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Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina
Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina
Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina
Libro electrónico341 páginas5 horas

Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina

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Andy Robinson desvela en estas crónicas los entresijos de la extracción y el negocio de las materias primas más valiosas de América Latina, como la carne, el oro, el petróleo, el aguacate, el hierro, los diamantes, la patata, el cobre, la soja o el niobio.
Robinson recorre Potosí, Minas Gerais, Zacatecas y muchos otros de los itinerarios que ya recorrió Eduardo Galeano cincuenta años atrás, en Las venas abiertas de América Latina, y actualiza la célebre tesis de que "los latinoamericanos somos pobres porque es rico el suelo que pisamos". Aquel libro se convirtió en la biblia de la generación de izquierdas que alcanzó el poder en América Latina a principios del siglo XXI, como Lula da Silva, Evo Morales, Rafael Correa o Hugo Chávez.
¿Qué ha ocurrido en esos países desde entonces? ¿Cuál es la utilización final de estas materias primas en el mundo actual, de consumo ostentoso, recursos naturales menguantes, fuertes tensiones geopolíticas y extrema desigualdad? ¿Qué se puede aprender de los pueblos indígenas para evitar la destrucción medioambiental y afrontar el reto existencial del cambio climático? ¿Cómo repercute la extracción de materias primas en los dramáticos sucesos políticos que han sacudido la región en los últimos años? Inevitablemente, cualquier lector, americano o europeo, se sentirá interpelado como ciudadano y consumidor.
IdiomaEspañol
EditorialArpa
Fecha de lanzamiento4 mar 2020
ISBN9788417623401
Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina
Autor

Andy Robinson

Andy Robinson has served as church minister, author and evangelist. He was freed by Christ after terrible rebellion which led to prison, addictions, the streets and darkness. His love for preaching, alongside a call to minister, led him to Moorlands College. He has spent nearly a decade as a pastor and travels the country sharing his story and seeing God change lives.

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    Oro, petróleo y aguacates - Andy Robinson

    3/12/19.

    PRIMERA PARTE

    MINERALES

    1

    ORO

    (COLOMBIA, CENTROAMÉRICA,

    ESTADOS UNIDOS)

    EL DORADO EN SALT LAKE CITY

    El Dorado siempre fue una empresa de avaricia, delirio y destrucción. Y aunque ahora sus protagonistas eran multinacionales mineras con sede en Vancouver, dotadas con eficientes departamentos de responsabilidad social corporativa, o desesperados buscadores de fortuna en Colombia o Brasil, la fiebre del oro del siglo xxi seguía el mismo camino que aquel primer frenesí de extracción y muerte, quinientos años atrás, en tiempos de Cortés y Pizarro. Pero quizás otro factor explicaba el nuevo gold rush que yo había presenciado en los ríos teñidos de sangre y mercurio de la Antioquia colombiana y las grandes minas a cielo abierto en Centroamérica. En los años de crisis, el oro fue un refugio del miedo y el caos que, desde Wall Street, se extendía al mundo entero. Los barequeros y garimpeiros escarbaban en el barro latinoamericano en busca de su potosí o, al menos, de una minúscula pepita para ganarse los frijoles. Pero en los países del norte global el oro se perseguía en una búsqueda neurótica de seguridad financiera y psicológica. «El oro siempre ha justificado los actos más atroces y la resistencia humana más extraordinaria porque aniquila la incertidumbre», dice Peter Bernstein en su libro El poder del oro. El Fondo Monetario Internacional1 reconoce que el precio del oro «se ve respaldado por un temor (posiblemente irracional) al colapso». Más directa, la bloguera financiera Masa Serdarevic sentencia: «Comprar oro es siempre un asunto de miedo».

    Tras la crisis global iniciada en el año 2008, el miedo no escaseaba en la economía mundial. Durante el colapso del sistema financiero, el precio de la onza troy de oro (460 gramos), que se había mantenido estable en torno a los quinientos dólares durante las décadas anteriores, alcanzó los mil novecientos dólares en 2011. La destrucción de billones de dólares de valores bursátiles —aunque pronto se recuperarían para restaurar las fortunas de la plutocracia global— elevó el atractivo del metal amarillo. Una expansión monetaria sin precedentes y el desplome de los tipos de interés a cero reforzaron la huida hacia la trinchera dorada.

    Pero el miedo escénico no lo explicaba todo. En la sociedad de ostentación globalizada y extrema desigualdad, tan perfectamente personificada por Donald Trump y sus torres en forma de gigantescos lingotes, el oro representaba también el deseo de presumir de estatus social. La demanda crecía en las nuevas clases medias de la India y China. Abundaban los compradores de joyería orfebre en las nuevas boutiques Swarovski junto a barrios marginales. Pero también en las exclusivas tiendas LVMH ladies only de las teocracias del kitsch en Dubái o Doha. El metal más preciado era la vía directa al estatus deseado y un valor seguro.

    Y al igual que otros objetos de lujo, el oro se incorporó al decadente mundo del arte contemporáneo, superando al bronce como material predilecto de artistas de marca global como Damien Hirst, cuyo esqueleto de mamut Gone but not forgotten de oro puro se vendió por quince millones de dólares, o Marc Quinn, creador de una escultura en oro de la modelo Kate Moss adquirida por el Museo Británico por dos millones de dólares. Sin olvidar el váter hecho de oro de dieciocho quilates del artista Maurizio Cattelan, que el Guggenheim de Nueva York quiso regalar a Trump para el cuarto de baño de la Casa Blanca en sustitución del Van Gogh que el presidente había exigido al museo neoyorquino.

    Al mismo tiempo, el oro se convirtió en el negocio predilecto de las grandes redes internacionales del crimen organizado, que competían —y, a veces, se asociaban— con las multinacionales de la minería, que cotizaban en la Bolsa de Toronto, para alcanzar el liderazgo empresarial de El Dorado 2.0. El oro era un activo financiero fiable y cada vez más líquido, idóneo para blanquear los ingresos ilícitos de las McMafias. Tras extorsionar a millones de mineros artesanales, responsables nada menos que del 20% de la producción global en condiciones próximas a la esclavitud, estas mafias vigilaban la venta del oro a intermediarios instalados en remotas ciudades de los Andes o en la selva tropical. Se llevaban su tajada y lo exportaban a un mundo mucho más civilizado, a Suiza, cuyas cuatro refinerías procesaban el 50% del oro producido a escala global.

    En cada eslabón de la cadena del metal más brillante, se lavaban miles de millones de dólares de dinero sucio. Pero los garimpeiros y los barequeros, o incluso los paramilitares y guerrilleros que sembraban el miedo en las minas, constituían solo el síntoma. La enfermedad era la desigualdad extrema, la plaga del capitalismo depredador del siglo xxi, del cual el negocio mundial del oro venía a ser un símbolo, su quintaesencia, como el anillo de Wagner. «Yo he visitado la mina La Rinconada, a 5.500 metros de altitud en los Andes peruanos. Allí trabajan sesenta mil mineros artesanales que viven en chabolas de chapa. Mueren antes de los cincuenta porque en las zonas más bajas el aire solo tiene un 50% de oxígeno. No hay policía, pero sí cuatro mil prostitutas, casi todas esclavas», me explicó el abogado suizo Mark Pieth, autor del libro Gold laundering, the dirty secrets of the gold trade, cuando regresaba a Basilea de un viaje al infierno andino. «Es terrorífico, debería prohibirse. Pero cien millones de familias a escala mundial dependen de esto».

    Si el terror financiero y el consumo ostentoso de las nuevas élites revalorizaban el oro, el auge de las nuevas ideologías apocalípticas lo convertían en culto. El anhelado regreso del patrón oro —un delirio de los excéntricos gold bugs (bichos dorados) y también, por algún comentario, del propio Trump— ganaba adeptos en las comunidades conservadoras de Estados Unidos y Alemania, en aquellos años de imparable expansión monetaria que definiría la segunda década del nuevo siglo. Aunque la inflación que estos fetichistas de los metales preciosos vaticinaban, como predicadores ante el día del juicio final, jamás llegaría. Tampoco la tímida normalización de la política monetaria, a partir de 2017, pudo frenar la demanda del metal amarillo. Los precios ya no alcanzaban los récords de 2011, pero, al oscilar en torno a los 1.400 dólares la onza, bastaban para alimentar la desesperada fiebre en las cordilleras y los ríos latinoamericanos, fuentes de suministro del 60% del oro vendido en Estados Unidos. La demanda de oro, al igual que de otros metales, se veía impulsada también por el crecimiento explosivo de la industria electrónica. Cada uno de los mil millones de teléfonos móviles fabricados cada año en la segunda década del siglo xxi contenía oro por valor de unos 50 céntimos de euro.

    Pese a ser el menos útil de todos los metales, el oro siempre ha engendrado delirios. Químicamente inerte, el elemento Au (del latín aurum, con número atómico 79) jamás se oxida. «Posee la longevidad con la que todos soñamos», afirma Bernstein. Quizá piensa en el billonario libertario de Silicon Valley Peter Thiel, que no solo invierte millones en nanotecnología e investigación genética en busca de la inmortalidad, sino que también defiende con la pasión de un rey medieval el patrón oro porque «conectaría el mundo virtual con el mundo real». El nuevo El Dorado resulta irresistible para conservadores libertarios como Thiel porque el oro no depende de ningún Estado.

    «El oro puede ser un trozo de metal inútil y brillante, pero al menos los bancos centrales no pueden imprimirlo», resumió Dylan Grice, analista del Credit Suisse. Incluso cuando la Fed dejó de inyectar billones de liquidez en el sistema, los gold bugs prosiguieron en su búsqueda de estabilidad con el metal. Gillian Tett, antropóloga y columnista del Financial Times, achacaba el atractivo del metal a «un eco de la llamada carga de culto, que los antropólogos estudian en las islas del Pacífico: algo que proporciona orden y significado en tiempos de caos y miedo». Resultó terapéutico también para los nostálgicos defensores del Brexit, muchos de ellos gold bugs, que el voto a favor de salir del club europeo provocara, además del colapso de la libra, una subida del 219% de la demanda británica de oro. Eran tiempos de delirios y el oro fue un bálsamo. En las calles de las ciudades ricas y pobres, junto a los predicadores evangélicos que vaticinaban el armagedón, circulaban hombres de gesto humillado con carteles que decían: «We buy gold». El oro estaba perfectamente hecho a la medida del llamado movimiento End Times (fin de los tiempos). Las milicias catastrofistas del survivalism de Idaho y Texas aconsejaban llevar unos lingotes junto con la ametralladora en el kit de supervivencia para el postapocalipsis.

    O quizá la fascinación conservadora por el oro tiene que ver con la solidez del metal más denso. Freud achacaba el fetiche del oro a la neurosis y a la fijación anal. Si para los mayas de Mesoamérica, grandes artistas de la orfebrería, el oro era el excremento del adorado dios Sol, de incalculable valor estético y simbólico, pero sin ningún valor comercial o monetario, para los gold bugs de la poscrisis el metal se había convertido en el excremento sólido del buen cristiano conservador, intelectualmente estreñido y en busca de una inversión segura. Aunque Trump rechazaría el regalo del Guggenheim y pediría la cabeza de la osada comisaria Nancy Spector, que se mofaba de un presidente conocido por preferir el oro en la grifería de sus inmuebles de lujo, el inodoro dorado de Maurizio Cattelan se convertiría en el objeto de deseo de muchos lavabos de la nueva derecha.

    Por supuesto, la neurosis se traducía en fantásticos beneficios para las grandes multinacionales mineras y sus consejeros, entre ellos el conservador expresidente español José María Aznar, que ya había fichado por la compañía canadiense Barrick Gold, la más grande del mundo, para perforar la resistencia social en América Latina ante el nuevo saqueo de sus venas más abiertas. En los años de la poscrisis, se buscaba oro en «lugares antes considerados no rentables o marginales, y donde vive más gente», explicó el economista argentino Leonardo Stanley. La fiebre se extendía desde Tanzania hasta Mongolia. Pero lo más dramático fue el regreso a El Dorado, a la vieja fiebre del oro americana. Colombia, México, Brasil, Centroamérica —menos desarrollados en minería que Chile o Perú, en el sur— se convirtieron en la nueva frontera minera del continente. En Venezuela, donde el ejército bolivariano ya tenía carta blanca para abrir minas al sur del Orinoco, el presidente Nicolás Maduro invitó a los venezolanos a comprar «el oro de Guayana, el oro del pueblo, para el plan de ahorro nacional», como si se tratara de un acto revolucionario de lealtad chavista. Mientras que en el norte, desde Alaska hasta Nevada, los escenarios del gold rush decimonónico volvieron a convertirse en el sueño ilusorio de los buscadores de fortuna y de los nuevos gold bugs de la era del miedo del siglo xxi.

    *

    Después de una jornada de protestas mineras en Medellín y Caucasia, que terminaron con batallas campales contra la policía y con al menos un muerto, los buscadores de oro volvieron al trabajo en la mina de Orlando, en Amalfi, en un pequeño afluente del gran río Cauco entre las verdes montañas del nordeste de Antioquia. Mientras dos excavadoras descargaban toneladas de barro espeso color cemento sobre una manguera mecánica para que el líquido corriera hacia abajo y depositase los granos de oro, unos doscientos barequeros (mineros artesanales) se pusieron a buscar sus propias pepitas en los montones de residuos. Cavaban con palas en el fango gris dejado por las excavadoras Caterpillar y lo echaban en las bateas. Luego se metían hasta la cintura en el charco opaco como leche turbia para remover en busca de flecos amarillos.

    Parecía esa imagen dantesca de los garimpeiros desesperados del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, todo un documento gráfico de los miserables de la tierra. Pero estos barequeros colombianos no se quejaban de su destino, sino que le sonreían y defendían con orgullo la dignidad de su trabajo. Como jugadores de casino, reivindicaban la libertad del azar frente a la monotonía del trabajo del esclavo asalariado en las grandes minas de las multinacionales más arriba, en la sierra. «Aquí somos nosotros quienes decidimos cuándo vamos a trabajar», me explicó Raúl Duque, barequero desde hacía treinta y cinco años, de ojos verdes como las esmeraldas que se extraían al otro lado de la sierra, padre de tres hijos y propietario de una humilde vivienda en el pueblo. «Hay días que se gana, y días que se pierde». Levantó la batea para enseñar un grano dorado que resplandecía contra el acero gris. Los otros mineros se acercaron y les hice una foto con la pepita centelleando al igual que sus sonrisas. Venderían el oro aquella tarde en el pueblo por dieciocho mil pesos, unos nueve dólares.

    No era mucho. Solo una tercera parte de lo que muchos ganaban cuando trabajaban recogiendo hojas de coca, antes de las políticas de erradicación del militarizado proyecto estadounidense Plan Colombia, que incrementó el número de barequeros de la región en más de cien mil almas.

    En cambio, el exbarequero dueño de la mina de Orlando sacaba más de medio kilo de oro al día, en un momento en que la onza troy se vendía en el mercado internacional a 1.500 dólares. Pero los barequeros agradecían el contrato no escrito por el que el dueño de la pequeña mina les dejaba buscar suerte en los residuos. «Si la mina no trabaja, nosotros tampoco», me dijo uno. En las minas de filón de Segovia, a cien kilómetros al nordeste de Amalfi, los barequeros extraían el oro directamente de la roca.

    La minería artesanal de oro en el nordeste de Antioquia tiene una larguísima historia detrás. Cuando llegaron los españoles en 1540, vivían en la región hasta un millón de personas, en una sociedad dotada de un sistema avanzado de agricultura, de una extensa actividad minera —tanto de oro y cobre como de sal— y de estructuras de poder centralizadas. Los habitantes de esa sociedad, conocida como quimbaya, extraían el oro con técnicas bastante parecidas a los barequeros actuales de los ríos de Amalfi y de las rocas de Segovia, aunque no contaban, claro, con una Caterpillar para la primera excavación masiva de barro. Pero la cantidad no era lo más importante para los quimbaya. El oro tenía un valor estético y espiritual, y eso servía, como también ocurriría después, para ostentar los privilegios de la élite sacerdotal.

    Unos meses antes de mi viaje, yo había contemplado con asombro, en el Museo de América, en Madrid, una espectacular exposición sobre el arte orfebre de la era Quimbaya, entre 500 y 1000 d. C., hallado en Filandia, un municipio del Cauco Medio, en el interior de una tumba subterránea, a salvo del saqueo español. Había colgantes en forma de caracol, lagartijas, pectorales, narigueras, orejeras, cascabeles, colgantes, collares..., así como recipientes para la coca y la cal en forma de calabaza, usados para potenciar los efectos de la droga. Las miniesculturas de los caciques quimbayas, tanto hombres como mujeres de ojos entrecerrados y cuerpos diminutos, eran una prueba de la técnica asombrosa de su orfebrería. Esculpidas a partir de moldes de cera de abeja, «las piezas de oro no se manufacturaban ni se comerciaba con ellas según las simples exigencias de una moda. El oro estaba íntimamente ligado a la vida religiosa», explicaba Ana María Falchetti, máxima experta del Museo del Oro en Bogotá. Mejor no nos preguntemos por qué los tesoros de los quimbayas se encuentran en el discreto museo en la zona universitaria de la capital española y no en el extraordinario museo de la capital colombiana.

    Recorriendo unos ciento cincuenta kilómetros hasta Medellín en un autobús multicolor pintado a mano, los mineros artesanales del siglo xxi —tanto pequeños empresarios como barequeros— se habían sumado a otros miles en las manifestaciones ante la sede del Gobierno. No protestaban contra la economía informal de las minas, sino que la defendían ante la adopción del odiado código minero que regularizaría el sector y eliminaría a mineros artesanales sin título. La policía y el ejército recorrían Amalfi con ametralladoras y se habían empleado a fondo semanas atrás al cerrar cientos de minas ilegales, decomisar excavadoras, gasolina y hasta pepitas de oro. Estaba en juego el futuro de un millón y medio de mineros artesanos, cinco millones de personas si se sumaban las familias. Según el Gobierno, eran medidas necesarias para ordenar el sector, desplazar el crimen organizado y proteger el medio ambiente. Los mineros de Amalfi insistían en que no usaban mercurio para separar el oro del barro, pero en las minas de filón en Segovia el oro se extraía de la roca molida con una mezcla de melaza, limón y mercurio que reaccionaba en contacto con el metal. Las concentraciones de mercurio en el aire —un metal tóxico que no se degrada— eran tan altas en las sierras que, durante una de las pruebas, reventó un aparato de medición Jerome 431.

    Sin embargo, para los barequeros había otro motivo de peso por el que las administraciones respectivas del presidente ultraconservador Álvaro Uribe y su sucesor más liberal Juan Manuel Santos se habían puesto tan duras con los mineros artesanales, tras quinientos años de hacer la vista gorda. «El Gobierno quiere que vengan las multinacionales», me explicó Alisandro Guzmán, de cuarenta y cinco años, nativo de Remedios, otro pueblo minero en la cordillera antioqueña, mientras barequeaba en el río de Amalfi. Uribe había apostado fuerte por la minería y el petróleo, tras abrir las sierras andinas a la inversión extranjera. Conforme el proceso de paz liberaba enormes áreas del país antes controladas por la guerrilla, las grandes mineras canadienses y sudafricanas veían excelentes oportunidades en la paz. Antes de abandonar la presidencia, Uribe ya había aprobado más de mil nuevas concesiones y Santos, aunque más consciente de las venas abiertas, no cambió de rumbo. A la cabeza de las multinacionales estaban las canadienses, cuya complicidad con gobiernos corruptos en América Latina y hasta con grupos violentos de paramilitares y narcotraficantes desmentía la fama de Canadá de ser el país más social y medioambientalmente responsable de las Américas.

    La Bolsa de Toronto ya era la principal fuente de capital de las multinacionales mineras, y sus ingenieros, disfrazados de protectores del medio ambiente, recorrían la región en busca de metales. Greystar, en un cambio de marca ecológicamente correcto, después de abrir varias minas en Colombia, pasó a llamarse Eco Oro. «El mercurio está causando estragos en la salud, de modo que se tiene que regularizar la situación de los mineros artesanales en Colombia», me dijo con sinceridad Jean Martineau, el consejero delegado de Dynacorp, una empresa minera con sede en Montreal que buscaba oportunidades en Colombia. Jean era un quebequés sensible a la cultura que había colgado en su oficina un cuadro de campesinos pintado al estilo de Diego Rivera. Pero resultaba difícil creer que su principal objetivo en América Latina fuera proteger la naturaleza o la cultura indígena. Otro comentario delataba quizás el verdadero atractivo de la región para los buscadores canadienses de El Dorado 2.0: «En Canadá tenemos que buscar por debajo de cien metros de tierra. ¡Vas a la cordillera de los Andes y la minería está allá, a la vista!», exclamó emocionado. Pronto podría comprobar el motivo de su entusiasmo al contemplar las enormes minas a cielo abierto excavadas por los canadienses en las sierras centroamericanas.

    No era solo una cuestión medioambiental. Con el beneplácito del Gobierno de Uribe, otra compañía canadiense, Gran Colombia Gold, con sede en Toronto, había adquirido la cooperativa minera Frontino, en Segovia, antes propiedad de los trabajadores. Tras despedir a quinientos de ellos y ver como los paramilitares asesinaban a algunos de los que protestaban, la empresa se puso a comprar oro a los mineros artesanales que trabajaban en sus concesiones a precios mucho más bajos que los de mercado. Para los barequeros, atados a la empresa extranjera al puro estilo de una crónica de Galeano, se trataba de aceptar el precio que ofrecía la minera canadiense o ser detenidos por trabajar ilegalmente.

    Dos miembros del consejo de Gran Colombia Gold eran exministros del Gobierno de Uribe. Cuando la empresa canadiense forzó el cierre de una serie de minas ilegales para hacerse con su producción, se organizó una huelga general en toda la región, la primera movilización masiva de un nuevo movimiento de protesta que transformaría el escenario político colombiano.

    Anglo Ashanti, la compañía gigante sudafricana que se había hecho con concesiones enormes al norte de Cali para excavar La Colosa, la mina de oro a cielo abierto más grande de Sudamérica, se topó también con una fuerte resistencia popular. En una votación celebrada en el pueblo de Cajamarca, cuyo suministro de agua se veía directamente amenazado por la concesión minera, más del 80% de los residentes votaron contra la mina. Ashanti suspendió el proyecto. Fue una gran victoria para la campaña contra las minas gigantes. Las protestas fueron creciendo y cientos de pueblos siguieron el ejemplo de Cajamarca en un estallido de democracia directa. El Tribunal Constitucional colombiano decretó que Gran Colombia Gold debía también someterse a un referéndum. El nuevo movimiento contra el saqueo auparía al exguerrillero Gustavo Petro en el liderazgo de una nueva izquierda antiextractivista en Colombia que logró movilizar una gran coalición, desde los campesinos del Cauco a los jóvenes profesionales de Bogotá, en lo que sería el primer reto de la historia al poder de la oligarquía colombiana. La izquierda ya no se llamaba izquierda, sino «el movimiento de la vida» contra «la muerte» de la oligarquía del petróleo, la minería multinacional y el cambio climático, insistía Petro. Esas eran algunas de las ideas que impulsaron las grandes movilizaciones que llenaron las calles de Bogotá en el otoño de 2019.

    Otros intereses aún más oscuros que los de las mineras canadienses amenazaban a los barequeros artesanales en Antioquia. Al compartir un tinto (café) en una cafetería del centro de Amalfi con un grupo de propietarios de pequeñas minas, algunos con título y otros sin él, me explicaron cómo funcionaba el sistema de la vacuna, el impuesto en absoluto revolucionario exigido desde hacía años por los paramilitares y algunos grupúsculos de la guerrilla más intransigente. «Me han matado a dos hermanos y han secuestrado a otro», dijo Octavio, un exbarequero que había acumulado suficiente capital para abrir tres pequeñas minas. «Me quemaron seis máquinas y mataron a tiros a tres de mis trabajadores por no pagar la vacuna», me explicó, bajando la voz y mirando de reojo.

    Otros pequeños empresarios mineros sí que pagaron el impuesto. «Yo pagaba cuatro millones por máquina», dijo uno. Los narcos y los paramilitares, según ironizó el editor Alfredo Molino Bravo, sabían que las bateas servían ya «no solo para lavar oro, sino también para lavar dólares». Según el propio presidente Santos, el negocio del oro había eclipsado al narcotráfico como principal impulsor de violencia y blanqueo de dinero en Colombia. A fin de cuentas, ¿qué mejor para blanquear las fortunas de los líderes del crimen organizado que unos lingotes de oro? Pese al proceso de paz y la entrega de armas de las FARC, los paramilitares y algunos integrantes de la guerrilla aún merodeaban por las montañas de Antioquia, epicentro de la violencia atroz que había desplazado a 47.000 campesinos de sus tierras.

    Las medidas de regularización del sector coincidían con los juicios contra exportadoras del oro colombiano como Goldex o la curiosamente llamada Escobar, con sede en Medellín, por blanqueo de dinero y exportación de oro ilegal a Estados Unidos y a Europa. Compraban oro de minas controladas por las FARC, antes de su desmovilización, y por temibles grupos paramilitares, como los Urabeños, que habían mantenido una muy cordial relación con Uribe cuando era gobernador de Antioquia y hacía la vista gorda a la extorsión y la violencia desde su gigantesco rancho en las afueras de Medellín.

    Los paramilitares no eran tipos simpáticos. «Lo que les gusta es decapitar a la gente y luego jugar al fútbol con la cabeza», me dijo Lucy, exguerrillera de las FARC a la que conocí en la frontera con Venezuela. Colombia pronto batiría el récord de líderes medioambientales latinoamericanos —y unos cuantos periodistas— asesinados, muchos de ellos por denunciar actividades mineras o la extorsión y esclavización de los barequeros. Pese a ello, la refinería suiza Metalor, con sede en la preciosa villa de Neuchâtel, a orillas del lago alpino del mismo nombre, compraba oro a las exportadoras de Medellín y reportaba excelentes ingresos para los paramilitares. Es más, había indicios de que las mafias se infiltraban en la dirección de las compañías mineras multinacionales. Concretamente, en la canadiense Continental Gold, que reconoció que su vicepresidente trabajaba para la Oficina de Envigado, la nueva configuración del viejo cártel de Medellín de Pablo Escobar.

    Sin embargo, mientras el Gobierno de Santos calificaba su ofensiva contra los barequeros como un contraataque al crimen organizado, los mineros artesanales en Amalfi desconfiaban. Desde el barequero más humilde hasta los pequeños empresarios con cinco o seis excavadoras, todos creían que el acoso al que estaban siendo sometidos desde el Estado y desde los grupos armados formaba parte de una misma estrategia pactada entre las multinacionales y el Gobierno para quitarles de en medio.

    *

    Dos de los colgantes más extraordinarios de la colección quimbaya en el Museo de América en Madrid, hechos de tumbaga, una aleación de oro y cobre, comparten la estética delicada del arte de las sociedades precolombinas de las regiones centroamericanas que ahora forman Panamá y Costa Rica. Se trata de los colgantes de Darién, que, en todas las piezas encontradas, siempre representan una figura humana de cara plana, nariz formada por espirales, brazos y manos esquematizados y dos bastones de los que usaban los chamanes en sus exploraciones cosmológicas.

    Uno de los colgantes se encontró debajo de las pirámides en la ciudad maya de Chichén Itzá, en el Yucatán mexicano, dos mil kilómetros al norte. Al observarlo más de cerca, pueden verse formas semicirculares y abovedadas en los extremos. Según los últimos estudios, representan los hongos alucinógenos que los chamanes precolombinos fumaban para alcanzar niveles de conciencia más elevados. No es posible reducir el valor de esas geniales obras de arte al precio mundano de un lingote de oro.

    Los colgantes son la prueba concluyente de que existía un intenso intercambio tecnológico y cultural entre las diferentes sociedades prehispánicas desde los Andes hasta el sur de México. Por tanto, parecía lógico, en mi recorrido de la actual ruta del oro, dirigirme al norte desde Antioquia, cruzar la frontera y buscar las nuevas minas centroamericanas. En Coclesito, pueblo de unas trescientas familias campesinas en medio de la selva del noroeste panameño, Carmelo Yangüez, de cincuenta y seis años, cuya cara cuadrada recordaba a aquellos caciques de los colgantes quimbaya, llevaba seis años luchando contra la mina de la multinacional canadiense Petaquilla Gold, un enorme agujero rojo en la montaña a unos quince kilómetros de su pueblo. Ya empezaba a mermar la moral en la comunidad. «La gente se va aflojando y busca trabajo en la mina. Los políticos locales se han vendido a la empresa», me dijo sentado en la terraza de su humilde vivienda de madera, con una huerta de café y banana.

    Dos

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