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Historia Económica de Colombia
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Historia Económica de Colombia

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Interesante libro acerca de la evolución y desarrollo de los flujos económicos de Colombia, desde el momento en que se produjo la conquista por avarientos españoles hasta 1970, cuando el autor de la obra completó un extenso archivo documental analítico y se lanzó a publicar una obra llena de datos concretos, fechas precisas y hechos irrefutables que vistos desde la perspectiva analítica y cronológica articulan la nacionalidad colombiana, a la par con otros aspectos de la vida integral de los pueblos.
Como suele suceder en el ámbito de las investigaciones profundas en temas de alto nivel gubernamental y de las ciencias sociales, este ensayo titulado Historia Económica de Colombia (1492-1970) es un gran paso para consolidar nuevas y específicas investigaciones con base en la línea guía trazada por Caballero, y las nuevas metodologías enseñadas en los centros académicos.
Además, por la sencillez del lenguaje y la claridad de los conceptos básicos de economía esbozados por el autor, Historia Económica de Colombia, se torna en un libro fascinante de fácil comprensión y de obligatoria lectura para todas aquellas personas interesadas en conocer con mayor detalle los componentes sociales, políticos, económicos, culturales y organizativos de la sociedad colombiana.
Por supuesto, esta obra no puede faltar en las bibliotecas personales e institucionales de quienes gustan de temas geopolíticos, estratégicos, históricos, o de análisis de la evolución de los pueblos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 dic 2017
ISBN9781370452156
Historia Económica de Colombia
Autor

Enrique Caballero

Enrique Caballero, nacido en 1910 en Bogotá, fue un abogado colombiano especializado en economía, con amplia trayectoria intelectual y política, amén que fue secretario de la presidencia de la república, ministro del despacho y embajador de Colombia ante el gobierno de Brasil. Día a día sus puntos de vista y conclusiones académicas son referentes para nuevas investigaciones o para deleite informativo de los lectores en general de Latinoamérica.

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    Vista previa del libro

    Historia Económica de Colombia - Enrique Caballero

    INDICE

    Prólogo o algo así

    Libro I

    Libro II

    Libro III

    Libro IV

    Libro V

    Libro VI

    Libro VII

    Libro VIII

    Libro IX

    Libro X

    Composición étnica, proyecciones demográficas y características

    El panorama minero y el espejismo de las esmeraldas

    El sainete de la separación de Panamá

    Las dimensiones financieras a mediados del siglo XIX

    Producto Interno Bruto en 20 años

    Rentas latinoamericanas comparadas

    Participación porcentual en las exportaciones

    Evolución de las exportaciones

    Composición de las exportaciones colombianas

    Comercio Exterior de Colombia

    Valores porcentuales de precios y salarios mínimos

    Exportaciones de café por destinatarios

    Capitalización y empleo

    Producción y exportación de petróleo crudo

    Economía de centauro

    Prólogo o algo así

    Constituye una especie de premandamiento del ciudadano el saber en dónde está parado. Contra lo que vanamente se supone, muy pocos saben en dónde están parados. Cuando yo, no hace de ello mucho tiempo, me di cuenta de cuánto ignoraba en relación con Colombia —de la cual amo tanto los potreros de tierra fría, las iglesias coloniales y un círculo cada vez menos elástico de amigos y de valores literarios y plásticos— en ese momento, sentí una especie de vértigo de Menier.

    De ese vahído recriminatorio no me repuse sino cuando formé el propósito de hacer un poco de alpinismo por el pasado del país, que prometía ofrecerme una vista panorámica más despejada del presente.

    No escarbar un poco en el pasado de nuestro contorno físico y humano —ámbito, nación—, equivale a malgastar de manera punible esta travesía marcadora que los filósofos analizan misteriosamente bajo el nombre de vida y que, si pierde profundidad y rumbo, debería pasar a denominarse más bien duración.

    La diferencia entre duración y vida, en efecto, está en el grado de conciencia que se emplee en el fugaz momento en que la facultad de conocimiento nos es dada.

    Al conocimiento se puede llegar, o bien por esa intuición reflexiva y discursiva de los griegos, que le soltaban la rienda al pensamiento frente al mar violeta y bajo el cielo azul sustentado en mármoles; o bien masticando folios e infolios con un poco de método: no mucho.

    Después de haber hecho lo último, me tentó la idea —no sé si abusiva o baldía—, de concretar o protocolizar en un compendio lo que había sido materia prima o forraje intelectual, junto con mis marginales anotaciones.

    Así, de muchos libros que la casualidad y la curiosidad juntaron, en mi caso, se exprime el zumo de un nuevo libro. De este libro. Y siempre es más fácil leer u hojear un libro, que varios.

    Esa sería —si la tiene—, la utilidad de esta síntesis personal y caprichosa escrita en lengua romance y para profanos, que son sus naturales y previstos destinatarios. Utilidad que, en tratándose de un libro, no se debería ponderar. Un libro debe tomarse solo por una especie de incitación viciosa y ocioso regodeo.

    A menos que se tome con el imperativo práctico de servirse de él para enderezar una mesa que cojea, por ejemplo. Las inmensas, oceánicas bibliotecas trascienden tanta calma, porque son harenes de eunucos. Nadie podrá llegar a poseerlas completamente.

    Pues bien, esa determinación personal se conjugó —coincidencialmente— con la intención del Banco de Bogotá de publicar un libro sobre la historia económica nacional, a propósito del centenario de su fundación y como parte de un programa —que podríamos llamar onomástico—, de actos.

    Como no se requería que fuera un tratado y como yo tenía ya en la rueca una crónica que partía de 1492, cuando este continente era apenas una problemática conjetura y llegaba a 1970, (cuando es una conjetura problemática) se produjo un encuentro sin búsqueda y con recíproca aceptación a primera vista.

    El Banco de Bogotá acogió como editor y patrocinador los originales, con más sensibilidad cultural que análisis, me parece. Prácticamente a la tapada. Y yo los entregué enseguida, sin los castos rubores convencionales de la autocrítica.

    Es este, pues, un volumen sobre la navegación de Colombia en el tiempo, que desdeña relativamente el flanco político y épico y repara y trata de interpretar en alguna forma los aspectos socio-económicos. La responsabilidad de su contenido, sus vacíos y defectos, me corresponden. La nobleza del gesto y la buena intención, le tocan al Banco de Bogotá.

    Enrique Caballero Escobar

    LIBRO I

    Descubrimiento y conquista. ─El desconcierto de las mayorías aborígenes colaboró a la consolidación de los castellanos. ─Maquiavelo interpreta a los reyes católicos. ─España se saca la lotería geológica. ─Gastos que suponía el Renacimiento. ─Las especias, necesarias a la conservación de alimentos en invierno. ─Primeros fenómenos de inflación. ─El mundo que dominó España y a lo que se vio luego reducida. ─El Brasil descubre oro de corta duración. ─Vertiginoso progreso de Norteamérica por la corriente inmigratoria europea. ─De lo antiquijotesco en la Conquista. ─Pérfido comportamiento de Jiménez de Quesada. ─Expedición contra los panches y victoria de Tocarema. ─Monopolio ruinoso de la Casa de Contratación de Sevilla. ─Un instituto descentralizado en torno del cual florecieron escándalos, sobornos, desfalcos y tramoyas. ─Cómo remataba sus rentas a los cortesanos, en perjuicio del continente. ─El oro de América emigra hacia España y costea sus hazañas guerreras. ─Forzoso aislamiento de América respecto al resto del mundo. ─Diferencias entre la colonización oficial española y la de empresa privada que adoptó Portugal. ─El negro, mejor nutrido que el blanco y el indio para garantizar su rendimiento como esclavo. ─El complejo de bastardía. ─España pierde, en favor de Portugal, gran parte de la Amazonia por ineptitud de sus diplomáticos en Utrecht. ─Consecuencias en la alinderación del Brasil con sus vecinos de origen español. ─Tres erres de la monarquía española: la expulsión de los moros, que tenían en el Califato de Córdoba un foco cultural inapreciable; la de los judíos que produjo un receso financiero y económico, y la de los jesuítas que malogró la civilización de los Llanos y acabó con un original sistema de colonización. ─Balanza comercial entre España y América. Boceto de Pombal, el estadista portugués que logró la disolución de los jesuítas. ─Participación de la codicia y la lujuria en la Conquista de América

    1—El instante luminoso de España

    Los dos momentos más dramáticos —acaso—, de la historia de España tienen que ver, decisivamente con América.

    El uno fue cuando los reyes católicos, que más merecen ese nombre por su sentido iluminado de lo universal que por su fe religiosa, dieron impulso, aparejos y poderes a un marino genovés. Paso de consecuencias imprevisibles en la integración del más grande imperio que vieran los siglos.

    El otro, cuando el pueblo de la Península se alza contra la invasión napoleónica sustituyéndose a una monarquía abyecta y corrompida y el pueblo de la América Española, en un gesto gemelo —sí gemelo—, rompe, primero, con el mal gobierno, sin desacatar al rey; por el contrario, invitándolo a hacerse fuerte en tierra americana o al menos a escampar bajo el alero de paja de la Junta Suprema de Cundinamarca, la tempestad desencadenada por el corso, como lo hiciera la casa portuguesa de Braganza apenas las águilas napoleónicas abrieron las alas sobre los Pirineos; luego, con la monarquía, después, por la cruel incomprensión de esta, con la misma España. Es cuando corta, por último, el continente con la metrópoli europea, proclamándose libre y autónomo.

    Al primer pasaje, se le llama Descubrimiento y Conquista. Al segundo, Independencia. Suele tener la historia una manera atolondrada de bautizar los fenómenos que no siempre resulta rigurosa.

    En el caso de la Conquista, en efecto, el hombre actual no cae en la cuenta de que las tribus dislocadas y aún los reinos más o menos coherentes de las razas indígenas no coincidían con los límites de los países de hoy, ni eran tales, y se deslumbra ante el caso inaudito de que unos cuantos centenares de varones hispanos lograran, por el pánico que producían sus arcabuces y sus caballos y por su temple acerado, vencer ejércitos innumerables de nativos, desflorar la selva al paso de sus armaduras, sembrar ciudades y levantar arquitecturas estatales.

    En realidad es este un ejemplo antológico de cómo una minoría que sabe lo que quiere y hacia dónde va, se impone a mayorías desconcertadas. Esos pocos españoles resuelven utilizar intuitivamente, como ingrediente creador, la diplomacia, que por aquellos días era sinónimo de engaño, y, enfrentando a unas tribus con otras, y haciendo creer a un cacique que lo apoyan en su lucha contra su rival y vecino, movilizan a su antojo las masas primitivas y dan al indio incauto —al buen salvaje de Rousseau—, la primera lección de la malicia que luego le será injustamente atribuida a su raza como virtud nativa.

    Por ello no es exagerada la afirmación de que la Conquista la realizaron los indios, de la misma manera que la Independencia —gesto españolísimo—, la consumaron los hijos de España situados aquende el mar, venciendo en más de una ocasión, la resistencia-de los aborígenes todavía amedrentados después de tres centurias.

    Del primer ademán de esa pareja de reyes sutiles e impetuosos, nos legó una explicación Maquiavelo. Maquiavelo entendía bien a los españoles porque estaba al servicio de César Borgia y es, además, airosa flor de una edad que usa el veneno cuando no resulta económica la catapulta. Para Maquiavelo la corona española que ceñía la melena oscura de Fernando y brillaba sobre el albornoz de Isabel, visionaria reina de a caballo, la corona española quería, por encima de todo, ganar la admiración de las demás monarquías, elevar el prestigio de un reino recién creado por accesión, mantener el suspenso y desconcertar al mundo.

    Maquiavelo, intrigado por las actitudes, aparentemente contradictorias de Fernando V, escribe a un colega y coterráneo suyo, el embajador florentino Francesco Vettori, una carta penetrante a propósito de la intempestiva tregua que el príncipe español concedió en 1513 al rey de Francia: "si hubieseis advertido los designios y los procedimientos de este católico rey —le dice—, no os maravillaríais tanto de esta tregua. Este rey, como sabéis, de poca y débil fortuna, ha llegado a esta grandeza... y uno de los modos como los estados nuevos se sostienen y los ánimos vacilantes se afirman, es crear grandes expectativas, teniendo siempre a las gentes con el ánimo arrebatado por la curiosidad del fin que alcanzarán las empresas nuevas.

    Esta necesidad ha sido conocida y bien usada por el rey: de aquí han nacido todas estas varias empresas aún sin atender a la finalidad de ellas, porque el fin no es tanto esta o aquella victoria, cuanto darse reputación en los pueblos y tenerlos suspensos con la multiplicidad de las hazañas. Y por esto ha sido tan animoso iniciador de empresas".

    No es verdad que no existía, como lo comprobó el doliente peregrinaje de Cristóbal Colón por todas las cortes europeas, mejor postor para su colosal aventura? Porque hoy el hombre ha llegado a la luna. Pero si se comparan las dos magnas hazañas, se concluye que la de los astronautas, fruto tecnológico perfecto de un equipo disciplinado y preciso, es más empresa que aventura. Y la del Almirante, es más aventura que empresa.

    Estaba, ciertamente, montada en una suposición con toda la sintomatología de la paradoja: la de que, navegando siempre hacia occidente, se llegaría fatalmente al oriente, dada la redondez de la tierra. Los mismos monarcas portugueses —tan arriesgados—, y que ya habían armado expediciones que dieron con el África, Madeira y las Azores y que años más tarde —en 1497— convirtieron a Vasco de Gama en el descubridor de la India y a Álvarez Cabral en el descubridor del Brasil —lo cual aconteció en 1500—, consideraron a Colón un charlatán.

    Faltaba la intuición de una mujer y el navegante la encontró en la tienda de campaña de una reina que, en el pueblo de Santa Fe, a unas leguas de Granada, ponía sitio al Islam para hacer flotar sobre la Alhambra los estandartes fusionados de Castilla y Aragón.

    Fue esa tarde cuando el rey, al quitarse el yelmo empenachado y oír el relato de Isabel, paseó su mirada sobre el futuro intrigante y cuando se decidió que de ese arco tenso en que se convirtió la política exterior de España en la segunda mitad del siglo XV, se disparara —como un dardo—, la precaria y gloriosa expedición con las velas turgentes y encinta de odiseas!.

    La gente se queda alelada ante la intuición y la suerte de los monarcas que arrojaron a los moros y descubrieron a América en el mismo año de 1492, ese sí de gracia. Y no reparan en lo que tuvo que ser destruido para volver iglesias las mezquitas y palacios los alcázares. En realidad, se estaba asesinando la milenaria cultura islámica, se estaba desterrando al oriente del occidente. Al borrar a Spania, que era entonces la parte de la península ocupada por los musulmanes, se prescindía del foco cultural más importante del continente europeo.

    Florecía en el califato de Córdoba —en efecto—, una civilización sensual y refinadísima en la cual no han reparado quienes creen que sus católicas majestades se limitaron a expulsar a unos beduinos ocupantes, con las barbas despeinadas por los simunes del desierto africano. No es ahora el momento de documentar esta tesis.

    Pero si esa ciencia, esa poesía, esa filosofía hubieran sido conservadas y asimiladas, allí, en al-Andalus, con la si miente omeya se hubiera perpetuado y hecho florecer un Renacimiento comparable al que iluminó a Italia. Sin hablar del afluente romano, que dio varios emperadores, entre los cuales Trajano el más notable.

    Ni de la significación y participación hebreas. Limitándonos solo a mirar esos arcos de herradura, esos avisperos de estuco, esas ornamentaciones epigráficas, esas fuentes de mármol, esas ventanas de barro vidriado que sobrevivieron. Y remitiendo al lector a L'Espagne Musulmane au Dicieme Siecle y El Siglo del Califato de Córdoba de Lévy-Provensal, a las obras de García Gómez, a la bibliografía oceánica de Menéndez Pidal.

    Y, sin embargo, a otro error garrafal de las serenísimas altezas es forzoso aludir. Y es a la expulsión de los judíos. La expulsión de los judíos tendría dramáticas metástasis históricas y económicas en España y sus colonias y fue decretada por Fernando, aunque él mismo era judío, por el lado de los Henríquez, según Peyrefitte.

    No hay tema más ligeramente tratado y más hondamente apasionante que este de la raza bíblica, predestinada y perseguida. En primer lugar está la secta: los judíos practicantes. En segundo lugar, está la raza, detentadora tradicional de la inteligencia y del dinero, odiada, respetada y admirada por su poder y por su solidaridad tribal. Solo en tercer lugar el Estado, casi recién nacido, que, para no hablar sino de un detalle, está derrotando a España en el mercado de frutas después de sacar —una vez más— agua de las rocas.

    Además, la judería inconsciente la judería que se ignora a sí misma. Todos los que ignoran (o ignoramos), si tienen un pringue mosaico, olvidando que los apellidos de cada uno son infinitos, pues aunque inicialmente solo hay un padre y una madre, ya los abuelos son cuatro, los bisabuelos, ocho, los tatarabuelos 16 y los cuartos abuelos, 32.

    Que levante la mano quien se sepa de memoria los treinta y dos apellidos y se comprometa a demostrar que no tiene sangre judía. Suele olvidarse que cada apellido aporta al ser humano igual dosis de hemoglobina y de componentes herenciales. En todo caso la expulsión de los judíos de España produjo receso científico, embotamiento financiero y retroceso económico.

    Pero —además— dio una ventaja a Portugal, pues sus reyes les brindaron albergue, extrayéndoles, previamente, una fuerte contribución; otra a Holanda, desde donde financiaron la colonización agrícola del Brasil y otra a los reinos germánicos, a cuya prosperidad contribuyeron de modo ostensible, entre teniendo, en todas partes, sus ocios, en urdir toda suerte de conspiraciones contra el país de donde habían sido expulsados.

    Por lo demás, la medida no tuvo efecto sino en su aspecto negativo, pues mediante la ceremonia más o menos convencional de la conversión, subsistió en España y en Indias la más baja ralea, que sabía infiltrarse ladinamente a través de las ordenanzas y mediante el soborno.

    Que nunca es unilateral. En todo caso, con la expulsión de moros y judíos, España consolido su imperio militar. Pero una grave e inconfesable desintegra ción fisiológica le sobrevendría debajo de su armadura victoriosa, como a don Juan de Austria. No comprendió que su grandeza estaba en la mezcla, en la capacidad de absorción. Las dominaciones excluyentes son efímeras.

    Que lo sepan las Américas para su consuelo: la lección de los siglos es la de que —en el sentido más lato—, las culturas y las civilizaciones han sido mestizas.

    Confieso que escribo esta monografía con una íntima voluptuosidad, porque acabo de descubrir que la historia es la ciencia que permite a los simples burgueses de hoy, corregir la plana e irrespetar, sin consecuencias, a los reyes de antaño.

    2—España se saca la lotería geológica

    No podían soñar —empero— los reyes católicos, que esa carta les traería tales triunfos y tamañas ganancias. El caso es que ese Estado en proceso de síntesis se sacó una lotería geológica que superaba todos los cálculos. Hasta entonces había sido un conjunto pobretón y pendenciero de pequeños reinos, mirado con cierta despectiva desconfianza en la mesa de juego de los que empezaban a ser ducados y ricas ciudades del Renacimiento italiano, que debían su bienandanza a su comercio con el Asia.

    En efecto, el Renacimiento tiene, en su lujo, un cariz oriental; así como, desde el punto de vista de la cultura, es el reverdecimiento del olivo griego. El Renacimiento es cuando la desnudez marmórea de Grecia resuelve recubrirse, en la tibia, inteligente Italia, con los lentos, rituales tejidos de la India. Y cuando de esa transfiguración dejan testimonio gráfico Miguel Ángel, Leonardo y Rafael.

    Del Asia empezaban a llegar en cantidades crecientes y con una demanda inexhausta, pimienta, canela, clavo, nuez moscada, jengibre, té, café, arroz, perlas, algodón, seda cruda, muselina, tapetes, porcelanas, piedras preciosas, pieles de tigre... Las especias eran indispensables no porque el europeo de aquellas edades fuese capaz de hacerse a la mar y de escrutar un arcano tenebroso en expediciones costosísimas por com-placer su gusto gastronómico.

    Sino porque era consuetudinario y forzoso —cuando la conservación de alimentos no había iniciado aún su invisible y humilde revolución—, matar al comienzo del invierno todo el ganado que se iba a consumir en la estación fría y guardar la carne sazonada y, de ser posible, preservada con vegetales de intenso perfume y sabor, como la pimienta y el clavo.

    Esas importaciones de artículos asiáticos representaban un desangre constante para las finanzas europeas. La moneda en giro, al agonizar el siglo XV, era apenas de cincuenta millones de libras. El numerario estaba acaparado por banqueros en cuyas garras se debatían los tronos, que empeñaban joyas, coronas y reliquias. En efecto, Alfonso el Sabio dejó en prenda su corona y Enrique el Doliente su manto. Fue entonces cuando las entrañas de las Indias Occidentales empezaron a chorrear oro y plata. Antes los metales preciosos se extraían de las minas de Austria y de Hungría.

    Pero, mientras en el siglo XV la producción de oro y plata en el mundo no llegaba a ochenta millones, en el siglo XVI pasó a doscientos cincuenta millones de libras y en el XVII a más de trescientos. España hacía repiquetear los doblones de México, del Perú y del Nuevo Reino de Granada para pesar en las decisiones diplomáticas, mercantiles y militares de Europa, continente que fue ya —y al fin— señor del mundo, pues pudo repeler y hacer replegar al Turco merced a los fondos provenientes de América.

    Si los océanos habían sido coto privado de los italianos en días de Marco Polo, desde entonces España agarró inapelablemente el cetro de la navegación, hasta cuando fue supeditada por Holanda y luego por Inglaterra.

    El sostenimiento de poderosos Estados con grandes ejércitos y armadas, y el lujo que exigía el Renacimiento a una sociedad que abandonaba la burda estameña de la Edad Media para recubrirse de pedrería, produjo en los estadistas la noción física de la balanza de comercio y la preocupación consiguiente. Si de los trueques quedaba saldo negativo, caían los precios de los productos del país correspondiente; sin poder aumentar la capacidad productora, la desvalorización sobrevenía inevitablemente.

    No se denominaba así, ni tampoco inflación; como no se llamaba tampoco apendicitis el cólico miserere. Las soldadas no podían ser cubiertas. Se amotinaban las tropas. Peligraba la seguridad. Se levantaban los espectros de la invasión y del sojuzgamiento.

    Ante el enriquecimiento súbito de España, que regó áureos doblones por el continente, cuando no se creía sino en el oro como representativo de riqueza —y en esto no hemos con-seguido separarnos mucho de los mercantilistas—, la actitud y postura peculiar de las naciones denota sus idiosincrasias respectivas. Italia se entregó al boato y regresó, siglos después, a la miseria. Francia —plus sage—, combinó lujo, milicia e industria y siempre fue Francia. Inglaterra, para poder atraer el oro, hubo de exportar mercaderías. Por eso allí se incubó la revolución industrial. Es más duradera que la plata heredada o ganada al juego, la que proviene del esfuerzo.

    También matizó el monótono trabajo con un poco de piratería. En cuanto a España, esa lluvia de oro no la enriqueció, no la vigorizó, no la consolidó ni la industrializó tampoco. Pueblo sobrio y duro, pueblo de heroicos guerreadores, estaba manejado por una camarilla de tahúres. España, la imperial, España la que dominó al mundo por cuatro siglos y no por uno, como los romanos; y cuando el mundo no era un conjunto de tribus bárbaras metidas en pantanos como búfalos, sino la Inglaterra de Isabel y la Francia de Francisco I; la que con los Borgias tuvo la desfachatez de hacer corridas de toros en la Plaza de San Pedro, todo lo apostó al espejismo de la ruleta bélica y quedó en la inopia.

    Yo no voy a remitir al lector a densos y voluminosos tratados y a confusas estadísticas para deducir el balance aflictivo de la quiebra española. Lo invitaré más bien a la lectura de Azorín. Recorra el lector las gratas, cristalinas, melancólicas páginas del maestro Azorín en España, en Castilla, en Los Pueblos, para darse .cuenta de que, como en los versos de Manrique las justas y los torneos, paramentos, bordaduras y cimeras fueron sino devaneos; que fueron, sino verduras de las eras.

    Allí, en las páginas de Azorín, el hidalgo a la última pregunta; la moza que limpia y sahuma el caserón caduco y ve pasar las nubes blancas por el cielo azul, encuadrado por los muros enjalbergados del patio; la mujeruca enlutada que vende agua a los pasajeros del tren, labriegos que emigran, labriegos que llevan la merienda envuelta en un pañuelo.

    El tren serpentea entre los olivares que sarpullen las colinas pardas y algún enfermo oye, desde una fonda, su pito agudo, angustioso, en el amanecer. Eso fue todo lo que restó a España. De ella nadie puede decir que se quedó con la plata de América: la botó. Cuando se habla de las resonantes glorias de España, los personajes de Azorín creen que se trata de cosas de novela o de teatro.

    Y si el español le resulta teatral al resto del mundo, es porque lo que conserva es solo el ademán de la grandeza. Un amplio, señoril ademán que requeriría —como fondo— la Escuadra Invencible, o al menos muchos barcos, como en los antiguos retratos de los almirantes ingleses; o un bosque de lanzas victoriosas, como en el lienzo velazqueño.

    Pero no unos jamones y unos chorizos colgando del techo de una venta. Que el español me perdone. Lo digo con amarga ternura. Que comprenda, ya me parece más difícil. El hecho es que el viajero contemporáneo observa que a pesar de que el turismo abona a su balance de pagos mil doscientos millones de dólares —sin sumarle los trescientos de la repatriación de ahorros de emigrantes— la bienandanza española es superficial y puede ser efímera. Fuera de la industrialización alcanzada en Cataluña y en las provincias vasco-navarras, el subdesarrollo de zonas como las de Castilla y Andalucía continúa siendo casi conmovedora.

    Se ara aún con muías y con chuzo, no hay riego artificial; las tierras de secano, sedientas, esperan las lluvias. Subsiste el comercio callejero de agua para beber. Los baturros venden cachivaches apeñuscados en los lomos de los pollinos. Para mí el símbolo del subdesarrollo, es el burro. Algún día aparecerá un sociólogo que proclame haber aislado el bacilo del subdesarrollo recorriendo el tercer mundo; y no será otro que el burro.

    Desde que usted descubra un burro, podrá dar por seguro que se encuentra en un pueblo subdesarrollado. El paisaje por donde Cervantes puso a cabalgar a don Quijote —seguido de Sancho, que iba en burro, precisamente— ese paisaje evocador, escueto, está en el siglo XX, como lo estaba cuando la conquista y colonización de América.

    Y, por no ver en él muy halagador porvenir, un soldado que había estado en Lepanto y allí había perdido un brazo, habiéndole quedado apenas el otro para escribir algunas poesías y novelas ejemplares, resolvió dirigir un pedimento al rey para pasar a Indias, y preferencialmente a Santa Fe de Bogotá, en donde podría servir en la Contaduría del Nuevo Reino de Granada y seguir pergeñando algunas fantasías y comedias. El memorialista desairado se llamaba Miguel de Cervantes.

    3—La rotación del predominio mundial

    Así nació y se expandió el capitalismo, que no hubiera sido posible sin América, sin la imprenta, sin la utilización del vapor y sin la mecánica, que entonces empezó a ponerse en boga, hasta el punto de que Leonardo de Vinci, en su carta de oferta de servicios a Ludovico el Moro, enumera un catálogo de artificios y máquinas de guerra de su invención. Mejor dicho: el feudalismo muere en el siglo XV y el mercantilismo nace en el XVI.

    Sombart analiza la evolución psicológica de las dos eras: la precapitalista y la capitalista. De la parca, a veces ascética demanda del hombre medioeval, predominantemente embargado por preocupaciones religiosas y militares, se llega a la emulación por la posesión de riquezas y alta cultura, y se vuelven imperativas la libertad de locomoción, de trabajo, de información, de comercio. España creyó poderla sofocar y mantener en cautiverio un continente, y tamaña incomprensión le costó su puesto en el conjunto mundial.

    En el fondo, España no dejó de ser un incómodo guerrero medioeval sentado al banquete jocundo del Renacimiento. Por siglos extrajo de América los metales preciosos para financiar sus arrogantes andanzas bélicas en el orbe mundo. Pero a fines del siglo XVII, precisamente en 1692, Antonio Rodríguez de Arzao descubrió en el río Casca arenas auríferas en el Brasil. Entonces Portugal tuvo algo que decir, en entendimiento constante con Inglaterra.

    Mejor dicho, bajo su dependencia. Porque bien se daba cuenta el pequeño reino de que no podía sobrevivir entre las grandes potencias, sino por medio de hábiles alianzas. Durante lo que pudiéramos llamar la era del azúcar brasilero, el gobierno lusitano imploró de Holanda un tratado y, con tal de no perder la vidriosa libertad que le acordaba España desde 1660, llegó, inclusive, a ofrecerle parte del Brasil. Holanda desdeñó el ofrecimiento.

    Entonces, por medio del acuerdo concluido en 1661, la nación lusitana cayó —prácticamente—, en brazos de Inglaterra: Portugal became virtitally England's commerce vassal, dice Alan K. Manchester en British Preeminence in Brasil. Posteriormente, ya en el siglo XIX, la balanza se inclinó —y en qué forma—, en favor de la América del Norte, no sólo por el descubrimiento de riquísimas minas, sino porque atraídos por la zona media y fugitivos de la intransigencia religiosa, llegaron inmensos contingentes de inmigrantes que crearon, realmente, un nuevo mundo.

    Un desterrado compatriota nuestro lo predijo con clarividencia al hablar de las oleadas sucesiva: inmigración: "su progreso —dice José Eusebio Caro—, paree sueño. En el último año llegaron a los Estados Unidos 300.000 inmigrados; casi todos desembarcaron en Nueva York. A que esto crece como la espuma. En 1840 su población era 17 millones de almas; hoy es de más de 23 millones. Al paso a van, tendrán al fin de este siglo, es decir, dentro de 50 apenas, cuando nuestros hijos y aún algunos de nuestros contemporáneos podrán verlo, más de 100 millones población. Entonces, si la Unión no se ha disuelto, será el pueblo más poderoso de la tierra".

    Esos blancos puros, que hicieron la grandeza de la América del Norte situada en clima de estaciones, esos nórdicos traslúcidos no servían, sin embargo, para la colonización en los trópicos. Mientras las razas mediterráneas, con sangre ya de suyo pigmentada remotamente, pudieron absorber al indio dejarse absorber por él, como se prefiera— y mezclarse con el negro, el inglés fracasaba en sus ensayos colonizadores de Providence y en las Bahamas, en donde el novel colono se achicharró, se convirtió en una cosa lastimosa, en Poor White Trash.

    4—De lo antiquijotesco en la Conquista de América

    A cada paso don Quijote reta a la canalla malandrina, levantándose sobre los estribos y poniendo en alto la lanza. Esos altisonantes desafíos vienen a la mente inevitablemente cuando se lee el relato que de la fundación de Bogotá hace el cronista Pedro Simón:

    Estando todos juntos, Gonzalo Jiménez se apeó del caballo y arrancando algunas yerbas y paseándose, dijo que tomaba la posesión de aquel sitio y tierra en nombre del invictísimo emperador Carlos V, su señor, para fundar allí una ciudad en su mismo nombre; y subiéndose luego en su caballo desnudó la espada diciendo que saliese si había quien le contradijese, porque él la fundaría; no habiendo quien saliera a la defensa, envainó la espada y mandó al escribano del ejército hiciese instrumento público de aquello, con testigos.

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