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Una Muerte Muy Saludable
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Libro electrónico206 páginas2 horas

Una Muerte Muy Saludable

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Novela negra del afamado autor mexicano Orlando Ortiz, donde el reportero Pablo Mistral, en conjunto con un equipo policíaco de dudoso talento, deberá resolver una serie de homicidios con sobretonos religiosos en una ciudad porteña en la que es un recién llegado junto con su esposa e hijo próximo a nacer.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 ene 2015
ISBN9781502242594
Una Muerte Muy Saludable

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    Una Muerte Muy Saludable - Orlando Ortiz

    A Manera de Prólogo

    Me lo repetí a mí mismo: ése era el lugar

    donde yo quería estar. Si me lo repetía

    bastante a menudo, quizá consiguiera creérmelo

    Ross MacDonald

    La piscina mortal

    Batallé un poco para conseguir que un taxi aceptara llevarnos a la central de autobuses del Norte. Yo no me enojaba porque, en efecto, nuestro equipaje era bastante voluminoso y no abundan los taxis con cajuela amplia (y vacía, porque casi siempre traen pendejada y media en ella) o parrilla de carga en el techo. Además, los pocos que se detenían querían cobrarme una fortuna por el viaje, yo los mandaba al carajo, pues estábamos —Toña, y yo— atravesando por una situación bastante difícil, algo así como un epílogo y el inicio de la incertidumbre, lo cual, traducido a pecuniario lenguaje, significaba tener sólo unos cuantos pesos y no saber si la próxima quincena estaba a varios meses de distancia o, lo peor, no existía.

    El borrón y cuenta nueva se había iniciado días antes. Tal vez semanas. Quizá cuando le dije a Toña que tenía una oferta de trabajo en otro lado, en una ciudad desconocida para ambos, lejana, retirada de aquel mundo que se había empeñado en cerrarme las puertas tan sólo porque no estaba de acuerdo con aceptar sin más lo castrantemente establecido.

    Decidimos cortar por lo sano y vendimos todo: el destartalado vochito, los muebles, aparatos, todo. Nuestra impedimenta para el viaje era una maleta grande y tres cajas de cartón con ropa y algunos utensilios de cocina. Habíamos planeado llegar a un hotel modesto o a una casa de huéspedes, buscar vivienda y luego comprar lo indispensable: una cama, la estufa, dos sillas, una mesita y, si nos alcanzaba, un refrigeradorcito.

    Ya instalados en el autobús, Toña se quitó los zapatos, se hizo bolita en el asiento y apoyó su cabeza en mi hombro. En verdad no le interesaba ver lo que íbamos dejando atrás, pues antes de llegar a carretera abierta ya estaba completamente dormida. En la central, me había extrañado que no protestara por el insoportable hedor a desinfectante barato que acostumbran usar como desinfectante en estas líneas de primera, que no llegan ni a tercera. Al parecer,  las expectativas de nuestra vida le bastaban. Yo recordé de pronto el Romero solo de León Felipe, sobre todo aquello de Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo... y Pasar por todo una vez, una vez sólo y ligero... Entonces recordé también que yo no era poeta, ni mucho menos León Felipe, y que el estribillo debía quedarse en lo que era, sin convertirse en divisa. Seguir de uno a otro lado, como gitano, tenía que llegar a formar parte del pasado. Más aún, cuando ya debía pensar en función de tres y no solamente de dos, como había sido desde que nos juntamos Toña y yo.

    En pocas palabras, o mejor dicho, en palabras de mi madre, tenía que sentar cabeza. Debía madurar ahora que se me ofrecía una nueva oportunidad. Tal vez la última.

    Lamenté no haber comprado una anforita de ron para el camino. Sólo de esa manera, supuse, habría logrado conciliar el sueño, o por lo menos sacudir mis neuronas para que se animaran a llegar a algo. Porque sí tenía muchas cosas en qué pensar, pero me ganaba la depresión, la nostalgia, ese estado anímico morboso que medra en la duermevela y ni deja descansar, ni acaba de articularse como cavilación coherente y propositiva.

    Con la mirada perdida en la noche pensaba y volvía a pensar y concluía que todo estaba correcto; que en adelante las cosas cambiarían y yo mismo sería otro, porque todo es posible en la paz y en la libertad y en la democracia y en un país como éste en el que a los periodistas —si no los matan— les basta con dejarse querer. Ésa era mi reflexión. Me decía ya llegaste a algo y puedes descansar, cierra los ojos y duérmete.

    Cerraba los ojos y sin darme cuenta de pronto ya estaba en el mismo tobogán que irremediablemente transcurría por idénticos rozamientos y llegaba a la fatal conclusión de que todo estaba correcto, que en adelante las cosas cambiarían... El gran problema era aceptar como reflexión lo que en realidad era una refracción. Creo.

    No sabría decir cuántas horas pasaron así, ni en qué momento me quedé dormido. Yo sentía que habían sido solamente dos o tres minutos de sueño, pero debieron ser más, pues de la noche cerrada pasé a una mañana deslumbrante.

    Los rayos del sol habían atravesado mis párpados y llegado a la parte más blanca de mi cerebro. Poco faltó para que me despertara preguntando quién soy, dónde estoy.

    Toña seguía durmiendo plácidamente. Corrí las cortinillas para procurarnos algo de penumbra y entrecerré los ojos hasta que, después de varios minutos de zangoloteo por el mal camino, se detuvo el autobús y el operador avisó a los pasajeros que debíamos bajar del transporte para cruzar el río en un chalán.

    ¿Descansaste?, me preguntó ella sonriendo luminosa y desperezándose, de maravilla, le respondí como pude al abandonar los asientos.

    Resultó gratificante poder estirar el cuerpo y caminar; no así ser recibido fuera del vehículo por una bocanada de aire caliente, tampoco lo fue sentir lardosa la cara, la piel pegostiosa, el pelo encrespado y un matutino sabor a centavo en la boca.

    Endebles puestecillos de madera pintada con los colores corporativos de marcas de refrescos y cervezas salpicaban los alrededores del embarcadero, ofreciendo lonches, jaibas rellenas, pescado frito, mariscos, molotes y qué sé yo cuántas cosas más. En ambos flancos del camino terregoso y chipotudo que conducía a la plataforma de acceso al chalán, había sendas hileras de vehículos que esperaban turno. Caminé con Toña colgada de mi brazo hacia la plataforma.

    El río era impresionante, anchísimo y grueso. En verdad majestuoso. Por la columna vertebral del cauce dos remolcadores conducían por la columna vertebral del cauce, un enorme carguero de bandera noruega; los movedizos surcos de agua que dejó el navío, vinieron a estrellarse rítmicos y sonoros contra el casco del chalán e hicieron bambolear las frágiles lanchas de pasajeros que cubrían el servicio para los peatones entre ambas márgenes.

    Toña lucía feliz. Me hizo reparar en aquel olor peculiar que flotaba en el ambiente. Un olor a humedad, mariscos, petróleo crudo, minerales, madera podrida, salobre y denso, que no llegaba a ser desagradable: sólo era peculiar, distinto al de playas turísticas y, creo, hasta al de otros puertos de altura. Me jaló hacia el chalán y subimos en él justo cuando un tipo de torso desnudo y piel curtida por el sol, hacía señas para que comenzaran a entrar los vehículos. La cubierta era grande, pero nunca imaginé que en esa superficie pudieran acomodarse tantos autobuses, camiones de carga, camionetas y automóviles de todas las marcas y modelos.

    Se escuchó un raquítico campanilleo y el ronroneo de los motores se convirtió en un rugido continuo. El chalán zarpaba lento, parecía un enorme y majestuoso cetaceo..

    Acodados en la baranda de tubo nos dedicamos a contemplar las turbias aguas, que a pesar de lo caudaloso parecían avanzar paquidérmicas al encuentro del mar. Toña se apretó a mi brazo emocionada, feliz, maravillada por aquel paisaje para ambos desconocido, nuevo en cuanto a colores, dimensiones, olores y luz. Todo eso me lo hacía ver y con ello me contagiaba su entusiasmo. Cuando estábamos a mitad del río, sentí que por primer vez empezaba a comprender lo que significaba vastedad y lo que es o puede ser uno en ella. Seguramente creí entonces ver a lo lejos la franja marina y la sensación se acentuó, llevándome a una afinidad con los marinos que no pueden resistir la seducción de las inmensidades oceánicas y se lanzan desafiantes a ellas, ignorando dimensiones y tiempo. Sentí, lo confieso, unas enormes, ridículas y románticas ganas de ser marinero, aunque mis experiencias náuticas nunca habían ido más allá de un paseo en bote de remos por el lago de Chapultepec.

    Todo aquello era nuevo y esperanzador. Toña tenía razón. Las cavilaciones oscuras y pesimistas habían quedado metidas en la noche. En un lugar como éste las cosas tenían que ser diferentes. No habrá necesidad —le dije a Toña— de involucrarse en historias siniestras, de andar metiendo las narices donde no me llamen, ni de estropear por fantasías o presunciones inopinadas un modo de vida tranquilo, sereno, lleno de pequeños ratos y gratificaciones, de plenitud cotidiana y provinciana. ¿De veras creer que vaya a ser así? —me preguntó ella—; de veras lo creo —le respondí justo cuando se escuchaba de nuevo el palúdico campanilleo y los motores pasaban del rugido al ronroneo—. No obstante, el chalán siguió bogando todavía hasta topar con un enorme haz de gruesos postes de madera enchapopotados y envueltos parcialmente en gruesas sogas de ixtle.

    El tipo del torso desnudo y piel curtida saltó al embarcadero con un cabo de por lo menos dos pulgadas de diámetro en las manos y con rapidez lo atoró en un espolón de acero fijo a tierra. Accionó la cadena de una polea y la rampa metálica para el desalojo quedó lista. Con ademanes precisos, comenzó a ordenar la salida de los vehículos.

    Toña y yo esperamos hasta que la cubierta quedó casi totalmente despejada. Desembarcamos con paso tranquilo, ella siempre colgada de mi brazo y mirando todo, descubriéndolo todo. Esta ribera era, en principio, bastante similar a la otra, pero al mismo tiempo distinta. La diferencia consistía en que además de los puestecillos de madera, había dos o tres merenderos de rompeyrrasga —la sinfonola de alguno de ellos dejaba escapar una vieja tonada Julio Jaramillo— y después, construcciones características de una zona industrial.

    Al abandonar las planchas metálicas de la plataforma, Toña se detuvo y me señaló algo. En un tubo enterrado en el suelo había una lámina de acero de aproximadamente un metro y medio por setenta centímetros, en la que el óxido y el cochambre apenas dejaban leer: Bienvenido a Gatos Pardos. Sigo pensando que es un nombre extraño, me comentó; y yo sigo pensando lo mismo que tú, respondí; sus fundadores debieron ser fanáticos de las películas en que Pedro Infante hacía el papel de norteño y decía ser de Perros Bravos, Nuevo León me dijo cuando estábamos por llegar a nuestro autobús; cuando fundaron este puerto todavía no se inventaba el cine, argumenté, pero qué más da: aquí, allá o acullá, es lo mismo, recuerda que en la noche todos los gatos son pardos, puchunguita. ¿Vas a comenzar con alusiones al sistema capitalista y...? —protestó con enojo fingido y le cerré los labios con un beso mañanero.

    1

    El periodista vive en la contradicción

    del intelectual moderno. Se convierte en el cordón

    umbilical de la burguesía y, sin embargo,

    padece las limitaciones que ésta le impone.

    Manuel Vázquez Montalbán

    Informe sobre la información

    El pasillo del sótano estaba apenas iluminado por una bombilla de escaso wataje. Yo venía del exterior —donde el sol tropical casi achicharraba— y al llegar al fin de la escalera me detuve, mientras mis ojos se adecuaban al nuevo ambiente.

    En eso escuché el grito. Un grito espeluznante, que me encogió las pelotas —resulta obvio que no iba ni venía de jugar golf, ni tenis, ni ping pong— y me puso chinito-chinito el cuero. Le siguieron quejidos, voces, lamentos y más gritos y más voces, lo que me orilló a reflexionar sobre la conveniencia o inconveniencia de seguir adelante. No tuve tiempo de resolver el dilema.

    Una de las puertas que bordeaban el pasillo se abrió con violencia, dejando caer en el piso un haz de luz blanca, que se extendió por el área del muro inmediato hasta formar un rectángulo extraño, que tal vez alguien más culto e informado llamaría trapezoidal. Luego aparecieron los dos tipos que sujetaban de los sobacos a un tercero —evidentemente torturado y exánime casi— y lo arrastraron hacia otra de las puertas. Me sentí en una especie de Viernes-Santo surrealista.

    Para entonces yo no había acertado a moverme ni sabía qué hacer. Antes de que atinara a atinarle a algo, del trapezoide luminoso salió el Verdugo —tenía toda la facha de eso y de momento no se me ocurrió denominarlo de otra manera— y la Cosa —aproximadamente 120 kilos distribuidos en un cuerpo de cuando mucho 1.70 de altura; con los pelos parados como púas de puercoespín, bigotes de aguacero, ojos de piquete y boca como herida (pero ya agusanada y vieja) de machetazo en anca de yegua—, y la Cosa, repito, rascándose escandalosamente las verijas, es decir, la región de las partes pudendas.

    —Ya con esa calentadita —comentó el Verdugo, enjugándose el sudor de la frente con los dedos de la mano derecha, que por cierto traía vendada, al igual que la otra, como los boxeadores cuando van a calzarse los guantes— segurito va a cantar hasta las de Juan Gabriel, y muy entonadito.

    —Eso mismo estaba yo... ¡pérate! —acotó la Cosa cuando distinguió mi silueta, que de seguro se recortaba plana en el cuadrángulo de luz del fondo del pasillo, al pie de la escalera—... ¿y ése quién es y qué hace aquí?

    El Verdugo se encogió de hombros. Ambos, Cosa y Verdugo, se encaminaron hacia mí, sin apresuramientos. Las pelotas pasaron del encogimiento a la levitación, pues me llegaron a la garganta en fracciones de segundo.

    —¿E-eeel... comandante Ju-juan Cabrales? —alcancé a chillar más que a balbucir.

    —Yo soy, y qué.

    —Arriba me dijeron... quiero decir la secretaria... como vine de... quiero decir mucho gusto, señor, yo... no sabía que estaba ocupado... por lo del periódico, digo, me mandaron del El Cursor Azteca, el periódico, usted sabe, soy el nuevo, quiero decir que...

    —¡Ah, el que iba a llegar de la capirucha! —exclamó la Cosa ya con expresión menos siniestra, como dejando a un lado la hostilidad— ¿Cómo te llamas?

    —Pa-pablo Mistral, para servirle.

    —¿De los Mistrales de...?

    —¡No! —me precipité a responder, sintiendo que las corvas me seguían temblando pero ya no como antes—, de los Mistrales de mi pueblo.

    —¡Ah! Esos deben ser otros —observó el comandante, recorriéndome de pies a cabeza con la mirada—, porque los de donde yo digo no son de allá de donde tú dices.

    —E-ees... es lo que me suponía, señor.

    No niego que me pasó por la cabeza explicarle que en verdad no era de los Mistrales de ningún pueblo, que mi apellido descendía directamente de Gabriela Mistral, la poetisa chilena, mas no por consanguinidad sino por gusto y deformaciones profesionales: mi madres es maestra de literatura de secundaria allá en el pueblo, yo soy hijo natural, y como ella es fanática de la Mistral, se le ocurrió apellidarme así en honor de la barda (¿admitirá este giro la Academia de la Lengua?); y en cuanto al Pablo, es consecuencia de otro de sus grandes amores

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