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Nujeen: El increíble éxodo en silla de ruedas de
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Libro electrónico264 páginas4 horas

Nujeen: El increíble éxodo en silla de ruedas de

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La galardonada periodista y el coautora del best seller del New York Times I Am Malala, Christina Lamb, ahora narra la inspiradora historia real de otra extraordinaria joven héroe: Nujeen Mustafa, una adolescente que nació con parálisis cerebral, cuyo agotador viaje en una silla de ruedas desde Siria asolada por la guerra a Alemania es una impresionante historia de fortaleza, firmeza y esperanza que pone rostro a la crisis humanitaria más grande de nuestro tiempo, la crisis de refugiados sirios. Para millones de personas alrededor del mundo, Nujeen Mustafa de 16 años, encarna lo mejor del espíritu humano. Confinada a una silla de ruedas a causa de su parálisis cerebral y rechazada por el Sistema escolar formal en Siria debido a su enfermedad, Nujeen aprendió inglés por si misma viendo telenovelas americanas. En 2014 cuando su pequeña ciudad se convirtió en el epicentro de la lucha brutal entre militantes de ISIS y las tropas kurdas apoyadas por Estados Unidos, ella y su familia se vieron obligadas a huir. A pesar de sus limitaciones físicas, Nujeen se embarcó en la ardua caminata a la seguridad y a una vida nueva. La extenuante odisea de 16 meses a pie, en autobús y en barco la llevó a través de Turquía y el Mediterráneo, a Grecia, a través de Macedonia a Serbia y Hungría, y finalmente, a Alemania. Sin embargo, a pesar de las tremendas penurias físicas que padecía, el extraordinario optimism de Nujeen nunca vaciló. Se niega a ceder ante la desesperación o a verse a sí misma como una víctima pasiva, ella mantuvo su cabeza en alto. Como dijo a un reportero de la BBC, «debe luchar para conseguir lo que desea en este mundo». La positividad de Nujeen hace de esta inolvidable historia de una joven decidida a hacer una vida mejor para sí misma de lesctura obligatoria. Narrada por la aclamada corresponsal extranjero británico Christina Lamb, Nujeen es una memoria poderosa y única que da voz a las crisis de refugiados sirios, que nos ayuda a comprender que el mundo debe cambiar y ofrece la inspiración para hacerlo realidad.
IdiomaEspañol
EditorialHarperCollins
Fecha de lanzamiento18 oct 2016
ISBN9780718090449
Nujeen: El increíble éxodo en silla de ruedas de
Autor

Nujeen Mustafa

Born with cerebral palsy, 16-year-old Nujeen Mustafa has spent her life in a wheelchair. She had little formal education in Syria but taught herself English by watching US soap operas. In 2014 her home town of Kobane was at the centre of fierce fighting between Isis militants and US-backed Kurdish forces, forcing her family to flee first across the border into Turkey and then further into Europe, where they currently live, in Germany.

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    I'm not going to go into great detail about this book to save arguments. I believe that everyone deserves freedom and a place to call home. No one should have to stuffer in any way to have basic human needs met. If taxes have to be higher so be it.

    My only issue is that I wish the writing style was more mature. For two adult women it is written very child-like. Have faith in your audience, we will understand what is written. It doesn't have to be dumbed down.

    It's an interesting and easy read. There aren't many details so I feel the full extent of her journey is not expressed well enough.

    I won't say don't read it, because you should. I just wish there was more, to get the full effect of this tragedy into people's hands. It's unfortunate, but "all the gory details" is what makes people pay attentiom.

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Nujeen - Nujeen Mustafa

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© 2016 por HarperCollins Español

Publicado por HarperCollins Español® en Nashville, Tennessee, Estados Unidos de América.

HarperCollins Español es una marca registrada de HarperCollins Christian Publishing, Inc.

Título en inglés: Nujeen: One Girl’s Incredible Journey from Syria in a Wheelchair

© 2016 por Christina Lamb y Nujeen Mustafa

Publicado por Williams Collins, un sello de HarperCollins Publishers.

Todas las fotos en este libro pertenecen a la colección de la familia Mustafa, a menos que se indique lo contrario.

Mapa por Martin Brown.

Todos los derechos reservados. Ninguna porción de este libro podrá ser reproducida, almacenada en algún sistema de recuperación, o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio —mecánicos, fotocopias, grabación u otro— excepto por citas breves en revistas impresas, sin la autorización previa por escrito de la editorial.

Editora en Jefe: Graciela Lelli

ISBN: 978-0-71808-964-1

ISBN: 978-0-71809-044-9 (eBook)

16 17 18 19 20 DCI 6 5 4 3 2 1

¡Veo la Tierra! Qué bonita es.

Yuri Gagarin, primer hombre en salir al espacio, 1961

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ÍNDICE

Prólogo: La travesía

PRIMERA PARTE: Perder un país

1 Extranjeros en nuestra tierra

2 Los muros de Alepo

3 La chica de la tele

4 Días de rabia

5 Una ciudad dividida

6 Una guerra propia

7 Lo que el viento se llevó

8 Perdóname, Siria

SEGUNDA PARTE: El viaje

9 Amplía tus horizontes

10 En busca de un traficante de personas

11 La Ruta de la Muerte

12 Libre como una persona normal

13 A través de la Sublime Puerta

14 ¡Hungría, abre la puerta!

15 El día más duro

16 Sonrisas y lágrimas

17 Gracias, mamá Merkel

TERCERA PARTE: Una vida normal

18 Extranjeros en un país extraño

19 Por fin voy al colegio

20 Un año nuevo empañado por el miedo

21 Un lugar llamado hogar

Apéndice: Mi viaje

Agradecimientos

NUJEEN

PRÓLOGO

La travesía

Behram, Turquía, 2 de septiembre de 2015

Desde la playa veíamos la isla de Lesbos… y Europa. El mar se extendía por ambos lados hasta donde alcanzaba la vista y no era tumultuoso, sino tranquilo, moteado por una levísima espuma blanca que parecía bailar sobre las olas. La isla, que se elevaba sobre el mar como una hogaza de pan rocoso, no se veía muy lejana. Pero las lanchas neumáticas grises eran pequeñas y se hundían en el agua, cargadas con tantas vidas como los traficantes habían logrado apretujar en ellas.

Era la primera vez que yo veía el mar. La primera vez que hacía todas aquellas cosas: viajar en avión, en tren, separarme de mis padres, alojarme en un hotel y ahora ¡ir en barco! Allá en Alepo casi nunca salía de nuestro apartamento en un quinto piso.

Habíamos oído contar a los que nos habían precedido que, en un buen día de verano como aquel, una lancha a motor tarda poco más de una hora en cruzar el estrecho. Era uno de los puntos más próximos entre Turquía y Grecia: apenas doce kilómetros. El problema era que los motores de las barcas a menudo eran baratos y viejos, y les faltaba potencia para cargar con cincuenta o sesenta personas, así que la travesía podía durar tres o cuatro horas. En las noches lluviosas, cuando las olas alcanzan los tres metros de alto y zarandean las barcas como si fueran de juguete, a veces no llegaban, y el viaje hacia la esperanza concluía en una tumba acuática.

La playa no era de arena como yo había imaginado, sino de piedras: inviable para mi silla de ruedas. Supimos que estábamos en el lugar adecuado por una caja de cartón rajada que llevaba impresa la leyenda Lancha de goma inflable. Made in China (capacidad máxima, 15 personas), y por el rastro de desechos que había junto a la orilla, como pecios dejados allí por los refugiados. Había cepillos de dientes, pañales y envoltorios de galletas, mochilas abandonadas y una estela de prendas de ropa y zapatos. Vaqueros y camisetas tirados porque no había sitio en la barca y los traficantes te obligaban a viajar ligero de equipaje. Un par de sandalias de tacón alto grises, con esponjosos pompones negros en la parte de atrás: algo absurdo para llevar en aquel viaje. Un zapatito de niña rosa decorado con una flor de plástico. Unas deportivas de niño con luces en las suelas. Y un gran oso de peluche gris al que le faltaba un ojo y del que a alguien le habría costado mucho separarse. Todas esas cosas convertían aquel bello lugar en un basurero, y eso me entristeció.

Habíamos pasado toda la noche en los olivares, después de que el minibús de los traficantes nos dejara en la carretera del acantilado. Desde allí tuvimos que bajar a pie por una cuesta hasta la orilla, más o menos a un kilómetro y medio de camino. Puede que no parezca mucha distancia, pero es un trecho muy largo para hacerlo en una silla de ruedas, por un sendero pedregoso, teniendo solo a tu hermana para empujar y con el feroz sol de Grecia cayendo a plomo y el sudor metiéndosete en los ojos. Había una carretera que bajaba zigzagueando por la pendiente, mucho más fácil de recorrer, pero no podíamos tomarla porque la policía turca podía vernos y mandarnos a un centro de detención, o incluso enviarnos de vuelta a casa.

Yo iba con dos de mis tres hermanas: Nahda, que tenía que ocuparse de su bebé y de tres niñas pequeñas, y Nasrine, mi hermana más próxima, la que siempre me cuida y es tan bella como su nombre, el de una flor blanca que solo crece en los montes del Kurdistán. También iban con nosotras unos primos a cuyos padres –mi tío y mi tía– habían matado a tiros los francotiradores del Daesh, el Estado Islámico, cuando en junio fueron a un entierro en Kobane, un día en el que prefiero no pensar.

El camino estaba lleno de baches y mi hermana tiraba de mí hacia atrás, lo que era un fastidio porque solo de vez en cuando conseguía ver el mar, de un azul chispeante. El azul es mi color preferido porque es el color del planeta de Dios. Estábamos todos acalorados y de mal humor. La silla era demasiado grande para mí, y me agarraba tan fuerte a sus lados que me dolían los brazos y el trasero de tanto zarandeo, pero no dije nada.

Como había hecho en cada sitio por el que habíamos pasado, les fui contando los datos que había reunido antes de nuestra partida. Me emocionaba pensar que en lo alto del cerro que se erguía sobre nosotros se hallaba la antigua población de Aso, que tenía un templo en ruinas dedicado a la diosa Atenea y en la que, sobre todo, había vivido Aristóteles. Allí fundó una escuela de filosofía con vistas al mar para poder observar las mareas y refutar la teoría de su antiguo maestro Platón según la cual estas eran turbulencias causadas por los ríos. Luego atacaron los persas y los filósofos tuvieron que huir de la ciudad, y Aristóteles recaló en Macedonia como preceptor del joven Alejandro Magno. El apóstol san Pablo también pasó por Aso en su viaje a Lesbos desde Siria. Pero, como siempre, mis hermanas no parecían muy interesadas.

Dejé de intentar informarlas y me dediqué a contemplar a las gaviotas, que se divertían dejándose llevar por las corrientes térmicas y haciendo estrepitosos tirabuzones en lo alto de un cielo azulísimo, sin detenerse ni una sola vez. ¡Cuánto deseaba poder volar! Ni siquiera los astronautas tienen tanta libertad.

Nasrine miraba constantemente el teléfono Samsung que nos había comprado nuestro hermano Mustafa antes de emprender el viaje, para asegurarse de que seguíamos las coordenadas de Google Maps que nos había dado el contrabandista. Pero cuando por fin llegamos a la orilla resultó que no estábamos donde debíamos. Cada traficante tiene su «punto» –llevábamos tiras de tela de colores atadas a la muñeca para identificarnos– y aquel no era el nuestro.

El lugar acordado no estaba muy lejos siguiendo la costa, pero cuando llegamos al final de la playa vimos que en medio había un acantilado cortado a pico. Solo podía sortearse a nado, y eso, obviamente, era imposible en nuestro caso. Así que tuvimos que subir y bajar otro cerro escarpado hasta llegar al punto exacto de la costa. Aquellos cerros eran un infierno. Si resbalabas y caías al mar, podías darte por muerto. Había tantas rocas que no podían empujarme ni remolcarme: tenían que llevarme en andas. Mis primos se burlaban de mí: «¡Eres la reina, la reina Nujeen!».

Cuando llegamos a la playa acordada se estaba poniendo el sol: una explosión de rosa y violeta, como si una de mis sobrinitas estuviera pintarrajeando el cielo con ceras de colores. De lo alto de los montes me llegaba el suave tintineo de los cencerros de las cabras.

Pasamos la noche en el olivar. Después de ponerse el sol la temperatura cayó bruscamente y, aunque Nasrine extendió a mi alrededor toda la ropa que llevábamos, el suelo era muy duro y había muchas piedras. Yo, sin embargo –nunca había pasado tanto tiempo a la intemperie–, estaba tan agotada que dormí de un tirón casi toda la noche. No podíamos hacer fuego porque podía atraer a la policía. Algunas personas intentaron taparse con las cajas de cartón de las lanchas. Parecía una de esas películas en las que un grupo de gente va de acampada y pasa algo espantoso.

Desayunamos terrones de azúcar y Nutella, lo que puede parecer muy emocionante pero resulta asqueroso cuando no tienes otra cosa que comer. Los traficantes nos habían asegurado que saldríamos a primera hora de la mañana, y al alba estábamos todos listos en la playa, con nuestros chalecos salvavidas. Llevábamos los teléfonos metidos dentro de globos para protegerlos durante la travesía, un truco que nos habían enseñado en Esmirna.

Había otros grupos esperando. Habíamos pagado mil quinientos dólares cada uno en vez de los mil habituales para tener una lancha solo para nuestra familia, pero daba la impresión de que iban a embarcar también otras personas. Seríamos treinta y ocho en total: veintisiete adultos y once niños. Ahora que estábamos allí ya no podíamos hacer nada: no podíamos volver y la gente decía que los traficantes empleaban cuchillos y picas para ganado contra quienes cambiaban de idea.

El cielo estaba despejado y, al verlo de cerca, me di cuenta de que el mar no era de un solo color, de aquel azul uniforme de las fotografías y de mis ensoñaciones, sino de un tono turquesa brillante junto a la orilla y, más allá, de un azul profundo que se iba oscureciendo hasta volverse gris e índigo junto a la isla.

Yo solo conocía el mar por los documentales del National Geographic y ahora tenía la sensación de estar viviendo uno en propia carne. Estaba muy emocionada y no entendía por qué los demás estaban tan nerviosos. Para mí aquello era la mayor de las aventuras.

Otros niños corrían por la playa recogiendo guijarros de distintos colores. Un niño afgano muy pequeño me dio uno con forma de paloma, plano y gris, con una veta de mármol blanco que lo atravesaba. Estaba fresco al tacto y desgastado por el mar. No siempre me resulta fácil sujetar las cosas porque tengo los dedos muy torpes, pero aquello no pensaba soltarlo.

Había gente de Siria, como nosotros, pero también de Irak, de Marruecos y de Afganistán, que hablaba un idioma que no entendíamos. Algunos se contaban sus historias, pero la mayoría apenas hablaba. No hacía falta: muy mal tienen que estar las cosas si abandonas todo lo que conoces y lo que has construido en tu país para emprender un viaje tan incierto y peligroso.

Al romper el alba vimos salir los primeros botes. Dos zarparon más o menos en línea recta, pero otros dos daban tumbos de un lado a otro. Las lanchas no tenían piloto: los traficantes dejaban que uno de los refugiados viajara a mitad de precio o gratis si pilotaba la embarcación, aunque no tuviera ninguna experiencia. «Es como conducir una moto», decían. Mi tío Ahmed iba a pilotar la nuestra. Deduje que era la primera vez que manejaba una barca dado que no habíamos ido nunca al mar y antes regentaba una tienda de móviles, pero nos aseguró que sabía hacerlo.

Habíamos oído que algunos refugiados aceleran al máximo para llegar a aguas griegas, a mitad de la travesía, lo antes posible, y que así queman el motor. A veces los motores no tienen suficiente gasolina. Si eso ocurre, la guardia costera turca puede apresarte y llevarte de vuelta. En el café Sinbad, en Esmirna, habíamos conocido a una familia de Alepo que había intentado cruzar seis veces. Nosotros no teníamos dinero para intentarlo otra vez.

A eso de las nueve de la mañana el tío Ahmed llamó al traficante, que le dijo que teníamos que esperar a que se fuera la guardia costera. «Nos hemos equivocado de traficante», dijo Nasrine. A mí me preocupaba que hubieran vuelto a engañarnos.

Se suponía que no íbamos a estar tanto tiempo allí, y pronto tuvimos hambre y sed, lo cual resultaba irónico teniendo en cuenta la cantidad de agua que había ante nosotros. Mis primos fueron a buscar agua para mí y los niños, pero no había ni gota por allí cerca.

Empezó a apretar el calor. Aunque había llegado el traficante con barcas para nosotros y para los otros grupos, dijo que no podíamos zarpar hasta que cambiara el turno de los guardacostas. Los hombres marroquíes, medio desnudos, se pusieron a cantar. Al llegar la tarde, las olas se fueron haciendo cada vez más altas y restallaban al romper en la orilla. Nadie quería zarpar de noche porque nos habían contado que había piratas que abordaban las lanchas montados en motos acuáticas y robaban los motores y los objetos de valor de los refugiados.

Por fin, en torno a las cinco de la tarde nos avisaron de que los guardacostas estaban cambiando de turno y podíamos aprovechar aquel momento para zarpar. Yo miré de nuevo el mar. Estaba cayendo la niebla y el chillido de las gaviotas ya no me parecía tan alegre. Un sombra oscura caía sobre la isla rocosa. Había quien llamaba a aquella travesía rihlat al moot, «la ruta hacia la muerte». Una de dos: o nos llevaba a Europa o se nos tragaba. Tuve miedo por primera vez.

En casa solía ver una serie llamada Brain Games, en el canal National Geographic, que mostraba cómo controla el cerebro sentimientos como el miedo o la angustia, así que probé a respirar hondo y empecé a repetirme una y otra vez que yo era fuerte.

PRIMERA PARTE

PERDER UN PAÍS

Siria, 1999-2014

Antes que números, estas personas son ante todo y en primer lugar seres humanos.

Papa Francisco, Lesbos, 16 de abril de 2016

1

Extranjeros en nuestra tierra

Yo no colecciono sellos, ni monedas, ni cromos de fútbol: colecciono datos. Me gustan, por encima de todo, los datos sobre el espacio y la física, y especialmente sobre la teoría de cuerdas. Y también sobre la historia y las dinastías como la de los Romanov. Y sobre personajes polémicos como Howard Hughes o J. Edgar Hoover.

Mi hermano Mustafa dice que solo tengo que oír algo una vez para recordarlo con exactitud. Puedo enumerar la lista completa de los Romanov desde el primero, el zar Mijail, hasta Nicolás II, que fue ejecutado por los bolcheviques junto a toda su familia, incluida su hija menor, Anastasia. Puedo decirte exactamente qué día accedió al trono la reina Isabel II de Inglaterra –el del fallecimiento de su padre y el de su coronación– y las fechas de sus dos cumpleaños, el verdadero y el oficial. Algún día me gustaría conocerla y preguntarle qué se siente al ser la tataranieta de la reina Victoria y si no es raro que todo el mundo cante un himno en el que se pide tu salvación.

También puedo decirte que el único animal que no emite sonidos es la jirafa porque no tiene cuerdas vocales. Antes era uno de mis datos favoritos, hasta que la gente empezó a llamar «la Jirafa» a Bachar el Asad, el dictador sirio, porque tiene el cuello muy largo.

He aquí un dato que creo que no puede gustarle a nadie: ¿sabías que actualmente una de cada ciento trece personas es un refugiado o un desplazado que ha tenido que abandonar su hogar?

Muchos de ellos intentan escapar de guerras como la que ha arrasado Siria, nuestro país, o las de Irak, Afganistán y Libia. Otros huyen de grupos terroristas, como en Pakistán o Somalia, o de la persecución de regímenes integristas, como sucede en Egipto o Irán. Y también están los que huyen de la dictadura de Gambia, o del servicio militar forzoso en Eritrea, o del hambre y la pobreza en países africanos que nunca he visto en un mapa.

Los periodistas de la tele dicen continuamente que el desplazamiento de personas de Oriente Medio, el Norte de África y Asia Central hacia Europa constituye la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial. En 2015, llegaron más de 1 200 000 a Europa. Yo estaba entre ellos.

Odio la palabra «refugiado» más que cualquier otra. En alemán se dice Flüchtling, y suena igual de dura. Lo que de verdad quiere decir es «ciudadano de segunda con un número pintado en la mano o impreso en una pulsera y que todo el mundo desea que se vaya a otra parte».

2015 fue el año en que me convertí en un dato, en una estadística, en un número. Y aunque a mí me gusten mucho los datos, no somos números: somos seres humanos y todos tenemos nuestra historia. Esta es la mía.

Me llamo Nujeen, que significa «nueva vida», y creo que podría decirse que mi nacimiento fue inesperado. Mis padres ya tenían cuatro hijos y cuatro hijas y cuando llegué yo, el día de Año Nuevo de 1999, veintiséis años después que mi hermano mayor, Shiar, algunos de mis hermanos ya estaban casados y la pequeña, Nasrine, tenía nueve años, así que todo el mundo pensaba que la familia ya estaba completa.

Mi madre estuvo a punto de morir en el parto y después se encontraba tan débil que fue mi hermana mayor, Jamila, quien de verdad me cuidó. Siempre he pensado en ella como en mi segunda madre. Al principio, la familia se alegró de que hubiera un bebé en la casa, pero yo no paraba de llorar. Lo único que me calmaba era poner a mi lado un radiocasete con la música de Zorba el griego, pero aquello les atacaba los nervios tanto como mis lloreras.

Vivíamos en Manbij, una población polvorienta, árida y desangelada del norte de Siria, no muy lejos de la frontera con Turquía y a unos treinta kilómetros al oeste del río Éufrates y de la presa de Tishrin, que nos proporcionaba electricidad.

Mi primer recuerdo es el largo vuelo del vestido de mi madre: un caftán ligero, de colores, que le llegaba hasta los tobillos. Tenía también el cabello largo y la llamábamos ayee, y a mi padre yaba, que no son palabras árabes. Lo primero que hay que saber sobre mí es que soy kurda.

Éramos una de las cinco familias kurdas en una calle de mayoría árabe. En realidad eran beduinos, pero nos miraban por encima del hombro por ser kurdos y llamaban a nuestra zona la Colina de los Extranjeros. Teníamos que hablar su lengua en el colegio y en las tiendas, y el kurmanji, nuestro idioma, solo podíamos hablarlo en casa. Esto resultaba muy duro para mis padres, que no hablaban árabe y eran analfabetos. Y también para mi hermano mayor, Shiar, del que los otros niños se burlaban en el colegio porque no hablaba árabe.

Manbij es un sitio muy provinciano y estricto en cuestión de religión, así que mis hermanos estaban obligados a ir a la mezquita y, si ayee quería comprar en el mercado, tenía que acompañarla mi padre o uno de mis hermanos. Nosotros somos musulmanes, pero no tan estrictos. En el instituto, mis hermanas y primas eran las únicas chicas que no se cubrían la cabeza.

Nuestra familia había tenido que abandonar sus tierras en una aldea kurda al sur de Kobane por culpa de una rencilla con una aldea vecina. Los kurdos somos un pueblo tribal y mi familia procede de la gran tribu a la que da nombre Kori Beg, el

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