubriendo poco a poco que, además de ser un lector empedernido, tenía vocación de escritor. Esta vocación se ha visto confirmada con la publicación de Memorias improbables de una bestia, su primer libro.

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    Memorias improbables de una bestia - Miguel Ángel Buenestado Grande

    Memorias-improbables-de-una-bestiacubiertav3.pdf_1400.jpg

    Memorias improbables de una bestia

    Primera edición: Febrero 2018

    ISBN: 9788417321338

    ISBN eBook: 9788417335076

    © del texto:

    Miguel Ángel Buenestado Grande

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Belén, Candela y Leo

    «¿Sabes?, la bestialidad es seguramente

    la cosa más contagiosa que existe».

    Arturo Barea

    «La ruta»

    Prefacio

    El tren

    Si algo he aprendido a lo largo de mi corta vida, si algo he logrado discernir como una verdad suprema e inviolable, especialmente durante estos intensos últimos años de mi paso por el mundo, es algo tan sencillo que quizá no merezca siquiera su presencia en estas líneas que ahora escribo. Todo llega, todo lo que ha de ocurrir termina ocurriendo y ni la juventud, que adorna y deforma con la elegancia de la lejanía el futuro, ni la inconsciencia, que priva a nuestra vida, a nuestras decisiones, de su verdadero valor, nos brindarán el privilegio del presente eterno. Si una etapa de nuestro camino se hace larga, si la espera en el presente se nos hace insoportablemente eterna, nada debería hacernos creer que ese algo que ha de llegar, ese algo incontrolable y transfronterizo, no vendrá jamás. Los ecos de mi inminente traslado a Polonia parecían venir de muy lejos, y yo los escuchaba como ajenos a mí, como si los destinatarios de aquellos mensajes fueran otros y estuvieran aún más lejos. Los días transcurrían lentos en la cárcel y el tiempo se dilataba deformando el paso de cada uno de ellos, confundiendo una intuición poco certera ya, después de más de un año desde mi detención, en agosto de 1945. Las fechas no tienen importancia ahora, quizá nunca la tuvieron, pero son para mí un modo de ordenar mis pensamientos. Elsa Ehrich era mi compañera de celda en Dachau y ella albergaba las mismas absurdas esperanzas, no había sido aún notificada su extradición y sus interrogatorios fueron menos exhaustivos. Su rastro parecía más esquivo.

    Mis nervios y dolores de cabeza fueron en aumento desde que los rumores se convirtieron en un ruido real y constante. Todos teníamos miedo, todos, sin salvedades, incluso aquellos que se esforzaban por mantenerlo lejos de sus ojos, escondido en el mármol frío y ocre de sus rostros. Sabíamos que los polacos nos esperaban ansiosos y la expectación, esto era por entonces una suposición, sería grande, morbosa. Los soldados y guardias de la unidad polaca establecida en el PWE 29 hablaban de los juicios que se estaban preparando en Cracovia, olvidando quizá un deber de confidencialidad que les pesaba demasiado.

    La humedad y el frío de la celda durante el invierno hicieron mella en mis huesos. Me dolían las articulaciones todo el día. Cualquier movimiento que requiriera algo de fuerza, sostener simplemente la bandeja del rancho maloliente que nos servían dos veces al día, suponía para mí un esfuerzo desproporcionado para mis treinta y cuatro años de entonces. Me sentía en esos momentos como una abuela vieja y demacrada. Pero Elsa me ayudaba con su buen humor y su bella sonrisa, tratando de hacerme olvidar las molestias y borrar las muecas de dolor que se hacían cada vez más frecuentes.

    El 4 de septiembre de 1946 el verano seguía en vigor. En la celda persistía una humedad asfixiante, mi pelo rubio, cada día más gris, se oscurecía y los rizos reclamaban un espacio invadido por el aire suspendido. De madrugada abrieron la puerta, después de liberarla de los pesados y ruidosos cerrojos. La prisionera de guerra Maria Mandel, número 2901277, tenía dos minutos para colocar en una caja sus efectos personales, vestirse y asearse y salir de la celda inmediatamente. Apenas tuve tiempo de despedirme de Elsa, aunque quedé tranquila, ya que habíamos tenido sobrado tiempo de hacerlo en los días anteriores, cuando mi traslado se sentía ya en las paredes de la celda. Me colocaron las esposas y un soldado, polaco supuse, me agarró con fuerza del brazo para trasladarme fuera del búnker.

    Todo estaba oscuro y todo se me hacía irreal. Fueron muchos y largos los días que pasé encerrada en Dachau, pero en ese momento nada me era familiar. Las luces de varios camiones esperando impacientes en la zona de barracones del campo me despertaron de súbito a una realidad que se extendió hasta el último poro de mi cuerpo, erizando la piel sin vello de mis brazos y electrizando un pelo que creía insuficientemente arreglado. Me hicieron subir a uno de esos camiones por la parte trasera, acomodándome en unas tablas de madera frías y húmedas. Había más personas dentro, pero a ninguna conseguí distinguir, rostros negros cubiertos de miedo y angustia. Alguno levantó la cabeza cuando me senté, pero enseguida la volvió a colocar en la misma triste posición. Llegaron algunos más, pero yo me acomodé a la misma dinámica que dejó sin ánimo nuestra curiosidad.

    Los motores de los camiones se pusieron en marcha y sentimos todos el movimiento lento y perezoso de nuestro habitáculo. Un hombre preguntó si alguien sabía adónde nos llevarían y otro respondió sin mucha convicción que nos llevarían en tren hasta Polonia. Algo que ya sabíamos todos sin mucho más detalle, una pregunta absurda que mereció la misma absurda respuesta. Y, en contraste con el tedio de las horas pasadas en la celda, todo me parecía ahora que ocurría a una velocidad excesiva. El tiempo siempre responde de forma arbitraria y contraria, en muchas ocasiones, a los deseos más íntimos. La comitiva se detuvo al cabo de varias horas fugaces. Las luces de los faros se hacían interminables en la carretera. Camiones y coches patrulla compartían un mismo destino en aquella noche que empezaba a retroceder. Nos bajaron a todos con un grito del que solo se distinguió la intensidad. Tampoco necesitábamos prestar mucha atención, pues no había opciones. Aquel que dudaba tan solo tenía que seguir al que no parecía hacerlo. Estábamos en una estación de tren. Nos agruparon a todos los que íbamos en el mismo camión, sus rostros aún invisibles para unos ojos deslumbrados por las luces y teñidos del gris oscuro de la incertidumbre. Nos hicieron avanzar después de que un soldado hiciera un recuento golpeando sin fuerza los hombros de cada uno de nosotros.

    Entramos al vestíbulo de la estación y lo cruzamos tan rápido que apenas tuvimos tiempo de saborear el olor a café recalentado. Del edificio solo pude ver los restos de pintura amarilla de la fachada y un viejo y destartalado cartel con el nombre de Regensburg. Salimos al andén, donde nos esperaba un tren de hierro viejo y tembloroso. La locomotora rugía vapor y humo gris por la chimenea, silbando cada pocos segundos extraños ruidos de aire pesado. Finalmente, sin un orden aparente, nos hicieron subir a distintos vagones. Un hombre que se presentó como médico subió al vagón, se dirigió hacia mí diligentemente y me entregó una caja de pastillas. Las puertas se cerraron tan pronto salió el hombre, dejando atrás un andén en movimiento.

    Perdí la noción del tiempo. De repente me encontraba sentada en un asiento metálico muy incómodo en uno de los vagones de aquel tren de transporte criminal que caminaba con dificultad por railes de hierro oxidado, dejando atrás pueblos más o menos destruidos. La visión que tenía desde el vagón era muy limitada, rendijas de luz luchando por espacios horizontales. Giré la cabeza hacia el interior del vagón aún soñoliento. En el suelo, a pocos metros de mí, tres mujeres charlaban aburridamente. De pronto las tres callaron y me observaron. Sus ojos transmitieron una luz que aún no soy capaz de descifrar, una mezcolanza quizá de curiosa familiaridad, pena compartida y solidaria, la mirada probable de compañeros que se enfrentan a una muerte también probable. Conocía algunos de esos rostros aunque sus nombres no aparecieron hasta que las situé en un pasado que trataba siempre de olvidar. Allí estaban Johanna Langefeld, Erna Boden y Margareta Burda, a quien no conocí hasta entonces.

    Su presencia prendió una pequeña llama de ánimo en mí y conseguí levantarme por fin de aquel asiento que tanto daño hacía en mi espalda pero en el que me sentí atrapada desde el inicio del trayecto. Caminé hacia ellas y miraron todas a Johanna, creyendo quizá que mi mirada las obviaba. «Hola, Maria», una voz suave y lejana llegó a mis oídos entre algodones. No fueron muchas las horas que pasaron desde que salí de la cárcel y ya añoraba la calidez de las palabras amistosas, una voz que pronunciara mi nombre sin sobresaltos. Esta era dulce, compasiva. Respondí con una sonrisa que se me hizo rápidamente excesiva. No podía evitar mostrar mi profunda necesidad de afecto tras tantos meses de prisión y tampoco pretendía hacerlo. «Hola, Maria». Las demás repitieron las mismas dulces palabras, haciéndome sentir abrazada por sus cálidos alientos. Me senté en el suelo al lado de ellas. El dolor de mi espalda, de mis rodillas y codos desapareció de forma súbita. «Hola, chicas». Mi voz sonó fuerte y amplificada por la estrechez del vagón. Johanna y yo hemos compartido un camino muy similar. Ella es diferente, yo soy diferente, pero algo nos llevó a tomar una decisión que difuminó muchas de aquellas diferencias, una sombra que nadie reconocerá porque nadie se preocupará de indagarlo. La conocí en los comienzos de mi carrera, cuando todo empezó. Con el paso del tiempo, cuanto mayor es la persona, menos se aprecian las diferencias de edad. Cuando la conocí, ella era una mujer en toda la extensión de su significado. Yo en cambio me sentía casi una adolescente a pesar de que mi vida había dados muchas vueltas en los últimos años. Al lado de ella, esa sensación se acentuaba con más fuerza. Ahora ya no. La veo sentada en el vagón, perdido el porte elegante que siempre la acompañaba. Me pregunté por qué estaba arrestada al igual que yo, al igual que las otras. Ella no era como nosotras. Su corazón, sus sentimientos, su compasión hacia los otros. Es triste reconocerlo. Ya he aprendido, aunque sea tarde.

    De Erna Boden no conocía apenas nada, aunque durante el trayecto tuvimos tiempo sobrado para poner al día ese conocimiento mutuo que genera esa confianza tan importante en cautividad. Su cara me era familiar, y pensé rápidamente en Ravensbrück, donde tantas mujeres como ella conocí. Era más joven que yo, era evidente en su piel, en su sonrisa afable y quizá optimista. Me contó, casi a modo de presentación, que había estado en muchos campos. Su edad engañaba evidentemente. Estuvo en Ravensbrück en 1943, dato que me hizo reconsiderar mi memoria ya gastada por el tiempo y la acumulación de recuerdos. Fue en Auschwitz donde la conocí y entendí entonces un destello de sus ojos que al principio me pasó inadvertido. Pensé que aún conservaba una cierta admiración o respeto por el grado superior que yo disfrutaba en ese maldito campo. Ese destello me recordó el miedo de los prisioneros y de algunas de mis compañeras, y me hizo sentir peor aún, si cabe, en ese tren de muerte, en ese vagón vaporoso.

    De Margareta Burda no sabía nada. Su extraña mirada me sorprendió al instante cuando sus ojos se clavaron en los míos al tiempo que sonreía condescendientemente. Al dirigirse a mí, lo hacía en un tono que a mí me pareció altivo, pero en cuanto Johanna le dijo quién era yo y el cargo al que ascendí en mi carrera en la SS, su mirada cambió de inmediato, como si se disculpara sin palabras por haber tenido la ocurrencia de creerse superior a mí. Esas reflexiones las hice ya en la soledad de la noche, intentando abrazar un sueño que me era esquivo desde hacía varios días. Me enorgullecía en lo superficial que una agente de la Gestapo, como así se presentó Margareta con desdén falso, no hubiera podido evitar la admiración en sus ojos. Pero ya había asumido que nada de lo que fui debía ser motivo de regocijo alguno. Mi historia se encargará de confirmar esto que llegué por fin a interiorizar después de muchas reflexiones y desencuentros.

    La conversación con aquellas tres mujeres fue como un analgésico para mis dolores. Pero tan pronto me encontré en soledad de nuevo, estos reclamaron su presencia velozmente. También volví a ser consciente de que estaba sentada en un vagón de un tren cuyo destino era Polonia, nombre que hacía nacer muchos fantasmas en mí y que nublaba de oscuro y espeso gris mis pensamientos. Pensaba en mi muerte con mucha frecuencia desde que fui detenida. En el fondo siempre lo he hecho, pero esta vez no era un pensamiento liviano y lejano, fácil de olvidar o al menos descartar conscientemente en cualquier momento. Ahora sentía la muerte con todo su peso, recluido Dios en el baúl de los deseos como algo esotérico, imposible por tanto. El corazón se me aceleraba a cada instante pensando que muy pronto dejaría de ser. Otro concepto imposible. Imposible de asimilar de uno mismo por más que en mi corta edad haya visto más muerte que la inmensa mayoría de las personas. En los campos, los muertos eran cuerpos, indiferentes unos de otros, pues me acostumbré a observarlos con la misma fría mirada con que observas un canto rodado en cualquier río. Eran parte del paisaje y me mostraba incapaz de pensar que esos cuerpos fueron habitados algún día, siempre pocas horas o días antes, por una persona. Y el motivo no es una derivada perversa de una ideología de supremacía racial, ya que nunca me detenía a observar el tiempo suficiente para saber si los cuerpos, esos cuerpos, eran polacos, húngaros, judíos o alemanes. Pero ahora eres tú la que aparece en las imágenes, es tu cuerpo el que yace inerte sobre un suelo embarrado, sucio y teñido de rojo, porque es tu sangre la que se desprende, la que deja de fluir a tu cerebro y provoca que lo que eras un segundo antes deje de serlo y pase a ser nada. Son tus ropas las que abrazan lo que antes te parecía un simple canto rodado mecido por la corriente de cualquier vulgar río. Es tu vida la que se frena y deja de tener sentido, es tu nombre, tu rostro, el que ya no será pronunciado ni recordado. Son tus recuerdos los que se borrarán de la faz de la tierra con tus preocupaciones y tus ideas, con tu sonrisa y con tu tristeza. Es tu cuerpo, ese cuerpo, al que mirarán con frialdad los que siguen vivos, el mismo que cargarán entre dos de esos fríos seres, uno de los hombros, de los tobillos el otro y que cargarán en un camión con la seguridad de saber que, sea como sea tratado, nadie sufrirá ya, porque ese nadie que allí se encuentra, amontonado en el remolque junto con otros nadie, eres tú.

    Deprimida, fatigada, dolorida por la incomodidad de aquel vagón en el que estaba recluida, perdía por momentos la noción de que ese tren estaba en movimiento. Estaba viajando lenta pero inexorablemente hacia mi final. Ignoraba si habíamos dejado ya las fronteras alemanas, aunque en el fondo tampoco tenía interés por conocerlo, la trayectoria me era indiferente. Por la mañana, el sol comenzó a dibujar camaleónicas líneas de luz por las rendijas del vagón, líneas que atravesaban el aire en feroces diagonales, dejando al descubierto el polvo suspendido y algún que otro insecto. Iniciábamos el segundo día de un viaje cuyas horas estaban ya difuminadas y solapadas al lento transcurrir del tren. En el vagón seguía en la compañía de Johanna, Erna y Margareta, ahora separada por el sueño que aún seguía presente en sus rostros. Un sueño que fue interrumpido bruscamente cuando una de las puertas se abrió violentamente. Varios soldados entraron a continuación armados y apuntando sus armas a todas nosotras. Tras los soldados apareció un oficial con una libreta y una pluma con las que parecía tomar notas. ¡En pie!, gritó de repente. Obedecimos todas con una velocidad acorde a la gravedad de la situación. Algo ocurría.

    El oficial nombró cada uno de nuestros nombres comenzando por Erna. Reclamó de ella un paso al frente en el mismo tono fuerte y seco. Tras ella, fuimos nombradas Margareta, Johanna y yo. Acompañamos el paso casi al tiempo en que nuestros nombres fueron pronunciados. Nos miraba fijamente, primero a los ojos, después de arriba a abajo como confirmando una descripción física que debía tener anotada en aquel cuaderno. Una vez terminó la ronda, ordenó a los soldados continuar hacia el siguiente vagón. Uno de los soldados quedó como guardián de unas puertas que no lo necesitaban, no al menos en aquel nuestro vagón femenino. ¡Descansen! El soldado pronunció aquella orden mirando a un frente sin horizonte, evitando mirarnos a los ojos. Aliviadas, nos sentamos en las butacas de madera, juntas las cuatro, muy cerca unas de otras, como si de ese modo nos protegiéramos de la extraña amenaza que a todas nos pareció la escena que acabábamos de presenciar. Johanna tardó poco en recuperarse y se levantó estirando las piernas y los brazos. El soldado permanecía en la misma posición. Era americano. Eso me hizo pensar que aún debíamos estar en territorio alemán. Se dirigió lentamente hacia él y se detuvo a dos pasos. Agachó la cabeza como observando las botas militares y le preguntó sobre cuándo nos servirían el próximo rancho.

    El soldado no reaccionó. Parecía estar pensando una respuesta, la duda asomando a un rostro que no conseguía acertar sobre la conveniencia de ofrecerla, pero lo hizo al cabo de un minuto largo y tenso. Nos explicó que todo el tren estaba en estado de alerta, que la cocina estaba paralizada hasta nueva orden y que debíamos aguantar el hambre. Se disculpó al final dándonos a entender que ni siquiera ellos habían desayunado aún. La respuesta del soldado nos sorprendió por cuanto no esperábamos ninguna y mucho menos con ese detalle. Pero eso provocó que nuestra curiosidad fuera en aumento, alimentada además por el tono amistoso que percibíamos en aquel soldado. Fue Johanna de nuevo la que preguntó en un tono de falsa humildad si se podían conocer los motivos de la alerta. Esperé la respuesta con la mirada puesta en los ojos del soldado y con un nerviosismo extraño. De nuevo la respuesta vino con demora. Cinco presos habían escapado en la primera parada del tren en Schwandorf. No detalló en ningún momento cómo lo hicieron. Solo sabía que en el recuento de la mañana faltaban cinco personas en un tren donde debía haber setenta y siete criminales. Pronunció esta última palabra con un atisbo de duda o de disculpa que percibimos también en el color de unas mejillas ya de por sí cálidas.

    Sorprendidas por la noticia, nos levantamos de los bancos y nos sentamos en el suelo del vagón. Era una forma de sentir la cercanía que yo anhelaba. Además, de ese modo, nos veíamos las caras sin necesidad de girar mucho nuestros cuellos doloridos por el viaje. Nos miramos y en los ojos de Johanna pude observar una sonrisa que cuidó mucho de trasladar al resto de su rostro, pensando quizá en la inconveniencia del gesto con el soldado a pocos pasos. Pero podía sentir el alboroto en su interior y lo que ocurrió no muchos días más tarde me hizo comprender el sentido de aquella sonrisa oculta.

    El resto del día transcurrió con la presencia de aquel soldado como testigo indiferente de unas conversaciones aburridas en un alemán que intentábamos camuflar. Hablábamos de nuestros comienzos en el sistema KL, de qué nos motivó a trabajar, de nuestras primeras sensaciones, de la violencia como un hecho ajeno, puesto entre paréntesis de unas vidas comunes. Intentábamos renegar de nuestra culpa sobrevalorando el deber, la obligación o la necesidad como argumentos. Me di cuenta de que nuestros razonamientos eran muy similares en ese sentido, influidas por un tiempo de reclusión que se nos hacía muy largo. Me aliviaba encontrarme en aquella situación, era como si al compartir la culpa, se hiciera esta más liviana. Lo mismo me ocurrió en la celda, primero con Elizabeth y más tarde en Dachau con Elsa. Pero la soledad que siempre nos esperaba en el después había colocado en la balanza el peso que lo equilibraba todo de nuevo.

    Otra noche transcurrió encadenadas las manos al límpido cielo oscuro que acompañaba a nuestro tren, de nuevo en movimiento tras la alerta por la fuga de prisioneros. Las conversaciones cesaron una vez terminamos el triste rancho que volvió con el movimiento. Mi cabeza seguía sufriendo un dolor constante al que casi estaba ya acostumbrada. Me costó un tiempo indefinido dormirme. Y la mañana volvió con puntualidad. Aproximadamente una hora después el tren se detuvo. Johanna estaba asomada por una de las aberturas en el lateral del vagón, transmitiéndonos con interés lo que veía. Habíamos cruzado la frontera y estábamos en Checoslovaquia. El soldado había cambiado de rostro y cuerpo. Su mirada en cambio era la misma. Trajeron un café de tono marrón aguado excesivamente dulce. Un trozo de pan seco se quedó con la mitad del vaso y me fue difícil recuperarlo sin derramar nada fuera. Era lo único que teníamos y no debíamos derrocharlo. Nos sentamos de nuevo las cuatro en el suelo, las cuatro cadenas descansando y refrescando con sus fríos eslabones el dorso de nuestros pies. Al poco se abrió una de las puertas del vagón y entraron un oficial americano y dos personas, hombre y mujer jóvenes, vestidos de civil.

    Sus rostros nos observaron un momento escrutándonos, como si buscaran algún desconocido indicio o aquello que nos diferenciaba unas de otras. Miraron al oficial y este asintió al tiempo que giraba su cabeza hacia nosotras. Un torrente de voz nos preguntó en alemán quién había trabajado en Ravensbrück. La pregunta nos dejó petrificadas a todas. Mantuve la mirada al rostro marmóreo de aquel oficial mientras un calor ardiente invadía mi pecho. El fuego atravesó mi cuello hasta entrar en la cara. Pude sentir cómo el calor tornaba roja mi piel sin necesidad de mirar a un espejo. Después las palabras salieron sin ayuda de mi boca. Yo. Dos figuras se acercan furiosas. Sus pasos retumban en el suelo en que estás sentada, haciendo vibrar tu cuerpo. Sus ojos desprenden odio, furia, rabia recién escapada de la prisión del tiempo. Están a tu lado, sus puños apretados, sus gruesos dedos blancos, tensos, vibrantes. Sientes la necesidad de ponerte en pie, pero justo en ese momento, cuando apoyas los brazos en el suelo para levantar tu tembloroso cuerpo, tu cara recibe un puñetazo del hombre. Tu cabeza se estrella contra la pared del vagón. Pero no tienes tiempo para asumir lo que está ocurriendo. Otra vez su puño se estrella en el mismo lado de la cara. La mujer dobla levemente su cuerpo para acercar sus manos a tu pelo, agarrándolo con fuerza, girando las muñecas para enredarlo entre sus fuertes dedos. Tira de él y tu cabeza responde con un movimiento en la misma dirección. Gira las muñecas de nuevo y tu cuello es ya un fiel animal de compañía. Recibes dos puñetazos más, esta vez en el lado intacto de tu rostro. ¡Ya basta! La voz del oficial ruge en el fragor de aquella lucha tan desigual como silenciosa. El torso de tu cuerpo cae al suelo. Es entonces cuando rompes a llorar.

    La puerta se cierra con un estruendo tras los pasos del oficial. Los dos civiles salieron en primer lugar. Eso me lo contaron después porque yo no era consciente aún de lo que acababa de ocurrir. Tan solo lloraba y lloraba sin consuelo ni fin. Johanna sostenía mi cabeza entre sus piernas, mi cuerpo tendido en la madera, mi pelo acariciado por sus manos atentas y cobardes. Me decía que lo sentía mucho, repitiéndolo a cada instante, acompasando sus suaves palabras a las caricias. Lo siento, lo siento, lo siento. Las lágrimas dejaron poco a poco de brotar de mis ojos atardecidos. Y el dolor vino después. Johanna pidió a Erna otro trozo de tela con el que limpiar mi boca hinchada y sanguinolenta. Sentía dolor por toda mi cabeza, el pelo, la boca. Me acordé del médico y sus pastillas, recordé su triste expresión, quizá una compasión presagiada. Le pedí a Johanna que las buscara y que me diera dos. Las mostró sobre su mano temblorosa. Lo siento, lo siento.

    Sabía que Johanna se sentía mal. No había compartido la culpa, por miedo a compartir el dolor. Ella había trabajado en Ravensbrück, más tiempo que yo incluso, y podría haberlo dicho. Quiero pensar que no le dio tiempo y que quedó bloqueada ante los hechos, quiero pensar que no fue egoísta sino que actuó, también actúa quien no hace nada, por miedo. El miedo al que no estamos acostumbradas nosotras pues nuestra posición respecto a esas gentes era la inversa a como se comportaron conmigo en el vagón. Quiero pensar que aunque ella hubiera confesado lo mismo que yo, incluso aun haciéndolo segundos más tarde, nada hubiera cambiado. Quiero pensar así porque no quiero odiar más. Quiero entender los motivos de aquella mujer y de aquel hombre para reflejar esa furia en sus ojos, quiero creer que ellos no son como otros. Quiero descansar ya del miedo y del rencor, del odio y de la furia, de la culpa que corroe todo cuanto recuerdo.

    Johanna seguía cuidando de mí, acariciando mi pelo, lavando con agua limpia el delgado hilo de sangre que aún se escapaba de mi boca. El silencio entre las dos era solo interrumpido por las palabras de Erna. Margareta permanecía al margen, ajena al dolor que mostraba mi rostro hinchado. Me incorporé sentada aún sobre el suelo y el dolor de cabeza se hizo mayor. No podía articular palabra y mi garganta estaba reseca. Pedí agua y fue como una tortura el tragarla. Johanna habló de nuevo: «Lo siento, debería haber dicho que también yo estuve allí, que también yo hice cosas feas, lo siento, Maria, pasó muy rápido, me quedé sin habla y sin poder moverme y el oficial americano nos controlaba con la mirada. Lo siento». Terminadas las palabras también ella empezó a llorar. Pero yo no tenía fuerzas para consolarla. Tan solo le dije que estuviera tranquila, que lo entendía, que ya se me pasaría el dolor y que pronto lo olvidaríamos todo. Una mentira que compartimos sin más detalles.

    Fue aquella la segunda vez que me enfrenté a mis víctimas. Sus caras no me fueron familiares, quizá no fueran siquiera ellos sino su madre, o algún otro familiar recluido en el campo. Sentían la necesidad de expresar un sentimiento que estuvo largamente reprimido durante la invasión y la guerra. Tampoco me conocían a mí, pero yo representaba para ellos ese mal que tanto temieron y sufrieron. Fue un juicio sin juez cuya sentencia estaba escrita a flor de piel. Acercarme a ellos me hizo sentir con más fuerza el hondo calado de todo lo que pasó en los campos. En la cárcel todo es diferente, frío y distante. Sufres por los hechos y eso te tranquiliza, consciente de estar pagando un precio. Pero verlos a ellos es otra cosa, por más que no los conociera, por más que no me conocieran ellos a mí. Quizá después, una vez grabadas las imágenes de mi rostro, me recordarían en mis paseos por Ravensbrück, o mis gritos «häftling nummer… meldet sich an Stelle!!!» en medio de los trabajos forzados o los recuentos de prisioneras. Todo es posible en esta historia.

    El resto del día transcurrió entre el dolor de cabeza y el traqueteo constante del tren. Margareta se asomó por una de las aberturas del vagón y dijo que ya estábamos en Polonia. Le preguntamos cómo lo supo y nos dijo que conocía el paisaje. Pronto llegaríamos al destino. Mejor sería dormir y descansar, pues ninguna sabíamos qué sería de nosotras una vez alcanzáramos nuestro destino. Llegó la noche de nuevo y la mañana después de horas interminables de frío y dolor. La luz penetraba de nuevo en el vagón cuando sentimos que estaba reduciendo la velocidad. Estábamos llegando a una nueva estación.

    Cuando el tren se detuvo finalmente, oíamos voces en distintos idiomas y un murmullo indefinible de fondo. Estábamos en la estación de Dziedzice, en territorio polaco al fin, cruzadas las fronteras checoslovacas y presas definitivamente de nuestros nuevos captores. El soldado salió por una de las puertas y nos quedamos solas. No fue durante mucho tiempo, pues entró de nuevo el oficial que hacía el recuento. Después de mirarnos a todas, nos ordenó salir del vagón tras pronunciar nuestro nombre. El andén nos esperaba en un caótico revuelo de gentes variopintas. Presos encadenados, militares americanos y polacos, civiles curiosos y expectantes, algún reportero en busca de noticias frescas. De repente vemos a varios militares acompañados de un médico corriendo y entrando en unos de los vagones. Alguien ha muerto. Suponemos que es un preso, pero es algo que no sabremos hasta después, ya en la celda. Un tal Franz Engel. Un muerto más o alguien menos a quien matar. Pienso que ha sido afortunado, y por momentos envidio su alivio de la incertidumbre y el sufrimiento que me llena de barro inmundo hasta el cuello. Después de un nuevo recuento, nos introducen de vuelta al tren y este se pone otra vez en marcha.

    Desconocíamos aún hacia dónde nos llevarían, aunque no era esa nuestra preocupación, ¿qué importaba ya el destino? Saber que era Polonia era suficiente. Nuestro miedo era más profundo. Pasamos una nueva noche en el vagón, acompañada de mis compañeras de cautiverio y yo, de mis dolores por los golpes y por la incomodidad del viaje. Tenía la nariz amoratada y me palpitaban las sienes de la cabeza con pinchazos agudos, también sentía dolor en los ojos y en los oídos, además de los huesos que me impedían acomodar una postura para dormir o estar sentada varias horas. Solo esperaba que el viaje terminara lo antes posible, conocer la celda de la cárcel allí donde estuviera, intentar crear un espacio familiar y confortable para mí, la libertad borrada de mi futuro. Desperté después de varias horas de sueño interrumpido y la luz del amanecer se colaba de nuevo en el vagón al tiempo que el tren parecía reducir la velocidad. Después del desayuno, llegamos a una nueva estación. Era el 8 de septiembre y al bajar del vagón, increpados por órdenes violentas en polaco, todo parecía indicar que habíamos llegado a destino.

    Un pasillo de militares nos guiaba tras empujones metálicos a nuestras espaldas. Rápido, caras largamente inclinadas hacia el suelo asfaltado, un edificio de ladrillo y un cartel cuyo nombre me es familiar, Cieszyn. Andando, rápido. De nuevo unos camiones nos esperan a la salida. Mi cabeza sigue dolorida, necesitaré un médico y pienso si dispondré de un lujo así en este país. Lo dudaba, pero no perdía la esperanza. Entramos en uno de los camiones militares. Son extraños por dentro, compartimentados en cubículos cuya visión me agobia. Son como minúsculas celdas sin apenas espacio para moverse. Me introducen en una de ellas y una puerta metálica se cierra ruidosamente a mis espaldas. Dentro todo está oscuro a pesar de que fuera el sol brilla con fuerza. Huele a grasa y a combustible, un olor que me produce náuseas y acentúa mis dolores. El camión comienza a moverse y se me hace difícil creer que viajaremos de este modo, encerrados como cabezas de ganado. El viaje es horrible en aquella celda, mi cuerpo expuesto a los vaivenes del camión, obligada a mantener los brazos y piernas en tensión para evitar colisionar con las paredes. Oigo golpes de otros presos que no habrían tenido tiempo de protegerse. Atrás queda la estación tranquila una vez hemos sido cargados y desalojados. Atrás quedan los soldados americanos, cumplida ya su custodia accidentada e incompleta con seis presos menos de lo acordado, cedida la presa a estos polacos sedientos de sangre y de ojos carroñeros. Mi cuerpo esperaría a partir de ahora, consumiéndose lentamente en la celda, un juicio y un veredicto predecible. Ignorando si tendré tiempo suficiente para recapitular mi vida, me dejaré llevar por mis recuerdos, lo único que me queda en este mundo, con la intención de perdonarme el desperdicio de aquello que, ahora sí lo sé, no se tiene más que una vez por los siglos de los siglos. Espero tan solo estar a la altura.

    Capítulo 1

    Antes de todo

    Ahora ya recuerdo poco del antes. Visiones fugaces de campos verdes, el olor a betún, niños, el colegio y la iglesia. Sin darme cuenta me explico mi vida como en fases,

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