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Ese Turix, Mi Amigo...
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Libro electrónico300 páginas4 horas

Ese Turix, Mi Amigo...

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Yucatn, 1847. La incipiente repblica mejicana est ocupada por tropas de la Unin Americana. Se inicia una ominosa guerra, la que pronto sera llamada Guerra de castas. Tizimn, situado en las ltimas fronteras de la civilizacin, una dcada atrs haba padecido de asonadas de militares que pretendan separar a la pennsula de Mjico. Desde 1812 la Nueva Espaa haban derogado de facto las leyes de las Cortes de Cdiz, que otorgaban a los indgenas los mismos privilegios que gozaban los espaoles. Los nuevos amos son ahora los criollos: hacendados, empresarios, militares, clrigos, y una pequea burguesa, oprimieron los mayas y restauraron el feudalismo en la regin. El levantamiento indgena resultante sera el ms cruento que recuerde la historia del Continente. En aquel ambiente, un mozalbete de ambigua procedencia y trastornada personalidad, se involucra activamente en la contienda. La gente blanca del pueblo huye en urgida caravana hacia Mrida, ciudad blanca. En el trayecto, nuestro amigo va descubriendo la realidad de sus orgenes. Y todo parece haber cambiado para l. A la muerte de sus padres, su ta y el cura del pueblo ya se haban encargado de su educacin. Un misterioso personaje aparece reiteradamente a suplantar su singular personalidad. Su fascinacin por la aventura, la temprana avidez por el dinero, una innata empata hacia los mayas, y sus relacin con una jovencita indgena, le mueven a unirse a los alzados, al tiempo que sus nuevos preceptores le apoyan en su vocacin a las letras. A cuatro dcadas de la huda, Turix nos relata las peripecias de su vida, y nos da a conocer el intolerante ambiente de aquella poca.
El escritor es un observador imparcial, no juez de sus personajes, o de las palabras que l pueda poner en su boca; aprende a alejarse de s mismo y a mirarse sin complicidades. No resuelve problemas, slo los plantea abiertamente, expresa en algn momento de su narrativa.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento26 ene 2012
ISBN9781463315856
Ese Turix, Mi Amigo...
Autor

Enrique Solís Márquez

Enrique Solís Márquez, nació el uno de junio de 1935 en Mérida, Estado de Yucatán, México. Su padre nació en 1898 en esa misma ciudad; su abuelo paterno a mitad del siglo, en Valladolid; su abuela alrededor de año 1860, en Tizimín, pueblos contiguos a la “frontera de la civilización”, la zona maya al sureste del Estado, por lo que al generarse la rebelión indígena tuvieron que migrar a la capital. De labios de su padre, y de sus tíos, escuchó relatos de la masiva huída de los criollos ante el acoso de los mayas, yendo a refugiarse a la “ciudad blanca. El autor reside desde 1960 en la ciudad de México. Su experiencia como escritor ha estado constreñida al cuento, circunscrita al reducido grupo de amigos del taller literario. En esta novela el autor ha querido descargar su inquietud de no dejar en el olvido los episodios de una época que aún podría tocarse con la mano, despojada de los prejuicios decimonónicos que se prolongaron hasta bien avanzado el siglo XX. Y deja correr su imaginación en diversos episodios ficticios entreverados con algunas efemérides de la contienda, en el intolerante ambiente social y las costumbres de su patria chica.

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    Ese Turix, Mi Amigo... - Enrique Solís Márquez

    Ese Turix, mi amigo…

    Enrique Solís Márquez

    Copyright © 2012 por Enrique Solís Márquez.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:    2011963304

    ISBN:       Tapa Dura                978-1-4633-1584-9

                    Tapa Blanda              978-1-4633-1586-3

                    Libro Electrónico      978-1-4633-1585-6

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Algunos de los personajes mencionados en esta obra son figuras históricas y ciertos hechos de los que aquí se relatan son reales. Sin embargo, esta es una obra de ficción. Todos los otros personajes, nombres y eventos, así como todos los lugares, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

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    Palibrio

    1663 Liberty Drive, Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Llamadas desde los EE.UU. 877.407.5847

    Llamadas internacionales +1.812.671.9757

    Fax: +1.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    378643

    Índice

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    XX

    XXI

    XXII

    XXIII

    XXIV

    XXV

    XXVI

    XXVII

    XXVIII

    XXIX

    XXX

    XXXI

    XXXII

    XXXIII

    XXXIV

    XXXV

    XXXVI

    XXXVII

    XXXVIII

    XXXIX

    XL

    XLI

    Acerca del Autor

    I

    Chenchi se figuró en ese domingo último de septiembre, que no había motivo alguno para suspender nuestro habitual pasadía dominical, y no tomó en cuenta que el día anterior habían llegado noticias alarmantes de un nuevo levantamiento de los mayas, este ya muy en serio y cercano a Tizimín. Nos despertó a las seis en punto, cuando apenas despuntaba el sol de una mañana cálida como cualquier día de la semana, apurándonos a tomar algunas viandas de la cocina y nuestros bañadores del ropero. Salió enseguida al patio, y atravesó los cien metros desde la casa para decirle al mozo de cuadra que nos alistara de inmediato la carreta de faena más adecuada para el camino agreste.

    −Tú llévate al Malix contigo − me ordenó.

    El perro vendría a bordo de la carreta.

    Partiríamos presurosos, con innecesaria prisa. Por el camino sufriríamos el intenso calor de fines del verano, con una calma apelmazada, acentuada en las últimas horas. Dos horas después chapaleábamos muy campantes en las aguas frescas de un cenote un tanto alejado del pueblo y por lo tanto poco frecuentado.

    −Sólo Dios sabe hasta cuándo podremos volver aquí.

    Así argumentaba mi tía Chenchi cuando nos dispusimos a comer, pues la natación nos había adelantado el hambre, obligándonos a devorar de antemano las viandas que traíamos para almorzar.

    −Ahora tendrán que esperar las tres horas necesarias para hacer la digestión y puedan meterse de nuevo al agua.

    Pamina se limitaba a mirarla sin chistar. Nosotros dos jugaríamos un rato, descansaríamos y dormiríamos una reparadora siesta antes de meternos a nadar de nuevo, resguardados en la bóveda de la caverna. Dejamos transcurrir de esa manera las horas soporíficas de la tarde, para luego remojarnos en el agua fresca, mientras esperábamos a que amainara la tormenta que ocurría en el exterior.

    De pronto fuimos sorprendidos por la oscuridad que llenaba la caverna, cuando ya era demasiado tarde, y habíamos gozado lo suficiente. Urgidos, salimos de las entrañas de la tierra tratando de alcanzar los últimos vestigios de un prodigioso atardecer tropical que sobrevino vertiginosamente. Una legión de murciélagos, que cabeceara allí durante el día, nos miraría resueltos a partir, y salieron con nosotros a afrontar la tempestad.

    Acontecía el desmedido atardecer con un fuerte viento saturado de olores de tierra y selva húmeda. Todo había estado tranquilo hasta ese momento. Cuarenta años han pasado de aquello, aún recuerdo muy bien este episodio de mi vida. Y justo allí, donde ese suceso me desvela, la carreta del tiempo se ha atascado reiteradamente en el mismo tramo, reviviendo el testimonio más señalado de mi existencia. A la distancia, me veo precisado a recurrir a mis viejos cuadernillos y otras fuentes secundarias de información para traer las palabras más precisas a mi relato.

    Debajo de un arbolillo del monte bajo, aguantando la lluvia y coceando al querer desprenderse de las amarras de la carreta que nos había llevado hasta allí, pues tendría que regresarnos al pueblo, nuestro jamelgo se mostraba inquieto por los rayos y los truenos. También el Malix estaba intranquilo, ladrándole nervioso al caballo, al cual yo apenas podía controlar mientras mi tía, antes de encaramarse en el pescante, lo sujetaba firmemente de las riendas. No comenzábamos aún a rodar, cuando sentimos la angustia de estar tan lejos de casa. Yo miraba repetidamente a mi reloj, imaginando las malas condiciones del camino, calculando que tomaríamos cuando menos dos horas para llegar al pueblo. Miré al cielo, lleno de un viento nervioso y gruñón, y me di cuenta de que tardaríamos mucho más. Si bien conocíamos bien la región, el fragor de la tormenta y el temor a la oscuridad nos hicieron pensar lo peor. La mala suerte había convertido nuestra excursión dominical en una franca pesadilla.

    Por precaución, un tanto alarmado, encendí la linterna de aceite que colgaba del bastón contiguo al conductor. Sin embargo, la poquedad de la farola no le bastó a Pamina, pues su exigua lucecita apenas si alcanzaba a alumbrar alrededor de las ancas del caballo. Alardeando de afanosa, encendió un segundo farol y lo amarró a su mejor entender en la pértiga opuesta. De pronto un infierno de rayos, lluvia y viento enloquecido se nos vino encima, desgajando las ramas de la techumbre arbórea y desparramándolas sobre el camino. Así iniciamos la marcha.

    Habría transcurrido más de una hora de trasiego, cuando al doblar una curva nos dimos de lleno con la enorme oquedad que se encuentra justo a la mitad del trayecto. El bufar de la naturaleza destructora nos obligaba a mantenernos en medio del sendero, donde el cuantioso caudal de lluvia y lodo querían arrastrarnos hacia el fondo de aquella rehoyada. Los relámpagos nos revelaron que la siniestra depresión estaba totalmente anegada, bloqueando nuestro camino, colmada de fango y piedras encubiertas. Acercándome a la orilla para mirar el fondo, vi al resplandor de los relámpagos iluminando por instantes la superficie revuelta del agua, y algo enorme que flotaba y parecía ser una res ahogada.

    −¡Debimos regresarnos cuando yo les dije! Estamos atascados: un paso más y nos habría llegado el agua a los aparejos. Y estaríamos acompañando a esa pobre vaca.

    −¡Tía Chenchi, es que por horas no ha cesado de llover! − le comenté sin voltear la cara.

    Después de un breve respiro, mi tía estallaría de nuevo.

    −¡No seas tan bobo, Turix! ¿Qué querías? ¡Estamos a mitad de la época de lluvias! Siempre ha sido así en septiembre. Tal vez esto sea un huracán que ya viene en camino…

    Ya lo imaginaba, así que no me sorprendió para nada su nefasto augurio. Tal vez por esto me quedé callado; pues nos estábamos poniendo muy nerviosos. De todos modos me molestó que hiciera este comentario en presencia de Pamina. Que si los huracanes tuviesen nombre propio, rumié, este bien podía llamarse Chenchi −diminutivo cariñoso para las Hortensias−.

    De inmediato determiné el procedimiento a seguir. Lo primero que haríamos sería aligerar de nuestro peso a la carreta y ponernos a empujarla. Descendimos pues, suponiendo que Pamina estaría dispuesta a seguir mis instrucciones:

    −A ver: quítense los zapatos los dos; métanse al charco y hagan levantarse al animal −intervino mi tía desde su pescante. Y nos gritó:

    −¡A jalar, mis niños, con todas sus fuerzas!

    La contundencia verbal de tía Chenchi, y su manera de chasquear la fusta, perturbaron la oscuridad de la espesura. Fustigando sin piedad al penco, increpaba de tal modo al animal que lo hizo atravesar el fangal de un solo tranco, bordeando apenas la rehoyada. Fue un ordinario desplante de mi tía, muy parecido a los de mamá Mercedes, entonces ya difunta, a quien periódicamente notábamos nerviosa.

    En varias ocasiones tuvimos que encender de nuevo las farolas de la carreta, que se extinguían cada vez que arreciaba el viento. Pamina permanecía a mi lado, los dos sentados en la parte posterior de la carreta. Con el alma en un hilo, sus grandes ojos brillaban en la oscuridad desorbitados por el temor, y sus piernas desnudas se columpiaban en el aire como las de una niña. Escondía su cabecita húmeda sobre mi hombro, haciendo nido bajo mi poncho para cubrirse del agua y esconderse del miedo, ocultando a la vez nuestros besos furtivos de la mirada alerta de mi tía.

    − ¡A ver Turix! Ya estate quieto y dime por dónde vamos.

    No es que tal fuera mi nombre, me había explicado desde que yo era todavía niño y vivían mis papás, sino que simplemente a ella le agradaba llamarme así −libélula, en lengua maya−, tal vez porque yo era muy nervioso, quizás para conjugar en uno solo mis dos nombres de pila. Pues hasta donde yo sabía entonces, fui bautizado como Arturo Xavier por mis padres, y poco me importaba cómo me llamaran con tal de no delatar mi ambigua identidad a los demás.

    Mis ojos regularmente eran verdes y relucientes, sonrientes, alegres e inquietos como los de un Turix, aunque mi nariz solía ponerse roja como la de un tísico, o la de un borracho; y mis labios llegaban a arquearse en una mueca al tornarme desconfiado y francamente desagradable. Cuando me veo así, soy Arturo Xavier, un ente a quien todo le parece mal y a nadie parece agradar, educado para ser así.

    −Siento el aire muy fresco, es el bóreas, el viento que viene del norte −aseguró mi tía.

    La ingente tormenta había cubierto el firmamento de un matiz plomizo. Atento, me esforzaba por distinguir las diferencias entre cada tramo de la senda que dejábamos atrás: el último claro de un bosque de corpulentas caobas; poco después el tupido follaje del monte bajo, revestido con enredaderas de flores perfumadas de anís; más adelante el zacate de la sabana; y por último, las albarradas de los potreros engalanadas de alegres cundiamores que lucían su amarillo intenso ofreciendo sus últimos capullos de verano, y habían atraído mi atención al pasar por aquí por la mañana.

    −Son más de las siete de la tarde y estamos en septiembre −le advertí a la conductora−. Pronto llegará la noche; debemos continuar así como vamos, seguir recto por este mismo sendero, y no virar sino hasta la siguiente encrucijada.

    Mirando siempre hacia atrás, yo daba la espalda a la funesta situación. Había tomado la costumbre de viajar así, relegando el porvenir, jugando al parecer con el presente, y expresando mi ansiedad por encontrar las piezas faltantes de mi pasado; quizá, hoy se me ocurre, buscando un mejor sentido a mi existencia.

    El último bullicio de la tarde provino de los negros pich’es, que llegaban con retraso a sus nidos a causa del mal clima, buscando refugio en los árboles más altos y salpicándolos de una oscuridad ubérrima. Sus ruidosos chillidos colmarían mi paciencia, ya incitada por la lluvia y los intensos efluvios del monte.

    Se apagaron las canoras del día, y se encendieron de inmediato los bichos luminosos de la noche. No podía escucharse más que silencio, eso que uno toma por silencio cuando sólo se escuchan voces conocidas. Tragaría saliva para destaparme los oídos, y así logré encubrir el castañeo de mis dientes y el croar de los sapos y la trémula estridencia de los grillos.

    Desde algunos claros del monte se alcanzaban a entrever los últimos reflejos del ocaso disolviéndose en las tinieblas. La selva húmeda comenzaba a indisponerse, eructando su mal humor con un ingrato aliento de hojarasca muerta, difundiendo la fetidez de un sepulcro expuesto. Se iniciaba el aciago otoño del 47.

    II

    [. . .] eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarlo de las robustas encinas, que literalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto (El Quixote de la Mancha)

    Al término de mi niñez me di cuenta de que en Tizimín no existían encinas, ni orfanatos, pues al darse por concluido un matrimonio, fuese por abandono o por defunción, era hábito común de las familias honorables atribuirse la obligación de crecer a los vástagos del mismo apellido, y de otros afines. A un año de la muerte de papá, y casi enseguida de mamá, fue mi tía Chenchi quién cumpliría este deber conmigo. Cuatro años después hizo lo mismo con Amelia Encalada y Correa, una jovencita que abandonada por su madre, a quién mi tía acogió a poco de fallecer su padre. La señora había sido entrañable amiga de las hermanas Juanes, a saber, mi mamá Mercedes y mi tía Chenchi.

    Fue una circunstancia por demás fortuita. Fue cosa de Dios, diría mi tía días después. Mandato divino, pienso ahora, aquel capricho que súbitamente me acababa de asaltar, originado por una chica que venía casualmente por el parque, y fui por ella cautivado. Alta y esbelta, ojos profundos y claros, esos que cambian de intensidad según el color del cielo, su nariz flotando en el aire, girando como una sílfide alrededor del kiosco. Correspondía exactamente al ideal de belleza que yo tenía de una princesa: el ejemplar más hermoso que jamás hubiera visto. Venía acompañada de su dueña, y no podría ser moza del pueblo: era cosa de otro mundo. Imaginé tocarla con un deseo de largo alcance al cruzarme con ella, y pudiese acariciarle el cabello, y tal vez ella correspondiese a mi osadía con una sonrisa.

    No me sorprendió realmente cuando se me acercó. Justamente era mi Pamina, la chica de mis ensueños, quién ese día, supe después, apenas llegaba de la hacienda de su padre. Traía un vestido azul de satín ligero, más bien claro, que le sentaba muy bien, con sandalias de terciopelo, demasiado elegante, aún para este mundo luminoso. Deduje que ella formaba parte del incipiente éxodo hacia las ciudades, en los pequeños poblados del sureste de la península, más allá de las últimas fronteras de la civilización.

    Fue ella quién me besó en las dos mejillas. Primero me conmovió; enseguida sentí sacudirme con un trancazo impresionante, al darme cuenta que lo hacía como una hermana. Fue saludo y despedida. Hasta el domingo siguiente cuando de nueva cuenta pude verla a las puertas del templo. Alegre, bonita y presumida, mi heroína, es la fugitiva de una famosa ópera cuya tonada silbaba mi tía como flauta mágica y era indicio de que estaba contenta. Tuve entonces un presentimiento. En el pueblo siempre se sabía cuál pata había puesto cada huevo, y me atreví a pedirle a mi tía me averiguara más detalles acerca de la chica.

    −No necesito nada que indagar, Turix, la he visto varias veces por allí: es cierto, es muy bonita, es la hija de Isolina Correa, una buena amiga de hace años −aseguró mi tía. La muchacha se llama Amelia Encalada y Correa.

    −Pero figúrate que es demasiado linda para ti -añadiría burlona.

    Hasta hoy puedo recordar claramente la tarde en que mi tía la trajo a casa. Por la mañana me había advertido que tenía una sorpresa para mí, así que cuando yo llegué por la tarde, temblé al reconocerla: era nada menos que mi Pamina, la heroína de mis fantasías, a quién desde entonces llamaría con ese nombre.

    −Mira Arturito te presento a Amelia Encalada. Amelia, este es mi hijo Arturo Xavier −formalizó mi tía.

    Ya le había dispuesto una habitación contigua a la suya, fuera de mi alcance. Yo calculaba que sería otra boca más que alimentar: los tres Arjona, contando a mis dos hermanas y yo, además mi tía Chenchi, y ahora ésta jovencita. Sin embargo, aunque habíamos dejado de ser ricos, sabríamos arreglárnoslas… vaya, así que Amelia vendría a ser mi hermana, y seguramente la preferida…

    −Yo sé quién eres tú. Te he visto por el parque −dijo Amelia, fingiendo inocencia ante mi tía.

    Se perderían así mis miedos al omitir referirse al domingo cuando la miraba insolentemente desde el lado de los varones que girábamos alrededor del kiosco en sentido opuesto al de las señoritas, una costumbre local. Tampoco dijo que fue ella quien se me había acercado y dado un beso. Yo apenas me atreví a estrecharle la mano que me puso enfrente.

    Muy pronto la gente del pueblo conjeturaba que la linda chica era mi hermanita, dos años y meses menor que yo, aunque de distinto papá. Sería cuestión de días para que todo el mundo se enterara y nos reconociera como hijos adoptivos de Chenchi. Yo discurría que como a mi tía no le sabían de hijos, ella estaría muy conforme en adoptarnos, pues necesitaba compañía y de esta manera alegraría por partida doble su tediosa vida de soltera.

    III

    Nos había caído de plano la noche en el camino tempestuoso y a cada paso se acentuaba más la oscuridad. Villa Mercedes, la residencia de los Arjona y Juanes, se encuentra al otro extremo del pueblo y fue preciso atravesar los arrabales de los indios para llegar allí. El ruido de la carreta haría imposible evitar las miradas indiscretas provenientes de las chozas de ripio y palma dispersas por los linderos del monte y delimitadas por albarradas. Nos extrañamos al no ver a sus moradores acechando desde sus puertas, aunque sí advertimos que sus viviendas estaban en su mayoría deshabitadas. Claras señales, avisos fáciles de interpretar, si abríamos bien los ojos. De súbito, un perro revoltoso apareció ladrando en una puerta, a tiempo de una luz que se encendía, crispando nuestra imaginación. Amelia me sujetó una mano y mi tía de inmediato aleccionó con el látigo a la bestia a que acelerara el paso. Precavidos, huimos de aquel ominoso rumbo, evitando a la vez la fetidez de sus hábitos fecales al aire libre.

    A medida que avanzábamos, se fueron interrumpiendo las chozas y se iniciaron las casas enjalbegadas de los mestizos.

    −Por aquí simplemente haremos un rodeo −dijo mi tía, a manera de disculpa, al tomar por inusitadas rutas según ella menos peligrosas.

    Circundamos por largos sectores de este tipo de viviendas, las mejores de mampostería, otras de madera, con techos de lámina o de teja, con sólo una puerta chaparra de minúsculo postigo, y única ventana protegida con recios barrotes de madera de zapote. Todas las fachadas de su tipo son iguales, a no ser por el color de su pintura: la casa de rejas rojas, la de rejas moradas, la casita de rejas verdes, o azules, distinguiendo de esta manera cada domicilio. Tía Chenchi tomó de nuevo la palabra para decir que este atajo tampoco era muy seguro, como habíamos llegado a pensar.

    −No tengáis miedo, − susurró a manera de advertencia.

    Sin embargo, le noté más miedo del que ella estaba dispuesta a enseñar. Blandía constantemente el látigo, apretándolo firmemente con la mano derecha, y con la izquierda sosteniendo las riendas, en tanto yo observaba como se perdían en la oscuridad las ramplonas casas de los mestizos, y para llegar felizmente a mi mundo luminoso, el suburbio de las amplias fincas de mampostería, el rumbo de la gente bien de Tizimín, de los criollos acomodados con apellidos estirados. Las casas por aquí son en realidad enormes, construcciones de piedra y mampostería con techos de viga y bovedilla de seis metros de altura, anchurosos zaguanes de entrada para los coches, y amplios ventanales a la calle protegidos con rejas de hierro forjado. Al interior se encerraban tres patios: el primero, justo al centro de la propiedad, de estilo andaluz, con arriates de flores y setos de limonarias, rodeado por tres corredores; en el centro se disponía de un aljibe que guardaba el agua de la lluvia. Accediendo por el corredor, a un flanco de la entrada, se tenía una salita con seis mecedoras austriacas, dispuestas para recibir visitas, rodeadas de un apacible entorno de tiestos de helechos y palmillas. Múltiples jaulas de pájaros vocingleros y dos trapecios de charlatanas guacamayas rojas meciéndose colgadas del cielo. Todo esto hacía a nuestra casa diferente y distinguida. Con más calma, ya tendré otra oportunidad para enseñársela a ustedes más adelante.

    El viento nos había dado una tregua y una ligera bruma restringía en ese momento la visibilidad. Se prendían algunas luces y dejaban distinguir las calles enfangadas, con pedazos de tejas rotas regados en las escarpas, desechos de madera y ramas desparramadas, basura por todas partes, piedras del pavimento arrancadas, y torrentes de lluvia corriendo fuera de su cauce. Asombrados, escuchamos el insólito repique de las esquilas del templo, echando en falta el habitual estruendo de los timbales y el sonoro batir de la gran tambora de la retreta dominguera que regularmente ejecutaba valses y marchas militares en el parque principal. Una leve brisa traía de los establos un fuerte olor a estiércol, un efluvio maloliente que desde entonces ha sido el recuerdo más relevante de mi nostalgia. Lo he llegado a sentir más real que la vida misma. Aquí me tomo un instante para echar el aire viciado de mi pecho y poder seguir con mi relato.

    Mi mundo real y luminoso. Llamaba así al ámbito heredado de mis padres, de mis abuelos, ajeno a aquel otro tan diferente, aunque cercano, al que pertenecían Toñita, la doméstica, y Socorro, la cocinera. Bien que recuerdo a las dos muchachas pasando lista de presente al caer la tarde, a la hora del rosario, cada una en su sitio, asomadas apenas al umbral de la puerta de la cocina, sentadas en dos austeras sillas de caoba sin barnizar. Llevaban el cabello sujeto en un t’uuch, ese nudo que se hacen en el pelo las indias, vestidas de su hipil albeando de limpio, el delantal almidonado, y perfumadas con jabón de olor. Habían vivido en nuestra casa desde niñas; sus padres, unos indios huaches −forasteros, las trajeron aquí al sureste para que crecieran, tuvieran que comer, y sirvieran adentro de una casa bien. Desde muy chiquillas nos fueron dadas a cambio de nada, realmente de regalo, casi muertas de hambre, como dos gatitas abandonadas por sus dueños. Junto con ellas aprendí la lengua maya, además del castellano que se hablaba en casa.

    Como se suponía, estas sirvientas serían tan dóciles que mi abuela las educó para ayudar en todos los quehaceres de la casa. Años después, cuando tía Chenchi había venido a vivir con nosotros, entre los dos las enseñamos a leer y escribir en la lengua del cristiano. Y a quince años de su aparición, seguían aquí con nosotros, trasteando y trapeando por toda la casa, lavando y tendiendo ropa, almidonando, planchando y sahumando con alhucema las sábanas y las prendas blancas de los amos antes de ser acomodadas en sus estantes; también arrimaban el hombro en la cocina, encendiendo el carbón de las hornillas, y preparando el agua tibia de los baños; en la mesa, sirviendo y levantando la vajilla. Antes de retirarse, besaban respetuosamente la mano de la señorita

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